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16 de diciembre de 1918
—Sí, me doy cuenta —dijo Tom Sherbourne.
Estaba sentado en una habitación espartana. El calor era casi tan sofocante dentro como fuera; la lluvia veraniega de Sidney tamborileaba en la ventana y obligaba a los transeúntes a correr a guarecerse.
—Pero muy duro, te lo aseguro. —El hombre sentado al otro lado de la mesa se inclinó hacia delante para enfatizar sus palabras—. No es ninguna broma. No digo que Byron Bay sea el peor destino del Departamento de Puertos y Faros, pero quiero asegurarme de que sabes dónde te metes. —Apretó el tabaco con la yema del pulgar y encendió la pipa.
La solicitud de Tom revelaba un pasado similar al de numerosos hombres de su generación: nacido el 28 de septiembre de 1893; excombatiente; experiencia con el Código Internacional y el Código Morse; sano y en forma; hoja de servicios impecable. Las normas estipulaban que debía darse preferencia a los jóvenes que regresaban del frente.
—No puede… —Tom se interrumpió y volvió a empezar—: Con el debido respeto, señor Coughlan, no puede ser más duro que el frente occidental.
El hombre releyó los detalles de la hoja de servicios; luego miró a Tom y buscó algo en sus ojos, en su cara.
—No, hijo. En eso seguramente tienes razón. —Recitó algunas condiciones—: Tendrás que pagarte de tu bolsillo el pasaje a todos los destinos. Serás un interino, de modo que no tendrás vacaciones. El personal permanente tiene un mes de permiso al final de cada contrato de tres años. —Cogió una gruesa pluma y firmó el impreso que tenía delante. Mientras mojaba el sello en el tampón, dijo—: Bienvenido al Servicio de Faros de la Commonwealth. —Y estampó el sello en tres sitios de la hoja. La tinta húmeda de la fecha, 16 de diciembre de 1918, brilló en el impreso.
El destino de seis meses en Byron Bay, en la costa de Nueva Gales del Sur, con otros dos fareros y sus familias, enseñó a Tom los fundamentos de la vida en el Departamento de Puertos y Faros. Después de eso pasó otro período en Maatsuyker, una isla agreste al sur de Tasmania, donde llovía casi todos los días del año y donde, cuando había tormenta, el viento arrastraba las gallinas hasta el mar.
En el Departamento de Puertos y Faros, Tom Sherbourne tuvo mucho tiempo para pensar en la guerra. En las caras y voces de los chicos que habían estado a su lado y le habían salvado la vida de una forma u otra; en aquellos cuyas últimas palabras había oído, y en otros cuyos gruñidos no había conseguido descifrar, pero a los que había tranquilizado asintiendo con la cabeza.
Tom no acabó como aquellos soldados que llevaban una pierna colgando de los tendones, ni como aquellos a los que se les salían las tripas igual que anguilas escurridizas. Ni como aquellos a los que el gas mostaza dejaba los pulmones como el pegamento o el cerebro hecho papilla. Pero él también había quedado marcado, tenía que vivir en la misma piel que un hombre que había hecho las cosas que había que hacer en la guerra. Llevaba esa otra sombra que se proyectaba hacia dentro.
Intentaba no pensar demasiado en ello: había visto a muchos hombres acabar destrozados por pensar demasiado. Por eso seguía adelante y evitaba los bordes de esa cosa para la que no tenía nombre. Cuando soñaba con aquellos tiempos, el Tom que los estaba viviendo, el Tom que estaba allí con las manos manchadas de sangre, era un niño de unos ocho años. Era ese niño pequeño el que se enfrentaba a hombres armados con fusiles y bayonetas, preocupado porque se le habían resbalado los calcetines del uniforme escolar y no podía subírselos porque para eso tendría que bajar el arma, y apenas tenía fuerza para sostenerla. Y no encontraba a su madre por ninguna parte.
Entonces se despertaba y se encontraba en un sitio donde sólo había viento, olas y luz. Y la intrincada maquinaria que mantenía la fuente luminosa encendida y la óptica girando. Girando sin parar, mirando siempre a lo lejos.
Sabía que, si conseguía alejarse lo suficiente —de la gente, de los recuerdos—, el tiempo se encargaría de todo.
A miles de kilómetros, en la costa occidental, Janus Rock era el punto del continente más alejado de la ciudad donde Tom había pasado su infancia, Sidney. Asimismo, el faro de Janus era lo último de Australia que él había visto cuando su transporte de tropas navegaba rumbo a Egipto en 1915. A lo largo de varias millas el viento arrastraba el olor de los eucaliptos desde la costa de Albany, y cuando se extinguió ese olor, de pronto Tom sintió profundamente la pérdida de algo que ignoraba que fuese a añorar. Y entonces, horas más tarde, apareció ante su vista aquella luz fiel y constante que destellaba a intervalos de cinco segundos (el último atisbo de su patria), y conservó ese recuerdo durante los años infernales que siguieron, como un beso de despedida. En junio de 1920, cuando se enteró de que había que cubrir urgentemente una vacante en Janus, fue como si aquel faro lo estuviera llamando.
Janus, al borde de la plataforma continental, no era un destino atractivo. Si bien su Primer Grado en la categoría de dificultad significaba un salario ligeramente más elevado, los veteranos afirmaban que la retribución, que de todos modos era exigua, no compensaba. El farero al que Tom sustituyó en Janus era Trimble Docherty; había causado un gran revuelo al informar de que su mujer hacía señales a los barcos que pasaban, colgando mensajes con las banderas de colores del Código Internacional. Para las autoridades, esa información resultaba espinosa por dos motivos: en primer lugar, porque el subdirector del Departamento de Puertos y Faros había prohibido años atrás que se hicieran señales con banderas desde Janus, ya que los barcos se ponían en peligro al acercarse a la isla para descifrarlas; y segundo, porque la mujer en cuestión había muerto recientemente.
El asunto generó un volumen de correspondencia considerable, por triplicado, entre Fremantle y Melbourne; el subdirector, desde Fremantle, defendía a Docherty aduciendo sus años de excelente servicio ante una central preocupada estrictamente por la eficacia, los costes y la obediencia a las normas. Llegaron al acuerdo de que contratarían a un farero temporal y darían a Docherty una baja por enfermedad de seis meses.
—En circunstancias normales no enviaríamos a un hombre soltero a Janus. Es un lugar muy remoto, y una esposa y una familia resultan de gran ayuda en la práctica, y no sólo como consuelo —le había dicho a Tom el oficial de zona—. Pero teniendo en cuenta que sólo es un destino provisional… Partirá para Partageuse dentro de dos días —añadió, y le firmó el contrato de seis meses.
No había gran cosa que organizar. Nadie de quien despedirse. Dos días más tarde, Tom recorrió la pasarela del barco, provisto de un petate y poco más. El SS Prometheus, que navegaba sin alejarse mucho de la costa meridional de Australia, se detuvo en varios puertos en el trayecto de Sidney a Perth. Los pocos camarotes reservados para pasajeros de primera clase se encontraban en la cubierta superior, hacia la proa. Tom compartía un camarote de tercera con un anciano marinero. «Llevo cincuenta años haciendo este trayecto, no se atreverían a pedirme que pagara el pasaje. Mala suerte, ya sabes», le había dicho el hombre alegremente, y luego volvió a dedicar su atención a la botella de ron de alta graduación con que estaba entretenido. Para huir de los vapores etílicos, durante el día Tom paseaba por la cubierta. Por las noches solía haber una partida de cartas en la bodega.
Se podía saber a simple vista quién había estado en el frente y quién había pasado la guerra sentado en su casa. Era algo que uno olía. Los hombres solían relacionarse con los de su clase. Estar en las entrañas del barco les traía recuerdos de los transportes de tropas que los habían llevado primero a Oriente Medio y luego a Francia. Momentos después de embarcar ya habían deducido, casi por instinto animal, quién era oficial y quién tenía rango inferior, y dónde había estado cada uno.
Todos se concentraban en buscar un poco de distracción para animar el viaje, como habían hecho en los transportes de tropas. El juego que practicaban no era nuevo: ganaba el primero que conseguía una prenda de un pasajero de primera clase. Pero no servía cualquier prenda: tenían que ser unas bragas de mujer. «El dinero del premio se dobla si la dama las lleva puestas en el momento del hurto».
El cabecilla, un tal McGowan, con bigote y unos dedos que los Woodbines habían vuelto amarillentos, dijo que había estado hablando de la lista de pasajeros con un camarero: la selección estaba limitada. Había diez camarotes en total. Un abogado y su esposa (a ésos era mejor dejarlos en paz), varias parejas de ancianos, un par de solteronas (prometedoras) y, lo mejor de todo, la hija de un ricachón que viajaba sola.
—Creo que podríamos trepar por un lado y colarnos por el ojo de buey —anunció—. ¿Quién se apunta?
El peligro de la empresa no sorprendió a Tom. Había oído innumerables historias como aquélla desde su regreso. Había hombres que arriesgaban la vida por un capricho: saltaban las barreras de los pasos a nivel justo antes de que pasara el tren, o nadaban en aguas turbulentas sólo para comprobar si eran capaces de salir de ellas. Muchos hombres que se habían librado de la muerte en el frente parecían ahora adictos a su atractivo. Como fuera, ahora ya eran muy dueños de hacer lo que quisieran. Seguramente sólo eran fanfarronadas.
La noche siguiente, una noche en que las pesadillas fueron más desagradables de lo habitual, Tom decidió huir de ellas paseando por la cubierta. Eran las dos de la madrugada. A esa hora podía deambular por donde quisiera, así que se puso a caminar metódicamente, observando la estela que la luna dejaba en el agua. Subió a la cubierta superior sujetándose al pasamano de la escalera para contrarrestar la suave oscilación del barco, y se paró un momento al llegar arriba, disfrutando de la fresca brisa y las estrellas que colmaban la noche.
Con el rabillo del ojo vio encenderse una luz tenue en un camarote. También a los pasajeros de primera clase les costaba dormir a veces, pensó. Pero de pronto se le despertó una especie de sexto sentido, ese instinto familiar e inexplicable para detectar problemas. Se acercó con sigilo al camarote y miró por el ojo de buey.
En la penumbra vio a una mujer pegada a la pared, inmovilizada a pesar de que el hombre que tenía delante no llegaba a tocarla. Él tenía la cara a sólo un par de centímetros y la miraba con lascivia, una mirada que Tom conocía muy bien. Había visto al tipo en la bodega, y se acordó del premio. «Malditos imbéciles». Accionó el picaporte y la puerta se abrió.
—Déjala en paz —dijo al entrar en el camarote. Habló con calma, pero en un tono que no admitía discusión.
El hombre se volvió y sonrió al reconocer a Tom.
—¡Vaya! ¡Creía que eras un camarero! Échame una mano, iba a…
—¡He dicho que la dejes en paz! Lárgate ahora mismo.
—Pero si no he terminado. Iba a alegrarle la noche. —Apestaba a alcohol y tabaco rancio.
Tom le puso una mano en el hombro y se lo apretó tan fuerte que el hombre gritó. Era un palmo más bajo que él, pero aun así intentó darle un puñetazo. Tom le agarró la muñeca y se la retorció.
—¡Nombre y rango!
—McKenzie. Soldado raso. Tres dos siete siete. —El número, que Tom no había pedido, fue un acto reflejo.
—Soldado, discúlpese inmediatamente ante esta dama y vuelva a su litera. Y no quiero volver a ver su cara en cubierta hasta que hayamos atracado, ¿entendido?
—¡Sí, señor! —Se volvió hacia la mujer—. Le pido disculpas, señorita. No pretendía hacerle ningún daño.
La mujer, que estaba aterrorizada, asintió levemente.
—¡Y ahora, fuera! —gritó Tom, y el hombre, desinflado y repentinamente sobrio, salió del camarote arrastrando los pies. Entonces, volviéndose, Tom preguntó a la mujer—: ¿Está usted bien?
—Creo… que sí.
—¿Le ha hecho daño?
—No, no me ha… —Se lo decía a él, pero también a sí misma—. No ha llegado a tocarme.
Se fijó en la cara de la mujer; sus ojos, grises, ya no reflejaban tanta angustia. El pelo, oscuro y suelto, formaba ondas que le cubrían los hombros, y todavía se ceñía el camisón al cuello con las manos apretadas. Tom cogió una bata de un gancho de la pared y se la echó sobre los hombros.
—Gracias —dijo la mujer.
—Se habrá llevado un susto de muerte. Mucho me temo que algunos de nosotros hemos perdido el hábito de la compañía civilizada.
Ella no dijo nada.
—Ese hombre no volverá a molestarla. —Recogió una silla que se había volcado—. Ya decidirá si quiere denunciarlo, señorita. Supongo que está un poco trastornado.
La mujer lo interrogó con la mirada.
—Muchos vuelven de allí cambiados —añadió Tom—. Para algunos, ya no hay tanta diferencia entre el bien y el mal. —Se dio media vuelta y salió, pero volvió a asomar la cabeza por la puerta—. Está en su derecho de denunciarlo si así lo decide. Pero supongo que ese hombre ya ha tenido bastantes problemas. Ya se lo he dicho, usted decide —insistió, y se marchó.