Capítulo 3

3

La Windward Spirit, la barca de avituallamiento que servía a los faros en esa parte de la costa, era una vieja cascara de nuez, pero fiable como un perro pastor, aseguró Ralph Addicott. El viejo Ralph llevaba siglos capitaneando la barca, y presumía de tener el mejor empleo del mundo. —Tú debes de ser Tom Sherbourne. ¡Bienvenido a mi embarcación de recreo!— dijo, señalando las desnudas cubiertas de madera y la pintura estropeada por la sal cuando Tom subió a bordo, antes del amanecer, para emprender su primer viaje a Janus Rock.

—Me alegra conocerlo —contestó Tom estrechándole la mano.

El motor diésel marchaba al ralentí y los gases que despedía le llenaban los pulmones. Dentro de la cabina no hacía menos frío que fuera, pero como mínimo allí se estaba protegido de los aullidos del viento.

Una maraña de rizos rojos asomó por la escotilla del fondo de la cabina.

—Creo que ya estamos listos, Ralph. Todo arreglado —anunció el joven a quien pertenecían aquellos rizos.

—Bluey, te presento a Tom Sherbourne —dijo Ralph.

—Buenos días —repuso Bluey, y acabó de entrar por la escotilla.

—Buenos días.

—¡Vaya tiempo de perros! Espero que hayas cogido tus calzoncillos de lana. Esto no es nada comparado con el frío que debe de hacer en Janus —comentó Bluey soplándose las manos.

Mientras Bluey le enseñaba la barca a Tom, el capitán realizó las últimas comprobaciones. Limpió el parabrisas, manchado por las salpicaduras de agua salada, con un trapo hecho con una bandera vieja, y gritó:

—¡Ocúpate de los cabos, chico! ¡Listos para soltar amarras! —Abrió el regulador—. Vamos allá, preciosa —murmuró, animando a la barca a salir del atracadero.

Tom examinó el mapa desplegado sobre la mesa de navegación. Incluso ampliada a aquella escala, Janus no era más que un punto en los bajíos frente a la costa. Fijó la mirada en la gran extensión de mar que tenía delante e inspiró el aire denso y salado sin volver la cabeza hacia tierra firme, por si eso le hacía cambiar de opinión.

A medida que pasaban las horas, la profundidad de las aguas aumentaba y su color iba tomando un aspecto más sólido. De vez en cuando, Ralph señalaba algo de interés: un águila marina, un grupo de delfines que jugaban junto a la proa del barco. Vieron la chimenea de un vapor que pasaba rozando el horizonte. Bluey salía de la cocina periódicamente y les ofrecía té en unas tazas de esmalte desportilladas. Ralph le contó a Tom historias de tempestades terribles, de grandes dramas ocurridos en los faros de aquella zona costera. Tom habló un poco de la vida en Byron Bay y Maatsuyker, a miles de kilómetros hacia el este.

—Bueno, si has soportado vivir en Maatsuyker, tienes posibilidades de sobrevivir en Janus —dictaminó Ralph. Miró la hora y añadió—: ¿Por qué no echas una cabezadita ahora que puedes? Todavía nos queda un buen trecho, chico.

Cuando Tom volvió a cubierta, Bluey hablaba en voz baja con Ralph, y éste negaba con la cabeza.

—Sólo quiero saber si es verdad. No hay nada malo en preguntárselo, ¿no? —decía Bluey.

—¿Preguntarme qué? —intervino Tom.

—Si… —Bluey miró a Ralph. Se debatió entre su curiosidad y el cejo fruncido del capitán, y finalmente se sonrojó y se quedó callado.

—Bueno, no es asunto mío —añadió Tom, y dirigió la mirada hacia el mar, que se había vuelto de un gris foca mientras el oleaje se alzaba alrededor del barco.

—Yo era demasiado joven. Mi madre no me dejó mentir respecto a mi edad para alistarme. Y me han dicho…

Tom lo interrogó con la mirada.

—Pues dicen que tú tienes una Cruz Militar —le soltó Bluey—. Dicen que lo ponía en tu hoja de servicios, la que presentaste para solicitar el puesto en Janus.

Tom siguió con los ojos fijos en el agua. Bluey parecía alicaído, y después abochornado.

—Es que estaría muy orgulloso de poder decir que le he estrechado la mano a un héroe.

—Un poco de latón no convierte a nadie en un héroe —replicó Tom—. La mayoría de los tipos que de verdad merecen las medallas ya no están para recibirlas. Yo en tu lugar no me emocionaría demasiado, chico —añadió, y se volvió para examinar la carta de navegación.

—¡Allí está! —exclamó Bluey, y le pasó los prismáticos a Tom.

—Hogar, dulce hogar. Hasta dentro de seis meses —dijo Ralph riendo.

Tom enfocó con los prismáticos la masa de tierra que parecía surgir del agua como un monstruo marino. El acantilado, a un lado, marcaba el punto más alto, desde donde la isla descendía suavemente hasta alcanzar la orilla opuesta.

—El viejo Neville se alegrará de vernos —comentó Ralph—. No le sentó nada bien tener que aplazar su jubilación por culpa de la baja de Trimble, os lo aseguro. Pero aun así, cuando uno ha sido farero… Ningún miembro del servicio dejaría un faro desatendido, por mucho que proteste. Te advierto que Neville Whittnish no tiene mucho sentido del humor. Ni siquiera es muy hablador.

El embarcadero se adentraba unos buenos treinta metros en el mar; debido a su gran elevación podía resistir las mareas más altas y las tormentas más feroces. El aparejo de poleas para izar las provisiones por la abrupta pendiente hasta los edificios anexos ya estaba preparado. Un individuo adusto y de rostro curtido, sexagenario, los esperaba cuando atracaron.

—Ralph. Bluey —saludó, y asintió con la cabeza—. Tú debes de ser el sustituto —añadió, dirigiéndose a Tom.

—Tom Sherbourne. Encantado de conocerlo —repuso Tom, tendiéndole la mano.

El hombre se quedó mirándole la mano un momento, distraído, antes de recordar el significado de ese gesto, y entonces le dio un imperioso tirón, como si quisiera comprobar que el brazo no se desprendería.

—Por aquí —dijo, y, sin esperar a que Tom recogiera sus cosas, inició la caminata hacia el faro.

Empezaba a caer la tarde, y tras tantas horas en el oleaje, Tom tardó un momento en volver a sentirse firme en tierra. Cogió su petate y echó a andar, tambaleante, tras el farero, mientras Ralph y Bluey se preparaban para descargar las provisiones.

—La casa del farero.

Whittnish se acercó a un edificio bajo con tejado de chapa de zinc. Detrás de la casa había tres grandes depósitos de agua de lluvia, junto a una fila de edificios anexos que servían de almacenes para la casa y el faro.

—Puedes dejar el petate en el recibidor —dijo al abrir la puerta principal—. Tengo mucho que hacer. —Y dio media vuelta para dirigirse hacia la torre. Pese a su edad, conservaba la agilidad de un galgo.

Más tarde, cuando el viejo se puso a hablar del faro, le cambió la voz, como si hablara de un perro fiel o de su rosa favorita.

—Es una preciosidad, incluso después de tantos años —comentó.

La torre del faro, de piedra blanca, se alzaba contra el cielo color pizarra como una barra de tiza. Tenía cuarenta metros de altura, y estaba situado cerca del acantilado de la cúspide de la isla. A Tom no sólo lo impresionó ver que era mucho más alto que los otros faros donde había trabajado, sino también su esbeltez y elegancia.

Al atravesar la puerta pintada de verde, encontró más o menos lo que esperaba. Se podía cruzar el espacio con un par de zancadas, y el sonido de sus pasos rebotó como balas perdidas en un suelo pintado de verde brillante y en las paredes curvas y encaladas. Los escasos muebles —dos armarios y una mesita— tenían la parte posterior curvada para encajar con la redondez de la estructura; arrimados a la pared, parecían jorobados. En el centro de la estancia se hallaba el grueso cilindro de hierro que se elevaba hasta la cámara de iluminación y albergaba las pesas del mecanismo de relojería original que hacía girar la óptica.

Un tramo de escalera de poco más de medio metro de ancho empezaba a trazar una espiral por un lado de la pared y atravesaba el sólido metal del primer rellano. Tom siguió al anciano hasta el siguiente nivel, más estrecho, donde la espiral continuaba desde la pared opuesta y ascendía hasta el siguiente, y luego otra vez, hasta que llegaron al quinto rellano, justo debajo de la cámara de iluminación. Allí, en la sala de guardias, que era el corazón administrativo del faro, había una mesa con los cuadernos de servicio, el equipo de Morse y los prismáticos. Estaba prohibido, por supuesto, tener en la torre del faro una cama o cualquier otro mueble donde uno pudiera reclinarse, pero al menos había una silla de madera con los brazos lisos y gastados por el roce de varias generaciones de curtidas manos.

Tom se fijó en que el barómetro estaba bastante sucio, y le llamó la atención algo que reposaba junto a las cartas de navegación. Era un ovillo de lana con dos agujas de calceta clavadas, de las que colgaba un trozo de lo que parecía una bufanda.

—Eso era del viejo Docherty —dijo Whittnish señalándolo con la barbilla.

Tom sabía que los fareros realizaban actividades varias para entretenerse durante los turnos tranquilos: labrar conchas o huesos de ballena; tallar piezas de ajedrez. La calceta era una distracción bastante común.

Whittnish repasó el cuaderno de servicio y las observaciones meteorológicas, y a continuación acompañó a Tom hasta la linterna, que estaba en el siguiente nivel. Los vidrios que componían la cristalera de la cámara de iluminación sólo estaban interrumpidos por el entramado de los montantes que los sujetaban. Fuera, un balcón metálico cercaba la torre y una peligrosa escalerilla trepaba por la cúpula hasta la estrecha pasarela, justo debajo de la veleta que giraba impulsada por el viento.

—Tiene razón, es precioso —convino Tom contemplando la óptica gigantesca, mucho más alta que él, colocada sobre un pedestal giratorio: un palacio de prismas que parecía una colmena de cristal. Aquél era el verdadero centro de Janus, pura luz, claridad y silencio.

La sombra de una sonrisa apareció brevemente en los labios del anciano farero cuando dijo:

—Lo conozco desde que era un crío. Sí, es una preciosidad.

A la mañana siguiente, Ralph estaba de pie en el embarcadero.

—Bueno —dijo—, ya estamos casi a punto para zarpar. ¿Quieres que en el próximo viaje te traigamos todos los periódicos que no habrás podido leer?

—Si han pasado varios meses, pocas novedades traerán. Prefiero guardar el dinero y comprarme un buen libro —respondió Tom.

Ralph miró alrededor para comprobar que todo estaba en orden.

—Bueno, pues eso es todo. Ahora ya no puedes cambiar de opinión, hijo.

Tom rió, compungido.

—Supongo que en eso tienes razón, Ralph.

—Volveremos antes de que te des cuenta. ¡Tres meses no son nada, mientras no intentes aguantar la respiración!

—Si tratas bien al faro, él no te dará ningún problema —terció Whittnish—. Lo único que necesitas es paciencia y un poco de sentido común.

—Veré lo que puedo hacer —replicó Tom. Entonces se volvió hacia Bluey, que estaba preparándose para soltar amarras—. ¿Nos vemos dentro de tres meses, Blue?

—¡Por supuesto!

La barca se separó del muelle agitando el agua por la popa y luchando contra el viento con un estruendo humeante. La distancia fue empujándola más y más hacia el horizonte gris, como si un pulgar la hundiera en masilla, hasta quedar subsumida por completo en el mar.

Siguió un momento de quietud. No era silencio: las olas seguían estrellándose contra las rocas, el viento aullaba alrededor de Tom, y la puerta mal cerrada de uno de los cobertizos golpeaba como un tambor contrariado. Pero dentro de Tom algo estaba en calma por primera vez en años.

Subió a lo alto del acantilado. Sonó el cencerro de una cabra; un par de gallinas se peleaban. De pronto esos sonidos adquirieron una nueva importancia: correspondían a seres vivos. Tom subió los ciento ochenta y cuatro escalones que conducían a la cámara de iluminación y abrió la puerta que daba al balcón. El viento se abalanzó sobre él como un depredador, empujándolo contra la puerta hasta que logró impulsarse hacia fuera y agarrarse a la barandilla de hierro.

Captó por primera vez toda la magnitud del paisaje. A decenas de metros de altura, quedó fascinado por la abrupta caída hasta el mar, que allá abajo golpeaba la base del acantilado. El agua se agitaba como pintura blanca, densa y lechosa, y de vez en cuando la espuma se desprendía y revelaba una primera capa de azul intenso. En el otro extremo de la isla, una hilera de rocas inmensas formaba una barrera contra el oleaje, y detrás de ella el agua estaba quieta como en una bañera. A Tom le pareció estar colgado del cielo, no de pie en la tierra. Dio una lenta vuelta completa al faro, abarcando toda aquella extensión. Parecía como si sus pulmones no pudiesen aspirar tanto aire, que sus ojos no pudiesen divisar tanto espacio, y como si no pudiese oír el océano rugiente y retumbante en toda su amplitud. Por un instante, él mismo no tuvo límites.

Parpadeó varias veces y negó con la cabeza. Se estaba acercando a un vórtice, y para apartarse se concentró en los latidos de su corazón, en la planta de sus pies contra el suelo y en sus talones dentro de las botas. Se irguió cuan alto era. Escogió una arista de la puerta de la torre —una bisagra floja— y decidió empezar con eso. Algo sólido. Debía concentrarse en algo sólido, de lo contrario no sabía hasta dónde podían ser arrastradas su mente o su alma, como un globo sin lastre. Eso era lo único que le había hecho aguantar cuatro años de sangre y locura: saber exactamente dónde está tu fusil cuando echas una cabezada de diez minutos en el refugio subterráneo; comprobar siempre la máscara antigás; asegurarte de que tus hombres han entendido las órdenes a la perfección. Nunca piensas en los próximos meses o años: piensas en esta hora, y como mucho en la siguiente. Todo lo demás es especulación.

Cogió los prismáticos y escudriñó la isla en busca de otras señales de vida: necesitaba ver las cabras, las ovejas; necesitaba contarlas. Ceñirse a lo sólido. A las piezas de latón que había que pulir y los cristales que limpiar, primero la cristalera exterior de la linterna, luego los prismas de la óptica. Echar el petróleo, asegurarse de que las ruedas dentadas se movían con suavidad, llenar el depósito de mercurio para que la óptica se deslizara bien. Se agarraba a cada pensamiento como al travesaño de una escalerilla por la que podía ascender de nuevo hasta lo conocible, hasta su vida.

Esa noche, al encender el faro, se movió con la misma lentitud y el mismo cuidado con que debían de hacerlo, miles de años atrás, los sacerdotes del primer faro de la isla de Faro. Subió los estrechos escalones metálicos de la plataforma interior que rodeaba la óptica propiamente dicha, se metió por la abertura y accedió al equipo luminoso. Vertió el petróleo encendiendo una llama debajo del plato de modo que se evaporara y llegara al capillo en estado gaseoso. A continuación, acercó una cerilla al capillo, transformando el vapor en un resplandor blanco. Bajó al siguiente nivel y encendió el motor. La óptica empezó a girar con un movimiento constante y exacto, emitiendo destellos cada cinco segundos. Cogió la pluma y escribió en el cuaderno de servicio, ancho y con tapas de piel: «Encendido a las 17.09 h. Viento N/NE de 15 nudos. Nublado, borrascoso. Mar 6». Entonces añadió sus iniciales: «T. S». Su caligrafía retomaba la historia donde la había dejado Whittnish sólo unas horas antes, y Docherty antes que él; Tom formaba parte de la cadena ininterrumpida de fareros que atestiguaban el buen funcionamiento del faro.

Tras comprobar que todo estaba en orden, volvió a la casa. Necesitaba dormir, pero si no comía algo no podría trabajar. En los estantes de la alacena, junto a la cocina, encontró latas de carne en conserva, guisantes y peras, junto a sardinas, azúcar y un gran tarro de caramelos de menta a los que la difunta señora Docherty era muy aficionada. Para su primera cena en el faro cortó un pedazo de pan sin levadura que Whittnish había dejado, un trozo de queso cheddar y una manzana arrugada.

En la mesa de la cocina, la llama de la lámpara de petróleo temblaba de vez en cuando. El viento seguía con su inmemorial campaña contra las ventanas, acompañado del estruendo líquido de las olas. Tom se estremeció al pensar que era el único que podía oír aquellos sonidos: el único ser humano en cien millas a la redonda. Pensó en las gaviotas acurrucadas en sus ásperos nidos en los acantilados; en los peces, reunidos al abrigo de los arrecifes, protegidos por las gélidas aguas. Cada animal necesitaba su refugio.

Tom se llevó la lámpara al dormitorio. Su sombra, un gigante plano, se apretó contra la pared mientras se quitaba las botas y se quedaba en calzoncillos largos. Tenía el pelo apelmazado por la sal y la piel agrietada por el viento. Apartó las sábanas, se metió en la cama y se quedó dormido mientras su cuerpo seguía el oscilar de las olas y el viento. El faro, allá arriba, montó guardia toda la noche, cortando la oscuridad como una espada.