Hubert Cherrell estaba parado delante del club de su padre, en Pall Mall, del que él aún no era miembro. Se sentía inquieto, porque su padre le inspiraba un respeto algo extraño en estos tiempos en que los padres son tratados como una especie de hermanos menores y se les llama los «viejos». Por lo tanto, entró nerviosamente en un edificio donde muchas personas habían defendido, con más fuerza quizá que en cualquier otro lugar de la tierra, el orgullo y los prejuicios de su vida. Pero los que se hallaban en la sala donde fue introducido no demostraban ni mucho orgullo ni muchos prejuicios. Un hombre bajo y vivaracho, de rostro pálido y bigotes en cepillo, mordía la punta de una pluma esforzándose para redactar una carta dirigida al Times a propósito de las condiciones del. Irak. Un capitán general de aspecto modesto, frente despejada y bigote gris, discutía con un teniente coronel, alto y también de aspecto modesto sobre la flora de la isla de Chipre; un hombre de figura cuadrada, pómulos anchos y ojos semejantes a los de un león estaba sentado ante una ventana, inmóvil como si acabase de enterrar a una de sus tías y estuviese atravesando el Canal de la Mancha. Sir Conway leía el Whitaker’s Almanach.
—¡Hola, Hubert! Esta sala es demasiado pequeña. Vamos al vestíbulo.
Hubert comprendió en seguida que no sólo deseaba comunicarle algo a su padre, sino que también su padre deseaba comunicarle algo a él. Tomaron asiento en un rincón alejado.
—¿Qué te trae por aquí?
—Deseo casarme, padre.
—¿Casarte?
—Con Jean Tasburgh.
—¡Ah!
—Pensamos casamos con un permiso especial, sin ningún alboroto. El general meneó la cabeza.
—Es una buena muchacha y me alegro de que desees casarte con ella, pero lo cierto es que tu posición es difícil, Hubert. Acabo de oír algo… Repentinamente Hubert notó que la cara de su padre presentaba expresión de cansancio.
—Están en relación con aquel individuo que mataste. Exigen tu extradición por acusación de homicidio.
—¿Qué?
—Es una cosa monstruosa, y no puedo creer que lleven adelante el asunto, considerando lo que tú afirmas a propósito de la agresión de que fuiste víctima. Afortunadamente, aún tienes la cicatriz en el brazo; pero parece que están armando un gran jaleo en los periódicos bolivianos, y las autoridades de dicho país se adhieren tenazmente a sus derechos.
—Probablemente no tendrán prisa.
Dicho esto, ambos permanecieron sentados en silencio en; el vasto vestíbulo, mirando fijamente delante de sí con una expresión casi idéntica. Oculto en el fondo de sus mentes había existido el temor de que las cosas tomaran ese cariz, pero ninguno de los dos permitió que tal pensamiento adquiriese forma; Por lo tanto, la infelicidad actual aún era mayor. El dolor del general era más intenso que el de Hubert. La idea de que su único hijo pudiese ser arrastrado por el mundo con una acusación de homicidio, le resultaba más horrible que una pesadilla.
—No debemos permitir que este asunto nos agobie, Hubert —dijo finalmente—. Si en nuestro país todavía subsiste un poco de sentido común, lograremos apaciguar los ánimos. Estaba intentando pensar en alguien que sepa cómo tratar con gente. En cosas de este tipo, yo me considero impotente, pero en cambio hay personas que parecen conocer a todo el mundo y saber exactamente cómo tratar a cada uno. Creo que lo mejor sería que nos dirigiésemos a Sir Lawrence Mont: conocer a Saxenden y probablemente a algún pez gordo del Foreign Office. Ha sido Topsham quien me lo ha dicho, pero él no puede hacer nada. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Nos sentará bien.
Conmovido por el esfuerzo que hacía su padre para compartir con él su dolor; Hubert le apretó un brazo y salieron del club. Al pasar por Picadilly, el general dijo con un esfuerzo evidente:
—Me gustan todos estos cambios.
—Bueno, salvo que en el Palacio Devonshire no creo haberlos notado.
—No es extraño. El espíritu de Picadilly es más fuerte que la calle misma; no se puede destruir su atmósfera. Ya no se ve ni un bombín, lo que, sin embargo, no parece crear diferencia alguna, Cuando pasé por Picadilly después dé la guerra, tuve la misma sensación que experimenté de joven al regresar de la India. Uno se daba cuenta de que por fin había vuelto.
—Sí, se siente una especie de nostalgia. La sentí en Mesopotamia y en Bolivia. Cerrando los ojos por un momento, volvía a revivirlo todo.
—El corazón de la vida inglesa… —comenzó el general, pero se interrumpió como si se hubiese encontrado pronunciando un epigrama.
—La sienten incluso los americanos —observó Hubert, mientras volvían la esquina y entraban en Half-Moon Street—. Hallorsen me decía que en su país no tienen nada parecido. «Ningún foco para su influencia nacional», fueron sus palabras.
—No obstante, ellos tienen influencia —repuso el general.
—Sin duda. Pero ¿quién puede definirla? ¿Es la velocidad de su vida lo que se la otorga?
—¿Y adónde les lleva su velocidad? En general, a todas partes; pero, en particular, a ninguna. No; creo que es su dinero.
—Pues bien, yo he observado algo en los americanos y es que el dinero, como dinero, poco les importa. Les gusta lograrlo rápidamente, pero prefieren perderlo apresuradamente antes que obtenerlo despacio.
—Extraña cosa el no tener corazón —dijo el general.
—El país es demasiado grande A pesar de todo tienen un sucedáneo de corazón: su orgullo nacional. El general asintió con un movimiento de cabeza.
—Son curiosas estas callejuelas estrechas y antiguas. Recuerdo haber caminado con mi padre, en el año 82, desde Curzon Street hasta el St. Jame’s Club, el día en que entré en Harrow. Desde entonces apenas ha cambiado nada.
De este modo, hablando de cosas que no tocaban sus sentimientos íntimos, llegaron hasta Mont Street.
—Ahí está tu tía Emily. Procura no decírselo.
Precediéndoles unos pasos, lady Mont navegaba, por decirlo así, hacia su casa. La alcanzaron a un centenar de metros de la puerta.
—Con —dijo—, estás flaco.
—Mi querida muchacha, jamás he estado más gordo.
—No. Oye, Hubert, tenía que preguntarte algo. ¡Oh! ¡Ya sé! Dinny me dijo que desde que acabó la guerra no te has hecho ningunos pantalones huevos. ¿Te gusta Jean? Más, bien atractiva, ¿verdad?
—Sí, tía Em.
—¿No la has rechazado?
—¿Por qué debía hacerlo?
—¡Oh! Bueno, una jamás sabe. Pero dejemos eso. ¿Queréis hablar con Lawrence? De momento está con Voltaire y el Dean Swift. A mí me parecen totalmente innecesarios. Pero a él le gustan porque muerden. ¿Qué hay a propósito de aquellas mulas, Hubert?
—¿Qué pasa con las mulas?
—Nunca recuerdo si el burro es el padre o la madre.
—El burro es el padre, querida tía Em, y la madre es una yegua.
—Sí, y los mulos no pueden tener hijos… ¡qué suerte! ¿Dónde está Dinny?
—Está en la ciudad, no sé dónde.
—Debería casarse.
—¿Por qué? —preguntó el general.
—Bueno, ¡allá va! Hen dijo que resultaría una buena dama de compañía. Es poco egoísta. Pero en eso radica el peligro. —Y, sacando un llavín de su monedero, lady Mont lo introdujo en la cerradura—. No puedo convencer a Lawrence de que beba té. ¿Queréis vosotros?
—No, gracias, Em.
—Le encontraréis sudando en la biblioteca. —Besó a su hermano y a su sobrino, y subió las escaleras como si nadara—. Incomprensible —la oyeron decir cuando entraban en la biblioteca.
Hallaron a sir Lawrence rodeado de las obras de Voltaire de Swift, dado que estaba empeñado en una conversación imaginaria entre esos dos hombres serios. Escuchó gravemente el relato del general.
—He visto —dijo cuando su cuñado hubo terminado— que Hallorsen se ha arrepentido del daño hecho… Esto tiene que ser obra de Dinny. Creo que lo mejor sería hablar con él. Pero no aquí. No tenemos cocinera. Emily está aún haciendo la cura para adelgazar… Podríamos cenar juntos en el Coffee House. —Y cogió el teléfono.
Esperaban al profesor Hallorsen a las cinco e inmediatamente le darían el recado.
—Me parece más un asunto del Foreign Office que de la Policía —continuó sir Lawrence—. Vamos a ver al viejo Shropshire. Tiene que haber conocido mucho a tu padre, Con; y en el Foreign Office no existe estrella más fija que su sobrino Bobbie Ferrar. El viejo Shropshire siempre está en casa.
Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó:
—¿Podemos ver al marqués, Pommett?
—Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence.
—¿Lección? ¿De qué?
¿Será Einstein, sir Lawrence?
—Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.
—Sí, sir Lawrence.
—Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.
En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.
—¡Ecce homo[17]! —dijo sir Lawrence—. ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos. El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.
—¡Ah! El joven Mont —dijo—. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.
—Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués.
—Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí —dijo el marqués—. Le he dicho que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?
—Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.
—¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electricidad, joven Mont?
—Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.
—¡Vaya! —exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano.
Mientras el general le explicaba, el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó:
—Su tío ha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? —Sí, señor.
—Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.
—Se salvó usted de milagro, joven.
—Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.
—Y ¿luego?
—Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.
—¿Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?
—Las maltrataba continuamente.
—¿Continuamente? —repitió el marqués—. Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?
—Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.
—Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?
Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.
—De Steinvitch —dijo el marqués—. ¿Ofendería a la moral si estuviera, colgada? Sir Lawrence se ajustó el monóculo.
—Escuela cubista. Esto sucede cuando se vive con mujeres de cierta figura, marqués. No, no ofendería la moral, pero podría estropear la digestión: carne color verde mar, cabellos color tomate, estilo confuso. ¿La ha comprado usted?
—No, en realidad, no —contestó el marqués—. Dicen que tiene gran valor. Tú, ¿te la llevarías?
—Por usted, señor, haría muchas casas, pero ésta no.
—Ya me lo temía —suspiró el marqués—. Sin embargo, me han dicho que posee cierta fuerza dinámica. ¡Bueno, queda zanjado el incidente! Quise mucho a su padre, general —añadió en tono más serio—; y si no se pudiera aceptar la palabra de su nieto contra la de esos muleros mestizos, creo que en este país habríamos alcanzado un estadio de altruismo tan —elevado que seria imposible que sobreviviésemos. Le haré saber lo que diga mi sobrino. Adiós, general; adiós, querido muchacho. La suya es una herida bien fea. Adiós, joven Mont. Eres incorregible.
Bajando la escalera, sir Lawrence miró su reloj.
—Hasta ahora —dijo— la cosa nos ha llevado veinte minutos, digamos veinticinco, de puerta a puerta. En América no obran con esta velocidad. Lo peor es que por poco tengo que cargar con una joven de estilo cubista. Ahora, a la Coffee House, a entrevistarnos con Hallorsen —y se encaminaron hacia St. James Street—. Esta calle —opinó— es la Meca del hombre occidental, como la Rue de la Paix es la Meca de la mujer occidental.
Y miró con expresión ligeramente irónica a sus dos compañeros. ¡Qué hermosos especímenes de un producto que era al mismo tiempo razón de envidia y de mofa para todos los demás países! Por todo el Imperio Británico, los hombres, hechos más o menos según su imagen, realizaban el trabajo y se recreaban con tos juegos del mundo británico. El sol jamás se ponía sobre este tipo; la historia habíale contemplado y había decidido que sobreviviría. La sátira le lanzaba dardos en todas sus coyunturas, pero rebotaban contra una armadura invisible. «Camina tranquilamente por los días del Tiempo», pensó, «por los caminos y los lugares del mundo, sin exhibir ni ciencia ni fuerza, ni cualquier otra cosa; dotado del firme convencimiento de ser él».
—Sí —dijo ante la puerta del Coffee House—, este sitio se me presenta como el centro perfecto del universo. Otros podrán decir que es el Polo Norte, o bien Roma, o Montmartre, pero yo otorgo el premio a la Coffee House, el Club más antiguo del mundo y, probablemente, el peor también. ¿Tenemos que lavarnos o posponer la operación hasta que se nos presente una oportunidad más indicada? En tal caso sentémonos aquí, en espera del apóstol de la plomada. Le juzgo un trabajador infatigable. Lástima que no podamos organizar un partido entre él y el marqués. Yo apostaría en favor del viejo.
—Ahí viene —observó Hubert.
El americano pareció enorme al entrar en el bajo vestíbulo del Club más antiguo del mundo.
—¿Sir Lawrence Mont? —dijo—. ¡Ah, capitán! ¿El general sir Conway Cherrell?
—Orgulloso de conocerle a usted, general. Y ahora, ¿en qué puedo servirles, señores? Con una gravedad que iba en aumento, escuchó atentamente el relato de sir Lawrence.
—¡Es demasiado! No puedo tolerarlo. Iré a ver en seguida al ministro de Bolivia. Capitán, tengo las señas de Manuel y telegrafiaré a nuestro consulado de La Paz para que le pidan que haga inmediatamente una declaración ratificando lo que usted ha dicho. ¿Quién oyó jamás una locura tan condenada? Perdónenme, caballeros, pero no tendré paz hasta que no haya atado cabos. —Y haciendo un movimiento circular con la cabeza, desapareció.
Los tres ingleses volvieron a sentarse.
—El viejo Shropshire tendrá que cuidarse de que no le pisen los talones —comentó sir Lawrence.
Hubert no dijo nada. Estaba conmovido.