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En los días despejados de verano, se diría que Janus se pone de puntillas: a veces parece elevarse más sobre el agua, y no sólo por efecto del flujo y reflujo de la marea. Cuando cae un aguacero puede desaparecer por completo, disfrazándose como una diosa en un mito griego. O cuando hay bruma: aire caliente cargado de cristales de sal que obstruyen el paso de la luz. Cuando hay incendios de monte en la costa, el humo puede llegar hasta allí, transportando una ceniza gruesa y pegajosa que tiñe los atardeceres de fastuosos rojos y dorados y cubre de suciedad la cristalera de la cámara de iluminación. Por eso la isla necesita el faro más potente y brillante. Desde el balcón, su mirada abarca una distancia de cuarenta millas. A Tom le parece inverosímil que un espacio tan extenso pueda coexistir con el terreno por el que hace sólo unos años se peleaba palmo a palmo, donde los hombres perdían la vida por el afán de marcar unos cuantos metros fangosos como «nuestros» en lugar de «suyos», para que al día siguiente volvieran a arrebatárselos. Quizá fuera esa misma obsesión por marcar las cosas lo que llevó a los cartógrafos a dividir esta masa de agua en dos océanos, pese a que es imposible señalar un punto exacto donde sus corrientes empiezan a diferenciarse. Dividir. Etiquetar. Diferenciar. Hay cosas que nunca cambian.
En Janus no hay necesidad de hablar. Tom puede pasar meses sin oír su propia voz. Sabe que algunos fareros se dedican a cantar, como si encendieran un motor para asegurarse de que sigue funcionando. Pero Tom halla libertad en el silencio. Escucha el viento. Observa los pequeños detalles de la vida en la isla.
De vez en cuando, como si lo trajera la brisa, el recuerdo del beso de Isabel se cuela flotando en su conciencia: el tacto de su piel, su suave plenitud. Y piensa en los años en que ni siquiera podría haber imaginado que existiera algo parecido. El simple hecho de estar a su lado lo había hecho sentirse en cierto modo más limpio, nuevo. Sin embargo, esa sensación lo devuelve a la oscuridad, a las galerías de cuerpos heridos y miembros retorcidos. Entenderlo, darle sentido: ése es el reto. Ser testimonio de la muerte sin que su peso te destroce. No hay ninguna razón para que él siga con vida, para que no haya quedado lisiado. De pronto se da cuenta de que está llorando. Llora por los hombres arrebatados a su derecha y a su izquierda, todas las veces que la muerte no se interesó por él. Llora por los hombres a los que mató.
Cuando trabajas en el Departamento de Puertos y Faros rindes cuentas de lo que sucede todos los días. Escribes en el cuaderno de servicio, informas de lo ocurrido, presentas pruebas de que la vida continúa. Al cabo de un tiempo, a medida que los fantasmas empiezan a disolverse en el aire puro de Janus, Tom se atreve a pensar en la vida que tiene por delante, algo que durante años era demasiado improbable para preocuparse por ello. Isabel aparece en sus pensamientos, riendo a pesar de todo, con una curiosidad insaciable por cuanto la rodea, dispuesta a cualquier cosa. El consejo del capitán Hasluck resuena en su memoria mientras camina hacia la leñera. Escoge un trozo de raíz de mallee y se la lleva al taller.
Janus Rock
15 de marzo de 1921
Querida Isabel:
Espero que estés bien. Yo estoy bien. Me gusta la vida aquí. Supongo que te parecerá extraño, pero es la verdad. Me gusta la tranquilidad. Janus tiene algo mágico. No se parece a ningún otro sitio donde haya estado.
Es una pena que no puedas ver estos amaneceres y estas puestas de sol. Y las estrellas: por la noche el cielo está abarrotado, y es como observar un reloj, porque las constelaciones se deslizan por el firmamento. Es reconfortante saber que aparecerán, por muy malo que haya sido el día, por mucho que se compliquen las cosas. En Francia eso me ayudaba a ver las cosas objetivamente; las estrellas existen desde mucho antes que los humanos. Siguen brillando pase lo que pase. Con el faro ocurre algo parecido, y es como si una esquirla de estrella hubiera caído a la tierra: brilla pase lo que pase. Sea verano o invierno, haya tormenta o haga buen tiempo. La gente puede confiar en él.
Será mejor que pare de decir tonterías. Lo importante es que con esta carta te mando una cajita que he tallado para ti. Espero que te sea útil. Puedes guardar en ella joyas, horquillas o lo que quieras.
Seguramente ya habrás cambiado de opinión, y sólo quería que supieras que no pasa nada. Eres una chica maravillosa y lo pasé muy bien contigo.
La barca llega mañana, y entonces le entregaré esta carta a Ralph.
TOM
Janus Rock
15 de junio de 1921
Querida Isabel:
No puedo extenderme mucho porque los chicos se están preparando para zarpar. Ralph me ha entregado tu carta. Me alegro de tener noticias tuyas, y de que te gustara la cajita.
Gracias por la fotografía. Estás preciosa, pero no tan fresca como en persona. Ya sé dónde la pondré: en la cámara de iluminación, para que puedas mirar por la ventana.
No, tu pregunta no me extraña en absoluto. En la guerra conocí a muchos jóvenes que se casaban cuando volvían a Inglaterra con un permiso de tres días y luego regresaban al frente para seguir luchando. Muchos de ellos creían que tal vez no durasen mucho, y seguramente las chicas también. Con un poco de suerte, yo seré una proposición más a largo plazo, así que piénsatelo bien. Estoy dispuesto a correr el riesgo si tú también lo estás. Puedo solicitar un permiso extraordinario para finales de diciembre, de modo que tendrás tiempo para reflexionar. Si cambias de opinión, lo entenderé. Y si no, te prometo que siempre cuidaré de ti y haré cuanto esté en mi mano para ser un buen marido.
Un abrazo
TOM
Los seis meses siguientes pasaron con lentitud. Antes Tom no tenía nada que esperar, y se había acostumbrado a concebir los días como fines en sí mismos. Ahora había una fecha de boda. Permisos que pedir. Continuamente, cuando estaba en la casa, encontraba algo que arreglar: la ventana de la cocina que no cerraba bien, el grifo que sólo la mano de un hombre podía hacer girar. ¿Qué podía necesitar Isabel para vivir allí? La última vez que volvió la barca envió un pedido de pintura para pintar las habitaciones; un espejo para la cómoda; toallas y manteles nuevos; partituras para el decrépito piano (él no sabía tocar, pero Isabel sí, y estaba seguro de que le encantaría). Vaciló antes de añadir a la lista sábanas nuevas, dos almohadas y un edredón.
Cuando por fin llegó la barca para llevar a Tom a su gran cita, Neville Whittnish saltó con decisión al embarcadero, dispuesto a sustituirlo durante su ausencia.
—¿Todo en orden?
—Eso espero —contestó Tom.
Tras una breve inspección, Whittnish dijo:
—Sabes cómo tratar un faro. Eso hay que reconocerlo.
—Gracias —replicó Tom, emocionado por el cumplido.
—¿Listo, muchacho? —preguntó Ralph momentos antes de desamarrar.
—Eso sólo Dios lo sabe —respondió Tom.
—Una verdad como un templo. —Ralph dirigió la mirada hacia el horizonte—. Vamos allá, preciosa. Tenemos que llevar al capitán Sherbourne, Cruz Militar con Barra, junto a su damisela.
Ralph hablaba con la barca del mismo modo en que Whittnish se dirigía al faro: como si fueran seres vivos que tenían muy cerca del corazón. «Hay que ver qué cosas puede amar un hombre», pensó Tom, y dirigió la mirada hacia la torre. La próxima vez que la viera, su vida habría cambiado mucho. De pronto lo asaltó una duda: ¿le gustaría Janus a Isabel tanto como a él? ¿Entendería ella su mundo?