Capítulo 5

4o Trimestre/3er Mes:

DICIEMBRE

Penny se deja caer en la silla de la cafetería y lo mira.

—¿Qué haces? —pregunta.

—Nada de particular —responde Jones.

—Estás sonriendo.

—¿Quién? ¿Yo?

—¿Has acabado con Alpha?

—No. Bueno, se me ocurrió una idea, pero aún no he hecho nada.

—Lo que quiere decir que elegiste la otra opción.

—¿Qué otra opción? —dice Jones, pero ahora incluso él puede notar su sonrisa.

—Patético —dice Penny—. Estoy muy decepcionada contigo, Stephen.

—Bueno. La verdad es que no me preocupa —responde Jones riendo.

A las diez de la mañana del martes, un extraño olor inunda Servicios de Personal. Un olor dulzón, tierno y cálido. La gente se levanta de su asiento y mira por encima de los paneles divisorios. Cruzando la puerta, se acerca… ¡un carrito! Todos se frotan los ojos para verlo mejor: viene cargado de donuts.

Los empleados salen de sus cubículos. Por un momento parece que se va a producir una confrontación entre ellos. Sin embargo, Roger está presente y acompañado de su asistente y dos empleados de Servicio de Personal —los recientes ganadores— apostados a los lados del carrito en actitud firme.

—¡Esperen en su sitio! —dice el asistente—. No se acerquen a los donuts. Nosotros los repartiremos.

Los empleados regresan a su sitio. Les suena el estómago y todos siguen atentamente el chirrido de las ruedas del carrito.

Freddy, Jones, Holly y Elizabeth están sentados en su receptáculo sin cruzar palabra. Saben lo que viene a continuación. Escuchan el ruido creciente de gente masticando hasta que el carrito llega a la entrada de su cubículo y se cuela dentro. Roger tiene un donut en la mano y los labios manchados de azúcar. El asistente y los dos empleados están terminando los suyos. En el carrito sólo quedan tres donuts.

—¡Último cubículo! —dice Roger—. Vamos Freddy, Jones, coged uno.

Los dos alargan la mano y cautelosamente cogen un donut. Ninguno de los dos se atreve a darle un mordisco.

—Holly.

—Gracias, pero no me apetece.

—Por supuesto que sí. Coge uno.

—No tengo apetito. Además, no hay bastantes para todos.

—Coge el donut.

Holly lo coge de mala gana, lo pone en su regazo y agacha la cabeza de manera que el pelo le cae sobre la cara como una cortina rubia.

—¿Sabes una cosa, Holly? —dice Roger—. Tienes razón. Falta uno.

Elizabeth se encoge de hombros.

—No pasa nada —dice.

—Juraría que había calculado el número exacto de donuts. Estoy seguro de que había uno para cada empleado.

Elizabeth se levanta bruscamente. El abrigo fino y gris que jamás se quita estos días le cae hasta el suelo. Luego mira al techo y empieza a respirar profundamente.

—Imagino que alguien ha debido coger dos —dice Roger sacudiendo la cabeza como si se sintiera avergonzado—. ¿Quién habrá sido? ¿Qué clase de persona le robaría el donut a su compañero? —termina diciendo mientras mira a su asistente.

—No tengo ni idea, Roger.

—¿Y tú, Jones? ¿Freddy? ¿Holly? ¿Sabéis algo? No, ¿verdad que no? ¿Y tú, Elizabeth?

La cabeza de Elizabeth parece descolgarse. Está roja de rabia.

—Yo cogí tu donut. ¿Es eso lo que quieres oír? Sí, fui yo. ¿Qué pasa? Tenía hambre, así que me lo comí. ¡Eres tan mezquino! ¡Tan mezquino!

Roger cruza los brazos.

—¿Entonces fuiste tú quién me cogió el donut?

—¡Sí!

—¿Te das cuenta de que a Wendell lo despidieron por eso del donut?

Elizabeth se tapa la cara con las manos.

—¡Dios santo!

—Por un lado, te agradezco que por fin hayas confesado, pero tienes que comprender la gravedad de la situación. No es por el donut, es por el trabajo en equipo, por el respeto a tus compañeros. ¿Qué se puede pensar de una persona que te roba los donuts?

—No puedo resistirme a tí, Roger —dice Elizabeth.

—Es muy triste que… —Roger se detiene—. ¿Cómo dices?

—Pienso en ti a todas horas. No quiero, pero no puedo evitarlo y me estoy volviendo loca. Yo… —se calla por unos segundos y luego añade—; te deseo.

Holly se tapa la boca con la mano. Freddy se queda con la boca abierta. Jones abre tanto los ojos que parece que son lo único que tiene en la cara.

—Por lo que veo —dice Roger con un gruñido—, te estás riendo de mí.

—Estoy loca… por ti —dice Elizabeth susurrando.

Roger aprieta tanto los labios que se hacen invisibles y tensa los músculos de la mandíbula. Jones, Holly y Freddy retiran hacia atrás las sillas simultáneamente para apartarse de la línea de fuego. Roger, tras unos segundos, se da la vuelta y sale. Sus tres lacayos se quedan solos con el carrito y luego le siguen. El equipo de Ventas de Formación escucha en silencio el ruidito que hace el carrito al alejarse.

Freddy dice:

—¡Dios santo!

Holly añade:

—Elizabeth, te has pasado.

El rostro de Elizabeth está blanco.

—Necesito sentarme.

Holly se levanta para ayudarla y Elizabeth le agarra de la mano hasta que logra apoyarse en el reposabrazos de la silla. Mira uno por uno a los sorprendidos agentes comerciales.

—Estaba de broma.

—Por supuesto —responde Holly—. Precisamente por eso ha sido tan gracioso.

—Así es —dice comenzando a temblar—. Así es.

Roger da un portazo tan fuerte al entrar en su oficina que la pared de cristal tiembla y las celosías se zarandean. Se dirige a su escritorio y coge el auricular del teléfono. Marca los tres primeros dígitos de Recursos Humanos, pero luego duda. Si hace la llamada, Elizabeth será despedida en cuestión de diez minutos. Pero ahí terminará la cosa: Elizabeth estará fuera del alcance de su poder, mientras que su humillación pervivirá en la memoria de la empresa. Sería el chistoso final de su carrera.

Con un gruñido ahogado vuelve a colocar el auricular en su sitio. Luego se sienta en su silla de piel y apoya la cabeza en las manos.

Hay un sobre grande, de los que se utilizan para los envíos internos, sobre su escritorio, delante de él. Alguien debe de haberlo traído mientras estaba fuera. Uno de los extremos está extrañamente abultado. Roger se endereza en la silla, abre el sobre y vacía el contenido encima de la mesa. Sale una taza de plástico sellada con una tapadera amarilla. La coge y observa que está vacía, pero tiene una pegatina delante que dice «nombre» y «número de identificación», con dos espacios en blanco para ponerlos.

Roger mira el sobre y ve que hay un memorándum pegado en el interior. Viene de parte de Recursos Humanos y Protección de Activos y va dirigido a todos los jefes de departamento. Por razones de productividad, dice, y en interés de la empresa, la Corporación Zephyr ha decidido establecer un test de drogas regular. Todas las semanas se elegirá a un empleado al azar y se le someterá a una prueba de orina. Los empleados que no pasen la prueba, o se nieguen a someterse a ella, serán despedidos en virtud de la cláusula 38.2 del contrato estándar, una cláusula que Roger recuerda haber cuestionado cuando empezó a trabajar en Zephyr. Si no recuerda mal, Recursos Humanos le dijo que no se preocupara al respecto porque era una cláusula estándar en el sector y porque en realidad la empresa no sometía a sus empleados a test de drogas.

El memorándum incluía la lista de empleados elegidos al azar para la primera ronda, pero aconsejaba a los directores que la mantuvieran relativamente en secreto. No había necesidad de causar alarma, dice el memorándum. Los empleados no deberían tener la impresión de que se trata de un asunto personal.

Roger posee un conocimiento enciclopédico de los empleados de Zephyr y se da cuenta de que los seleccionados son todas mujeres de entre veinte y treinta años, y que la elegida en su departamento es, precisamente, Elizabeth.

El otro día Eve y Jones estaban en el aparcamiento de la empresa. Ella jugueteaba con su corbata y se reía con sus chistes sobre el gusto tan extraño que tenía Tom Mandrake para las corbatas. En ese momento pasó por delante de ellos el Porsche de Blake. Las ventanas eran demasiado oscuras para que Jones pudiera saber si los había visto, pero desde entonces Blake se ha mostrado más antipático aún que de costumbre. Jones ha tratado de ser más discreto, pero ya son las once en punto y Holly y Freddy se han marchado del departamento. Jones tiene dificultades para quitarse a Eve de la cabeza.

—¡A la mierda! —se dice. Piensa ir a hacerle una visita.

Jones se levanta de la silla y se dirige al ascensor. Sabe dónde está porque ayer por la tarde Recursos Humanos anunció que bastaba una sola persona para atender el mostrador de recepción, de modo que no había necesidad de proporcionar ayuda a Eve mientras Gretel Monadnock estuviera de baja por estrés. La noticia dio pie a muchas risas entre todos los presentes cuando se anunció en la reunión matinal de Alpha, salvo para Eve, claro (y, por razones diplomáticas, tampoco para Jones), tanto que Blake terminó por hacer una porra apostando que no duraría ni una semana.

—¿Estás diciendo que no me encargo habitualmente de las llamadas?

—Justo a eso me refiero —respondió Blake.

Eve sacudió la cabeza.

—¡Y tú qué sabes!

A Jones, sin embargo, le pareció que Blake sí sabía lo que decía. Por eso pensó que Eve necesitaría mucho respaldo moral en los días siguientes.

El ascensor se abre en el vestíbulo y Jones se dirige al mostrador a paso ligero. Eve está inclinada sobre la mesa, con el rostro crispado. No lo mira. Habla por el auricular.

—Dios santo —dice—. ¿Tanto trabajo le cuesta entender que necesito saber su nombre para pasar su llamada?

En ese momento ve a Jones y se aparta el auricular.

—Me voy a volver loca. No paran de llamar.

—Vaya —dice Jones.

—Si Gretel no viene mañana, pienso asegurarme de que no vuelva nunca más, lo juro. ¿Cuánto tiempo lleva de baja? ¿Dos semanas? Es patético —dice. Sacude la cabeza y añade—: ¿Te apetece salir a comer?

—¿No tienes que estar aquí? —pregunta Jones parpadeando.

—No puedo más, no puedo más —dice levantándose—. La empresa no se vendrá abajo porque nadie responda a las llamadas durante una hora o dos.

—Pero en cambio esperas que todos los demás empleados hagan su trabajo —observa Jones. En ese momento ve que Freddy está al otro lado del cristal tintado del vestíbulo. Freddy lo mira fijamente. Tiene un cigarrillo en la mano y una expresión extraña en el rostro.

—Sí, bueno —responde Eve—. Pero nosotros no somos como los demás empleados.

—¿Le pasa algo a Freddy, Eve? —Eve no responde y Jones se da la vuelta para mirarla—. ¿Eve?

Eve se lleva las manos a las caderas.

—Bueno, es que se lo he dicho.

Jones se queda tan perplejo que no responde nada durante unos segundos. No puede entender que haya hecho algo semejante.

—¿Le has hablado de nosotros?

—Bueno, se acercó y empezó a molestarme, así que se lo dije —responde Eve, dándole la vuelta al escritorio—. De todas formas iba a enterarse tarde o temprano y me parece muy cruel no decirle nada.

—Antes no te importaba lo más mínimo. ¡Por Dios, llevas seis meses alentándolo!

—Bueno, es que antes tenía alguna oportunidad —dice Eve sonriendo y moviendo la cabeza de una forma que habitualmente Jones encuentra atractiva—. Pero ahora… —Eve alarga la mano hacia la corbata de Jones.

Jones le aparta la mano. Es como darle a un interruptor: el rostro de Eve se vuelve de piedra. Transcurre un segundo, luego otro. Se miran entre sí, notando que la tierra tiembla bajo sus pies.

—No se te ocurra volverme a hacer ese gesto.

Jones mira a su derecha. Freddy los sigue observando a través del cristal, pero cuando se cruza con la mirada de Jones aparta la suya.

—Discúlpate —dice Jones.

—¿Por qué? ¿Por no guardar en secreto que nos acostamos? —Jones dibuja una mueca de desagrado. Sabe que hay cámaras de seguridad, micrófonos ocultos, todos conectados con la planta trece—. ¿Por decirle a Freddy que su mejor amigo en Zephyr le está engañando?

—Ahora resulta que me vas a dar lecciones.

Eve arquea las cejas.

—¿Qué pasa? ¿Acaso las necesitas?

—Que te jodan.

—Eso ya está hecho —responde Eve.

Freddy ha desparecido cuando Jones sale por la puerta del vestíbulo. Medio cegado por la intensa luz del sol consigue atisbar la espalda de Freddy, que desaparece tras la esquina del edificio. Jones echa a correr. Freddy camina a buen paso, pero logra alcanzarlo cerca del nuevo Corral de Fumadores, bajo el letrero donde se ven unas vacas pintadas.

—¡Freddy!

Freddy se da la vuelta, sonriendo, o más bien intentando a duras penas sonreír.

—Hola, Jones.

—Freddy, lo siento de verdad.

—No pasa nada. No tienes por qué excusarte. Ella no iba a salir conmigo de ninguna manera. Holly estaba en lo cierto. No soy del tipo de hombres que gustan a las chicas como Eve. No me han ascendido en cinco años —suelta una carcajada que suena como un ladrido—. O sea que no hay problema. Después de todo, has hecho que me ahorre cuarenta dólares a la semana.

—Freddy, tú no eres ese tipo de persona. Tú eres mejor que todos ésos. No mereces ni estar en este lugar. —Jones habla con sinceridad, pero por la expresión que pone Freddy se da cuenta de que éste cree que está tratando de ser educado, lo cual le enfada aún más—. Freddy, este lugar no es sano. Hay que cambiarlo. Hay que cambiarlo como sea. Y si Dirección General no lo hace, tenemos que echarlos de allí.

—¿Cómo dices? —pregunta Freddy.

—Necesitamos una rebelión. Una revolución. Establecer una fuerza de resistencia para hacer que Zephyr vuelve a ser una empresa donde merece la pena trabajar —Jones duda, ya que no está muy seguro de que Zephyr no ha sido nunca un buen lugar para trabajar—. ¿Por qué la empresa no te presta ninguna atención? ¿Por qué no le importas un comino? Tú no eres un recurso, eres una persona. Esta empresa se está quedando hueca. Ha minado demasiado a sus propios empleados. Tenemos que hacerla cambiar, no sólo porque nosotros lo merecemos, sino para evitar que la empresa termine devorándose a sí misma.

—Jones, me parece que se te ha ido un poco la olla.

—¿Por qué no puede mejorar la empresa? ¿Sólo porque Dirección General no quiere? Pues ahí está la clave: hay que tomar el control de Dirección General. Si los trabajadores nos unimos, podremos lograrlo. ¿Cómo van a detenernos si nosotros somos la empresa? Lo único que necesitamos es unirnos. Formar un sindicato.

Freddy parpadea.

—O si quieres dejémoslo en «resistencia».

—Sí, resistencia suena mejor.

—¿Entonces estás conmigo?

Freddy levanta las manos.

—Jones, entiendo lo que quieres decir y no estaría nada mal, pero no creo que sea posible. Primero, para organizar una reunión en este sitio hay que notificarlo con tres semanas de antelación. Segundo, en cuanto los de Recursos Humanos sepan lo que pretendes, te echarán del edificio.

—Ya lo sé —responde Jones—. Pero tengo un plan.

Freddy mira al Corral de Fumadores. Dos personas acaban de entrar y se sientan en los bancos de madera mientras buscan el cigarrillo en los bolsillos de los pantalones.

—¿En tu plan acabo despedido?

—No.

Freddy mira fijamente a Jones.

—¿Lo prometes?

—Te lo juro.

En ese momento lo cree así, lo cree con todas sus fuerzas.

—De acuerdo, entonces —responde Freddy—. Escuchemos tu plan.

Holly está sentada en una pequeña sala de reuniones que hay en el vestíbulo. Hay una carpeta abierta y varias páginas desparramadas sobre la mesa, pero eso son sólo excusas por si alguien se asoma por la ventana de la puerta que tiene detrás. En realidad, no espera reunirse con nadie.

No esperaba hacer eso de nuevo, no al menos después de que Roger le asignara el puesto del gimnasio, el único lugar de la Corporación Zephyr que tiene algún sentido para ella. Hace cuarenta y cinco minutos, vio que la luz de su contestador automático parpadeaba porque Roger la había telefoneado.

—Holly. Después de estudiarlo con detenimiento, he llegado a la conclusión de que no podemos mantener el gimnasio. No es rentable. Estoy seguro de que esta noticia va a ser una decepción para ti, pero ya sabes cómo son las cosas. Espero que comprendas que no tiene nada que ver contigo, pues estoy convencido de que habrías hecho un gran trabajo. Si tienes alguna duda, ven a verme.

El mensaje no decía exactamente: eres una estúpida y me he aprovechado de tu estupidez para averiguar quién se quedó mi donut, pero para Holly estaba más que implícito. Cuando colgó el auricular, todo le ardía: los ojos, los oídos, el corazón. Elizabeth estaba sentada a su lado en el cubículo, pero Holly no se atrevió a darse la vuelta por miedo a que ella se diera cuenta de que algo iba mal y le preguntara qué le pasaba. Permaneció rígida en su posición, tragando saliva una y otra vez. Pero algo comenzaba a crecer en su garganta que iba a terminar en un sollozo del todo humillante, de modo que cogió una carpeta al azar de su escritorio, la apretó contra su pecho y se marchó. Elizabeth la miró a la cara —a su cara sonrojada, sudorosa e inflamada—, su boca dibujó un gesto de sorpresa y Holly salió corriendo del cubículo antes de que le hiciera la pregunta que no era capaz de afrontar. Las tres primeras salas de reunión del vestíbulo estaban ocupadas, por lo que empezó a temer que pudiese estallar en el mismísimo vestíbulo, bajo la mirada curiosa de sus compañeros. Se sentó de espaldas a la puerta para que nadie le viera la cara y se dejó ir.

Holly supone que debe ser una idiota. Ese es el tipo de cosas que Freddy hubiera visto a una legua de distancia. Es más, probablemente lo hiciera y por eso fue tan duro con ella. No puede ni imaginar la reacción de Freddy. No tiene el más mínimo deseo de ver el desengaño en su mirada.

Alguien llama a la puerta.

—¡Ocupada! —responde con una voz chillona.

La puerta, sin embargo, se abre.

—¿Te importaría? Estoy ocupada.

—Soy yo.

Holly se queda paralizada.

—Freddy, estoy terminando algo.

—Lo lamento de veras.

Hay una pausa.

—¿Qué pasa? ¿Ya te has enterado?

—Sí. Lo siento, Holly. Roger es un cabrón.

—Estoy esperando a varias personas —responde Holly poniendo la carpeta derecha—. Vendrán en un minuto.

Le oye cambiar de postura.

—Holly, Jones y yo vamos a hacer algo. No puedo explicártelo aquí. ¿Te importaría salir un segundo? Es muy importante.

—Sí, pero deja que termine la reunión, ¿de acuerdo?

Hay un silencio. Luego Freddy hace algo verdaderamente sorprendente, algo que ella jamás hubiese esperado y que sería motivo suficiente para que a él lo despidiesen de la empresa: se acerca, se inclina y la besa suavemente en la mejilla.

A las cuatro y diez de la tarde, reparten una encuesta de una página a todos los empleados de Zephyr titulada «Encuesta de satisfacción de la plantilla». La mayoría no sabe de dónde ha salido, aunque algunos empleados dicen haber visto a una de las siguientes tres figuras merodeando entre los cubículos: un joven con un elegante traje gris, un hombre bajo con el pelo oscuro y gafas o una mujer rubia con unas pantorrillas muy musculosas. Nadie sabe cuáles son sus nombres, pero a todos les resultan familiares sus rostros, como suele suceder entre la mayoría de los empleados de Zephyr. Los empleados recogen la encuesta y comienzan a leer.

Gracias por participar en la encuesta de satisfacción de la plantilla de la Corporación Zephyr. Sus respuestas se utilizarán para saber si la empresa les está proporcionado un lugar de trabajo apropiado y productivo y para mejorar las condiciones laborales de los empleados.

Por favor, no escriban ningún tipo de identificación en la encuesta. Sus respuestas deben permanecer en el anonimato.

Esto último suscita algunos gestos sarcásticos entre los empleados, pues saben perfectamente lo que Zephyr entiende por respuestas «anónimas». Ya lo han hecho antes, y luego les ha venido el director pidiendo explicaciones. Han tenido conversaciones confidenciales que luego han terminado en sus informes permanentes. Por esa razón, todos examinan la encuesta con sumo detenimiento, tratando de buscar alguna marca en filigrana o algún número de identificación escondido.

P1: ¿Crees que la Corporación Zephyr es un buen lugar para trabajar?

Se oye una risita cínica en todo el edificio. «Mirad la primera pregunta» se dicen entre sí. Más sorprendente aún que el catálogo de métodos brutales que emplea la empresa para degradar a sus empleados, es el hecho de que piense que son útiles. Pero ciertamente eso no es lo que van a decir los empleados. El feedback positivo está muy valorado, incluso termina en los informes anuales, mientras que el negativo termina normalmente en una investigación de Recursos Humanos sobre los problemas de actitud del empleado en cuestión. Por ese motivo, los empleados —al menos todos los que llevan en la empresa más de cinco minutos— garabatean las respuestas esperadas y las ornamentan con palabras y frases como «un medio diseñado para la labor en equipo», «oportunidades» y «productividad». Cuando ven que algunos empleados escriben respuestas honestas como «llevo seis meses trabajando en esta empresa y jamás he visto a nadie de Dirección General» o «nadie me ha explicado qué sentido tenía la consolidación» o «esta encuesta es la primera muestra que veo por parte de la empresa de que se interese por la plantilla», les cogen amablemente el bolígrafo, se sientan a su lado y les instruyen.

P2: ¿Qué crees que se puede hacer para mejorar las condiciones laborales en la Corporación Zephyr?

Esa pregunta hace que se arqueen algunas cejas. Hombres y mujeres forman corrillos. Es una pregunta engañosa, ¿verdad que sí? ¿Desea la empresa que los empleados respondan «nada»? Eso sería demasiado hasta para la Corporación Zephyr. Llevaría el servilismo a un nuevo nivel. Surgen discusiones. Los más veteranos, los tipos duros que pasaron a «modo de supervivencia» hace ya mucho tiempo, aseguran que es imposible sobreestimar la opinión que tiene Dirección General de sí misma. Escriben «nada» con mano firme. Los idealistas —principalmente los licenciados— se toman la pregunta al pie de la letra. Hay mucho espacio, y lo utilizan para expresar sus ideas. Los demás responden de forma más precavida. Empiezan las frases con un «Si tuviera que sugerir algo» o «Sin duda los costes deben ser excesivos, pero…», y luego ellos también empiezan a soñar. ¿Qué pasaría si, en lugar de ser amonestado por salir temprano y jamás obtener nada por quedarte hasta tarde, se pudiera compensar lo uno con lo otro? ¿Qué pasaría si, en lugar de rellenar las hojas de asistencia por lapsos de diez minutos, te dejasen que buscases la forma más adecuada de ser productivo? ¿Qué pasaría si Zephyr reconociera que los empleados tienen una vida propia fuera de la empresa, que no nacen cuando llegan cada mañana y se desvanecen al irse? Son ideas descabelladas, extravagantes, pero por soñar no se pierde nada.

P3: ¿Crees que tus compañeros de trabajo y tú merecéis que mejoren las condiciones laborales?

¡Dios santo! La alarma se percibe en sus rostros y los corrillos se apiñan aún más. Saben de sobra que Dirección General no cree que ellos merezcan una mejora de las condiciones, pues, de ser así, las condiciones serían mejores. Sin embargo al menos siempre ha pretendido que es así. En las reuniones de personal siempre hay ejecutivos con trajes caros pregonando que los empleados son el activo más valioso de la empresa, algo difícil de creer dado el número de despidos y externalizaciones, pero siempre agradable de oír. La pregunta sugiere que se acaba de cruzar una línea: si Dirección General cree que los empleados van a responder «no», es que ya no se molesta en ocultar su desprecio.

P4: ¿Confías en qué Dirección General mejorará las condiciones como consecuencia de esta encuesta?

Todos guardan silencio. La respuesta obviamente es «no», ya que sólo un idiota o un interino creerían lo contrario. Ese es el motivo por el cual la empresa jamás debería hacer esa pregunta. Sin embargo, la finalidad de una encuesta de satisfacción del empleado, al igual que la de un buzón de sugerencias, es dar la impresión de que la empresa se interesa por los empleados sin tener que preocuparse realmente por ellos. Por tanto, esa pregunta sólo puede significar dos cosas: o bien Dirección General empieza a tener sentimientos, o la encuesta no procede de Dirección General.

P5: Si crees que mereces unas mejores condiciones laborables, pero no crees que Dirección General vaya a implementarlas, ¿estarías de acuerdo en que la única forma de lograr un medio laboral satisfactorio sería sustituir Dirección General por un nuevo liderazgo y así acabar con el actual régimen de incompetencia, ambición y corrupción?

¡Ding! Ese es el sonido de la revolución en la segunda planta, las puertas del ascensor se abren y Jones, Freddy y Holly salen de él. Los APs levantan la mirada lentamente.

¡La segunda planta! ¡Vaya sitio! Oficinas y oficinas por todas partes, sin ningún panel divisorio a la vista. La luz del sol que entra por las cristaleras ilumina toda la planta. ¡Y la moqueta! Es tan gruesa y espesa que casi te puedes hundir en ella; ni siquiera hay senderos marcados camino del aseo o de la máquina de café. ¿Qué es eso? ¿Una cascada? No, tan sólo un refrigerador de agua. Pero una cascada no quedaría mal en un lugar de Jauja como éste. Es justo como esperaban: un paraíso de lujo donde los ricos y poderosos se relajan y comen uvas de la manos de los APs —bueno, no uvas, pero sí cafés—, mientras los demás empleados trabajan en condiciones esclavizantes. Han oído hablar de esa tierra prometida en los informes anuales de Zephyr, en el trasfondo de las fotos de sonrientes ejecutivos, pero la realidad es aún más mortificante. ¿Dónde están los recortes de gastos? ¿Quién se aprieta el cinturón aquí?

—Disculpe —dice una asistente que Freddy reconoce porque es la chica que desapareció de Cursos de Formación hace casi un año y que él pensó que había sido despedida—. ¿Me puede decir cómo han subido hasta aquí?

La respuesta es Jones tiene un pase especial de seguridad, pero no se lo piensa decir a la asistente. Ni siquiera se lo va a decir a Freddy y a Holly; ellos piensan que ha conseguido que uno de los informáticos de la red le pirateara el sistema.

—Hemos venido a ver a Dirección General. Al completo, por favor.

Los asistentes intercambian miradas.

—Tienen que pedir una cita. Y aun así no deben subir a esta planta. Hay salas de reuniones en la planta…

—Dígales que salgan —dice Jones—. Ahora mismo.

Los asistentes se miran entre sí de nuevo. Al parecer han desarrollado alguna especie de lengua telepática, ya que terminan por tomar una decisión conjunta.

—Iré en busca del señor Smithson. Mientras tanto, si quieren tomar asiento…

—No —responde Holly.

Stanley Smithson, el vicepresidente de Servicios de Personal, está sentado en una silla de piel en el puente de mando de su oficina, situada en la segunda planta, cuando suena el teléfono. «Vanessa P», reza la pantalla. Vanesa es la asistente de Stanley, y hace menos de una hora le dejó claro de una forma que le pareció clara y directa que no quería ser molestado. Stanley resopla entre dientes en señal de fastidio, pues no le pide grandes cosas a Vanessa. Sólo tiene que traerle un café de vez en cuando. También debe mecanografiar las cintas del dictáfono donde graba sus ideas, algunas perspectivas y reflexiones para los memorándum (ella es también la encargada de elaborar el texto final, pues ella es la que tiene una licenciatura en Lengua). Y lo más importante de todo, debe asegurarse de que lo dejan en paz cuando está reflexionando. No es pedir gran cosa, ¿verdad que no? ¿Es realmente demasiado pedir para el vicepresidente de una gran empresa de cierta envergadura? Parece que sí, pues ahí la tiene al teléfono.

Smithson deja a un lado el folleto de puntos de avión para viajeros frecuentes. Es esencial que los ejecutivos conserven la frescura y, por eso, cada vez que siente la presión del mundo empresarial, le pide a Vanessa que no le pase las llamadas, saca el folleto e imagina a todos los lugares a los que podría volar sin tener que abonar nada. Es sumamente relajante. A veces Stanley tiene la desagradable impresión de que se está engañando a sí mismo en lo que respecta a su carrera, que ha ascendido gracias sobre todo, el servilismo y a la buena suerte, y que perfectamente podría ser Jim, de Seguridad (perdón, Recursos Humanos y Protección de Activos), quien estuviera aquí arriba decidiendo si debe formar un equipo operativo para mejorar el flujo de trabajo, mientras Stanley deambula por el aparcamiento para asegurarse de que nadie se lleve una impresora láser. El folleto, sin embargo, calma sus dudas y aumenta su confianza en sí mismo. Stanley debe ser un hombre muy perspicaz y talentoso, ya que puede volar gratuitamente a Berlín mientras que Jim (según parece) no se puede permitir ni comprarse un coche de este siglo.

Deja que el teléfono suene varias veces —para si Vanessa pilla la idea—, pero luego presiona el botón del altavoz:

—¿Sí?

—Siento molestarle, pero hay algunas personas que desean verle.

—No me has dicho que tuviera una cita.

—No, porque no la tenía. Sin embargo, creo que debería venir.

Stanley frunce el ceño. Eso es muy irregular. Suspira, lo suficientemente alto como para que se escuche a través del altavoz.

—De acuerdo. Ya voy.

Stanley aparece con una leve sonrisa en la boca, pero desaparece de inmediato cuando ve a Jones, Freddy y Holly, que, obviamente, no son ejecutivos, ni inversores importantes, ni nadie que merezca su atención. Recorre con la mirada sus tarjetas de identificación. Stanley no lleva ninguna; de hecho, lo considera degradante.

—¿Qué desean?

—Hablamos en nombre de los empleados de la Corporación Zephyr. Tenemos una serie de exigencias —dice el joven.

Stanley sonríe, pero al ver que ninguno de los tipos que tiene delante le acompaña en la sonrisa, cambia de expresión y replica:

—Estarán de broma, ¿verdad?

—No, no hablamos en broma. Queremos ver a la Dirección General al completo.

—Eso no puede ser. ¿Cómo han logrado subir hasta aquí?

El otro tipo, el más bajito, continúa:

—Creemos que las condiciones laborables de la empresa deben mejorar y queremos hablar con Dirección General acerca de eso.

—Bueno, la empresa ya dispone de un buzón de sugerencias.

Stanley no tiene ni idea de quiénes pueden ser esas personas, pero nadie con zapatos tan viejos le va a decir a Stanley Smithson lo que debe hacer. Para darle órdenes a él hay que llevar zapatos más caros que ésos.

—No comprendo qué es lo que pretenden presentándose de este modo aquí…

—Veo que no me escucha. Esto no son recomendaciones.

—Bueno, basta. Salgan los tres de aquí, de inmediato —responde Stanley arremetiendo contra ellos y pretendiendo empujar a los tres hasta meterlos en el ascensor. Sin embargo, se ha olvidado de que la gente le obedece porque se les paga por ello, no porque él sea precisamente una persona rebosante de carisma y virilidad. Ninguno de los tres se mueve y cuando Stanley se da cuenta de que no van a retroceder, se detiene en seco. Nota cómo se sonroja.

—Voy a llamar a Recursos Humanos y Protección de Activos. Pero espero que se den cuenta de que la culpa será completamente suya.

Se dirige a la mesa más cercana de uno de los asistentes y coge el auricular del teléfono. Le tiembla la mano. La última vez que se vio en una confrontación tan física tendría diecisiete años. Luego oye un clic en su oído. Se gira y ve que la joven le ha seguido hasta la mesa y tira del cordón del teléfono hasta que lo desconecta.

—Aquí nadie va a llamar a Recursos Humanos —dice.

Stanley la mira, incrédulo.

Daniel Klausman deambula por el departamento de Finanzas vaciando las papeleras y escuchando una interesante discusión política entre tres contables cuando el bolsillo le empieza a temblar. Es el teléfono móvil y lo tiene en modo de vibración porque ver a un ordenanza con teléfono móvil podría alarmar al resto de los empleados de Zephyr, hacerles pensar en sus carreras y en la proporción entre trabajo realizado y compensación obtenida. Esa es una idea que Klausman ha intentado impartir a los demás agentes de Alpha, la mayoría de las veces con éxito. La excepción es Eve Jantiss, que aparca su deportivo azul enfrente del edificio. El argumento de Eve es que Blake conduce un deportivo, luego por qué no puede hacerlo ella; el hecho de que Blake sea de Dirección General y ella una simple recepcionista no termina de convencerla. Klausman siente un verdadero respeto y admiración por Eve, aunque sabe que le mueve algo parecido a la pura codicia. Desde hace un tiempo, Klausman tiene la sensación de que un día Eve lo matará, al menos en sentido político, y escalará por encima de su cadáver.

Klausman se dirige a un baño, dejando atrás el panal de cubículos de Finanzas y su emergente dinámica política. Además de estar fuera del alcance de los curiosos, el baño tiene la ventaja de ser uno de los pocos sitios que no está supervisado electrónicamente. No siempre ha sido así, pero Klausman vivió una situación engorrosa una vez que hizo algunos comentarios poco elogiosos de un agente de Alpha mientras esta persona se encontraba en la sala de control. Por otro lado, no paraban de pescar a empleados teniendo sexo en los lavabos, y aunque todos disfrutaran sacando esas cintas en la fiesta de Navidad de Alpha, a Klausman le preocupaba que si llegaba el terrible día en que se descubriera el secreto de Zephyr, eso lo dejaría en muy mal lugar. Una cosa era simular una empresa completa con el fin de estudiar en secreto a sus empleados —si eso llegase a ser del conocimiento público, Klausman aún podría llevar la cabeza bien alta en cualquier club de la nación— y otra muy distinta crear una colección de cintas pornográficas grabadas con cámara secreta. Eso le podía dar una falsa imagen.

Klausman cierra la puerta del baño y pesca el teléfono en los bolsillos del mono.

—¿Sí, dígame?

—Señor Klausman —dice Mona, aunque su voz suena realmente extraña—, quisiera preguntarle si se le ha asignado algún tipo de proyecto a Jones con Dirección General.

—Por supuesto que no. Esa área pertenece a Blake.

—Entonces creo que debería venir a la planta trece. Inmediatamente.

—¿Qué sucede?

—Um… No lo sé —responde.

Stanley Smithson se da a la retirada, pero sólo para buscar refuerzos. Cuando regresa, lo hace con Phoenix. Freddy y Holly abren mucho los ojos al reconocerle. Para la mayoría de los empleados de Zephyr, Dirección General no es más que un montón de caras desconocidas, pero todo el mundo conoce a Phoenix. Es un hombre con el cuello grueso, la cara roja, camisa azul y el pelo gris. Normalmente lleva las mangas remangadas hasta los bíceps, los cuales, aunque ya no son el portento que era en la época en que trabajaba en el almacén, aún continúan impresionando comparados con los atrofiados músculos de los demás ejecutivos.

Hay un principio empresarial muy conocido que dice que todo el mundo asciende hasta su nivel de incompetencia, ya que los buenos empleados ascienden hasta que llegan a una función que no realizan tan bien y ahí se quedan. Phoenix es una excepción, pues siempre ha sido un incompetente en todos los trabajos que ha desempeñado y sigue ascendiendo. Cuando su trabajo consistía en llevar paquetes de un departamento a otro, los paquetes se pasaban horas en recepción esperando a que pasara a recogerlos, tras unas cuantas llamadas de insistencia. Luego, por razones desconocidas, desaparecían durante un día o dos antes de llegar a su destino, que estaba apenas unas cuantas plantas más allá. Los empleados también terminaron por darse cuenta de que no podían cruzarse con Phoenix en el pasillo sin verse apresados en una conversación. No había forma de escapar. Si te gustaban los deportes, entonces te tenía treinta minutos hablando del sueldo que cobraban los deportistas, y si no te gustaban, entonces intentaba inculcarte el gusto por ellos. Si eras lo suficientemente estúpido para manifestar una opinión diferente a la suya, su tono de voz se elevaba y fruncía sus espesas cejas. Si aún persistías en llevarle la contraria, comenzaba a golpearte con el dedo. La gente había empezado a simular problemas de oído, o esperaba a que otro pobre diablo cayera en sus manos antes de pasar a su lado a toda prisa y conteniendo la respiración.

Luego, un día, el almacén fue externalizado, lo cual fue un alivio para todos, ya que podían ir de una planta a otra sin tener que escuchar un sermón sobre las decadentes facultades de los jugadores de élite. Sin embargo, para horror y sorpresa de todo el mundo, Phoenix sobrevivió y fue transferido a Control de Inventario. Dos años después, ante la creciente velocidad de rotación de los empleados, el departamento fue integrado en Logística. Despidieron a doce empleados, pero no a Phoenix. Una década e innumerables desastres después, se le asignó la dirección de un grupo de trabajo, Sigma Seis, de importancia crucial durante seis meses, y que luego se estrelló y nadie volvió a mencionar. Todos los miembros del grupo de trabajo fueron despedidos o desterrados a lugares recónditos de la empresa, salvo Phoenix, que con el paso de los años había acumulado tanta antigüedad que resultaba demasiado caro despedirlo. Recursos Humanos le obligó a regresar al Departamento de Logística, a pesar de las muchas objeciones que puso el departamento, hasta que el vicepresidente se sintió tan frustrado que presentó un ultimátum «o él o yo». Dicha decisión no fue nada acertada, ya que un cambio de equilibrios de poder dentro de Dirección General lo había dejado en mala posición respecto a un nuevo grupo poderoso, que aprovechó la oportunidad para sustituirlo por alguien más afín. De esa manera, Phoenix se convirtió en el nuevo vicepresidente de Logística. Los empleados de Zephyr tienen claro que es inmortal.

Freddy y Jones intercambian miradas nerviosas al ver acercarse a Phoenix. Holly se fija en el bulto que hacen sus músculos allí donde los brazos se esconden debajo de la manga.

—¿Qué es lo que pretenden? —ruge, mientras se acerca a ellos como un oso enfadado—. Esto es Dirección General y no la puñetera cafetería. Salgan de aquí inmediatamente.

—Tenemos una serie de demandas —responde Holly.

—Como si tienen una medalla de oro —responde Phoenix, que siempre sale con frases como ésa, que tienen el aspecto de ser ingeniosas pero que carecen de sentido cuando uno piensa en ellas—. Saquen su puñetero culo de la segunda planta.

Los tres se encogen al verle avanzar. En ese momento, justo detrás de ellos, oyen la campana del ascensor. ¡Ding!

El ascensor, cargado de empleados de Zephyr, se abre en la segunda planta. Han tardado en llegar porque se pusieron a discutir sobre la capacidad del ascensor; en una placa de metal se puede leer el peso límite, lo que suscitó una acalorada discusión que terminó con los empleados mirándose la cintura y el trasero. Además, para convencer al ascensor de que fuera a la segunda planta tenían que pasar la tarjeta de identificación de Jones por el lector y lanzarla a los demás antes de que las puertas se cerrasen. Sin embargo, la mujer encargada de llevar a cabo ese proceso, una ex empleada de Diseño de Tarjetas Profesionales —tan hábil con el ratón como sorprendentemente inepta en facultades motoras— falló y todos tuvieron que bajar en la quinta planta e intentarlo de nuevo.

Ahora, por fin, han llegado. En total suman más de dos docenas: administrativos, gnomos, elfos, contables, ingenieros; en fin, una muestra variada de empleados de Zephyr.

Salen del ascensor como un montón de payasos de un coche diminuto y, cuando ya crees que no va a salir nadie más, salen dos más. Los ojos de Stanley se abren de par en par y Phoenix retrocede un paso.

—No queríamos llegar a esto —dice Jones—, pero estamos preparados para ello.

Se suele atacar al amanecer porque a esa hora el enemigo está más desorientado. Lo mismo ocurre en la segunda planta de la Corporación Zephyr, sólo que allí son las cuatro y media de la tarde. Dirección General está cansada tras un largo día de crear valor para el accionista, la chispa del vino que se han tomado en la comida se ha disipado y hace más de una hora que no toman café. Cuando los empleados de Zephyr irrumpen en sus oficinas y les arrancan el teléfono de las manos, están demasiado desconcertados para reaccionar. Todos ellos, Blake incluido, son obligados a levantarse de sus sillas de cuero, dirigirse a la sala de juntas y ocupar un asiento alrededor de la enorme mesa de roble. Allí se quedan sentados, totalmente pasmados, mientras una masa de gente enfadada y desarrapada se agrupa a su alrededor. Cada pocos minutos se oye la campana del ascensor y entran más personas a la sala de juntas. Pronto están tan apretujados que parecen un solo animal, el empleado de Zephyr, una enorme bestia, normalmente dócil y fácil de domesticar, pero (al parecer) agresiva e impredecible cuando se la provoca. La sala de juntas se llena de sus discursos incontrolados, del caleidoscopio de colores de sus camisas, blusas y corbatas, y del calor y olor de sus cuerpos sudorosos.

Los de Dirección General intentan protestar, pero los empleados sacuden furiosos las sillas donde están sentados. Se intentan comunicar mediante gestos faciales. Nadie tiene la menor idea de lo que sucede, pero cuando ven a un joven subirse encima de la mesa y levantar las manos reclamando silencio, a todos les invade el mismo e inquietante sentimiento: el baluarte del buzón de sugerencias ha fallado.

Se hace el silencio. Jones se aclara la garganta, pues sabe que es de vital importancia que no muestre el más mínimo signo de debilidad en un momento como ése, aunque saberlo y ponerlo en práctica son dos cosas muy diferentes. Nota que le tiemblan las rodillas. Por un momento sus ojos se cruzan con los de Blake, que irradian furia y rabia. Jones traga saliva, una y otra vez. Siente que se le cierra la garganta.

Un miembro de Dirección General —no Blake, sino un hombre mayor con el ceño fruncido— se cansa de esperar y dice:

—¿Nos pueden decir qué piensan…?

—¡Voy a leer algo! —le grita Jones. El hombre se calla. Jones vuelve a tragar saliva y prosigue—. Es un discurso muy antiguo, pero lo hemos adaptado a los tiempos que corren. Lo importante es que lo que dice sigue siendo verdad hoy. Por tanto, usted —Jones se dirige en un tono más elevado al señor de Dirección General que parece estar dispuesto a interrumpirle de nuevo— se queda sentado y escucha.

Jones toma aliento y continúa:

—Nosotros sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los empleados son creados iguales, que todos gozan de ciertos derechos inalienables entre los que están el respeto, la dignidad y la búsqueda de una vida fuera del mundo laboral.

»Cuando sea que una empresa se convierta en destructora de estos fines, los empleados tienen derecho a reformarla o abolirla e instaurar una nueva dirección fundada en dichos principios para hacer efectiva su seguridad y felicidad.

»La prudencia nos dicta que no se debe cambiar la administración por razones vanas y transitorias; y la experiencia muestra que los empleados prefieren sobrellevar las penalidades, siempre que éstas sean tolerables, antes de tratar de hacer justicia aboliendo la administración a la que están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y degradaciones, todas dirigidas al mismo objetivo de recortar costes, revela el designio de someterles a un despotismo absoluto es su derecho y su deber derrocar a dicha administración.

»Por esa razón, nosotros, los empleados de la Corporación Zephyr, declaramos solemnemente que somos libres e independientes, tal como nos corresponde por derecho; que estamos absueltos de cualquier tipo de lealtad respecto a la Dirección General y que cualquier autoridad que pudiera tener la Dirección General sobre nosotros queda a partir de este momento totalmente revocada.

Se oyen muchos gritos cuando termina de pronunciar esas palabras y algunos ejecutivos intentan interrumpirle. Jones decide repetirlas:

—¡Totalmente revocada! —grita.

Se impone el caos. Dirección General se debate por quitarse de encima las manos de los empleados. Gritan algo acerca de seguir los canales adecuados. Pero los empleados responden también a gritos. Muchos sentimientos hostiles flotan en la sala de juntas. Años de rabia contenida acaban de estallar.

—¡No somos recursos humanos! —grita Freddy con el rostro rojo de ira—. Somos personas. Ahora lo vais a comprobar.

Durante un rato, nadie habla en la sala de control de la planta trece. Finalmente es Mona quien rompe el silencio, aunque con voz apagada y dubitativa:

—¿Qué está haciendo?

Klausman no responde. No está indignado, ni horrorizado, ni siquiera sorprendido; no aún. Mira a Jones en el monitor y se siente… desanimado.

—¿Acaso no entiende que esta empresa no es real? —dice Mona con voz lastimera—. Dirección General no es la que dirige Zephyr. Somos nosotros. ¿Qué es lo que pretende conseguir?

Al ver que Klausman guarda silencio, Mona se siente más segura y confiada. En un tono más elevado de voz termina diciendo:

—Podríamos despedir a la mitad de los que están en la sala si quisiéramos.

—No, Mona —responde Klausman—. Tendríamos que echarlos a todos.

Le dirige una rápida mirada y ve desconcierto en sus ojos, al igual que en los de media docena de agentes que están presentes. Están tan acostumbrados a vivir dentro de este mundo que ya no recuerdan nada. Klausman vuelve a dirigir la mirada a los monitores y añade:

—Si intervenimos, el proyecto Alpha quedará al descubierto y Zephyr se habrá acabado.

—Prácticamente no hay nadie de Recursos Humanos y Protección de Activos —dice Tom Mandrake—. Mientras los controlemos…

—Jones sabe cómo trabajamos —le corta Klausman un tanto irritado. Ojalá Eve estuviera aquí, piensa. A ella no tendría que explicarle las implicaciones—. Si se hace con el control de Dirección General, podemos estar seguros de que le seguirán otros departamentos.

Hay un silencio que dura unos instantes. Luego, con valentía, Mona dice:

—No entiendo qué va a sacar con eso. No se puede abolir la Dirección General. Zephyr no es una democracia, sino una corporación.

—Creo —dice Klausman— que Jones pretende imponer la teoría de que ambos conceptos no son mutuamente exclusivos.

—Blake no permitirá que eso suceda —insiste Mona—. Le parará los pies.

—Espero que así sea —dice Klausman—. Ya tengo sesenta y tres años y no me siento con ánimos de empezar de nuevo.

Jones empieza a pensar que lo ha conseguido, que Dirección General ha terminado por ceder cuando de pronto oye la voz de Blake alzarse por encima del griterío. No grita; se limita a levantar la barbilla y hablar con claridad, pero logra acaparar la atención de todo el mundo. A Jones no le queda más remedio que reconocerlo: Blake tiene empaque.

—¿Queréis que la empresa se hunda? ¿Queréis que Zephyr vaya a la bancarrota? —Blake se levanta de la silla y nadie trata de impedírselo. Se tira de los puños de la camisa mientras sus ojos azules atraviesan la multitud—. Por lo que veo, no estáis contentos con las condiciones laborales. Pensáis que no nos preocupa vuestro bienestar. Pues bien, estáis en lo cierto. Zephyr no está ahí para cuidar de vosotros, es una empresa. Si esperabais encontrar un parque temático, lo mejor que podéis hacer es dimitir. Si creéis que podéis hacer vuestro trabajo, quedaros. Pero no nos pidáis que nos preocupemos por vosotros porque Zephyr no puede permitirse ese lujo.

Los empleados empiezan a mostrarse dubitativos. No están completamente seguros de cómo funcionan las finanzas empresariales —desde su perspectiva es muy fácil considerar Zephyr como una fuente inagotable de dinero, cuya existencia no se ve amenazada ni impedida por la forma en que se gaste ese dinero—, pero saben que las palabras de Blake tienen algo de cierto.

—No os contratamos para haceros la vida más feliz. Vuestro bienestar no es nuestra meta, sino Zephyr. ¿Queréis poner eso del revés? Entonces poned vuestros intereses por encima de los de la empresa, pero os aseguro que eso acabará por completo con Zephyr y, al final, todos os quedaréis sin trabajo.

Los empleados comienzan a bajar los hombros.

—Aun así, las cosas podrían mejorar un poco… —dice alguien.

El miedo se apodera del cuerpo de Jones. Él no ha llegado hasta allí sólo para mejorar las cosas, sino para hacerse con el control de Dirección General. Cualquier cosa menos que eso sería fracasar.

Blake empieza a palpar la victoria. El tono de su voz se suaviza, levanta las manos, con las palmas abiertas en señal de calma.

—Escuchen. Ha sido un día muy largo.

Es la viva imagen de la racionalidad, especialmente si se le compara con el sudoroso Jones de ojos desorbitados que está encima de la mesa de la sala de juntas. Blake es un hombre tranquilo, un líder firme con un traje de cinco mil dólares. Es la persona que uno desearía que tomase las decisiones que afectan a tu salario.

—Obviamente, todos nos hemos dejado llevar por las emociones y probablemente hayamos dicho cosas que no queríamos decir. Por supuesto que Zephyr se preocupa por vuestro bienestar. Los empleados son nuestro mayor activo y habéis hecho bien en llamarnos la atención. Es necesario que hagamos algunos cambios. No abolir la Dirección General, ni llevar la empresa a la bancarrota, pero sí hacer algunos cambios. Para demostrarlo, os diré que mañana Dirección General leerá las sugerencias que haya en el buzón y estudiará cada una de ellas con suma atención.

Los empleados murmuran, enarcan las cejas y se encogen de hombros. Jones oye frase como «bueno, al menos ya es algo» o «bueno, al menos hemos conseguido que se nos escuche» y se da cuenta de que todo está acabado porque todo el mundo prefiere tener un mal trabajo que no tenerlo.

—¡No! —grita Jones blandiendo su puño, lo cual no da fuerza a sus argumentos pero no puede evitarlo—. ¿Vas a explicarle tú a esta gente qué es lo mejor para la empresa, Blake? ¡Ni siquiera sabes qué es Zephyr! No es el logotipo, ni el balance final, ni los inversores, ni tan siquiera los clientes —Jones bordea el sarcasmo en este punto—. ¡Somos nosotros! Mira a tu alrededor. ¿Acaso no nos ves? ¡Nosotros somos Zephyr! Nos pasamos media vida aquí y lo sabemos mejor que nadie. Nos preocupamos más de la empresa que ninguno de vosotros. Eso es lo que hace la gente, Blake. Cuando les das un puesto de trabajo, se involucran emocionalmente. No somos recursos. No somos máquinas. Por eso no puedes externalizarnos y esperar que las cosas sigan igual. Posiblemente te gustaría que fuéramos más fáciles de manejar, pero lo siento mucho, somos humanos y somos difíciles de manejar. Además, tenemos una vida propia al margen del trabajo, diablos, y no puedes seguir robándonos parte de ella. ¡No puedes seguir alimentando el balance final a costa nuestra! Si lo haces, si eso es lo único que sabéis hacer, entonces esta empresa merece morir.

Los empleados gritan en señal de aprobación. Jones se queda perplejo, pues creía estar soltando una rabieta final. Sin embargo, ha logrado de nuevo ganarse a la multitud. Puede verlos en sus rostros.

No se sabe quién inicia el cántico. No es Jones. Debería haber sido él, pero está demasiado sorprendido como para aprovechar la ventaja que ha conseguido. Lo importante es que las protestas han empezado y ahogan cualquier intento de Blake por responder.

—¡Dimisión! ¡Dimisión! ¡Dimisión!

Las protestas crecen en la sala como una bola de nieve. Uno a uno, los miembros de Dirección General intentan inútilmente hacerse escuchar. Blake Seddon levanta las manos solicitando un poco de silencio, pero todos le ignoran. Phoenix trata de desprenderse de las manos de los trabajadores que le retienen.

Blake renuncia a cualquier pretensión de dignidad. Con las venas del cuello hinchadas grita:

—¡No vamos a dimitir! ¡Y vosotros no tenéis autoridad para obligarnos!

Muchos ni le prestan atención, pero Jones sí. Le responde:

—Tienes razón. No os podemos obligar a dimitir. Pero vosotros tampoco podéis obligarnos a escucharos. Si queréis podéis quedaros donde estáis. Podéis seguiros llamando Dirección General. Pero no haremos las cosas a vuestro modo, sino al nuestro.

Los demás miembros de Dirección General intercambian miradas. Jones nota que empiezan a hacerse a la idea. ¿Qué pasa si esta rebelión va en serio? Zephyr acaba de sufrir una reorganización catastrófica y si ahora van a dirigirla un puñado de asistentes, agentes comerciales y administrativos, entonces el final está cerca. Todos los miembros de Dirección General disponen de un paquete de acciones, además de una sustanciosa cláusula de despido: la clase de cosas que son difíciles de extraer de una empresa en bancarrota. Y no sólo eso: si Zephyr se va a pique con ellos a bordo, se quedarán sin empleo y con un currículo pésimo.

Por el contrario, un ejecutivo que dimite antes de que la empresa se hunda —algo que Jones ya ve que andan pensando algunos de Dirección General— se encuentra en una situación muy distinta, ya que recibe su despido, convierte en dinero sus acciones y su currículo permanece intacto porque ha demostrado claramente que no está de acuerdo con la gestión de la empresa; una decisión que se ve reivindicada por el subsecuente colapso de la empresa. Esa persona tiene futuro. Esa persona es un genio empresarial.

Stanley Smithson se levanta.

—De acuerdo. Por mucho que lo lamente, dimitiré, pero me gustaría decir…

—¡Yo también dimito!

—¡Y yo!

Los empleados lanzan vítores. Jones mira a Blake, pero esperar que dimita quizá sea pedir demasiado. Blake permanece en pie, con los brazos cruzados y sacudiendo la cabeza. Cuando los ejecutivos se abren paso entre la multitud para dirigirse a sus respectivas oficinas y recoger sus pertenencias y destruir documentos incriminatorios, Holly rodea con los brazos a Freddy y le besa, haciendo caso omiso de la política de Conducta del Empleado y contra el Acoso Sexual. La noticia llega hasta los que están fuera de la sala, hasta los asistentes, que se levantan de sus asientos, incrédulos. Cogen el teléfono y hacen correr la noticia por todo el edificio. Los empleados que hacen cola en la puerta de los ascensores para subir a la segunda planta se enteran de lo sucedido y apenas pueden creerlo: Dirección General ha sido despedida.

Fuera del edificio, unos cuantos fumadores observan cómo las luces de media docena de plantas se encienden y se apagan en señal de alegría. Más arriba ven a muchas figuras diminutas apretujadas contra las cristaleras de la sala de juntas de la segunda planta, pero tienen que dejar de mirar porque el sol se está poniendo y les da en la cara. Por la forma en que los rayos color naranja se reflejan contra los cristales, casi parece que un grupo de paracaidistas de oro descendiera lentamente hacia el suelo.

La fiesta se va animando hasta que Freddy descubre que la sala de juntas dispone de un aparato de música estéreo y un mueble bar con champán del caro; después de eso, es la anarquía. En la segunda planta se celebra un baile. En el vestíbulo, los empleados se congregan para comentar excitadamente los acontecimientos del día; no hay nada de especial en eso, excepto que por primera vez en muchos años empleados de diferentes departamentos han hablado entre si sin cita previa y sin haber reservado previamente una sala de reuniones. En la planta decimosegunda, uno de los comerciales coge un memorándum sobre recortes de presupuesto, hace una pelota con él y empieza a propinarle patadas, iniciando un espontáneo partido de fútbol que llega a ocupar tres plantas y en el que se reciben puntos por marcar en ciertas mesas clave.

Nadie sabe qué sucederá después. La mayoría ni siquiera piensa en ello, pues hoy no es un día para hacer planes estratégicos, sino para celebrar. Pero algunos empiezan a preocuparse. Regresan a sus cubículos y se sientan inquietos. Notan cómo el miedo les recorre el cuerpo. Para ellos eso no es una fiesta, sino la ruptura del orden natural de las cosas. Tal vez Dirección General sea incompetente y corrupta; sin duda está llena de capullos; pero son sus capullos incompetentes y corruptos. Los de Dirección General eran como sus padres, y aunque fueran unos padres indiferentes y descuidados con tendencia a dejar a sus hijos encerrados en el coche mientras ellos se iban a jugar un partido de golf, su ausencia les hace sentirse huérfanos. De mala gana seleccionan algunos papeles de su bandeja de entrada, revisan su lista de tareas y buscan inútilmente algo que les devuelva a la normalidad.

En la planta once, Servicios de Personal, la pelota de papel rebota en la ventana de la oficina de Roger. Roger se asoma entre las celosías verticales y luego las cierra de nuevo rápidamente. Al igual que todos los directores de la Corporación Zephyr, prefiere permanecer escondido. Cuando se rebelaron en Francia, les cortaron la cabeza a todos los duques, ¿no es cierto? Decapitaron a todos los parientes de la realeza.

En estos momentos hay un vacío de poder en la Corporación Zephyr, uno lo bastante grande como para producir un hormigueo en las glándulas salivales de Roger. Nota cómo la empresa trata de absorber a directores como él para que lo llenen. Pero es demasiado arriesgado. Los trabajadores son volubles, las pasiones están exaltadas. Lamenta haber introducido esa política de licitación. Lamenta las luces parpadeantes. Está convencido de que si abandona el santuario de su oficina, los empleados le colgarán de esa sirena con su propia corbata.

A las nueve y media de la noche, Jones está jugando al strip-poker en la mesa de la sala de juntas. Ya sólo le quedan los zapatos, los calcetines, los calzoncillos y la corbata. Una joven de Finanzas no le quita el ojo de encima. A Freddy le va aún peor, pues sólo le quedan los calzoncillos. Holly, sentada a su lado, no deja de cogerle de la goma elástica y tirar de ella. Cada vez que la suelta, Freddy lanza un grito, pero Jones tiene la impresión de que no le importa mucho.

Todos se descartan y Jones termina con un trío de reinas.

—Ja, ja —dice Elizabeth desde la cabecera de la mesa—. Yo estoy servida. Ya veréis.

La contable enseña sus dobles parejas con una mirada esperanzada en dirección a Jones, pero Holly enseña sus cartas y los vapulea a todos.

—No te atreverás —le dice Freddy al verla reír maliciosamente.

Jones se sorprende al verla reír. Luego se da cuenta del porqué: en realidad, jamás había visto reír a Holly, tan sólo alguna que otra débil sonrisa. Jamás la había visto realmente feliz.

Freddy levanta las manos en señal de rendición, hace como si pretendiera subirse a la mesa de la sala, pero luego sale corriendo en dirección a la puerta. Se oyen gritos de protesta y abucheos cuando ven pasar sus calzoncillos blancos como una flecha. Todos se levantan de la mesa tirando los naipes. Holly se levanta de su silla en un segundo y salta detrás de él como un leopardo. Jones no cree que Freddy llegue demasiado lejos.

De repente siente deseos de irse a casa. Ha sido un día lleno de sorpresas, pero para Jones aún no ha acabado. Tendrá que enfrentarse a Alpha; tal vez no sea esta noche, pero no puede relajarse hasta que lo haya hecho. Hasta que no rompa sus lazos con Alpha, no formará parte verdaderamente de Zephyr.

Jones tarda media hora en salir del edificio porque cuando la gente lo ve marchar lo detiene para hablar con él. Pero finalmente lo consigue. Jones está en la segunda planta del aparcamiento subterráneo, buscando las llaves del coche, cuando de pronto oye una voz que inmediatamente reconoce como la de Eve. Se detiene y mira alrededor. Alguien responde a Eve y luego se oye una tercera voz. Al parecer las voces proceden de detrás del hueco del ascensor, de modo que Jones se dirige hacia allí con mucha cautela. Rodea una gruesa columna y se detiene porque allí están todos: el Proyecto Alpha al completo.

Nadie habla. Jones titubea, pero luego decide que es momento de quitarse eso de encima de una vez. Da un paso, pero Klausman le responde:

—Ni… te… atrevas.

Lo dice con mucha calma, pero hay rabia en su voz y algo más, algo parecido a la pena. Jones se detiene. Mira el rostro de los presentes y ve una mezcla de rabia, confusión y perplejidad. Mira a Eve y observa que su rostro está ido, como si no le viera.

Jones asiente y se da la vuelta para marcharse. Al principio se siente cobarde, incluso avergonzado, pero luego, a cada paso que da, se siente más animado. Cuando llega a la altura del coche, prácticamente se ha olvidado de Klausman y del proyecto Alpha. Piensa en Freddy corriendo en calzoncillos, perseguido por Holly.

Jones está ya a punto de llegar a casa cuando suena el teléfono móvil. Rebusca en sus bolsillos y mira la pantalla. Echa el coche a un lado de la calzada y aparca delante de un pequeño comercio de ropa.

—¿Dónde estás? —pregunta ella.

—En mi coche.

Al ver que eso no responde a su pregunta, añade:

—Solo.

—Vale. No puedo hablar mucho, sólo quería decirte una cosa: eres formidable.

Jones reflexiona: ¿se han cruzado las líneas? —¿Hola?

—Sí, te escucho.

—He estado muy enfadada contigo todo el día, pero cuando vi lo que estabas haciendo… —Joder, ¡Jones! Te has cargado a Dirección General. Es increíble.

—No pensé que… te entusiasmara tanto.

—Bueno, has echado a perder el proyecto Alpha. Ahora tardaremos meses en salir de ésta, pero ¿a quién le importa? Te has apoderado de la empresa y les has dado una patada en el culo. Escucha, delante de los de Alpha tengo que mantener las distancias —digamos que estoy consternada por tu comportamiento, que has traicionado nuestra confianza y todo eso rollo—, pero no te puedes imaginar lo muy atraída que me siento por ti en este momento. ¿Me escuchas?

—Sí. Es sólo que me había quedado con la boca abierta.

—Tú y todo el mundo. ¡Dios santo! Cuando vi a Klausman pensé que le iba a dar un ataque al corazón. Nadie va a tener el fin de semana libre. Debería darte lástima, ahora me espera una reunión de veinte horas.

—Pareces muy entusiasmada con la idea.

—Bueno, sí… pero no por eso. Estoy simplemente excitada.

Hay cierta falsedad en su tono de voz. Jones se da cuenta de que le está mintiendo.

—¿Sigues ahí?

—¿Qué va a suceder en la reunión?

—Bueno, imagino que pensaremos en lo que podemos hacer —dice riéndose en su oído—. Blake dice que deberíamos cerrar Zephyr y empezar de nuevo, pero Klausman no quiere ni pensar en eso. No tiene intención de dejar que su criatura se muera. Pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad que sí? Eres un genio, ¿lo sabías? Encontraste la forma de cambiar Zephyr, y no creo que podamos hacer mucho al respecto.

—¿Es eso lo que piensas decirles a ellos?

—Aún no estoy segura de nada. Hay muchas intrigas. Esto ha sido como un terremoto para Alpha. Algunos van a salir muy mal parados, y otros… bueno, otros no tanto.

Jones nota que se le revuelve el estómago.

—¿Estás excitada porque crees que he hecho algo bueno para Zephyr?

—Por supuesto.

—¿O porque he hecho algo bueno para ti?

Hay una pausa. Luego Eve pregunta:

—¿Por qué dices eso?

El cuerpo se le pone frío.

—¿Jones? ¿Estás ahí? ¿Jones?

—Sí —dice con voz ronca.

—¿Qué pasa? ¿No me oyes bien? Espera, vuelvo a llamarte.

El lunes siguiente, Jones se despierta a las seis y catorce minutos. Lo sabe sin mirarlo, pues es de esas personas que se despierta justo antes de que suene el despertador. Y desde hace tres meses el despertador está puesto a las seis y cuarto.

Pero no hoy. Su reloj interno se ha equivocado. Jones se da la vuelta y se tapa con las mantas. Sonríe sin abrir los ojos. Esta mañana puede dormir un poco más porque no tiene reunión con los miembros de Alpha.

Elizabeth llega a Zephyr a eso de las ocho y cincuenta y cinco, casi una hora tarde. Se siente culpable por aprovechar la desaparición de Dirección General para quedarse durmiendo un poco más, pero ese sentimiento desaparece cuando entra en el aparcamiento y ve que hay muchos espacios sin ocupar. Al parecer, no sólo no ha llegado tarde, sino que puede que haya llegado demasiado temprano.

Elizabeth toma el ascensor hacia Servicios de Personal y navega entre cubículos vacíos. Un griterío repentino le hace darse la vuelta y mirar por encima de los paneles divisorios: hay tres personas junto a la máquina de café contando chistes. Elizabeth continúa caminando. Justo antes de llegar a su cubículo, ve finalmente a alguien sentado en una mesa: un joven con el pelo de punta. El joven, sorprendido, levanta la cabeza y sonríe, aunque cambia de inmediato la pantalla del ordenador. Elizabeth se da cuenta en el último momento de que estaba poniendo al día su currículo.

En el instante mismo en que se agacha para poner el bolso debajo de la mesa, suena el teléfono. Elizabeth lo coge, lo cual es un gravísimo error.

—Elizabeth —dice Roger con voz profunda e imperiosa—. Tenemos que hablar.

¡Espera! le dice una parte de su cuerpo, pero la sangre le sube a la cabeza como una tormenta, sus dedos se convierten en pinzas y alfileres y los pies se le quedan helados. Su cuerpo se inunda de ese insano, indescriptible e insaciable deseo: Roger, Roger, Roger.

Horrorizada, observa cómo los pies se giran y la conducen por la moqueta sin que ella pueda impedirlo. Cuando llega a la puerta de su oficina, la mano (traidora) se levanta y llama. Cuando Roger le dice que puede entrar, el cuerpo le tiembla de pies a cabeza.

Roger está sentado con las manos entrelazadas encima de la mesa. Tiene el pelo muy bien peinado. Su traje le sienta tan bien que parece hecho a medida y la luz del sol se refleja en sus hombros. Por un instante, Elizabeth cree que va a vomitar.

—¿Qué pasa? —pregunta aliviada de oír que su voz suena clara y sardónica.

—Siéntate.

Se encoge de hombros, como si no le importase hacer una cosa u otra… como si su corazón no estuviese a punto de saltarle del pecho y su cerebro no estuviera inundado de lujuria. Cruza los brazos con firmeza, apoyándolos sobre los antebrazos para que no cometan ninguna insensatez.

—No sé cómo plantearlo —dice. No le ha quitado los ojos de encima ni un instante desde que entró en la habitación—. La pasada semana, en tu cubículo, te reíste a mi costa.

—Sí. Elizabeth está dispuesta a morir para defender su ficción.

—Supongo —responde con indiferencia. Sus manos, horrorizadas por semejante mentira, tratan de apartarse de ella, pero las presiona contra los antebrazos para que no se escapen.

—O al menos eso me pareció —continúa Roger. Abre un cajón y saca un vaso de plástico, de esos que te dan los médicos para que orines dentro. Por un momento no acierta a entender por qué Roger tiene una cosa de ésas y, por unos segundos, su estúpido y adormecido cerebro piensa en todo tipo de extrañas posibilidades.

—Recursos Humanos ha instaurado una nueva política de test de drogas y tú has salido elegida al azar en nuestro departamento.

Tal vez haya ahora más hormonas que sinapsis dentro de Elizabeth, pero eso todavía es capaz de pillarlo. Los de Recursos Humanos quieren saber si está embarazada. La rabia se le ve en la cara, pero se da cuenta de que Roger no deja de observar sus reacciones.

—Bueno, yo también me lo imaginaba.

¡Dios santo!

—¿El qué?

—Que no se trata de drogas.

—¿Entonces de qué?

—¿Quieres saber mi opinión? —Roger aprieta los labios—. Bueno, pues la verdad es que creo que estás embarazada.

Mátame ahora. Por favor.

—Muy embarazada, en realidad. De unos cinco meses probablemente.

Sus manos sufren una convulsión.

—Lo que nos lleva a pensar que la fecha de la concepción fue… bueno.

Los ojos de Roger caen sobre ella. No es justo. ¡Está rememorándum el momento en que lo hicieron! Elizabeth empieza a sudar por la frente y hunde los dedos en los antebrazos con todas sus fuerzas.

—A la vista de eso, he estado revisando los eventos recientes desde otra perspectiva. Por ejemplo, eso que me dijiste.

Roger se pone en pie.

¡Oh no!

—Me pregunto si…

Da la vuelta a la mesa y se pone en cuclillas delante de ella.

¡No! ¡No!

»…lo que me dijiste fue en broma…

No, no, no, no…

»… o no.

El sol brilla por detrás de él formando un halo. Elizabeth no dice nada. En ese momento Roger le parece el cabrón más deseable y hermoso del mundo.

—Párame si me equivoco —dice Roger con suavidad—, pero me pregunto si lo que dijiste es cierto.

Se contiene durante un segundo, lo cual, teniendo en cuenta la fuerza del deseo físico que la empuja, es casi una victoria. ¡Lo intenté!, piensa. Luego coge la cara de Roger con ambas manos y le estampa un beso en los labios.

Jones casi ha cruzado todo el vestíbulo cuando una mano le toca el brazo. Se da la vuelta y ve la mirada gris y pálida de un guardia de seguridad uniformado de azul de Recursos Humanos y Protección de Activos.

—¿Señor Jones?

Jones supone que este es el momento en que es expulsado por la fuerza del edificio.

—De acuerdo. ¿Quién le ha dicho que haga esto? Porque si fueron los de Recursos Humanos, le diré que no tienen autoridad para despedir a nadie.

El guardia lo mira sorprendido.

—Sólo vengo a entregarle un mensaje.

—Ah —responde Jones.

—Lo que usted hizo el viernes fue estupendo, señor Jones. Se lo he contado incluso a mis hijos. —El guardia consulta una hoja de papel—. El mensaje es que el equipo Alpha desea verle lo antes posible. En el lugar de costumbre.

El guardia levanta los ojos hacia Jones.

—¿Tiene eso algún sentido? He escrito justo lo que me dijeron.

—Sí, gracias.

Jones le da una palmada en el brazo al guardia y continúa caminando. Una vez dentro del ascensor, presiona los botones 12 y 14 a la vez, aunque está seguro de que nada sucederá, pues cree que lo primero que hizo Klausman después de que Jones se cargara su empresa fue revocarle su permiso Alpha. Pero se equivoca. El ascensor se pone en marcha. Jones se muerde los labios. En el momento justo presiona ABRIR PUERTA y la cabina se detiene en la planta 13, igual que de costumbre.

Jones duda por un momento. No hay muchos motivos por los que Alpha podría querer hablar con él, y menos aún en las que la conversación sea agradable. Una posibilidad es que quieran regañarle; otra, que pretendan librarse a algún tipo de venganza horrible, planeada durante todo el fin de semana.

Pero no puede estar esquivándoles siempre, así que sale del ascensor y se dirige a la sala de reuniones sin hacer ningún ruido con sus zapatos de oficina sobre la mullida moqueta. A pesar de sus esfuerzos por controlarse, está nervioso. Cuando llega a la puerta, se detiene y se seca las manos en los pantalones.

Abre la puerta de sopetón. Un agente, Tom Mandrake, cierra la boca con tanta fuerza que Jones puede oír cómo chocan los dientes.

—Hola —dice Jones—. ¿Cómo va todo?

Klausman, sentado en su enorme sillón de cuero, le mira desde el fondo de unos ojos oscuros y cavernosos. Parece diez años más viejo que el viernes. También da la impresión de que desearía patearle el estómago.

—Siéntate, Jones.

Jones avanza unos pasos dentro de la habitación.

—Estoy bien así, gracias.

Klausman le mira por un instante, pero luego se encoge de hombros. Es el peor intento de fingir indiferencia que Jones ha visto jamás. Luego la mirada de Klausman recorre la habitación y Eve dice:

—Jones.

Eve no está sentada en su lugar de costumbre, sino al otro extremo de la mesa, justo enfrente del enorme sillón de cuero de Klausman. Su rostro no refleja nada, que es lo que ella le dijo que debía esperar, al menos delante de los miembros de Alpha. Sin embargo, en ese momento Jones no se fía demasiado de nada que venga de Eve.

—Supongo que no hace falta que te digamos lo muy decepcionados que estamos contigo.

—Probablemente.

—Diez años. Ése es el tiempo que llevamos dirigiendo este proyecto. ¿Te imaginas todo el sudor y trabajo que hemos puesto en ello? Has destrozado toda una década de trabajo.

Jones mira a Klausman, que le devuelve la mirada con los brazos cruzados. Al parecer no quiere incorporarse al debate, pues hoy es Eve quien ha sido elegida como perro de presa. Lo siente mucho, pero él prefiere dirigirse a Klausman.

—¿Habla usted en serio? ¿De verdad creía que Zephyr era una utopía empresarial? Pues no. Era un lugar de mierda para trabajar, y una mierda de modelo para empresas de éxito. Usted puteó a la plantilla demasiadas veces y eso siempre termina por ponerse en contra de quien lo hace. Pues ya lo tiene. Usted mató a Zephyr. Yo lo único que hice fue mostrarle que ya estaba muerta.

—Arrogante capullo de mierda —dice Blake.

—Blake —dice Klausman en voz baja.

Eve cruza los brazos y se inclina hacia delante, atrayendo otra vez la atención de Jones. Tiene el semblante muy serio, e incluso ahora que Jones está prácticamente convencido de que lo único que pretende es obtener el mayor beneficio personal posible de la situación, siente una oleada de deseo por ella.

—Jones, no te hemos llamado aquí para dar rienda suelta a nuestra frustración, sino para determinar la mejor forma de seguir adelante. Si se filtrara la noticia de que el experimento en el que se basa El Sistema de Gestión Omega se ha venido abajo… bueno, ya no podremos recuperarnos. Por tanto, nuestro objetivo inmediato es encarrilar Zephyr otra vez lo antes posible y… —intercambia una mirada con Klausman— te pedimos tu cooperación para lograrlo.

Jones no puede evitar que se le escape una risa.

—¿Estás de broma?

—No hay nadie en mejor posición para convencer a la plantilla que tú.

Jones mira alrededor de la mesa. Todos los presentes están más solemnes que los asistentes a un funeral.

—Zephyr no va a volver atrás. Zephyr va a emprender un nuevo proyecto: averiguar si una empresa puede tener éxito sin necesidad de devorar a sus propios empleados. No les queda más remedio que aceptarlo. ¡Y dejen de pensar que esto es un desastre! ¿Qué pasaría —y perdonen si esto es un atentado contra la cosmovisión de alguien— si Zephyr pudiera ser una empresa de éxito y un lugar agradable donde trabajar?

—¡Por Dios! —dice Blake, exasperado.

—Jones, no somos aficionados —dice Eve—. Alpha no supuso simplemente que recortar los beneficios de los empleados aumenta la productividad. Lo hemos estudiado. Lo hemos intentado de ambas formas, y de otras muchas que ni tan siquiera imaginas, por eso lo sabemos: dejar que los empleados dirijan la empresa no es una idea muy acertada. ¿Tiene Zephyr un alto porcentaje de despidos y escasa motivación entre sus empleados? Sí. ¿Se quejan mucho sus empleados? También. ¿Tendrá la empresa más éxito si resuelve esos problemas? Pues no, porque a ese nivel los empleados felices no son más productivos. Las personas no se convierten en recepcionistas y auxiliares de ventas porque les guste responder al teléfono. Si les das la oportunidad de ganar el mismo salario trabajando menos, ¿sabes qué pasa? Pues que eso es lo que hacen. Y ese no es un principio que se haya inventado Alpha porque disfrutamos jodiendo a todo el mundo; es un hecho. Tal vez no te guste, tal vez no nos guste tampoco a nosotros, pero comprendemos que es así y actuamos de acuerdo con este conocimiento. Tú, en cambio, no lo comprendes. Sencillamente aprovechaste un nivel elevado pero controlable de insatisfacción entre los empleados y lo convertiste en una rebelión simplemente porque crees en una jodida fantasía.

—Basta —dice Klausman—. Jones, yo sólo te lo voy a preguntar una vez: ¿vas a ayudarme a recuperar Zephyr?

Jones se siente vapuleado por el ataque de Eve, pero si hay algo de lo que está seguro es que no tiene la menor intención de ayudar a Alpha. Le sorprende incluso que le hayan llamado para preguntárselo, ya que al menos Eve sabe que no aceptará en ningún caso. Quizá sólo sea una muestra de lo desesperado que está Klausman por salvar a su criatura corporativa. O tal vez…

Oh, piensa.

Ya entiende. Mira a Eve y casi le rompe el corazón. Ella le mira con firmeza, esperando su respuesta.

—No —responde.

Entonces todo sucede más o menos como esperaba.

Eve se gira y se dirige a Klausman con las manos abiertas.

—Daniel, no me queda más remedio que decírtelo. Ha pasado lo que te predije.

—Jones, ¿por qué no piensas un poco en lo que estás haciendo? —dice Blake.

Eve le interrumpe.

—Voy a hablar con sinceridad porque las circunstancias así lo exigen. La culpa de este descalabro la tienes tú, Daniel. Tú has permitido que la plantilla de Zephyr tuviera demasiadas libertades, a pesar de que conocíamos su nivel de insatisfacción. Tú fuiste quien escogió a Jones para Alpha y ahora hemos perdidos tres días hablando tontamente. Me duele decírtelo, Daniel, pero estás perdiendo Zephyr y necesitamos recuperar el control de la empresa. No nos queda más remedio que despedir a los cabecillas. Y debemos hacerlo ahora. Y tú, Daniel, debes quedarte al margen.

Klausman levanta las cejas, sorprendido.

—No quiero decir de forma permanente, pero estamos en plena crisis y no hay tiempo para pensar en nuestro ego. Tú creaste esta empresa, pero ahora tienes que dejar que sea otro quien la salve. Sabes que lo que digo es cierto y, si le hubiese sucedido a otro, no hubieras dudado en despedirlo ni por un instante. No por venganza, ni como castigo, sino porque es lo mejor para la empresa. Es lo que exigen los inversores, lo que piden nuestros clientes. Si se enteran de lo que ha sucedido y saben que no hemos tomado medidas drásticas… bueno, no tengo que decirte lo terrible que eso sería. Alfa no sobreviviría, Daniel. No podría. Por eso no te queda más remedio que cederme el mando de la empresa.

—Oye, oye… —dice Blake.

—Daniel. Sabes que tengo razón —dice Eve.

—Es posible, pero no es una decisión que pueda tomarse siguiendo el impulso… —afirma Blake.

—Blake, tú ya tuviste tu oportunidad. Fue el viernes a las cinco de la tarde.

—Oh vamos, ¿qué tiene eso que ver? A lo mejor se podía haber llevado de otra forma, pero nos cogieron por sorpresa. Fue…

—Sí. Y si no hacemos algo, mañana estaremos aquí sentados haciéndonos las mismas preguntas que hoy. Daniel, yo te aprecio y amo esta empresa, por eso hago lo que hago. Y lamento decir que si no asumes esto como una crisis, presentaré mi dimisión.

—Eso es un truco burdo y barato —dice Blake.

—Hablo en serio —responde Eve.

—Zorra de…

—De acuerdo —dice Klausman con un hilo de voz. No mira a nadie. Jones casi siente lástima por él.

Jones se marcha sin que nadie le preste la menor atención; están totalmente absorbidos por el repentino cambio de manos del poder entre Daniel Klausman y Eve Jantiss. Camina por el pasillo y siguiendo un capricho entra en la sala de control. Hay dos técnicos en la sala, pero tras una primera mirada de curiosidad lo ignoran. Jones coloca una silla en medio de la habitación y se sienta a mirar por los monitores durante un rato.

—Realmente no sé qué decirte.

Es Blake, con una mano en el pomo de la puerta. Jones se da la vuelta y mira los monitores, pero oye cómo Blake suelta el pomo y se acerca a él, hasta que puede sentir las olas silenciosas de hostilidad golpeándole en la espalda.

—Como ves, Eve es Eve. Vio su oportunidad y la aprovechó. Espero que esta noche, de camino a su casa, se estrelle con el coche contra una torre de alta tension, pero lo reconozco: ha sabido jugar mejor que yo. Tú en cambio… Te lo advertí. Te dije cómo era ella. Sin embargo, has seguido adelante y has permitido que te joda igualmente. Pelele de mierda, apuesto a que sigues pensando que está de tu lado. Imagino que estás esperando a que salga de esa habitación y te diga que todo va a salir bien. Por eso andas por aquí merodeando, ¿verdad que sí?

—¿Blake? —dice Eve.

Jones ve su reflejo en la pared de cristal.

—Sé que estás cabreado, pero no hagas nada que luego impida que trabajemos juntos, ¿de acuerdo?

Blake hace un ruido extraño, como si se estuviese masticando su propia lengua.

—Os dejaré eso a vosotros dos —termina diciendo con la voz cargada de desprecio.

Eve cierra la puerta detrás de él. Se acerca y se pone delante de Jones. Cuando entra dentro de su campo de visión, Jones observa que dedica una amplia y hermosa sonrisa a los dos técnicos.

—Venga —le dice a Jones—, tomemos un café y hablemos de todo esto.

Jones se echa a reír. Le sale de pronto y se convierte en un gesto incontrolable que le hace derramar lágrimas. Eve lo observa, sonriendo débilmente.

—Eres increíble —dice Jones—. De verdad lo digo.

—Gracias, pero ¿por qué lo dices?

—No vamos a tomar café.

—¡Ah! —responde meciéndose sobre los talones—. O sea que quieres que sea así.

—Lo que dijiste en la sala de despedir a gente, ¿lo decías sólo para Alpha? ¿O iba en serio?

—Jones, esto no es una empresa —responde con voz melosa—. Lo que has hecho es un gesto muy generoso por tu parte, pero no funciona. Aún crees que existen buenas y malas empresas y eso no es así. Lo siento.

Jones la mira.

Levanta las manos.

—De acuerdo, dejemos las cosas claras. Yo no planeé gustarte. No soy de esa clase de putitas empresariales que utilizan el sexo para conseguir lo que quieren.

Jones empieza a reírse de nuevo.

—Es la verdad. Me importas. Mírame. Jones, yo te adoro. Pero lo que ocurrió allí dentro es asunto de negocios y no tiene nada que ver contigo ni conmigo.

—Tiene todo que ver —responde con la voz entrecortada. Durante un segundo Jones siente deseos de echarse a llorar.

Eve guarda silencio unos instantes.

—Sería más fácil si ayudases. Salvarías muchos puestos de trabajo.

—Si despides a una sola persona, les hablaré de Alpha.

—Jones —dice ella pacientemente—, con eso sólo conseguirías que tuviera que despedirlos a todos.

—Tú no harías una cosa así.

—Seguro que sí. Y sin pensarlo. Ya lo tenemos todo preparado y lo único que hace falta es una llamada telefónica. Además, después de la que has montado, sería incluso más fácil empezar desde el principio —Eve junta las manos como si rezara—, aunque la mejor solución es volver a la situación anterior. Tus amigos conservarán sus puestos de trabajo. Yo no tendré que llevarme Alpha a otra ciudad. En fin, todos contentos. Por favor, piensa en ello. Es la mejor solución.

—Debí haberle contado a todo el mundo lo de Alpha desde el momento en que lo supe.

Eve se muerde el labio.

—Jones, veo que aún crees que se alegrarán de saber la verdad, que te agradecerán que se lo digas. Pues te equivocas. Terminarán por odiarte. Yo misma te estoy diciendo la verdad ahora, ¿y acaso me lo agradeces? No. Estás decepcionado, molesto y puede que hasta me odies un poco. No quiero amenazarte porque sé que estás en una situación emotiva y no piensas con lógica, pero te aseguro que si deseas continuar siendo amigo de tus compañeros, entonces es mejor que no les digas ni una palabra de Alpha, sino que los convenzas de que es necesario que vuelva Dirección General.

—Por tanto, lo más positivo para mí es que mienta, que siga mintiendo.

—Exacto.

Jones mira alrededor.

—¿Dónde está esa cinta sobre ética? ¿La que ponéis para los inversores que se inquietan?

—Um… Creo que…

—Estoy de broma.

—¡Ah! —responde Eve sonriendo, aunque sus ojos examinan atentamente su cara—. Bueno, eso no es malo. Deberías tomártelo a risa. Al fin y al cabo, son sólo negocios.

Eso le hace sentir nuevamente ganas de llorar, aunque se controla.

—O sea que si les hablo de Alpha, los empleados me odiarán y perderán su trabajo. Y si te ayudo, nadie será despedido.

Eve duda por un instante.

—Bueno, necesitaré despedir a ciertas personas clave —aunque al ver su expresión añade—, pero de eso hablaremos después. Jones, sé que es duro, pero un día mirarás atrás y te darás cuenta de que ha sido un gran paso en tu carrera. Tengo grandes ideas para Alpha, aunque no te debería hablar de eso porque aún están en su fase inicial, pero creo que puedo lograr financiación para montar un pueblo en Virginia. Podemos construir un pueblo, un pueblo para Zephyr. Tendrá su propia escuela, sus propios almacenes, todos los hogares dispondrán de banda ancha y de una sala de reuniones particular. Además, podremos ofrecerles de todo y ellos lo único que tendrán que hacer es vivir en el pueblo. Has dicho que hemos robado aspectos de la vida de nuestros empleados y tienes toda la razón, de eso no te quepa duda. Sin embargo, en nuestro nuevo pueblo no habrá diferencia entre estar en casa o en el trabajo porque trabajarán veinticuatro horas al día, siete días a la semana y, al mismo tiempo, estarán en sus casas. ¿Me comprendes? Ellos trabajarán, pero no porque les obliguemos, sino porque su pueblo depende de ellos, porque de esa forma mejorarán su calidad de vida y porque se sentirán profundamente obligados con la empresa.

Eve junta las manos, los ojos le brillan. Luego añade:

—Comprendes ahora por qué no debes poner fin a nuestro proyecto. Aún queda mucho por hacer.

—Déjame pensar en ello —responde Jones.

—Por supuesto que sí —dice Eve, asintiendo—. Te concederé algo de tiempo. Alpha se reúne de nuevo al mediodía. Ven a la reunión, ¿de acuerdo?

Elizabeth se yergue y se aparta el pelo de la cara. Mueve el trasero porque le parece como si se le hubiera quedado pegado al escritorio de Roger. Luego empieza a abotonarse la blusa.

Roger le aprieta un hombro.

—Ha sido… realmente increíble —dice moviéndose para mirarla. Ella puede ver su brillante sonrisa sin necesidad de tener que mirarle a la cara—. ¿No te parece?

—Mmm —responde buscando sus bragas.

—Quiero pedirte perdón. Me he portado como un cabrón contigo últimamente, pero es que a veces me dejo arrastrar por la política. Bueno, tú ya sabes cómo es este sitio.

Elizabeth se da cuenta de que lleva las bragas colgando del tobillo izquierdo. Se inclina hacia delante, aparta la cabeza de Roger y se las pone.

—Bueno, si te soy brutalmente sincero, diría que es inseguridad —dice Roger riendo—. Probablemente no me creas, pero es la verdad. Tú me ponías nervioso y siempre tuve la sensación de que tenía que demostrarte algo.

Elizabeth se pone de pie y comienza a arreglarse la falda.

Roger se levanta.

—Creo que lo que quiero decir es que me gustaría seguir contigo.

Elizabeth le mira y niega con la cabeza.

Roger parpadea.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo no quiero.

—¿Qué tú no quieres qué? ¿Volver a tener sexo conmigo?

—A ti.

—¿Qué no me quieres a mí?

Elizabeth niega con la cabeza.

—¿Por qué no? —Roger frunce el ceño— ¿Qué sucede? ¿Qué he hecho mal?

—Nada.

—¿Entonces cuál es el problema? ¡Dios santo! ¿Qué es lo que quieres?

Elizabeth se queda pensando y responde:

—Pepinillos.

Cuando Jones regresa a Servicios de Personal ve que están celebrando un partido de hockey. Se queda en la entrada, de pie, observando a la gente subirse a las mesas y derribar sillas. Un hombre choca con uno de los paneles divisorios y tira un archivo lleno de carpetas color manila. Pisotea una de las carpetas y termina por rasgarla, pero sigue corriendo sin prestarle la más mínima atención.

—¡Jones! —dice Freddy acercándose con cara de felicidad y excitación—. Estamos jugando al hockey.

—Ya lo veo.

Freddy le mira fijamente.

—¿Pasa algo?

—Bueno —responde Jones de mala gana—. No creo que echásemos a Dirección General para entretenernos jugando.

—Venga, hombre. Es el primer día. Sólo lo estamos celebrando.

—¡Freddy! —grita alguien. Jones mira alrededor justo cuando Holly pasa junto a él, dándole a una pelota de goma con un tubo de cartón.

Freddy mira a Jones con expresión de disculpa.

—Ya se calmarán las cosas. Son buena gente —dice. Luego sale detrás de Holly.

Jones se dirige al cubículo de Ventas de Formación, que está vacío. Se deja caer en el asiento y apoya la cabeza en las manos.

Al principio pensó que sería imposible convencer a la gente de que era necesario que volviera Dirección General. Ahora en cambio lo considera algo inevitable. Eve tenía razón: esto ya no es una empresa, sino un jolgorio. Y ellos terminarán por darse cuenta de ello, más tarde o más temprano, pero lo harán. Verán que ya nadie trabaja tan duro como solía hacerlo y sabrán lo que eso significa.

—¿Hola?

Jones levanta la cabeza. Es Alex Domini, el hombre que contrató para que coordinara la renovación de la instalación de red informática de Zephyr. Lleva un manojo de papeles en la mano. Al parecer es la única persona que está trabajando hoy en Zephyr. Obviamente, tiene contrato por obra.

—Siento molestarle, pero tengo un pequeño problema —entra en el cubículo, en actitud ovejuna—. El problema es que no puedo ir a la planta trece. No hay ningún botón en el ascensor con ese número y las puertas de las escaleras están cerradas. No sé qué hacer.

Jones le mira.

—¿Y por qué cree que hay una planta trece?

—Por la instalación. Me he conectado con un portátil y estoy seguro de que allí hay una red, entre la doce y la catorce. El problema es que no consigo… encontrarla.

Jones traga saliva un par de veces.

—Es difícil llegar a la planta trece. Yo le acompañaré.

—Menos mal. Gracias. Empezaba a pensar que me estaba volviendo loco.

—La culpa no es suya, sino de este lugar.

Al llegar a los ascensores, Jones pregunta:

—¿Y cómo va el resto de la instalación?

—Está prácticamente terminada. Incluso la planta trece. No sé qué hay allí, pero está conectado a casi todas las cosas. Lo único que necesitamos es ponerla en marcha.

—Interesante —dice Jones.

Jones se encuentra en la sala de control de la planta trece cuando empiezan a regresar los miembros del proyecto Alpha. Eve es la primera en llegar. Pasa junto a la pared de cristal en dirección a la sala de reuniones, pero al verlo se detiene y le hace señas para que vaya. Jones sale y cierra la puerta.

—Hola.

—Hola. ¿Cómo te va?

Jones se encoge de hombros. Juntos se dirigen a la sala de reuniones.

—Supongo que bien.

Eve asiente.

—No quiero presionarte, Jones, pero…

Abre la puerta en ese momento y ve a Alex sentado en la enorme mesa. Eve lo mira, luego a Jones y de nuevo a Alex.

—¿Quién es usted?

—Está trabajando en la red —responde Jones.

—¿Y qué hace aquí?

—Yo le he dejado que suba. Necesita empalmar algunos cables o algo así. No termino de entender los detalles.

—Perdonen… ¿prefieren que me vaya? —dice Alex.

—Sí, gracias. Necesitamos esta sala.

Alex se levanta. Llegan dos agentes más a la planta trece y se ponen detrás de Jones y Eve. Eve no se mueve, de modo que se organiza un embotellamiento: Alex espera para salir, los agentes para entrar, y Eve les bloquea el paso. Mira a Alex y a Jones alternativamente.

—¿Qué pasa?

—Pasa que no vamos a entrar.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Porque te pasas de listo.

—¿Qué sucede? —pregunta Mona.

—No sé de qué estás hablando —dice Jones.

—Vamos a celebrar la reunión en otra sala.

—¿Por qué? —pregunta Jones irritado—. ¿Crees que he puesto micrófonos en la habitación o algo parecido?

—Lo que sé es que no es una buena forma de comenzar nuestra nueva relación laboral, Jones.

—¿Qué he hecho?

—Todo el mundo fuera —dice Eve—. Y que alguien acompañe a este señor hasta la puerta.

De regreso a los ascensores, Eve lo coge del brazo a Jones y le susurra:

Sabías que estaba deseando sentarme en el sillón grande.

Eve inspecciona dos salas de reuniones del vestíbulo antes de encontrar una que le satisfaga. Cierra las celosías de la pequeña ventana que hay en la puerta, mira la cámara de seguridad que hay en un rincón y llama a la planta trece por el móvil.

—Dejemos las cosas claras —dice—. Hasta que yo lo diga, no debe haber nadie en la sala de supervisión salvo tú. Nadie.

—Eso es una idiotez —dice Jones—. Klausman no nos habría hecho andar tanto. ¿Qué pasa si alguien entra?

Eve duda.

—Mona, ¿te importaría atrancar la puerta con una silla?

Mona mira sorprendida.

—Bueno, lo intentaré.

—Disponemos de una sala de reuniones en perfectas condiciones en la planta trece.

—Jones —dice Eve—, cállate.

—Aunque lamento estar de acuerdo con Judas, creo que… —dice Blake.

Eve da un golpe en la mesa con la palma de la mano y todos se sobresaltan.

—Tenemos una reunión. Y se va a celebrar aquí. Así que empecemos.

Freddy pasa al lado de su mesa cuando ve algo extraño en la pantalla del ordenador. Se introduce en el cubículo para mirarlo más detenidamente. Durante los últimos meses, en la barra de herramientas del ordenador de Freddy se veía un pequeño ordenador con una cruz roja. Ahora, sin embargo, se ve un globo amarillo con el mensaje: «La Intranet de Zephyr está conectada. Velocidad: 100 MBPS».

—Pensaba que me ibas a traer un café —dice Holly entrando.

—Mira esto —dice Freddy. Coge el ratón, pero antes de que pueda activar su correo electrónico, se abre una nueva ventana. Al principio se lee «flujo de actualizaciones», luego «completado». Después desaparece y, posteriormente, aparece algo nuevo.

—Qué… —dice Holly, pero luego se queda callada. Ambos se quedan mirando la pantalla.

—En términos de proyectos ordinarios, bueno… ¿aún queremos hablar de eso? —dice Tom Mandrake mirando a Eve, que no reacciona porque está pendiente de Jones. Luego se da cuenta y asiente. Tom continúa—: Bueno, pues el proyecto 442 estudia cómo la eliminación de recordatorios del mundo exterior influye en la productividad de los empleados. Imagino que te acordarás de que se obtuvieron algunos resultados muy interesantes en ese campo.

Mona asiente:

—Sí, dedicaban más tiempo al trabajo.

—También hemos observado una disminución de las llamadas personales. Desgraciadamente, le presenté algunos datos a nuestros psicólogos y dijeron que algunas personas podrían estar desarrollando un trastorno disociativo de identidad.

—¿Se están volviendo esquizofrénicos? —pregunta Blake.

—No es esquizofrenia, sino una especie de doble personalidad. Una para el trabajo y otra en casa. También hay algunos incidentes ligeramente alarmantes, como por ejemplo que no reconozcan la voz de sus familiares cuando les llaman. Cosas de ese estilo.

Hay unos instantes de silencio. Un agente a la izquierda de Jones dice:

—Bueno, eso puede deberse a cualquier cosa. Algunas personas podrían tener una predisposición.

—No estoy diciendo que debamos abandonar el estudio, sólo que podemos tener algún problema médico grave.

Jones nota la mirada de Eve sobre él y tiene que hacer un esfuerzo para no reírse.

—El primer paso que debemos dar es hablar con nuestra aseguradora —dice Blake—. Necesitamos saber qué nos cubre el seguro antes de que a alguien se le vaya la olla.

—Calla —dice Eve, que aún continúa mirando a Jones—. No digas una palabra más.

Hace unos minutos, Servicios de Personal era un desmadre de ruido y gritos de gente jugando al jockey. Ahora reina el silencio.

En todo el departamento, al igual que en las plantas superiores e inferiores, todos están apiñados en cubículos mirando las pantallas de los ordenadores.

Blake dice:

—¿Qué sucede?

Eve no responde, pero ya se ha dado cuenta y Jones lo ve en sus ojos.

—De acuerdo. Es mi turno —dice Jones ajustándose la corbata—. Lo primero que quiero decir es que ya hemos recuperado la red.

—¿Qué es lo que hacen? —pregunta alguien detrás de Holly. Ella es incapaz de responder. No puede respirar. Lleva trabajando cuatro años en la empresa y en todo ese tiempo nada ha tenido sentido para ella. Al principio pensó que era cosa suya.

Las palabras salen entrecortadamente del fondo de su pecho:

Somos un estudio.

—Una de las razones por las que es una buena noticia —prosigue Jones— es que cualquiera puede acceder a los archivos del proyecto desde cualquier ordenador del edificio. Se encuentran en la unidad de red R. Otra es que podéis acceder a las cámaras sin necesidad de ir a la sala de control de la planta trece. Además, dispone de sonido. Me han dicho que las imágenes son un poco difusas aún, pero…

Hasta ahí llega cuando ve que Blake lo empuja fuera de su silla.

Freddy navega por la unidad R. Al principio no se aclara porque todo está organizado por nombres de proyectos, pero luego encuentra un directorio de archivos de empleados que contiene uno titulado «Carlson-F». Dentro hay enlace hacia todos los proyectos en los que Freddy se ha visto involucrado. Hay cinco en total. El primero, el proyecto 161, se titula «Denegación de gratificación y motivación». Debajo, en las instrucciones, dice: «Bloquear todas las promociones con independencia del rendimiento».

Es el primer día de vuelta al trabajo para Gretel. Se siente mucho mejor y el tablero de luces está apagado. Tiene la sensación de que puede incluso tomarse un respiro para comer.

En ese momento parpadea la luz del tablero.

—Recepción. Buenas tardes.

—Gretel, soy Holly Vale, de Servicios de Personal. ¿Te importaría subir?

—Estoy en la centralita.

—Ya lo sé. Pero hay algo que debes ver.

Elizabeth sale con sentimiento de culpabilidad de la oficina de Roger. Tiene el cuerpo tenso, dispuesto a soportar acusaciones como «¿qué es lo que estabas haciendo allí?», pero nadie le dice nada. De hecho, el departamento está inusualmente tranquilo. Levanta la vista y no ve a nadie.

Reacciona tardíamente al pasar por el primer cubículo. Hay cinco o seis personas apiñadas en él, mirando el monitor. Nadie emite el más mínimo ruido. Por curiosidad se acerca por detrás, se pone de puntillas y mira por encima de sus hombros. Ve la pantalla. Al principio lo que ve no tiene ningún sentido, pero luego empieza a adquirirlo y su mano baja hasta su abdomen.

Blake coge a Jones por las solapas de la camisa y lo zarandea. La cabeza de Jones rebota sobre la moqueta.

—¿Qué has hecho?

—Suéltalo —ordena Eve, que sigue en pie.

Blake aparta las manos como si Jones tuviera una enfermedad contagiosa.

—Vamos a hacer una cosa —dice Eve—. Vamos a ir ahora mismo a la planta trece y empezaremos desde allí.

Freddy descubre un archivo dedicado a Megan, lo abre y encuentra su número de teléfono. Luego se abre paso por entre la multitud para llegar hasta el teléfono y marca el número.

—¿Dígame?

—¿Megan? Soy Freddy Carlson.

Hay un silencio y añade:

—De Zephyr.

—Ah, perdona, no te había conocido. ¿Qué ocurre?

—Bueno… —dice Freddy.

El ascensor termina lleno a reventar, pero todos los miembros del proyecto Alpha consiguen meterse en él. Casi todos evitan mirar de frente a Jones, excepto Blake, que lo mira con franca hostilidad, y Tom, que lo mira con cierta compasión. A mitad de camino, Tom dice:

—¿No lo has hecho, verdad?

—No seas capullo, Tom —dice Blake.

—¿Pero por qué? ¿Por qué ibas a hacer algo así?

—Porque se merecen algo mejor —dice Jones—. Y porque yo no.

Nadie responde a eso. Cuando llegan a la sala de control, se quedan mirando los monitores en completo silencio.

Eve lo rompe con un grito.

Un grito corto y agudo, un grito de pura frustración. Todos se sobresaltan, incluso Jones. Blake, aparentemente afectado, dice:

—¡Por Dios, Eve!

—¿Creías que hablaba en broma? —le grita Eve a Jones—. ¿De verdad lo pensaste?

—No, Eve —responde Jones.

Eve rebusca el teléfono móvil en su bolso.

—Tú mira esos monitores y ten algo presente: es culpa tuya. Te avisé de lo que sucedería si se lo decías. Tú eres el responsable de lo que va a ocurrir.

Nadie está enfadado. Están demasiado perplejos.

—Es una broma —dice un contable de la planta séptima, pero nadie le responde. No parece una broma. Todos miran hacia sus mesas, con sus bandejas de entrada llenas de tareas inútiles. Por primera vez, Zephyr parece cobrar algo de sentido.

Todas las luces de los contestadores automáticos se encienden al mismo tiempo. Un murmullo recorre el edificio antes de coger el auricular.

—Hola a toda la plantilla desde Recursos Humanos y Protección de Activos.

Es una voz femenina, con un tono suave. Casi ningún empleado de Zephyr la reconoce. Las manos de Freddy, sin embargo, se crispa sobre el auricular y Holly nota una contracción en sus entrañas.

—Me llamo Sydney Harper y he de anunciar una serie de cambios excitantes que se han producido hoy en la Corporación Zephyr, así que, por favor, presten la debida atención al mensaje de voz. Como bien saben, la semana pasada la mayor parte de Dirección General presentó su dimisión, lo que obviamente ha alterado nuestra estructura organizativa. Recursos Humanos ha trabajado sin descanso hasta encontrar una solución efectiva al problema. Tras extensas consultas entre los miembros de Recursos Humanos y los que aún quedan de Dirección General, creemos que hemos encontrado un plan para maximizar nuestros recursos durante este difícil periodo de transición.

»A partir de este momento, todos los puestos de trabajo quedan vacantes. Por tanto, los empleados pueden presentar una solicitud para sus actuales trabajos o, si lo desean, para otro puesto diferente. Toda la información necesaria se encuentra en el tablero de anuncios. Adiós.

Ese es el mensaje. Los empleados, anonadados, cuelgan los auriculares. Se miran entre sí, pero ninguno tiene respuestas. Lentamente se levantan de sus asientos y se dirigen a los ascensores. Los más jóvenes no comprenden nada y creen que incluso resulta excitante.

—¿Puedo presentar mi solicitud para cualquier puesto de la empresa?

Los demás intercambian miradas de preocupación. Eso no es lo que ellos han interpretado. Para ellos, el mensaje significa que están todos despedidos.

El tablón de anuncios es un enorme tablero de corcho que cuelga de una de las paredes de la cafetería, o mejor dicho, de lo que era la cafetería antes de que externalizaran el servicio de catering. La Corporación Zephyr mantiene desde hace ya bastante tiempo la política de anunciar toda vacante en el tablero con el fin de garantizar que el proceso de contratación sea completamente abierto y transparente; también publicitaba de forma totalmente abierta y transparente quién estaba interesado en dejar su actual puesto de trabajo. Los empleados que se acercan a mirar el tablero de anuncios notaban las miradas de sus compañeros. Oían cómo comenzaban a correr los rumores desde aquel mismo momento. Recientemente, sin embargo, el tablero de anuncios casi siempre ha permanecido vacío, prueba siniestra y palpable de lo mal que andaban las cosas. Luego se externalizó el servicio de catering, la cafetería cerró y no había ningún motivo para mirar el tablero.

Hoy, sin embargo, hay una sola hoja de papel colgando en el centro de una chincheta negra. Es breve y directa.

NO HAY VACANTES EN ESTE MOMENTO

Departamento de Recursos Humanos y Protección de Activos

Entonces es cuando los empleados se enfadan.

Eve se deja caer pesadamente en la moqueta: un momento está sentada y al siguiente vuelve a estar de pie. Los demás agentes también dan vueltas, incómodos y mirándose entre sí.

—Bueno —dice Blake—. ¿Estarás contento, verdad, Jones? Has conseguido que despidan a todos.

—No pierdas el tiempo.

—Estoy deseando ver cómo se lo explicas. Va a ser de lo más gracioso y pienso quedarme por aquí para ver la expresión que pones cuando te des cuenta de cómo te odian por ello.

Jones mira los monitores.

—Estoy seguro de que habrá odio de sobra para todos.

En el vestíbulo, un grupo de empleados —quizá la palabra más adecuada sería «turba»— observa mientras un hombre arremete contra la puerta de las escaleras.

Eso provoca un murmullo de alarma entre los agentes.

—¿Llamamos a los de Seguridad para que vengan? —pregunta Mona.

—Los de Seguridad no se van a poner de nuestro lado, Mona —responde Eve desde el suelo.

—No hemos hecho nada ilegal —dice Tom—. No tiene nada de malo lo que hemos hecho.

Jones se ríe.

—¿Son resistentes esas puertas? —pregunta Mona.

Hay un grito ahogado general.

—Por lo que se ve, no —dice Jones.

El sol se pone en la Corporación Zephyr. El edificio está bañado de un color amarillo naranja, como si estuviese en llamas. Los cristales arden con tal intensidad que parecen disolverse.

Un grupo de hombres sube por las escaleras de cemento. Las escaleras retumban por los pasos y el sonido reverbera en las paredes y duplica su intensidad.

—¡Deberíamos matarlos a todos! —grita alguien—. ¡Deberíamos matarlos a todos!

Mona lanza un gemido estridente que no cesa ni cuando Blake coge el teléfono para llamar a emergencias. Trata de hacerla callar mientras habla con la operadora y le dice que necesitan ayudan de inmediato porque están a punto de ser atacados. Algunos agentes salen corriendo de la sala de control para formar barricadas en las oficinas o esconderse bajo las mesas, supone Jones. Se arrodilla al lado de Eve. El pelo le cae por delante de la cara. Él lo aparta con cuidado y se sorprende al ver que está llorando.

—Le digo que son cientos, señorita —dice Blake hablando aún por teléfono—. Literalmente cientos de personas, ¿lo entiende?

Eve mira a Jones.

—Van a conseguir entrar aquí.

—Lo sé.

Ella le coge de la mano.

—Tienes que detenerlos, Jones. Por favor.

—¿Cómo narices voy a hacerlo?

—Por favor —su cuerpo tiembla—. Por favor, Jones, nos harán daño.

Jones no responde.

—Por favor, Jones, no dejes que me pongan la mano encima —grita Eve.

La planta número trece no está señalada como tal, por supuesto. En la puerta hay un letrero que dice «Mantenimiento», pero está entre la planta doce y la catorce y, si la buscas, no resulta difícil encontrarla. El primero en llegar es un hombre con las mangas remangadas hasta la altura de sus abultados bíceps; probablemente usuario habitual del gimnasio hasta hace poco. Trata de girar el pomo de la puerta, pero está cerrada con pestillo. Le da un manotazo a la puerta en señal de frustración. Del otro lado se oye un grito asustado. El hombre se da la vuelta y grita por el hueco de las escaleras:

—¡Están aquí!

Blake va de un lado a otro sobre la moqueta. Cuando se alisa el pelo, le tiemblan las manos. De repente coge el parche que tiene en el ojo, se lo arranca y lo tira a la moqueta. La piel alrededor del ojo es gris y brillante. Algo —o alguien— choca contra la puerta de las escaleras y Blake pega un brinco.

—Debemos construir una especie de barricada —dice con voz tensa—. Algo que impida… —se da la vuelta—. Jones. Jones. ¿Cuál es tu plan?

Jones levanta la cabeza.

—¿Qué?

—Tu plan. Sí, de acuerdo. Muy bien, nos has ganado. Has acabado con Alpha. Felicidades. Pero ahora dime: ¿cómo vas a salir de ésta? No lo habrías hecho si no tuvieras una vía de escape al menos para ti.

Jones siente simpatía por él; no mucha, pero sí algo.

—Lo siento.

Blake lo mira fijamente y luego se echa a reír. Es una carcajada aguda y rota, y se corta cuando se oye otro golpe en la puerta de las escaleras.

Eve se ha hecho un ovillo encima de la moqueta. Jones piensa en decirle que se mueva. No es una buena idea que se quede allí, bajo el banco de monitores, cuando toda esa gente logre entrar. Eso empeoraría aún más las cosas.

Jones le acaricia el pelo y le dice:

—No creo que Zephyr externalice nada más —murmura Jones mientras cede el cerrojo de la puerta de las escaleras y la puerta se abre de golpe.

Jones oye a Mona gritar. Luego a otra persona, aunque no sabe a ciencia cierta si se trata de una voz masculina o femenina. Un aullido ahogado que jamás olvidará:

¡Sólo somos gente de negocios! ¡Sólo somos gente de negocios!

Elizabeth recorre el pasillo hasta llegar al ascensor. Regresa a Servicios de Personal para echar una última mirada de despedida, pero no hay nada que valga la pena mirar. Sus compañeros de trabajo ya se han marchado en busca de venganza y la decoración no tiene nada de especial. Ni siquiera se parece a la planta catorce, donde al menos hay un panel divisorio, el Muro de Berlín. En ese nuevo departamento no hay nada que merezca la pena recordar.

Quizá por eso se siente tan alegre de marcharse. Cuando llega al ascensor, no se lo piensa y entra directamente. A medida que desciende, su ánimo se eleva. ¡A paseo!, piensa. Siente deseos de echarse a reír.

Solía enamorarse de sus clientes. ¿Qué clase de persona hace algo así? Elizabeth aún no definiría como amor lo que siente por el embrión que tiene en sus entrañas, pero sabe que ese sentimiento está empezando a brotar. En comparación con su lugar de trabajo… bueno, no hay comparación que valga. Cuando piensa en la persona que era hace tan sólo cuatro meses, apenas se reconoce.

Se pregunta qué echará de menos de la Corporación Zephyr, ese lugar que ha dominado su vida durante más de una década. Sin embargo, cuando se pone a rememorar, lo único que le viene a la cabeza es el momento en que, sentada en los aseos, se dio cuenta de que estaba embarazada. Por eso, cuando la puerta del ascensor se abre en el aparcamiento y ve la rampa, y la luz que entra por ella, se dice: no mucho.