5
Transcurridos seis meses, Tom volvió a saborear los placeres de la hospitalidad de la señora Mewett, esa vez por un motivo inesperado: la vacante de Janus se había convertido en una plaza fija. Lejos de recuperar la razón, Trimble Docherty había perdido la poca que le quedaba y se había lanzado desde el enorme acantilado de granito de Albany conocido como «la Brecha», al parecer convencido de que saltaba a una barca capitaneada por su adorada esposa. Así pues, habían hecho volver a Tom al continente para hablar del destino, rellenar los papeles y tomarse unos días de permiso antes de ocupar oficialmente la plaza. A esas alturas, había demostrado sobradamente sus aptitudes, y Fremantle no se tomó la molestia de buscar a ningún otro candidato para ocupar el puesto. —Nunca subestime la importancia de una buena esposa— había dicho el capitán Hasluck cuando Tom estaba a punto de salir de su despacho. —La pobre Moira Docherty llevaba tanto tiempo con Trimble que podría haberse encargado del faro ella sola. Para vivir con un farero hay que ser una mujer especial. Cuando encuentre a la adecuada, no la deje escapar y llévesela enseguida. Claro que ahora tendrá que esperar un poco…
Por el camino hacia la pensión de la señora Mewett, Tom pensó en las reliquias que había encontrado en el faro: la labor de Docherty, el tarro de caramelos de menta de su esposa, intacto en la despensa. Huellas que dejan las vidas al pasar. Y reflexionó sobre la desesperación de aquel hombre, destrozado por la pena. No hacía falta una guerra para traspasar el límite de lo soportable.
Dos días después de su regreso a Partageuse, Tom estaba sentado, rígido como un hueso de ballena, en el salón de los Graysmark, donde los padres observaban a su única hija como haría una pareja de águilas con su polluelo. Tom, esforzándose por encontrar temas de conversación adecuados, recurrió al tiempo, al viento (muy abundante) y a los primos Graysmark que vivían en otras regiones de Australia Occidental. Le resultó relativamente fácil apartar la conversación de su propia persona.
Después, cuando lo acompañó a la cancela, Isabel le preguntó:
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?
—Dos semanas.
—Entonces tendremos que aprovecharlas —dijo ella, como si con eso zanjara una larga discusión.
—¿Ah, sí? —repuso Tom, complacido y sorprendido. Se sentía como si estuviera bailando un vals hacia atrás.
—Sí —confirmó ella con una sonrisa. La luz se reflejaba en sus ojos, y a Tom le pareció que podía asomarse por ellos hasta el interior de aquella mujer y ver una claridad, una franqueza que lo atraían—. Ven a buscarme mañana. Prepararé un picnic. Podemos bajar a la bahía.
—Antes tendré que pedirle permiso a tu padre, ¿no crees? O a tu madre. —Ladeó la cabeza y añadió—: No quisiera ser grosero, pero ¿cuántos años tienes?
—Suficientes para ir de picnic.
—Y dicho en números, eso sería…
—Diecinueve. Casi. Así que deja que de mis padres me encargue yo. —Isabel se despidió con la mano y entró en la casa.
Tom se encaminó hacia la pensión de la señora Mewett con una ligereza que se reflejaba en sus andares. No habría sabido decir por qué. No sabía nada de aquella muchacha, excepto que sonreía mucho y tenía algo que le producía… bienestar.
Al día siguiente Tom fue a la casa de los Graysmark, desconcertado más que nervioso, sin saber muy bien cómo podía ser que estuviera volviendo allí tan pronto.
La señora Graysmark lo recibió con una sonrisa.
—Muy puntual —observó, como si lo anotara en una lista.
—Es una costumbre militar…
Isabel apareció con una cesta de picnic y se la entregó diciendo:
—Eres el encargado de que llegue allí entera. —Se volvió y besó a su madre en la mejilla—. Adiós, madre. Hasta luego.
—Sobre todo, no te pongas al sol. No vayas a estropearte la piel llenándotela de pecas —advirtió a su hija. Entonces miró a Tom con más severidad de la que contenían sus palabras—: Pasadlo bien. Y no volváis demasiado tarde.
—Gracias, señora Graysmark. No vendremos tarde.
Isabel lo guió más allá de las pocas calles que formaban el pueblo en sí, camino del mar.
—¿Adónde vamos? —preguntó Tom.
—Es una sorpresa.
Recorrieron el camino de tierra que conducía al cabo, bordeado de árboles espesos y achaparrados. Esos árboles no eran como los gigantes del bosque que había algo más de un kilómetro tierra adentro, sino nervudos y fornidos, árboles capaces de soportar la sal y el embate del viento.
—Hay que andar un poco. No te cansarás, ¿verdad? —preguntó Isabel.
Tom rió y dijo:
—No he traído mi bastón, pero creo que aguantaré.
—Es que se me acaba de ocurrir que en Janus no puedes dar paseos muy largos, ¿no?
—Te aseguro que subir y bajar las escaleras del faro todo el día te mantiene en forma. —Todavía estaba haciéndose una idea de aquella muchacha y su asombrosa capacidad para desconcertarlo.
A medida que avanzaban, el bosque iba volviéndose menos denso y el sonido del mar se intensificaba.
—Supongo que Partageuse debe de parecer aburridísimo comparado con Sidney —comentó Isabel.
—La verdad es que no llevo suficiente tiempo aquí para saberlo.
—Sí, tienes razón. Pero Sidney… me la imagino enorme, bulliciosa y maravillosa. Una gran metrópoli.
—Es muy poca cosa comparada con Londres.
Isabel se sonrojó.
—No sabía que hubieras estado allí. Eso sí debe de ser una ciudad de verdad. Espero visitarla algún día.
—Te aseguro que estás mejor aquí. Londres es… Bueno, la encontré bastante deprimente cuando estuve allí de permiso. Gris, sombría y fría como un cadáver. Prefiero mil veces Partageuse.
—Estamos llegando a la parte más bonita. O la que a mí me parece más bonita. —Detrás de los árboles surgió un istmo que se adentraba mucho en el mar. Era una franja de tierra alargada y desnuda, de unos centenares de metros de ancho, acariciada por las olas por ambos lados—. Esto es el cabo de Point Partageuse —dijo Isabel—. Mi sitio favorito está allí abajo, a la izquierda, donde esas rocas grandes.
Siguieron andando hasta encontrarse en el centro del istmo.
—Deja la cesta y sígueme —pidió Isabel, y sin decir nada más se quitó los zapatos y echó a correr hacia las negras rocas de granito que descendían hasta el agua.
Tom la alcanzó cuando ella ya llegaba al borde. Las rocas formaban un círculo en cuyo interior las olas se agitaban y arremolinaban. Isabel se tumbó con la cabeza colgando por el canto de la roca.
—Escucha —dijo—. Escucha el sonido del agua. Parece que estés en una cueva o una catedral.
Tom se inclinó hacia delante y escuchó.
—Tienes que tumbarte —señaló ella.
—¿Para oír mejor?
—No. Para que no te derriben las olas. Esto es un géiser marítimo. Si viene una ola grande y no la ves, podrías acabar bajo las rocas sin darte ni cuenta.
Tom se tumbó a su lado y asomó la cabeza por la oquedad donde las olas resonaban, bramaban y se revolvían.
—Esto me recuerda Janus.
—Cuéntame cómo es. He oído muchas historias, pero la verdad es que poca gente ha estado allí, excepto el farero y los tripulantes de la barca. Y el médico, en una ocasión, hace años, cuando dejaron a toda la tripulación de un barco en cuarentena porque a bordo había fiebre tifoidea.
—Es como… Bueno, no se parece a ningún otro lugar de la tierra. Es un mundo aparte.
—Dicen que el clima es atroz.
—Tiene sus momentos.
Isabel se incorporó.
—¿Te sientes solo?
—Estoy demasiado ocupado para sentirme solo. Siempre hay algo que arreglar, comprobar o registrar.
Isabel ladeó la cabeza como expresando una duda, pero no dijo nada.
—¿Te gusta?
—Sí.
Entonces fue ella la que rió.
—No eres muy hablador, ¿verdad?
Tom se levantó.
—¿No tienes hambre? Ya debe de ser la hora de comer.
Le cogió la mano y la ayudó a levantarse. Una mano pequeña, suave, con la palma cubierta de una fina capa de arena, tan delicada en contraste con la suya.
Isabel le sirvió sándwiches de rosbif y cerveza de jengibre, y luego tarta de fruta y manzanas crujientes.
—Dime, ¿escribes a todos los fareros a los que envían a Janus? —preguntó Tom.
—¿A todos? Pero si son muy pocos. Tú eres el primero en muchos años.
Él vaciló antes de atreverse a hacer la siguiente pregunta.
—¿Cómo se te ocurrió escribirme?
Isabel le sonrió y bebió un sorbo de cerveza de jengibre antes de contestar.
—¿Porque fue divertido dar de comer a las gaviotas contigo? ¿Porque me aburría? ¿Porque nunca había enviado una carta a un faro? —Se apartó un mechón de pelo de los ojos y se quedó mirando el agua—. ¿Preferirías que no te hubiera escrito?
—No, no. No quería decir… Me refería a… —Se limpió las manos en la servilleta. Ya volvía a perder el control. Era una sensación nueva para él.
Estaban sentados al final del embarcadero de Partageuse. Era casi el último día de 1920, y la brisa entonaba melodías al enviar los rizos del agua contra los cascos de los barcos y hacer vibrar las drizas de los mástiles. Las luces del puerto surcaban la superficie del agua y el cielo estaba cuajado de estrellas.
—Es que quiero saberlo todo —dijo Isabel con los pies descalzos colgando por encima del agua—. No puedes decirme «no hay nada más que contar». —Le había sonsacando los detalles básicos de su educación en un colegio privado y de sus estudios de Ingeniería en la Universidad de Sidney, pero se sentía cada vez más frustrada—. Yo puedo contarte muchas más cosas: sobre mi abuela, que me enseñó a tocar el piano; lo que recuerdo de mi abuelo, aunque murió cuando yo era pequeña. Puedo contarte lo que significa ser la hija del director de la escuela en un sitio como Partageuse. Puedo hablarte de mis hermanos, Hugh y Alfie, de cómo jugábamos con el bote y nos íbamos a pescar al río. —Se quedó mirando el agua un instante y añadió—: Todavía echo de menos esos tiempos. —Se enroscó un mechón de pelo en un dedo y se quedó pensativa; entonces inspiró y continuó—: Es como si hubiera toda una… toda una galaxia esperando a que la descubras. Y yo quiero descubrir la tuya.
—¿Qué más quieres saber?
—Pues no sé, algo sobre tu familia, por ejemplo.
—Tengo un hermano.
—¿Puedo saber cómo se llama, o no te acuerdas?
—No creo que lo olvide fácilmente. Se llama Cecil.
—¿Y tus padres?
Tom miró con los ojos entornados la luz de lo alto de un mástil.
—¿Qué pasa con mis padres?
Isabel se incorporó y lo miró a los ojos.
—¿Qué pasa ahí dentro? Estoy intrigada.
—Mi madre murió. Y he perdido el contacto con mi padre. —A ella se le había resbalado el chal del hombro y él se lo puso bien—. ¿No tienes frío? ¿Quieres que volvamos?
—¿Por qué nunca hablas de eso?
—Si tanto te interesa, te lo contaré. Pero preferiría no hacerlo. A veces es bueno dejar el pasado en el pasado.
—Tu familia nunca está en el pasado. La llevas contigo a todas partes.
—Es una pena.
Isabel se enderezó.
—No importa. Vámonos. Mis padres estarán preguntándose dónde nos hemos metido —dijo, y recorrieron el embarcadero en silencio.
Esa noche, tumbado en la cama, Tom rememoró la infancia que Isabel tanto deseaba investigar y de la que él nunca había hablado con nadie. Pero ahora, al explorar los recuerdos, sentía un dolor parecido al que se notaba al pasar la lengua por un diente roto. Se vio a sí mismo, un niño de ocho años, tirándole de la manga a su padre y suplicándole: «¡Por favor! ¡Déjala volver! ¡Por favor, padre! ¡La quiero mucho!», y a su padre apartándole la mano de un manotazo, como si fuera una mancha de mugre. «No vuelvas a mencionarla en esta casa. ¿Me has oído, hijo?».
El padre salió muy indignado de la habitación, y el hermano de Tom, Cecil, cinco años mayor y a esas alturas muy alto, le dio una colleja. «Te lo dije, idiota. Te advertí que no lo dijeras», y siguió a su padre con el mismo paso enérgico, dejando a su hermano pequeño en medio del salón. Tom sacó del bolsillo un pañuelo de encaje que tenía la fragancia de su madre y se lo pasó por la mejilla evitando sus lágrimas y la goteante nariz. Era el tacto de la tela lo que buscaba, el perfume, no su utilidad.
Tom evocó la casa imponente y vacía: el silencio que amortiguaba cada una de las habitaciones con un tono ligeramente diferente; la cocina, que olía a ácido carbólico, siempre impecable gracias a sucesivas amas de llaves. Recordó el temido olor del jabón en escamas Lux, y su aflicción al ver que alguna de aquellas mujeres había lavado y almidonado el pañuelo tras encontrarlo en el bolsillo de sus pantalones cortos y meterlo en la colada, borrando para siempre la fragancia de su madre. Tom había registrado toda la casa en busca de algún rincón, algún armario que pudiera devolverle la borrosa dulzura de su madre. Pero ni siquiera encontró nada en su dormitorio, donde sólo olía a limpiamuebles y naftalina, como si por fin hubieran exorcizado su fantasma.
En Partageuse, sentados en el Salón de Té, Isabel lo intentó de nuevo.
—No pretendo ocultar nada —dijo Tom—. Lo que ocurre es que volver sobre el pasado es una pérdida de tiempo.
—Ni yo quiero entrometerme. Pero… tú tienes una vida, toda una historia, y yo he llegado tarde. Sólo intento entender las cosas. Entenderte a ti. —Titubeó y, con delicadeza, preguntó—: Ya que no puedo hablar del pasado, ¿me dejas hablar del futuro?
—No podemos hablar del futuro con precisión, piénsalo bien. Sólo podemos hablar de lo que imaginamos o deseamos. No es lo mismo.
—Muy bien, entonces dime: ¿tú qué deseas?
Tom caviló un instante.
—Vivir. Creo que con eso me basta. —Inspiró hondo y se volvió hacia ella—. ¿Y tú?
—¡Uy, yo deseo muchísimas cosas, todas a la vez! —exclamó—. Quiero que el domingo haga buen tiempo porque voy a ir de picnic con el grupo de catequesis. Quiero… no te rías: quiero un buen marido y una casa llena de niños. El estrépito de una bola de críquet rompiendo una ventana y olor a estofado en la cocina. Las niñas cantarán villancicos a coro y los niños jugarán a la pelota… No me imagino mi vida sin hijos, ¿y tú? —Se quedó pensativa un momento y añadió—: Pero no quiero tenerlos todavía, por supuesto. —Titubeó—. Como Sarah.
—¿Quién?
—Mi amiga Sarah Porter. Vivía al final de la calle. Jugábamos juntas a las casitas. Ella era un poco mayor que yo y siempre tenía que hacer de madre. —Su rostro se ensombreció—. Se quedó encinta cuando tenía dieciséis años. Sus padres la enviaron a Perth, para quitarla del medio. La obligaron a llevar el bebé a un orfanato. Dijeron que lo habían adoptado, pero tenía un pie deforme.
»Más tarde se casó y se olvidó de su hijo. Hasta que un día me pidió que la acompañara a Perth a visitar el orfanato en secreto. El Asilo Infantil, que estaba muy cerca del manicomio. Ay, Tom, seguro que no has visto nada tan espantoso como una sala llena de huerfanitos. Sin nadie que los quiera. Sarah no podía contárselo a su esposo, porque él la habría repudiado. Él no sabe nada de todo esto. El bebé de Sarah seguía allí: lo único que ella podía hacer era mirarlo. Y lo curioso es que era yo la que no podía parar de llorar. Sus caritas, sus miradas. Me impresionó mucho. Enviar a un niño al orfanato es como enviarlo al infierno.
—Los niños necesitan a sus madres —dijo Tom, ensimismado.
—Ahora Sarah vive en Sidney. No he vuelto a saber de ella.
Aquellas dos semanas se vieron todos los días. Cuando Bill Graysmark se preguntó ante su esposa sobre lo apropiado de ese cortejo, ella dijo:
—Ay, Bill. La vida es corta. Isabel es una muchacha sensata y sabe lo que hace. Además, hoy en día tiene pocas posibilidades de encontrar a un hombre con todas las extremidades en su sitio. A caballo regalado…
También sabían que Partageuse era un pueblo pequeño donde no podía pasar nada que hubiera que lamentar. Decenas de ojos y oídos les informarían de cualquier indicio de actitud indecorosa.
Tom no podía creerse las ganas que tenía de ver a Isabel. Aquella muchacha se había colado por debajo de sus defensas. Le gustaban sus historias sobre la vida en Partageuse y su historia; sobre cómo los franceses habían escogido ese nombre para aquel lugar entre dos océanos porque significaba «generoso» y, al mismo tiempo, «divisorio». Le contó de la vez que se cayó de un árbol y se rompió un brazo, del día en que sus hermanos y ella le pintaron lunares rojos a la cabra de la señora Mewett y llamaron a su puerta para decirle que tenía sarampión. Le contó en voz baja, y haciendo pausas, que sus dos hermanos habían muerto en el Somme, y cómo le gustaría que sus padres volvieran a sonreír.
Pero Tom era precavido. Aquél era un pueblo pequeño. Isabel era mucho más joven que él. Seguramente no volvería a verla cuando regresara al faro. Algunos hombres se habrían aprovechado, pero para Tom la idea del honor era una especie de antídoto ante ciertas experiencias de la vida que había soportado.
Isabel difícilmente habría podido expresar con palabras el nuevo sentimiento —emoción, tal vez— que la embargaba cada vez que veía a aquel hombre. Tenía algo misterioso, como si detrás de su sonrisa todavía estuviera muy lejos. Ansiaba llegar al fondo de él. En cuanto a Tom, si algo le había enseñado la guerra era a valorar las cosas, y que no era prudente aplazar lo importante. La vida podía arrebatarte lo que más querías, y luego no había forma de recuperarlo. Empezó a sentir apremio, la necesidad de atrapar la oportunidad antes de que la atrapara otro en su lugar.
La víspera del día en que Tom debía volver a Janus, fueron a dar un paseo por la playa. Enero no había hecho más que empezar, y sin embargo a Tom le parecía que habían pasado años desde su llegada a Partageuse, seis meses atrás.
Isabel contemplaba el mar; en el horizonte, el sol resbalaba por el cielo y se hundía en las aguas grises.
—¿Podrías hacerme un favor, Tom? —preguntó.
—Claro. ¿De qué se trata?
—¿Me besarás? —pidió ella sin aminorar el paso.
Tom creyó que el viento no le había dejado oír bien y, como ella no se detuvo, intentó adivinar qué le había dicho en realidad.
—Claro que te añoraré —dijo—. Pero tal vez volvamos a vernos durante mi siguiente permiso.
Ella le lanzó una mirada extraña y Tom empezó a preocuparse. Pese a que había poca luz, vio que Isabel se había sonrojado.
—Perdóname, Isabel. En situaciones como ésta… las palabras no son mi fuerte.
—¿Qué situaciones? —preguntó ella, consternada por la posibilidad de que Tom hiciera aquello continuamente. Un amor en cada puerto.
—Pues… las despedidas. A mí no me importa estar solo. Y tampoco me importa tener un poco de compañía. Lo que me altera es pasar de una cosa a otra.
—En ese caso, te lo pondré fácil, ¿quieres? Me marcharé y ya está. Ahora mismo. —Giró sobre los talones y echó a andar por la playa.
—¡Isabel! ¡Espera, Isabel! —Corrió tras ella y la cogió de la mano—. No quiero que te vayas sin… bueno, no quiero que te vayas así. Y te haré el favor que me pides. Te añoraré. Me gusta estar contigo.
—Pues llévame a Janus.
—¿Cómo? ¿Quieres acompañarme allí?
—No. Quiero vivir allí contigo.
Tom se echó a reír.
—Madre mía, a veces dices unas barbaridades…
—Lo digo en serio.
—No puede ser —replicó Tom, aunque algo en la mirada de ella le indicó que era capaz.
—¿Por qué no?
—Bueno, pues así, de entrada, se me ocurren unas cien razones. La más obvia es que la única mujer autorizada para vivir en Janus es la esposa del farero. —Isabel no dijo nada, y Tom ladeó la cabeza un poco más, como si eso fuera a ayudarlo a comprender.
—¡Pues cásate conmigo!
Tom parpadeó.
—Pero ¡si apenas te conozco, Izz! Además, ni siquiera… ni siquiera te he besado nunca, por el amor de Dios.
—¡Por fin! —exclamó Isabel, como si la solución saltara a la vista; se puso de puntillas y acercó la cabeza de Tom hacia ella.
Antes de que él reaccionara, Isabel lo estaba besando, con poca pericia pero con gran ímpetu. Se apartó de ella.
—Estás jugando a un juego peligroso, Isabel. No deberías ir por ahí besando a los chicos alegremente. A menos que lo hagas en serio.
—¡Es que lo hago en serio!
Tom la miró; sus ojos y su pequeña pero firme barbilla lo desafiaban. Si cruzaba esa línea, ¿quién sabía dónde podría acabar? Maldita fuera. Al cuerno con el buen comportamiento. Al cuerno con hacer siempre lo correcto. Una muchacha hermosa le pedía que la besara, y se había puesto el sol y habían transcurrido las semanas, y al día siguiente, a esas horas, él estaría lejos de allí y de todo. Tomó la cara de Isabel entre sus manos y se inclinó mientras decía:
—En ese caso, te enseñaré cómo se hace. —Y la besó, dejando que el tiempo se desvaneciera. No recordaba ningún beso que se pareciera ni remotamente a aquél.
Al final se separó de ella y le apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Será mejor que te acompañe a casa, o enviarán a los guardias a buscarme. —Le rodeó los hombros con un brazo y la guió por la playa.
—Lo digo en serio. Lo de casarnos.
—Tendría que faltarte un tornillo para que quisieras casarte conmigo, Izz. Los fareros no ganan mucho dinero. Y es un trabajo muy duro para una esposa.
—Sé lo que quiero, Tom.
Él se paró.
—Mira, Isabel, no quiero parecer paternalista, pero eres… bueno, eres bastante más joven que yo: cumpliré veintiocho este año. Y creo que no has salido con muchos chicos. —Apostaba, por aquel intento de besarlo, que no había salido con ninguno.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Pues… no sé. A veces deseamos tanto algo que nos engañamos y creemos haberlo encontrado. Piénsalo bien. Apuesto a que dentro de un año me habrás olvidado por completo.
—Acepto la apuesta —repuso ella, y se estiró para besarlo otra vez.