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Point Partageuse debía su nombre a los exploradores franceses que trazaron el mapa del cabo del extremo sudoeste del continente australiano, mucho antes de que empezara la carrera de los británicos para colonizar el oeste, en 1826. Desde entonces, habían ido trasladándose colonos hacia el norte desde Albany y hacia el sur desde la colonia Swan River, reclamando los bosques vírgenes que poblaban los cientos de kilómetros que separaban esas dos poblaciones. Se talaron árboles altos como catedrales con sierras manuales para obtener tierras de pastoreo; unos individuos pertinaces de tez pálida, ayudados por caballos de tiro, abrieron carreteras escuálidas, centímetro a centímetro, a medida que aquella tierra, donde hasta entonces el hombre nunca había dejado su huella, era excoriada y quemada, trasladada a los mapas, medida y cedida a aquellos dispuestos a probar suerte en un hemisferio que quizá les trajera desesperación y muerte, o una fortuna como jamás habían soñado la comunidad de Partageuse había ido amontonándose allí como el polvo arrastrado por el viento y se había asentado en aquel lugar donde se juntaban dos océanos, porque había agua dulce, un puerto natural y buena tierra. El puerto no podía compararse con el de Albany, pero resultaba cómodo para los lugareños que enviaban por barco madera para construcción, sándalo o ganado vacuno. Surgieron pequeños negocios que se aferraban como los líquenes a una pared de roca, y el pueblo contaba con una escuela, diversas iglesias con diferentes himnos y arquitecturas, unas pocas casas macizas de ladrillo y piedra, y muchas más de madera y planchas de zinc. Poco a poco aparecieron varias tiendas, un ayuntamiento y hasta una oficina inmobiliaria Dalgety’s. Y pubs. Muchos pubs.
Durante los primeros años, en Partageuse todos creían, aunque nadie lo dijera, que las cosas importantes siempre sucedían en otro sitio. Las noticias del mundo exterior llegaban muy espaciadas, como las gotas de lluvia que caen de los árboles: un dato aquí, un rumor allá. En 1890, cuando llegó la línea del telégrafo, las cosas se aceleraron un poco, y algún tiempo después unos pocos vecinos dispusieron de teléfono. En 1899 el pueblo incluso había enviado soldados al Transvaal, donde habían perecido unos cuantos, pero en general la vida en Partageuse era más bien una atracción secundaria, donde no podía pasar nada demasiado malo ni demasiado maravilloso.
Por supuesto, en el oeste había otros pueblos que habían tenido experiencias muy diferentes: Kalgoorlie, por ejemplo, varios cientos de kilómetros hacia el interior, tenía ríos de oro subterráneos bajo el desierto. Allí los hombres deambulaban con una carretilla y una batea de oro y conducían un automóvil pagado con una pepita del tamaño de un gato, en un pueblo donde había calles que, no del todo irónicamente, llevaban nombres como «Creso». El mundo quería lo que tenía Kalgoorlie. Las ofrendas de Partageuse, su madera y su sándalo, eran bagatelas: no podían compararse con lo que ofrecía la ostentosa Kal.
Pero la situación cambió en 1914, cuando Partageuse descubrió que también tenía algo que el mundo necesitaba: hombres. Hombres jóvenes. Hombres sanos. Hombres que llevaban toda la vida manejando un hacha o manejando un arado y trabajando de sol a sol. Hombres excelentes para ser sacrificados en los altares tácticos de otro hemisferio.
El año 1914 sólo trajo banderas y cuero que olía a nuevo en los uniformes. Hasta un año más tarde no empezó a notarse ninguna diferencia —o sea, que tal vez aquello no fuera una atracción secundaria—, cuando en lugar de ver llegar a sus adorados y robustos hijos y maridos, las mujeres empezaron a ver llegar telegramas. Papeles que caían de las manos atónitas y que se llevaba un viento afilado como un cuchillo, que te decían que el niño al que habías amamantado, bañado, regañado y por el que habías llorado estaba… bueno, no estaba. Partageuse se unió al resto del mundo tarde y tras un parto doloroso.
Perder a un hijo siempre había sido algo por lo que las familias tenían que pasar, desde luego. Nunca había habido ninguna garantía de que la concepción fuera a dar lugar a un nacimiento, ni de que un nacimiento fuera el inicio de una vida muy prolongada. La naturaleza sólo dejaba que los sanos y los afortunados compartieran aquel paraíso en ciernes. Bastaba con mirar dentro de la cubierta de la Biblia de cualquier familia para hacerse una idea. Los cementerios también eran testimonio de los pequeños cuyas voces, por culpa de una mordedura de serpiente, una fiebre o una caída desde un carromato, habían acabado sucumbiendo a las súplicas de sus madres, que les susurraban «Chsss, chsss, chiquitín». Los niños que sobrevivían se acostumbraban a la nueva forma de poner la mesa, con un plato menos, igual que se acostumbraban a apretarse más en el banco cuando llegaba otro hermano. Como los campos de trigo donde se planta más grano del que puede madurar, parecía que Dios esparciera más hijos de la cuenta y los cosechara de acuerdo con algún calendario divino e indescifrable. El cementerio del pueblo siempre lo había registrado fidedignamente, y sus lápidas, algunas inclinadas como dientes sueltos y sucios, relataban historias de vidas interrumpidas antes de tiempo por la gripe, un ahogamiento, la mala caída de un tronco o incluso por un rayo. Pero en 1915 empezó a mentir. Morían muchos niños y hombres por todo el distrito, y sin embargo los cementerios no decían nada.
Los cadáveres de los más jóvenes yacían en el barro muy lejos de allí. Las autoridades hacían lo que podían: cuando lo permitían las condiciones y los combates, se excavaban tumbas; cuando era posible juntar unas cuantas extremidades e identificar a determinado soldado, no se escatimaban esfuerzos y se lo enterraba con algo parecido a un funeral. Se llevaban registros. Más tarde se tomaron fotografías de las tumbas, y por dos libras, un chelín y seis peniques, una familia podía comprar una placa conmemorativa oficial. Y más tarde aún, empezaron a surgir los monumentos en memoria de los caídos, que no hacían hincapié en la pérdida, sino en lo que se había ganado con la pérdida, y en lo bueno que era salir victorioso. «Victorioso y muerto —mascullaban algunos—. Ésa es una victoria muy pobre».
Sin los hombres, el pueblo estaba lleno de agujeros, como un queso suizo. No existía el servicio militar obligatorio, así que nadie los había forzado a ir a luchar.
La broma más cruel era la que tenían que soportar aquellos a quienes todos llamaban «afortunados» porque habían regresado; los esperaban los niños acicalados para darles la bienvenida, y el perro con una cinta atada al collar para que pudiera unirse a la fiesta. El perro era casi siempre el primero en notar que pasaba algo. No sólo que al muchacho le faltaba un ojo o una pierna; más bien que estaba ido en general, desaparecido en combate aunque no se hubiera perdido su cuerpo. Billy Wishart, de Sadler’s Mill, por ejemplo: tres hijos y la mejor esposa que un hombre pudiera soñar; víctima del gas, ya no puede sujetar la cuchara y llevársela a la boca sin salpicar la mesa de sopa. Le tiemblan tanto las manos que no puede abrocharse los botones. Por la noche, cuando se queda a solas con su esposa, no se quita la ropa; se aovilla en la cama y llora. O el joven Sam Dowsett, que sobrevivió al primer desembarco de Gallípoli sólo para perder ambos brazos y media cara en Bullecourt. Su madre, viuda, se pasa las noches en vela pensando quién cuidará de su hijito cuando ella no esté. Ahora ninguna chica del distrito sería tan tonta como para casarse con él. Un queso suizo con agujeros. Le falta algo.
Durante mucho tiempo, la gente tenía la expresión de desconcierto de los jugadores de un juego al que de pronto se le cambian las reglas. Se esforzaban por consolarse pensando que los chicos no habían muerto en vano: habían formado parte de una lucha magnífica por el bien. Y había momentos en que conseguían creérselo y contener el alarido furioso y desesperado que quería ascender arañando sus gargantas.
Después de la guerra, la gente intentaba ser indulgente con los hombres que habían vuelto y se habían aficionado a la bebida o las peleas, o con los que no conseguían conservar un empleo más de unos días. La actividad comercial del pueblo se normalizó, más o menos. Kelly seguía llevando la tienda de comestibles. El carnicero seguía siendo el viejo Len Bradshaw, aunque Len hijo estaba ansioso por relevarlo: se notaba por cómo ocupaba más espacio del que debía, invadiendo el trozo de mostrador de su padre, cuando se inclinaba para coger una chuleta o un morro de cerdo. La señora Inkpen (nadie sabía su nombre de pila, aunque su hermana la llamaba Popsy en privado) se hizo cargo de la herrería después de que su esposo, Mack, no regresara de Gallípoli. Tenía un rostro tan duro como las herraduras que los chicos clavaban en los cascos de los caballos, a juego con el corazón. Los hombres que trabajaban para ella eran unos gigantones, y todo era «Sí, señora Inkpen. No, señora Inkpen. Tres bolsas llenas, señora Inkpen», a pesar de que cualquiera de ellos habría podido levantarla con un solo dedo.
La gente sabía a quién podía fiar y a quién era mejor pedirle que pagara por adelantado; a quién creer cuando regresaba con algún artículo pidiendo que les devolviera el dinero. La mercería Mouchemore’s vendía sobre todo en Navidad y Pascua, aunque antes del invierno también vendían mucha lana para calceta. Además, las prendas íntimas de señora les dejaban un buen beneficio. Larry Mouchemore se atusaba las guías del bigote mientras corregía las malas pronunciaciones de su apellido («se pronuncia much, no mauch»), y vio con miedo y rabia cómo a la señora Thurkle se le metía entre ceja y ceja abrir una peletería en la puerta de al lado. ¿Una peletería? ¿En Point Partageuse? ¡Por favor! Cuando el nuevo establecimiento tuvo que cerrar, seis meses más tarde, Mouchemore sonrió benévolamente y compró todas las existencias en «un acto caritativo de buen vecino», y se las vendió con un beneficio considerable al capitán de un vapor que zarpaba para Canadá, quien le aseguró que allí la gente se mataba por aquellos artículos.
Así que, hacia 1920, Partageuse tenía la mezcla de orgullo vacilante y experiencia amarga y dura que caracterizaba a todos los pueblos de Australia Occidental. En medio del pequeño parque que había cerca de la calle principal se alzaba el nuevo obelisco de granito con los nombres de los hombres y los chicos, algunos de sólo dieciséis años, que ya no volverían para arar los campos o talar los árboles, o que no terminarían sus estudios, aunque había muchos en el pueblo que todavía contenían la respiración y confiaban en volver a verlos algún día. Poco a poco las vidas volvieron a entrecruzarse para formar una especie de tejido práctico en el que cada hilo se cruzaba una y otra vez con los otros en la escuela, el trabajo y el matrimonio, bordando relaciones invisibles para los forasteros.
Y Janus Rock, a la que la barca de avituallamiento sólo llegaba cuatro veces al año, colgaba del borde de ese tejido como un botón suelto que fácilmente podía caer en la Antártida.
El largo y estrecho embarcadero de Point Partageuse estaba hecho de la misma madera de jarrah que llenaba las vagonetas que lo recorrían para cargarla en los barcos. La amplia bahía sobre cuyas orillas había crecido el pueblo era color turquesa, y el día que atracó en ella el barco de Tom relucía como un cristal recién lustrado.
Los hombres iban y venían, cargando y descargando, levantando cajas y lidiando con su peso; de vez en cuando lanzaban un grito o un silbido. En la orilla seguía el ajetreo: la gente circulaba con aire decidido a pie, a caballo o en calesa.
La única excepción a esa exhibición de diligencia era una joven que echaba pan a una bandada de gaviotas. Reía cada vez que lanzaba un mendrugo en una dirección diferente, y observaba a los pájaros, que reñían y chillaban, ansiosos por obtener su premio. Una gaviota atrapó un trozo en pleno vuelo, se lo tragó y descendió en busca de otro, lo que hizo que la muchacha riera a carcajadas.
Hacía años que Tom no oía una risa sin aspereza ni amargura. Era una soleada tarde de invierno y de momento no tenía ningún sitio adonde ir ni nada que hacer. Faltaba un par de días para que lo enviaran a Janus, una vez que hubiera visto a las personas que necesitaba ver y firmado los formularios que necesitaba firmar. Pero de momento no había cuadernos de servicio donde anotar nada, ni prismas que limpiar con gamuza, ni depósitos de combustible que llenar. Y allí había alguien que sencillamente se divertía. De pronto aquella escena parecía una prueba sólida de que la guerra había terminado. Se sentó en un banco cerca del embarcadero y dejó que el sol le acariciara la cara mientras observaba a la chica y cómo sus rizos oscuros giraban como una red lanzada al viento. Siguió la trayectoria de sus delicados dedos, que trazaban siluetas contra el cielo azul. Tardó un rato en darse cuenta de que era graciosa, y un rato más en que seguramente también hermosa.
—¿Por qué sonríes? —le gritó la chica, pillando desprevenido a Tom.
—Perdón. —Notó que se sonrojaba.
—¡Nunca pidas perdón por sonreír! —exclamó ella con un extraño deje de tristeza. Entonces su rostro se iluminó—. Tú no eres de Partageuse.
—No.
—Yo sí. He vivido aquí toda la vida. ¿Quieres un poco de pan?
—No, gracias. No tengo hambre.
—¡No es para ti, tonto! Es para que se lo des a las gaviotas.
Le lanzó un mendrugo. Un año atrás, quizá incluso el día anterior, Tom habría declinado la invitación y se habría marchado.
Pero de pronto, la calidez, la libertad y la sonrisa, y algo más que no habría sabido nombrar, le hicieron aceptar el ofrecimiento.
—Apuesto a que vienen más a mí que a ti —lo retó ella.
—Acepto la apuesta.
—¡Vamos! —Y empezaron a lanzar trocitos de pan hacia arriba o con efecto, agachándose cuando las gaviotas chillaban, se lanzaban en picado y agitaban las alas para apartarse unas a otras.
Al final, cuando se terminó todo el pan, Tom, riendo, preguntó:
—¿Quién ha ganado?
—¡Oh! No me he fijado. —La chica se encogió de hombros—. Digamos que hemos empatado.
—Me parece bien —concedió él; se puso el sombrero y recogió su petate—. Tengo que irme. Gracias. Ha sido divertido.
—Sólo era un juego tonto —dijo ella sonriendo.
—Bueno, gracias por recordarme que los juegos tontos son divertidos. —Se colgó el petate del hombro y se volvió hacia el pueblo—. Que pase usted una buena tarde, señorita —añadió.
Tom llamó al timbre de la pensión de la calle principal. Aquél era el dominio de la señora Mewett, una mujer de sesenta y tantos, Inerte como un toro, que no se anduvo con chiquitas con él.
—En su carta decía usted que está soltero, y que viene de los estados del este, así que le agradeceré que recuerde que ahora está en Partageuse. Éste es un establecimiento cristiano, y están prohibidos el alcohol y el tabaco.
Tom iba a darle las gracias por la llave que ella aún sostenía, pero la señora Mewett la apretó y continuó:
—Aquí, nada de costumbres extranjeras, sé lo que me digo. Cambiaré las sábanas cuando se marche, y no quiero tener que frotarlas, ya me entiende. La puerta se cierra a las diez, el desayuno se sirve a las seis, y el que no está en la mesa a esa hora, por mí ya puede pasar hambre. La cena se sirve a las cinco y media, y con la misma puntualidad. Para comer tendrá que buscarse otro sitio.
—Gracias, señora Mewett —dijo Tom, y decidió no sonreír por temor a infringir alguna otra norma.
—El agua caliente cuesta un chelín por semana. Usted sabrá si la quiere. Que yo sepa, el agua fría nunca ha hecho ningún daño a los hombres de su edad. —Y le entregó la llave de la habitación con brusquedad.
Mientras la mujer se alejaba cojeando por el pasillo, Tom se preguntó si habría un señor Mewett y si sería el responsable de la poca simpatía que la señora Mewett les tenía a los hombres en general.
En su cuartucho del fondo de la casa, abrió su petate y puso el jabón y los utensilios de afeitado en el único estante que había. Guardó los calzoncillos largos y los calcetines en el cajón y colgó sus tres camisas y sus dos pantalones, junto con el traje y la corbata, en el estrecho armario. Se metió un libro en el bolsillo y salió a explorar el pueblo.
El último deber que le quedaba por cumplir en Partageuse era cenar con el capitán de puerto y su esposa. El capitán Percy Hasluck era el encargado de todas las idas y venidas del puerto, y tenía por costumbre invitar a cenar a los nuevos fareros de Janus antes de que zarparan hacia la isla.
Por la tarde, Tom volvió a lavarse y afeitarse, se puso brillantina en el pelo, se abotonó el cuello y se enfundó el traje. El sol de los días anteriores había sido reemplazado por un cielo nuboso y un viento atroz que soplaba directamente desde la Antártida, así que se puso el sobretodo por si acaso.
Como todavía se guiaba por los parámetros de Sidney, había salido con mucho tiempo para recorrer un trayecto con el que no estaba familiarizado, y llegó a la casa antes de hora. Su anfitrión lo recibió con una ancha sonrisa, y cuando Tom se disculpó por haber llegado tan pronto, la «capitana Hasluck», como su esposo se refirió a ella, dio una palmada y dijo:
—¡Válgame Dios, señor Sherbourne! No tiene que disculparse por honrarnos con su pronta llegada, menos aún trayendo unas flores tan bonitas. —Inhaló el perfume de las rosas que Tom había negociado y pagado para coger del jardín de la señora Mewett. Lo miró desde su escasa estatura—. ¡Madre mía! ¡Casi es usted tan alto como el mismísimo faro! —exclamó, y rió de su propia ocurrencia.
El capitán cogió el sombrero y el sobretodo de Tom y dijo:
—Pasemos al salón.
—¡Le dijo la araña a la mosca! —bromeó su esposa.
—¡Ay, que cómica es esta mujer! —exclamó el capitán.
Tom se temía que iba a ser una larga velada.
—¿Una copa de jerez? ¿O prefiere un oporto? —ofreció la capitana.
—Ten piedad y tráele una cerveza al pobre muchacho, capitana —dijo su esposo riendo. Le dio una palmada en la espalda a Tom y añadió—: Siéntese y hábleme de usted, joven.
A Tom lo salvó la campanilla de la puerta.
—Discúlpeme —dijo el capitán Hasluck. Al fondo del pasillo, Tom oyó—: Buenas noches, Cyril. Buenas noches, Bertha. Me alegro de que hayáis podido venir. Dadme vuestros sombreros.
Al volver al salón con una botella de cerveza y unos vasos en una bandeja de plata, la capitana dijo:
—Nos ha parecido oportuno invitar a unos pocos amigos, solo para que vaya conociendo a algunos lugareños. La gente de Partageuse es muy agradable.
El capitán entró con los nuevos invitados, una adusta pareja formada por el rollizo presidente de la Junta de Carreteras Locales, Cyril Chipper, y su esposa Bertha, delgada como el chorro de una bomba de agua.
—Dígame, ¿qué le parecen las carreteras de por aquí? —inquirió Cyril en cuanto los hubieron presentado—. Sin cumplidos, por favor. Comparadas con las del este, ¿qué opinión le merecen?
—Deja tranquilo a este pobre hombre, Cyril —dijo su esposa.
Tom se alegró no sólo de esa intervención, sino también de oír la campanilla de la puerta, que volvió a sonar.
—Hola, Bill. Hola, Violet. Me alegro de veros —se oyó decir al capitán—. Y usted, jovencita, está cada día más encantadora.
Entró en el salón acompañado de un hombre robusto con barba y bigote entrecanos y su esposa, una mujer también robusta de mejillas coloradas.
—Le presento a Bill Graysmark, a su esposa Violet y a su hija… —Se volvió—. ¿Dónde se ha metido? En fin, su hija está por aquí, espero que no tarde en aparecer. Bill es el director de la escuela de Partageuse.
—Encantado —dijo Tom, estrechándole la mano al recién llegado e inclinando educadamente la cabeza ante su esposa.
—Así pues, ¿se considera preparado para Janus? —preguntó Bill Graysmark.
—Pronto lo averiguaré —respondió Tom.
—Es un sitio muy inhóspito, no sé si lo sabe.
—Sí, eso me han dicho.
—Y en Janus no hay carreteras, claro —terció Cyril Chipper.
—No, claro —dijo Tom.
—No sé si se puede esperar mucho de un sitio sin carreteras —insistió Chipper con un tono que insinuaba posibles repercusiones morales.
—Que no haya carreteras será el menos grave de sus problemas, hijo —continuó Graysmark.
—Déjalo ya, padre, haz el favor. —La hija que faltaba entró entonces en el salón cuando Tom estaba de espaldas a la puerta—. A este pobre hombre sólo le falta oír tus historias de catástrofes y melancolía.
—¡Ah! Ya le he dicho que aparecería —dijo el capitán Hasluck—. Ésta es Isabel Graysmark. Isabel, te presento al señor Sherbourne.
Tom se levantó para saludarla y al mirarse se reconocieron. Tom estuvo a punto de hacer un comentario sobre las gaviotas, pero ella lo acalló diciendo:
—Encantada de conocerlo, señor Sherbourne.
—Llámame Tom, por favor —dijo él, pensando que tal vez sus padres no aprobaban que pasara las tardes lanzando pan a los pájaros. Y se preguntó qué otros secretos ocultaría su picara sonrisa.
La velada transcurrió agradablemente. Los Hasluck le contaron la historia del distrito y de la construcción del faro, en tiempos del padre del capitán.
—Es muy importante para el comercio —le aseguró el capitán de puerto—. El océano Antártico es muy traicionero incluso en la superficie, y por si fuera poco tiene ese arrecife submarino. Como todo el mundo sabe, el transporte seguro es fundamental para los negocios.
—Y la base de un transporte seguro son las buenas carreteras, por supuesto —volvió a lo suyo Chipper, dispuesto a iniciar una nueva variación de su único tema de conversación.
Tom intentaba mostrarse atento, pero Isabel, a la que veía con el rabillo del ojo, no paraba de distraerlo. Tenía su silla en un ángulo que impedía que los demás la vieran, y parodiaba expresiones de seriedad cada vez que Cyril Chipper hacía un comentario, llevando a cabo una pequeña pantomima que acompañaba las observaciones del invitado.
La actuación se prolongó y Tom tuvo que esforzarse para mantenerse serio, hasta que al final se le escapó la risa, que hábilmente convirtió en un acceso de tos.
—¿Se encuentra bien, Tom? —le preguntó la esposa del capitán—. Voy a buscarle un poco de agua.
Tom no podía levantar la cabeza y, sin parar de toser, dijo:
—Gracias. Iré con usted. No sé qué puede haberme provocado esta tos. —Y se levantó.
Isabel mantuvo una expresión imperturbable.
—En cuanto vuelva Tom —comentó—, tiene que explicarle que construían las carreteras con jarrah, señor Chipper. —Se volvió hacia el joven y agregó—: No se entretenga. El señor Chipper tiene muchas historias interesantes que contar. —Esbozó una sonrisa inocente, y apenas le temblaron brevemente los labios cuando Tom la miró.
A la hora de marcharse, los invitados le desearon suerte a Tom para su estancia en Janus.
—Parece usted capacitado para el puesto —comentó Hasluck, y Bill Graysmark asintió en señal de aprobación.
—Gracias. Ha sido un placer conocerlos —dijo Tom estrechándoles la mano a los caballeros e inclinando la cabeza ante las damas—. Y gracias por ofrecerme una introducción tan minuciosa a la construcción de carreteras en el oeste de Australia —le dijo en voz baja a Isabel—. Es una lástima que no vaya a tener ocasión de corresponder a tu amabilidad.
Y el pequeño grupo se dispersó en la noche invernal.