4o Trimestre/2° Mes:
NOVIEMBRE
Gretel Monadnock aparca cuidadosamente su Kia de cinco puertas en una plaza situada justo al lado de los ascensores. Apaga el motor, coge la chaqueta y el bolso y cierra la puerta del coche. El sonido recorre toda la extensión del parking subterráneo de la Corporación Zephyr en una dirección y luego de vuelta en la contraria. Normalmente, Gretel tiene que recorrer todo el parking en busca de sitio y, si encuentra uno, se puede dar por contenta. Hoy, sin embargo, apenas hay media docena de coches, por lo que tiene espacio de sobra. Es extraño, pues son las siete y veinticinco de la mañana.
Entra en el ascensor, pulsa el botón del vestíbulo y suena su teléfono móvil. Mete la mano en el bolso y lo saca.
—¿Dígame?
—Hola Gretel. Soy Pat de nuevo. ¿Va todo bien?
—Acabo de llegar en este momento.
—Ah, fantástico. Gracias Gretel. ¿Me llamarás si tienes alguna pregunta?
—Por supuesto. Adiós.
Gretel apaga el teléfono. La puerta del ascensor se abre y de repente ve a un joven vestido con el uniforme azul de Seguridad. Está justo delante de ella, bloqueándole el paso. Detrás de él hay dos agentes uniformados más.
Los ojos del joven bajan hasta su pecho, de una forma que a ella siempre le ha parecido desconcertante, con intención de leer su tarjeta de identificación.
—¿Es usted la recepcionista?
—Sí.
—Justo a su hora —responde sonriendo, con la intención evidente de reconfortarla, pero sus labios están húmedos y brillantes y despiertan una oleada de miedo irracional en Gretel.
—Me han dicho que tiene instrucciones detalladas en su contestador automático.
Se echa a un lado, permitiendo que Gretel vea que hay tres agentes de Seguridad más en la puerta principal del vestíbulo y otros seis alrededor del mostrador de recepción.
Gretel baja la cabeza y se dirige a su lugar de trabajo. El repicar de sus tacones resuena en la habitación, donde nadie emite el más mínimo sonido y todos se limitan a seguirla con la mirada. Cuando llega al mostrador, se da cuenta de que retiene la respiración.
Hay seis páginas grapadas esperando, además de que la luz de su contestador parpadea. Coge el auricular.
—Soy Pat, te llamo desde arriba. Tengo un mensaje de Dirección General. Alguien debería haberte llamado a casa este fin de semana para comunicártelo, pero si tienes alguna pregunta, yo también llegaré pronto el lunes por la mañana. Llámame. Clic. Pat, transmite este mensaje a la chica de recepción, no a Eve Jantiss, sino a la otra. Ahora se me ha olvidado su nombre. Recursos Humanos le ha dicho que se presente a primera hora el lunes, pero ¿te importaría asegurarte de que lo hace? No dejes de llamarla. Mensaje para recepción: Hemos terminado nuestro plan de consolidación y, en consecuencia, muchos empleados han sido reasignados a nuevos departamentos, mientras que otros ya no son necesarios. Por razones de seguridad, no se puede permitir que estos empleados tengan acceso a sus respectivos despachos. Seguridad desactivará el acceso directo por ascensor desde el aparcamiento hasta las plantas superiores, por lo que todo el mundo tendrá que entrar a través del vestíbulo. A medida que llegue la gente, debe comprobar si su nombre aparece en la nueva lista de empleados. Si no es así, explíqueles que… bueno, comuníqueselo nada más. Puede decirles que Recursos Humanos se pondrá en contacto con ellos para hacerles llegar su indemnización por despido, sus pertenencias y todo lo demás. A continuación, dígales que deben abandonar el edificio. Seguridad la asistirá si es necesario. Cualquier tipo de asistencia. Gracias.
Gretel cuelga el auricular. Mientras terminaba de escuchar el mensaje de voz, el guardia de los labios húmedos se ha estado acercando hasta situarse a su lado. Sonríe.
—¿Está todo claro?
El primero llega antes de las ocho: un hombre de mediana edad cuyo traje tiene las rodillas gastadas y hace bolsa por detrás. Entra por la puerta principal y comienza a cruzar el vestíbulo mientras mira con curiosidad a los agentes de Seguridad. Gretel se queda helada; pensaba que los guardias detendrían a las personas, pero al parecer esperan que sea ella quien lo haga. Cuando logra aclararse la garganta, el hombre ya ha entrado en el ascensor y anda mirando el panel de botones. Palidece y lanza una mirada de ansiedad al guardia de seguridad más cercano.
—¿Dónde está mi planta?
El guardia le hace una señal con la cabeza en dirección a Gretel. Durante unos instantes la expresión del hombre no se altera. Luego deja caer los hombros. Tarda uno o dos segundos en reaccionar y salir del ascensor para cruzar de nuevo el vestíbulo, y lo hace arrastrando los pies. Más que andar, se arrastra hasta el mostrador de recepción, y cuando llega sus ojos no se dirigen hacia los de Gretel, sino que quedan fijos en un punto al azar de la superficie anaranjada del mostrador.
—Soy de Contabilidad Central. ¿Existe aún el departamento?
Gretel revisa las hojas.
—Contabilidad Central ha sido consolidado con Finanzas. El nuevo departamento se encuentra en la octava planta.
Gretel levanta la mirada y añade:
—Muchos empleados de Contabilidad Central han sido despedidos.
El hombre trata de formular la pregunta de forma casual, pero no le sale exactamente así:
—¿He sido despedido?
—¿Es usted Frank Postergan?
El hombre clava la mirada en la cara a Gretel.
—¡No! Frank es el director.
—Entonces sí.
El hombre echa la cabeza hacia atrás. Gretel está destrozada, pero mantiene el rostro inalterable.
—Lo lamento —dice.
Dos guardias de Seguridad ya se han puesto en movimiento y se acercan hasta él. Gretel pasa la mano por encima del amplio mostrador y se la tiende.
—Ahora es preciso que abandone el edificio. Gracias por sus servicios en la Corporación Zephyr y buena suerte.
—Es realmente buena —dice Klausman observando el monitor—. Compasiva, pero profesional. No hará nada para ayudarte, pero tienes la impresión de que le importas. Ésa es la clase de actitud que mitiga los estallidos emocionales. Mona, toma nota de eso.
Todos los miembros del proyecto Alpha están apiñados detrás de él. La reunión de hoy por la mañana se ha trasladado a la sala de control, para que todos puedan observar lo que ocurre. De vez en cuando, un técnico en pantalones vaqueros y camiseta se escurre entre ellos y juguetea con el teclado, si no fuera por eso la atmósfera sería una espesa mezcla de Calvin Klein y Chanel n° 5. Blake se encuentra entre el hombro derecho de Klausman y el izquierdo de Eve. Jones está detrás de ella, pero de momento su conversación se ha limitado a «Buenos días», «Hoy es el gran día» y «Sí», aunque a juzgar por la forma como la mirada de Eve salta una y otra vez hacia Jones, la presencia de éste la altera casi tanto como si llevara en la mano un cuchillo de carnicero. Blake se ha percatado de ello y durante la fría conversación que han mantenido Eve y Jones, éste nota su mirada azul de acero; al menos, la mitad que no se encuentra oculta bajo un parche negro mate adornado con unas pequeñas letras que componen el nombre de Armani.
—Mirad la segunda planta —murmura alguien.
Todos los ojos se clavan en el monitor de la esquina superior. Dirección General está sentada alrededor de la mesa de reuniones, con las manos entrelazadas y expresión sombría. Hay un altavoz en medio de la mesa.
—Reciben informes de Seguridad desde el vestíbulo —dice Eve, que lleva un vestido verde con tirantes. Sus hombros bronceados resplandecen ante los ojos de Jones.
—Bueno, hasta el momento debo decir que estoy impresionado —dice Klausman, que se gira para ver si alguien le contradice. Los agentes asienten y murmuran su asentimiento, excepto Jones, que no hace nada en absoluto—. Han seguido las recomendaciones del protocolo de Omega al pie de la letra. Quizá haya más guardias de Seguridad de lo necesario, pero más vale prevenir que curar, ¿verdad? Recuerdo hace años cuando Zephyr externalizó Informática… no por primera ni por última vez, naturalmente —se escuchan risas ahogadas entre los agentes, los hombros desnudos de Eve se sacuden—. El director del departamento, el muy idiota, se lo dijo a los de la plantilla con cierta antelación. De hecho, convocó una reunión, dijo que era la última semana para todo el mundo, les ofreció consejo y luego los envió de nuevo a sus despachos. Una hora después el sistema telefónico no funcionaba, los archivos confidenciales podían verse en la página Web de la empresa y cuando tratábamos de entrar en nuestros ordenadores aparecía la imagen de un hombre con una grapadora haciendo algo con ella que no he podido olvidar jamás. Se tardaron semanas en poner todo en orden.
—Lo que me preocupa —dice Blake cuando todos los presentes han terminado de disfrutar de la pequeña anécdota— no es la ejecución, sino la estrategia. Dirección General sabe lo que hace, pero apenas se ha planteado por qué. Básicamente, se podría decir que saltaron sobre la oportunidad de imponer una reorganización.
Klausman suspira y se da la vuelta para mirar los monitores.
—Eso es cierto. ¿Eve?
—Hem… bueno, es el arquetipo de los sistemas de Objetivos Desplazados. El mismo problema que tenemos siempre con Dirección General.
—¡Jones! —ladra Klausman por encima del hombro—. ¿Sabe usted de qué está hablando Eve?
—Lo imagino.
—Entonces continúe.
—Los beneficios principales de un puesto en Dirección General son mayor estatus y mayor salario. Los inconvenientes son la disminución del tiempo libre y mayor estrés. Por eso, es lógico que las personas que terminan trabajando en Dirección General sean aquellas que se sienten más motivadas por el dinero y el estatus, y menos interesadas en perder tiempo con los amigos y la familia.
Klausman se ríe entre dientes.
—Bueno, no es una visión muy compasiva, señor Jones, pero sí, esa es la idea general.
—Diría que ahora mismo no estamos adoptando una actitud muy compasiva hacia los empleados que están siendo despedidos —responde Jones—. Pensaba que de eso se trataba.
Klausman, Eve y Blake se giran para mirarle.
Por unos segundos reina un completo silencio. Luego Eve dice:
—Bueno, en cierto modo Jones tiene razón. Dirección General no es diferente del resto de los departamentos para nuestro propósito. Sé que todos sentimos una cierta conexión con los ejecutivos de alto nivel —en fin, Blake forma parte de Dirección General—, pero no debemos identificarnos con nadie. Al fin y al cabo, somos investigadores objetivos.
Klausman asiente lentamente.
—Cierto. Cierto. Muy bien dicho los dos. Y que todos los demás tomen nota del valor que tienen las perspectivas novedosas para identificar áreas potenciales de pensamiento colectivo.
Klausman vuelve a darse la vuelta. Después de un segundo lo hacen también Blake y Eve. Todo el mundo alrededor de Jones parece pensativo. Jones también está pensativo, sólo que él no piensa en Dirección General, sino en por qué de repente Eve se dedica a lamerle el culo.
Freddy llega a Zephyr a las ocho y media y casi se le para el corazón. Una enorme cantidad de personas se arremolinan en el vestíbulo, pero lo que resulta más alarmante es que también hay un grupo bastante considerable reunido en el exterior del lugar, y unos guardias de Seguridad uniformados de azul se dedican a transferir personas del primer grupo al segundo. Freddy se da cuenta de lo que ha sucedido. La Corporación Zephyr se ha consolidado.
A duras penas se abre camino entre la multitud hasta el mostrador de recepción. Docenas de empleados tratan de hacer lo mismo y la presión de tantos cuerpos ansiosos comienza a hacer subir la temperatura. Cuando por fin logra poner una mano en la superficie lisa del mostrador, se aferra a él con todas sus fuerzas.
Los de Seguridad están apostados alrededor del mostrador, mirando a la multitud con silenciosa hostilidad. Uno de los agentes mira a Freddy como si no estuviera seguro de si es uno de los despedidos, aunque tampoco le sorprendería. Freddy nota que un cosquilleo de miedo le recorre las entrañas. A su izquierda, una esbelta graduada tiembla descontroladamente. A su derecha un hombre suda embutido en su abrigo. Uno por uno pasan ante Gretel —no Eve, a la que no se ve por ningún lado, lo cual resulta ya alarmante— y ésta les comunica que ya no son empleados de la empresa. No hay descanso, no hay tregua: es un río incontenible de despidos. Cada vez que despiden a uno, el resto de la cola gruñe al unísono. Cuando le toca el turno a Freddy, siente deseos de huir antes de que le despidan.
Los ojos de Gretel se posan en él. Freddy se sorprende al ver que desprenden compasión. La empatía resulta tan inesperada en un establo como aquél que le coge con la guardia baja, le roba toda la fuerza. Respira profundamente. Se alegra de que Eve no esté presente.
—¿Qué departamento?
—Ventas de Formación.
—Ventas de Formación… —repite Gretel hojeando las páginas—. Ventas de Formación ha sido fusionado con Servicios de Personal. El nuevo departamento se encuentra en la planta once —Gretel levanta la vista—. Todos los empleados de Ventas de Formación continúan trabajando en la empresa.
Freddy pone los ojos en blanco. Sus dedos dejan de aferrar el mostrador. ¡Salvado! ¡Salvado! La multitud da un suspiro y Freddy suelta un grito de alegría. Siente ganas de besar a Gretel, siente ganas de besar incluso a los agentes de Seguridad. Empieza a reírse.
—Prospección de Mercado —dice la esbelta graduada con voz ronca.
Gretel pasa el dedo por el papel. Freddy recupera la conciencia y se abre camino entre la multitud. Da codazos, empuja como puede, pero no logra estar lo suficientemente lejos como para no escuchar la respuesta de Gretel y el tono de doliente empatía de su voz.
Una hora más tarde incluso los miembros del proyecto Alpha se han aburrido del asunto. La atención se aleja de los monitores. Los agentes comienzan a hablar de otros proyectos, de las maravillas del BMW X5, de lo fantástico que es el parche de Blake y de dónde lo consiguió. Jones coge el maletín y hace ademán de irse, pero Klausman lo llama:
—¿Vas a algún lado, Jones?
—A trabajar —responde Jones sin detenerse.
Eve lo alcanza en los ascensores. Se apoya en la pared e inclina la cabeza para que su pelo oscuro le caiga sobre el hombro.
—¿Podemos hablar?
Jones se encoge de hombros.
—No estaba segura de que vinieses hoy. No has respondido a ninguno de mis mensajes.
Jones continúa sin responderle, por lo que prosigue con cierta cautela:
—No es que te culpe por ello. Lamento lo que sucedió el viernes. Lo lamento de veras. Perdí el control.
Jones la mira.
—Eres tan nuevo en esto, Jones. Había olvidado eso y quizá te pedí demasiado. Esto es un trabajo duro, bastante duro, pero quiero que triunfes. Tienes una oportunidad en esta empresa que no quiero que pierdas, pero quizá no me supe expresar el viernes. Me enfadé más de la cuenta y… bueno, lo siento.
Eve parece tan sincera que le descoloca. Cuando Jones bajaba por la rampa del aparcamiento esa mañana aferraba el volante como si quisiera estrangularlo. Había pasado el fin de semana acumulando amargura contra Eve y Alpha —bueno, en realidad, contra todo el mundo empresarial— y había decidido que si no podía cambiar el proyecto Alpha, al menos podría odiarlo. Eso, lo admitía, no era la decisión más productiva que podía tomar, pero era una decisión al fin y al cabo y le permitiría encontrar una forma de seguir adelante. Ahora incluso esta decisión comienza a flaquear, pues resultaba difícil de ver la personificación de la crueldad empresarial en los seductores ojos de Eve.
Jones se encoge de hombros.
—Me dijiste la verdad. Supongo que necesitaba oírla.
Eve le pone la mano en el brazo.
—Jones, esa empatía que muestras por los trabajadores de Zephyr es inusual en Alpha. No… no resulta demasiado práctica teniendo en cuenta lo que tenemos que hacer. Sin embargo, no debería haberte dicho que está mal. Ahora me doy cuenta de que esa empatía es lo que te convierte en especial. No quiero que la pierdas.
Jones no sabe qué decir.
—Eso si. Por favor no le digas a nadie de Alpha que te he dicho tal cosa. Es nuestro pequeño secreto —Eve sonrie como si fuera una broma, pero no hay un ápice de humor en su mirada— ¿de acuerdo?
Otro de los agentes, Tom Mandrake, sale de la sala de supervisión y se dirige hacia ellos, silbando. Eve quita la mano del brazo de Jones y retrocede.
—Mira. Me he comprado este vestido para ti. ¿Te gusta?
—Um —responde Jones—. Sí, te queda muy bien.
Ella le devuelve una sonrisa sincera y luego dibuja media reverencia.
—Bueno, para serte sincera, lo compré hace un mes, pero es la primera vez que me lo pongo.
Tom se detiene al lado de ellos.
—¿Tienes vestidos que no te has puesto nunca?
—Sí, montones.
El ascensor se detiene. Antes de que Jones se meta, Eve le dice:
—Hablamos después, ¿de acuerdo?
Elizabeth sale algo recelosa del ascensor en la planta once, su nuevo hogar. Sin embargo, es una réplica exacta de la planta catorce. La moqueta es del mismo color naranja asaltador de retinas. El letrero en la puerta de cristal esmerilado dice Servicio de Personal en lugar de Ventas de Formación, pero está en el mismo lugar y tiene la misma tipografía que Recursos Humanos ha aprobado para la empresa. La iluminación en el departamento actual es igual de barata que en el anterior, incluso hay también un fluorescente que parpadea (¡bink!, ¡bink!, ¡bink!), aunque está en un lugar diferente. Hay unos aseos a la izquierda, la oficina del director y la sala de reuniones al frente (sus ventanas de cristal ocultas por celosías cerradas), y entre ella y estos dos lugares se extiende una amplia llanura de cubículos.
Aquí, al menos, hay una gran diferencia: no hay Muro de Berlín. En lugar de eso hay un feo revoltijo de un par de docenas de cubículos, como si Berlín Oriental y Occidental hubiesen parido una numerosa prole. No hay orden ni concierto, o al menos eso le parece a Elizabeth, lo cual le hace pensar que no hay lugares prefijados y que los asientos son para el primero que llega. Debería haber llegado hace una hora; es probable que ahora le toque sentarse al lado de la fotocopiadora.
Sin embargo, antes de poder abordar esa cuestión, Elizabeth tiene un asunto personal que resolver. Entra en los aseos, que son indistinguibles de los de la planta catorce, pues tienen hasta los mismos azulejos negros y naranja, así como los mismos charcos de agua bajo los lavabos que quedan cuando alguien se lava las manos descuidadamente. Sonríe a una mujer a la que no ha visto nunca, entra en uno de los aseos y cierra la puerta. Se sienta sobre la tapadera del inodoro, saca una lima de uñas y empieza a arreglárselas. Primero se hace la mano izquierda y luego la derecha. Abre la mano y se examina las uñas para ver cómo han quedado. En ese momento se da cuenta de algo muy importante: no tiene náuseas.
Se queda paralizada. Ha practicado la misma rutina el suficiente tiempo para saber cómo funciona. En ese preciso momento debería de estar con la cabeza metida en la taza y sintiendo arcadas. Se levanta y comienza a levantarse la falda, lo cual precisa que antes se desabroche una chaqueta: últimamente elige con mucho cuidado la ropa que se pone con el fin de esconder su incipiente barriga. Forcejea para quitarse las medias y se mira la ropa interior. Nada. Elizabeth siente una oleada de alivio. Se lleva la mano a la boca para evitar soltar una carcajada.
Elizabeth se arregla la falda, vuelve a sentarse y se frota el abdomen a través de la ropa. No puede dejar de sonreír. Si el malestar de las mañanas se le pasa es porque su cuerpo se está acostumbrando al recién llegado. Es posible que ella y el bebé empiecen a llevarse bien. El hecho es tan obvio como increíble: va a tener un niño. La idea la llena de entusiasmo.
Jones aprieta el botón número 11, su nuevo hogar, y mira expectante a Tom Mandrake.
—A la séptima —dice Tom—. Cobros es parte ahora de Gestión Empresarial.
Jones presiona el botón número 7.
—Antes estaba en la sexta, ¿no es verdad? Habéis bajado de planta.
Tom suelta una risita.
—Seguro que eso será hoy tema de discusión.
—¿Le preocupa a la gente cambiar de número de planta?
—Por supuesto que sí. Siempre que clasificas a la gente le importa. No importa mucho cuál sea el criterio de clasificación. Y sabes una cosa: ellos terminan por creérselo también. Al menos, en parte.
El ascensor se detiene en la planta once y Jones sale.
—Que lo pases bien —dice Tom guiñando un ojo mientras se cierran las puertas.
Jones mira las puertas de cristal al fondo del pasillo. A través de los cristales ve la silueta difuminada de algunas personas. Esos son los que realmente interesan a Alpha: los supervivientes. El resto no tiene ninguna importancia. Jones se pregunta cómo puede suceder una cosa así: cómo se puede echar tan fácilmente a un ser humano de esa diminuta pero al fin y al cabo desarrollada sociedad que es una empresa. Cómo se puede echar a cientos de ellos. En Alpha es habitual comparar a Zephyr con una tribu, ya que ambas estructuras sociales se caracterizan por su jerarquía, su etiqueta y sus normas de conducta; de hecho, en esa comparación se basan muchos comentarios divertidos que aparecen en los márgenes de los libros sobre el Sistema de Gestión Omega en los que se describe (por ejemplo) cómo los departamentos pelean para proteger sus recursos utilizando términos como guerreros, carne o plumas. Pero si esa analogía es cierta, esta mañana una roca desprendida cerró la entrada de una cueva dejando a doscientas personas atrapadas dentro y a nadie le importa un comino.
Jones puede comprender el comportamiento de los supervivientes, al menos en parte: hacer mucho ruido puede provocar el derrumbe de más rocas y dejarlos atrapados a ellos también. Además, el orden social ha cambiado y están tratando de buscar un lugar dentro de la nueva jerarquía. Lo que no entiende es por qué las víctimas aceptan con tanta resignación su destino.
Jones mira el botón del ascensor y presiona el de bajar.
En los monitores de la sala de control de la planta trece, las diminutas figuras de los recién despedidos parecían borrosas, absurdas, de cómic. Por eso, cuando se abren las puertas del vestíbulo, Jones se sorprende al ver su nítida presencia. Hay muchísima gente aglomerada fuera del edificio, hablando, arrastrando los pies e impregnando el ambiente con el vaho de su aliento. Jones mira cara por cara mientras un viento fresco procedente de la bahía asciende por Madison Street y arremolina el pelo de los presentes.
—Oye —dice un hombre al que Jones no reconoce al principio—. ¿A ti también te han echado?
Es uno de los fumadores. Jones lo ha visto varias veces en la parte trasera del edificio. Una vez más se da cuenta de que él es un impostor.
—No. Sólo he venido a ver qué pasaba.
—Ah.
—Lo lamento. No lo mereces.
El hombre le mira socarronamente.
—¿Por qué dices eso?
Jones se queda perplejo ante la pregunta. Se da cuenta de que Tom Mandrake estaba en lo cierto. Son fatalistas y, por esa razón Alpha se puede permitir el lujo de ignorarlos. En realidad, creen que se lo merecen.
Jones responde.
—Pues porque no.
El hombre piensa en ello. Luego, inesperadamente, se ríe.
—Bueno, es posible que no.
Freddy examina horrorizado el nuevo departamento de Servicios de Personal. Se adentra entre los paneles divisorios esperando que alguien, sea quien sea, de Ventas de Formación haya llegado temprano y reservado un grupo de cubículos decentes. Se detiene ante el perchero y se percata de que alguien ha ocupado su percha. Por supuesto, esa no es su percha: la suya está dos plantas más abajo, pero se siente igualmente contrariado. Poco que tiene, ahora encima le quieren quitar la percha. Pone su chaqueta encima de la que ya hay colgada.
—Ah, Freddy. A ti quería verte —dice Sydney ataviada con un vestido tan oscuro como un agujero—. Dime, ¿sigue la porra en pie?
—Sí, creo que sí. ¿Por qué?
—Por nada en especial.
—Pensaba que todos los de Ventas de Formación conservaban su empleo —dice Freddy alarmado.
—Bueno, nunca se sabe. Nunca se sabe qué puede necesitarse en este nuevo medio.
—Holly no, por favor, Sydney. Holly no…
—¿Quién ha hablado de Holly? —responde irritada Sydney—. Yo no he dicho nada de despedir a Holly.
—Bueno, es que has preguntado por la porra.
—Olvida lo que he dicho. Tal vez no despida a nadie.
Sydney mira el reloj, una pieza de oro que reluce en su diminuta muñeca. Luego añade:
—Si no te importa, hay una importante reunión a la que debo asistir.
Freddy se aparta. La observa abrirse camino por entre la maraña de cubículos hasta llegar a la sala de reuniones, llama una vez y entra sin esperar respuesta. Luego se cubre la boca con la mano y dice:
—¿Holly?
Holly asoma la cabeza por encima de uno de los cubículos y Freddy, al verla, dice:
—¡Ah! Estáis ahí.
Freddy se acerca hasta ellos. Todo lo que queda de Ventas de Formación, salvo Jones —es decir, Holly, Elizabeth y Roger— están metidos en un solo cubículo, apoyados en la mesa o sentados en la silla y tocándose las rodillas. Freddy mira alrededor desconsolado:
—¿Sólo disponemos de este espacio? Deberíamos llamar al Servicio de Recolocación.
—Nosotros somos el Servicio de Recolocación —responde Elizabeth señalando el memorándum que Holly, con el ceño fruncido, está leyendo en estos momentos—. O al menos es uno de los departamentos con los que hemos sido consolidados. Ellos llegaron una hora antes y se adueñaron de los mejores sitios.
Holly resopla con los dedos crispados sobre el memorándum.
—¡Nos han fusionado con Gestión del Gimnasio!
—Bueno, eso de fusionar es una manera de decirlo —dice Roger—. Nosotros somos mucho más importantes que ellos.
—Acabo de encontrarme con Sydney y… tengo la impresión de que anda pensando en despedir a alguien —dice Freddy.
Todos se callan. Luego Elizabeth y Roger rompen el silencio al mismo tiempo. Elizabeth dice:
—¿Por qué?
Y Roger pregunta:
—¿A quién?
—No me lo ha dicho, pero me preguntó si la porra seguía en pie.
—¡Dios santo! —exclama Holly abriendo mucho los ojos.
—¿Por qué iba a despedir a nadie ahora? —pregunta Elizabeth.
—No tengo ni idea.
Roger se frota el mentón.
—Entiendo que Dirección General aún no ha elegido un director para Servicios de Personal. Es posible que los antiguos directores de ambos departamentos elijan un líder interino.
—¡Vaya por Dios! —dice Elizabeth— ¿qué pasa? —pregunta Freddy, cuya mirada pasa de Elizabeth a Roger—. ¿Eso es malo? ¿Qué quiere decir eso?
—Bueno, sería como echar un pulso —dice Roger—. Si Sydney quiere el trabajo, podría ofrecer la alternativa de echarnos a uno de nosotros como compensación.
—O puede que a dos —gime Holly—. O puede que a todos nosotros. ¿Quién sabe?
Se miran entre sí.
Bueno —dice Elizabeth finalmente—. No podemos hacer nada al respecto.
Algo está sucediendo entre los recién desempleados. Al principio, se sentían consternados y tristes; deambulaban frente a la puerta sin propósito alguno. Luego vino Jones y dijo esa frase de «tú no te lo mereces» y esa extraña idea comenzó a pasar de persona en persona hasta extenderse por todo el grupo. Pronto comienza a verse la rabia en algunas caras. Un contable saca una carpeta del maletín con el logotipo de Zephyr Holdings, la tira a la acera y la pisotea. Hay vítores. Un ingeniero lleva una taza de café con el mismo logo y la rompe contra el suelo. Un diseñador gráfico se quita un zapato y lo lanza tan alto como puede. El zapato rebota en una ventana de cristales ahumados. Un rostro pálido y preocupado se asoma por la ventana, pero luego se aparta con rapidez. La multitud ruge.
Es un día gris y feo, en el que las nubes empiezan a oscurecerse y la atmósfera se hace más densa. Jones regresa al interior del vestíbulo buscando un poco de seguridad. Se siente como si hubiese frotado la lámpara y acabase de aparecer un genio de la niebla: uno muy grande, de fornidos bíceps y mirada violenta. Siente una mezcla de júbilo y miedo.
Las puertas del vestíbulo se abren antes de que llegue a ellas porque los guardias de Seguridad escoltan a una mujer con la bufanda azul y un bolso de piel. Jones se hace a un lado para observar pasmado la escena: la muchedumbre da rienda suelta a su rabia contra el coloso de veinte plantas de la Corporación Zephyr, mientras la empresa no para de enviarles nuevos reclutas.
En la planta once, Elizabeth piensa en un plan para salvar Ventas de Formación, un plan tan audaz y feroz contra Sydney que todo el mundo lo suscribe de inmediato. Luego, Roger dice:
—De acuerdo, yo interpretaré el papel principal.
—Bueno… pensaba hacerlo yo, Roger, que para eso lo he planeado —dice Elizabeth.
—Oh, ya veo. Bueno, si lo que quieres es hacer valer tus privilegios, adelante. Yo sólo me estaba ofreciendo. Si para ti es tan importante, entonces hazlo.
—No estoy haciendo valer mis privilegios, es que es mi plan.
Roger levanta las manos.
—Olvídalo. Sólo pretendía ayudar. Por nada del mundo quisiera interferir entre tú y tu ambición.
Las mejillas de Elizabeth se oscurecen.
—Roger, si es tan importante para ti, entonces dilo. Dilo abiertamente, porque realmente no me importa que sea de una manera o de la otra.
—Bueno, si quieres que lo haga, lo haré encantado. Pero tampoco me importa que sea al revés.
—Si a ninguno de los dos nos importa, ¿por qué mantenemos entonces esta conversación?
—Elizabeth, por favor, ¿te importaría tomar una decisión?
El rostro de Elizabeth se sonroja y empiezan a aparecer diminutas gotas de sudor en su frente. Comienza a respirar profundamente y sus manos se cierran y se abren rítmicamente. Jones llega al cubículo en ese momento y se detiene al verla, convencido de que está presenciando un ataque cardíaco.
—¿Elizabeth? —dice Holly alarmada.
—De acuerdo, de acuerdo. Hazlo tú.
—Aclaremos las cosas de una vez —dice Roger—. ¿Quieres que lo haga o no?
—Sí —responde Elizabeth tan apagadamente que apenas se le puede considerar una palabra.
—Entonces, de acuerdo —responde Roger mirando a los presentes para asegurarse de que lo han escuchado—. Me alegro de que el asunto haya quedado zanjado.
Reina la tranquilidad en el vestíbulo, ya que todos los empleados o bien han sido admitidos en el seno de Zephyr o bien han sido conducidos hasta la puerta. Los guardias de Seguridad están alineados en la pared de cristal con las manos en la espalda y observando. Gretel está sentada en el mostrador de recepción. Se siente exhausta y sucia, como si acabase de ejecutar a doscientas personas y aún tuviera las manos manchadas de sangre.
Se oye un enorme alboroto fuera, así que se levanta y se dirige hasta uno de los guardias. Mira a través del cristal tintado de verde.
—Las cosas se están poniendo feas ahí fuera —dice.
El agente no responde. Sus ojos están fijos en la multitud.
—Tal vez intenten entrar por la fuerza en el edificio —sugiere Gretel—. O tal vez rompan los cristales.
—No se preocupe, señorita. Está usted completamente segura —responde el agente sin mirarla.
—No sé si la empresa ha hecho bien despidiendo a tanta gente —dice Gretel, sorprendida por la amargura que hay en su voz—. Tal vez nos estemos perjudicando a nosotros mismos.
El agente parpadea una vez, lentamente.
—«Primero fueron a por los comunistas y no protesté porque no soy comunista.» ¿Sabe usted cómo termina la historia?
El agente se da la vuelta para mirarla. Gretel retrocede porque el agente tiene la mirada hueca.
—Por favor, señorita. Sólo hago mi trabajo.
—Perdone.
La respuesta suena como un gemido y regresa a su escritorio notando la mirada vacía del agente en la nuca. Toma asiento y cruza los brazos sobre el pecho.
Minutos más tarde, Roger llama a la puerta de la sala de reuniones de Servicios de Personal, pero nadie responde. Roger mira a los demás.
—Allá vamos.
Roger gira el pomo de la puerta. Dentro hay cinco directores sentados alrededor de una mesa circular, entre ellos Sydney. Hay una hoja de papel en medio, y cuando ven a Roger, Elizabeth y Holly, Sydney alarga la mano y le da la vuelta.
—Disculpad, pero estamos ocupados.
Roger les mira con el ceño fruncido. Elizabeth no puede menos que admirarle: resulta muy convincente.
—Sydney, espera fuera, por favor.
Sydney parpadea.
—¿Cómo dices?
—Que te marches —le responde Roger haciéndole un gesto con la cabeza para que se dirija a la puerta—. Ya hablaremos de esto más tarde.
Sydney no sabe qué responder. Otro de los directores, una mujer delgada con unas gafas horribles, dice:
—Está reunión es sólo para los jefes de departamento.
—Ya lo sé —responde Roger—. Yo soy el director de Ventas de Formación.
—¿Disculpa? —pregunta Sydney.
—Sydney —continúa Roger haciendo un guiño a la mujer— es… hum… algo ambiciosa. Tendrá que disculparla.
—Yo soy la jefa de Ventas de Formación —interrumpe Sydney—. No, soy yo. Desde hace meses —replica Roger.
Los demás directores miran a Elizabeth y Holly, que señalan a Roger.
Sydney se pone roja de rabia.
—Está en la red. ¡Compruébalo!
—La red no funciona, así que no podemos hacer tal cosa —responde Roger sin mirarla siquiera. Sonríe con complicidad a los demás jefes de departamento y añade—: Disculpen ustedes. Supongo que no podemos echarle la culpa a Syd por intentarlo.
Los directores se miran entre sí. Hay dos que no tienen ni idea de quién de los dos es el jefe de Ventas de Formación, ya que ha habido muchos cambios y renovaciones de plantilla y resulta difícil hacer un seguimiento. Les resulta más plausible que el director sea ese hombre alto de bonito cabello en lugar de esa diminuta mujer. Otro de los directores sabe perfectamente que Sydney es la directora de Ventas de Formación, ya que ella le envió un correo electrónico en cierta ocasión, con copia a Dirección General, en el que le acusaba de vago, incompetente y alcohólico. Es el primero en reaccionar.
—Lo lamento, Roger —dice—. No lo sabíamos.
—No pasa nada —responde Roger con una sonrisa. Luego mira con desprecio a Sydney y añade—: ¿A qué estás esperando?
Sydney abre la boca, pero luego la cierra. Mira uno por uno a los presentes, pero no ve un gesto de empatía en ninguno. Al final se levanta y se marcha.
Elizabeth y Holly se apartan para dejarla pasar. Elizabeth mira de nuevo a los directores.
—Por favor, continúen —dice.
Luego, cierra la puerta suavemente.
Al principio permanecen atentas por si una mano ensangrentada aporrea el cristal o por si un cuerpo humano se estrella contra las celosías. Cuando finalmente resulta obvio que esa batalla se va a librar de forma lenta, Elizabeth se dirige a su mesa para llamar a algunos clientes y los auxiliares de Ventas de Formación se marchan a almorzar. O mejor dicho, intentan ir a almorzar, ya que la enorme cantidad de ex empleados enfadados que hay delante del edificio ha puesto nervioso a todo el mundo y los agentes de Seguridad no les dejan salir. A la una el hambre empieza a notarse y aumentan las posibilidades de que se organice otra revuelta dentro del edificio. A la vista de las circunstancias, Recursos Humanos hace algunas llamadas telefónicas y consigue que una furgoneta les traiga un buen surtido de sándwiches. Están fríos y correosos, además de engendrar un sentimiento de culpabilidad entre los trabajadores, ya que deben recogerlos en el mostrador de recepción bajo la penetrante mirada de los despedidos a través de los cristales tintados.
—Ahhh —dice Freddy.
Jones sigue la mirada de Freddy hasta que ve a Eve saliendo del ascensor con un hombre vestido de gris del proyecto Alpha. Ninguno de los dos parece nada contento. El corazón de Jones empieza a latir con fuerza.
Holly suelta una risita.
—¿Acaso creíste que la habían despedido?
—No la vi en su mesa esta mañana y pensé que sí —responde Freddy sin aliento—. Tengo tal subidón de adrenalina que me atrevería a preguntárselo ahora mismo. ¿Sabes que cuando las personas comparten una situación de peligro se establece un estrecho vínculo entre ellos? Quizá eso juegue en mi favor.
Observan cómo Eve se dirige al mostrador de recepción.
—No lo comprendo —dice Holly—. ¿Qué es lo que tiene? No está tan en forma. Una vez la vi en el gimnasio y parecía a punto de desfallecer.
—Tienes razón —responde Freddy—. No comprendes.
—Aunque tiene razón —dice Jones—. En realidad, nadie la conoce. Podría ser una de ésas que te asesinan con un hacha.
—¿Con esos bracitos? —dice Holly.
—¿Qué dices? Antes me decías que le pidiera salir.
—Sólo digo que… tal vez no sea la mujer adecuada para ti.
—A Jones también le gusta —dice Holly de broma.
—No digas tonterías —responde Jones conteniéndose para no decir: «¿por qué dices eso?»—. Sólo digo que quizá Freddy tenga mejores opciones.
—No, no creo que las tenga —resopla Freddy.
—Tiene razón —dice Holly—. Mírale. Bajito, con gafas, empleado en el mismo asqueroso trabajo desde hace cinco años… Si Eve Jantiss aceptara una cita con él, ese día compraría lotería.
—Veo que últimamente no trabajas mucho los bíceps —dice Freddy—. Te ha salido un poco de grasa debajo de los brazos.
La boca de Holly se abre de indignación.
—Tengo un porcentaje de grasa del catorce por ciento.
—Bueno, si a ti eso te parece suficiente —responde Freddy. Busca el paquete de tabaco en los bolsillos—. Voy a fumar un cigarrillo. Os veo luego.
Una vez en el ascensor Jones sorprende a Holly pellizcándose debajo de los brazos. Deja caer los brazos a los lados y dice:
—Dios. A veces me saca de mis casillas.
Cuando Freddy regresa a Servicios de Personal, está rojo de indignación.
—¿Sabéis lo que están haciendo?
—¿Quién? —pregunta Jones.
—Me han hecho salir a la parte de atrás y vi que están construyendo una zona tapiada al lado del generador con un letrero que dice: «El corral del fumador». ¡Están construyendo una zona sólo para fumadores!
Holly resopla de disgusto.
—No comprendo que la empresa quiera derrochar el dinero con los fumadores.
—Y hay un dibujo de unas vacas. Unas vacas fumando un cigarrillo.
Holly suelta una risita.
—Bueno, eso resulta gracioso —añade Holly.
—Lo que me fastidia es que crean que eso resulta beneficioso —se queja Freddy—. Dirección está tan fuera de onda que cree que se lo agradeceremos.
Mira a Jones buscando apoyo, pero éste mantiene la boca cerrada, así que termina por exclamar:
—¡Capullos!
—He oído en el gimnasio que los no fumadores van a tener un día más de vacaciones —dice Holly—. A mí eso me parece muy buena idea.
Freddy se queda con la boca abierta.
—¿Cómo dices?
—Bueno, yo no me tomo cinco descansos al día para ir a tomar el sol. ¿Por qué no me van a dar un día más de vacaciones?
—Yo recupero el tiempo. Trabajo horas extra.
—Sí, ya. Lo que tú digas.
—Eso es discriminación.
—A mí lo que me parece discriminación es que te tomes tantos descansos para fumar cuando ni Jones, ni yo lo hacemos.
—A mí no me metas en esos asuntos —responde Jones antes de darse cuenta de lo hipócrita que resulta eso viniendo de él.
—Además, no entiendo que te pongas así porque me den un día libre. A ti eso no debería importarte.
—Bueno, tú eras la que me estabas puteando por tomarme cinco minutos para fumar.
—¿Me estás llamando puta? —grita Holly.
Jones se levanta para separarlos.
—Dejadlo ya, ¿vale? Es un momento muy tenso y deberíamos mantenernos unidos.
Freddy respira profundamente.
—Lo siento. No eres ninguna puta, Holly. Pero no pienso meterme en un corral con dibujos de vacas.
Después de unos momentos, Holly dice:
—Sí te meterás.
Freddy se sienta y suelta un suspiro.
—Odio esta empresa con toda mi alma. Desearía que me hubiesen despedido.
—En realidad no.
Freddy ríe un poco.
—No, no creo. Aquí al menos estoy en buena compañía.
—¿Cómo dices? —pregunta Jones.
—Digo que aquí al menos estoy en buena compañía.
—Ah. Creía que habías dicho que estabas en una buena compañía.
Freddy y Holly se le quedan mirando.
—¿Qué pasaría si tratásemos de mejorar las cosas en la empresa? Hay muchas cosas que podemos hacer.
Holly lo mira sorprendida. Freddy dice:
—Jones, aún te comportas como un novato. En esta empresa todos los días la gente sugiere ideas para mejorar la empresa y las meten en el buzón de recomendaciones que está en la cafetería —mejor dicho, estaba— y nunca más se oye hablar de ellas, salvo en las reuniones de toda la plantilla, momento en el cual Dirección General elige la más inútil de todas y anuncia que formará un equipo interfuncional para estudiarla. Un año o dos después, cuando ya todos nos hemos olvidado del asunto, se recibe un correo electrónico que anuncia la implementación de algo que no guarda ningún parecido con la idea inicial y que, normalmente, produce el efecto contrario, y en los informes anuales se subraya el hecho para demostrar que la empresa escucha y responde a sus trabajadores. Eso es lo que sucede cuando alguien trata de mejorar la Corporación Zephyr.
Se oye un clic y Freddy, Holly y Jones se levantan al mismo tiempo. Miran por encima del panel divisorio de su cubículo y se dan cuenta de que otros empleados de Servicios de Personal hacen lo mismo. La puerta de la sala de reuniones se abre.
Roger es el primero en salir, con una sonrisa esplendorosa.
La reina ha muerto. ¡Larga vida al rey! Los trabajadores se pelean por una mirada de Roger, por tocar su mano. Roger pasa entre ellos, saludándoles, estrechando manos, recibiendo palmadas en la espalda y besos en la mejilla.
—Yo gobernaré para el pueblo —dice Roger. Hay vítores—. Es un nuevo comienzo. Os prometo trabajo duro, pero también respeto. Reconocimiento. Y recompensa.
El rostro de los empleados se ilumina. Los empleados de Servicios de Recolocación y Gestión del Gimnasio intercambian sonrisas entre sí. Los trabajadores del Club Social y de Diseño de Tarjetas Profesionales brindan con tazas de café. Son los supervivientes. Son las cuatro y media de la tarde y es el amanecer de un nuevo día.
Los agentes comerciales están anonadados. Holly dice:
—Imaginabas que Roger fuese tan…
—No —responde Freddy.
Roger se acerca a ellos. Los auxiliares de Ventas de Formación le dibujan bonitas sonrisas y levantan el pulgar en señal de felicitación. Freddy coge la mano de Roger y se la estrecha con entusiasmo.
—Bien hecho, Roger. Te felicito.
—Te lo agradezco —responde Roger—. Las cosas van a cambiar desde ahora. Hay mucho trabajo por hacer. Vamos a averiguar quién cogió ese donut.
Llueve ligeramente, pero ninguno de los desempleados regresa a casa. Tienen el rostro cubierto de gotitas de agua, el maquillaje corrido y el pelo ligeramente crespo, pero su rabia no se diluye. Se escuchan promesas de formar un piquete permanente; comienza a circular una lista de turnos. No están muy seguros de lo que exigirán, pero de una cosa sí están completamente convencidos: ellos no merecen esto.
El vestíbulo está completamente vacío, salvo por los guardias de seguridad y Gretel; se oye la campana del ascensor. Gretel se gira en la silla. La puerta del ascensor se abre y salen Eve y un hombre de Dirección General: Blake Seddon. Las chicas se derriten al verle porque es joven, apuesto y tiene más dinero del que puede gastar. En la actualidad, lleva un parche en el ojo que, según ha oído decir Gretel, se debe a un golpe que recibió mientras evitaba que atropellaran a una niña justo delante del edificio de Zephyr. Seddon sonríe mientras se acerca, junto a Eve, al mostrador de recepción y Gretel siente que su boca se curva casi involuntariamente.
Eve ocupa su asiento detrás del mostrador. Blake, por el contrario, continúa caminando hasta la línea de guardias de Seguridad que miran a través del cristal.
—¡Uf! ¡Vaya día! —dice Eve—. ¡Vaya día!
Gretel no sabe por qué ha sido un día tan horrible para Eve, teniendo en cuenta que ha estado ausente la mayor parte del mismo, pero con el tiempo ha aprendido a no hacer preguntas y se limita a responder:
—Sssí.
—Cuando esto se acabe, pienso pillar una buena borrachera.
Gretel sonríe. Ha aprendido también que, cuando Eve dice cosas como ésa, no quiere decir que la esté invitando.
Un agente de Seguridad se acerca hasta el mostrador.
—¿Tenéis un paraguas para el señor Seddon?
Gretel mira debajo del mostrador y saca un paraguas negro muy elegante. El guardia lo coge y se lo lleva a Blake Seddon, quien sonríe a Gretel pero mira por el rabillo del ojo a Eve. Luego sale para enfrentarse a la multitud enfurecida.
Al verle todos le abuchean. Cuando Blake se para delante de ellos y levanta una mano para pedir calma se han convertido en una masa que grita enardecida. Sin embargo, él no demuestra el más mínimo miedo y se limita a esperar bajo el paraguas a que los ánimos se calmen.
—Amigos míos —dice—. Mis estimados y queridos amigos.
Por unos instantes parece que la multitud se va a abalanzar sobre él, pues están lo bastante exaltados. Lentamente, no obstante, su rabia va apagándose y al final Blake puede hablar sin que le interrumpan.
—Son tiempos difíciles —dice Seddon mientras la lluvia salpica su paraguas—, no necesito deciros eso porque lo sabéis de sobra. Es un mercado duro y tenemos que afrontar la competencia extranjera. Si queremos tener éxito como empresa, si queremos sobrevivir, tenemos que tomar decisiones difíciles, la Corporación Zephyr no es una organización de caridad. Si no obtenemos beneficios, los inversores se llevan el dinero a otro lado, así de sencillo. Si la empresa gana dinero, nos podemos permitir contratar a más gente, si no, tenemos que despedirla. No es nada personal. Son decisiones económicas. Dirección General tiene el deber de evitar los números rojos por el bien de los inversores. Nos encantaría teneros a todos vosotros en nuestra plantilla, pero estamos obligados a hacer lo que sea mejor para la empresa. Si eso significa recolocar externamente a algunos empleados, estarán de acuerdo en que eso es lógico y razonable. Insisto en que no es nada personal, sino un proceso estandarizado de contraste del valor de una parte de la empresa con sus costes asociados, algo que se aplica por igual a las líneas de producto, a los departamentos y a los empleados. Desearía que fuese de otro modo, pero la realidad es que debemos eliminar sin misericordia las partes de la empresa que causan pérdidas con el fin de proteger las partes rentables. Cuando hemos hecho los cálculos, hemos concluido que ustedes son las partes que causan pérdidas. No es nada personal. Quiero que entiendan que no es una decisión arbitraria. No lo hacemos por un deseo de venganza, ni estamos disfrutando con ello. Sencillamente tratamos de mantener la empresa a flote. Si las cosas fuesen diferentes —si hubieseis sido más productivos o recibido un salario más bajo— entonces tal vez no estaría hablando con vosotros ahora mismo. Pero desgraciadamente tengo que deciros que no estabais añadiendo valor. Por tanto, aunque os sintáis dolidos, es importante que os deis cuenta de que es una consecuencia lógica de la relación coste-beneficio. Estabais hundiendo la empresa. No deseo parecer excesivamente crítico, pero sí os lo merecéis.
La multitud se calla. Sus palabras sacan a la luz sus más oscuras sospechas. Hay algunos grupos que resisten y tratan de que los demás no pierdan la entereza, pero el sentimiento colectivo se ha roto. En el fondo ya lo sabían; lo sabían. Los desempleados bajan la vista. Todavía hay algunos que hablan, que discuten, pero carece de importancia porque la gente, sola o por parejas, ya ha empezado a marcharse.
Jones se dirige al coche, oyendo el eco de sus pasos sobre el pavimento del aparcamiento, cuando de pronto se da cuenta de que el vehículo que está detrás de él no está buscando sitio para aparcar, sino siguiéndole. Se da la vuelta y ve cómo baja el cristal ahumado del lado del conductor de un Porsche 911 color negro, dejando salir una oleada de música clásica y revelando el parche negro de Blake Seddon.
—¿No está prohibido conducir con un parche en el ojo? —pregunta Jones—. Yo habría dicho que sí.
Blake se ríe.
—Probablemente lo esté. Oye, ¿es ese tu coche? ¡Vaya! Va siendo hora de que te compres uno nuevo, Jones.
Blake mira el retrovisor y añade:
—Tengo una pregunta que hacerte: esta mañana, cuando saliste de la reunión de Alpha, ¿por qué tardaste tanto tiempo en regresar a tu mesa?
—¿Me estabas vigilando?
—Bueno, más bien observando.
—Ja, ja —responde Jones—. Eve vino detrás de mí. Quería hablar conmigo.
—¿Y qué más?
—Salí del edificio para ver qué sucedía.
—Hmm —dice Blake—. Ya sabía que mentirías sobre eso.
—Probablemente lo tenéis grabado.
—Ya lo sé.
—¿Entonces para qué me preguntas?
—Estaban muy enfadados hoy. He visto ya unos cuantos despidos masivos, pero ninguno como éste. Jamás habíamos tenido que intervenir personalmente. Supone casi una violación de los estatutos de Alpha. A Klausman le costó tomar la decisión.
—Quizá deberíamos habernos mantenido al margen. Habría sido una experiencia muy instructiva. Eso es lo que hace Alpha, ¿no es verdad? Mirar y aprender.
—A mí me gustaría instruirme sobre por qué hoy ha sido diferente.
Jones se encoge de hombros.
—Les dijiste algo.
—Les deseé lo mejor para el futuro.
—Y una mierda.
—¿Tenéis audio fuera?
—No, Jones. No tenemos audio fuera —responde Blake con una carcajada.
—Entonces, ¿de qué hablas?
—Antes no eras tan gallito. Algo ha cambiado y me gustaría saber qué. Quiero saber si eres tú o ella.
—¿De quién hablas?
—Por favor —dice Blake.
—Hablo en serio. No sé de qué hablas.
Blake aprieta los labios, luego se acerca y saca un brazo por la ventanilla.
—Hay una cosa que debes saber, Jones, y es que Eve no tiene sentimientos. No sé qué le pasó a esa chica, pero creo que su trabajo favorito sería poner inyecciones letales en San Quintín. Puede que ya te hayas dado cuenta, pero no sabes ni la mitad. Ella no tiene sentimientos como tú o como yo. Sabe que debería tenerlos, pero no los tiene. Te digo una cosa, Jones, por más que te creas muy listo y muy inteligente cuando estás con ella, no tardarás en darte cuenta de que para ella no eres más que una enorme y torpe marioneta.
—No sabía que fueses tan profundo —responde Jones—. ¿Quieres que me eche en el diván y te hable de mi madre?
Blake resopla.
—Oye, no te culpo por estar interesado en ella. Tiene un polvo, sin duda. Es una de esas chicas que se comportan como si no lo hubieran hecho antes. ¿No te lo habrás creído, verdad?
Blake ve algo en la cara de Jones que le satisface y cierra la ventanilla del Porsche mientras dice.
—Mucho cuidado, Jones.
—Para que yo lo entienda —dice Penny. Ella y Jones están lavando platos en la cocina de casa de sus padres. Por encima de la cabeza de Penny hay un reloj con forma de gato que marca los segundos con un péndulo en forma de cola mientras mueve los ojos de un lado a otro—. Ese Blake piensa que te llevas algo entre manos con Eve.
—Algo así.
—¿No están todos los miembros de Alpha en el mismo bando?
—Se supone que sí. Pero hay muchos entresijos políticos. Cuando Klausman se jubile, es probable que se maten entre ellos por quedarse con su puesto.
—¿Se va a jubilar?
—Umm… De momento, no creo.
Penny se arregla el pelo, recoge algunas mechas que se le han escapado de la coleta.
—De acuerdo, empecemos por el principio. Tú trabajas para Alpha.
—Así es.
—Y por eso te puedes permitir el lujo de comprarte trajes como éste.
—Bueno, éste en concreto se lo debo a Eve.
—De acuerdo. Entonces digamos que ella te lo dio porque eres su lacayo.
—Su protegido.
—Bueno, lo que sea.
—Yo no soy su lacayo.
—¿Cuál es la diferencia?
—Um —responde Jones.
—Hablas mucho de ella —dice Penny con suspicacia—. Eve por aquí, Eve por allí…
—Bueno… —¿Qué?
—Me siento muy atraído por ella. ¿No te lo había dicho ya?
—¡No! Pensaba que la detestabas.
—Sí, también, pero… es que estoy muy confuso. Cuando Blake mencionó que había salido con ella… me sentí celoso.
—Oh, vamos…
—No digo que esté bien, sencillamente soy sincero. Eve y yo pasamos una noche juntos.
—Tú pasaste una noche con ella. Ella estaba fuera de combate.
—Sin embargo, antes de eso, ya vi algo en ella. Desde ese día en el bar ha sido… ¿cómo decirlo? Menos mala.
—Uau —dice Penny.
—No quiero parecer grosero, pero está buenísima.
—Stephen.
—Te recuerdo que tú estabas obsesionada con aquel tipo del gimnasio del que ni siquiera sabías el nombre.
—Hmmm.
—Pero tienes razón. Las cosas que hace Eve, te hacen odiarla. No te deja otra alternativa; ese es el problema.
—Al margen de tu siniestro gusto por las mujeres malvadas y de lo que haya entre Blake y ella, todos los de Alpha están unidos por el único deseo de sacarle la sangre a la plantilla, ¿me equivoco?
—No.
—Y a ti te gustaría poder parar eso.
—Tú no has visto ese sitio. Es sencillamente brutal. Y recuerda, no es sólo Zephyr. Las técnicas que ellos inventan son aplicadas por miles de empresas. Probablemente se aplican a millones de empleados.
—Y en lugar de irte de allí, vas a trabajar en secreto, como si fueses un saboteador.
—Digamos que sí.
—Aunque no tienes ninguna autoridad en Alpha y en Zephyr eres un simple machaca.
—Sí.
—Y si saboteas Alpha —es decir, si cuentas la verdad a todos los que trabajan en Zephyr—, lo único que conseguirás es que echen a todo el mundo, cierren la empresa y empiecen de nuevo en otro lugar.
—Sí —dice Jones suspirando.
—Para colmo, una de las personas a las que debes sabotear es esa mujer por la que te sientes tan atraído.
—Exactamente.
—Bueno, la cosa está complicada.
—Pensé que podrías darme alguna solución.
—Lo siento, Stevie, pero ahora mismo no veo ninguna.
—Mierda.
—Quizá lo mejor que puedes hacer es dejarlo.
—Entonces contratarán a otro para que haga mi trabajo. Necesito encontrar una forma de obligar a Alpha a que mejore Zephyr.
—Bueno, te deseo suerte —dice Penny finalmente.
Alguien desde el salón les pregunta:
—¿Necesitáis ayuda?
—No, mamá —responde Jones limpiando el plato que ha utilizado.
—¿Qué debemos decirle a papá y a mamá al respecto? —pregunta Penny.
—Hum. Diles sólo que me he comprado trajes nuevos —responde Jones.
Según El sistema de gestión omega, todas las reestructuraciones corporativas pasan por tres fases. La primera es la planificación: un estado eufórico y un tanto vertiginoso que sobreviene a Dirección General cuando se da cuenta de lo fuerte que podía ser la empresa si se aplicase una reestructuración estratégica de sus unidades empresariales; extraña coincidencia, también cuando se da cuenta del enorme poder y responsabilidad que adquiriría cada miembro de Dirección General. Es un momento eufórico, pero sólo para Dirección General. A los demás, les resulta difícil ver que los beneficios prometidos por esa reorganización sean diferentes de los prometidos por la última reestructuración, esa que se llevó a cabo hace nueve meses.
Luego viene la implementación, que es como una ópera antes de comenzar: reina el caos y lo único que preocupa a la gente es dónde va a sentarse. Es una combinación de triunfo y tragedia para los trabajadores —triunfo para aquellos que por fin han logrado quitarse de encima a un odioso colega, y tragedia para aquellos cuya pantalla de ordenador queda a partir de ahora a la vista de cualquiera que entre en el departamento—, pero un periodo oscuro y gris para Dirección General, porque sus maravillosas visiones se estrellan contra las duras rocas de la realidad. Sus paradigmas invertidos revientan y escupen nuevamente paradigmas en posición estándar; su pensamiento lateral se longitudinaliza y regulariza por completo. Ellos soñaron con un único superdepartamento bien cohesionado, pero lo que tienen son tres ex departamentos obligados a sentarse juntos y enfrascados en una guerra civil. Dirección General se pregunta: ¿por qué no pueden llevarse bien las personas? Es realmente desolador.
Finalmente viene lo que El sistema de gestión omega llama oficialmente reajuste, pero que los agentes del proyecto Alpha llaman en privado «evacuación». En esta fase los empleados que no se sienten satisfechos con su nuevo rol en la empresa comienzan a pulir sus currículos y enviarlos a otras empresas con el fin de encontrar otro trabajo más digno. Si tienen éxito, se marchan; si no, permanecen, junto con los que están lo bastante próximos a Dirección General para recibir alguna propina política. En esencia, la empresa pronto se ve reducida a los incompetentes y los corruptos. Sin embargo, se esforzará por seguir adelante, impulsada por la ilusión de que padece los problemas típicos de los comienzos y no una profunda sodomización de la estructura corporativa entera, hasta que esa ilusión desaparece y Dirección General hace lo único que sabe hacer: anunciar una reestructuración.
Alpha sueña en un futuro sin reestructuraciones. No es que tenga nada contra ellas, más bien todo lo contrario, pues reconoce que las circunstancias del mercado cambian y las empresas deben adaptarse a ellas. La única objeción que pone Alpha es que no tiene por qué cambiar cada catorce meses, el lapso medio establecido por Fortune 500 entre reestructuraciones empresariales. Alpha ha comprobado que una reestructuración normal cuesta tres semanas de productividad y el 82 por ciento de ellas no generan ningún beneficio reconocible. Es decir, que una empresa podría darle a cada empleado una bonificación de dos semanas de vacaciones y saldría mejor parada que si lanza una reestructuración. Hablando más en serio, podría no darles a los empleados esas vacaciones extra y ganar aún más dinero.
El principal problema, sospecha Alpha, es que las reestructuraciones son divertidas, al menos para Dirección General; obviamente para nadie más. Si ha de elegir entre investigar las razones por las cuales el 50 por ciento de las ganancias se pierde por deficiencias de control del inventario, o elaborar una nueva y atrevida visión de la futura estructura de la empresa, Dirección General opta invariablemente por lo segundo. Si Dirección General capitaneara una nave, tardaría el doble en llegar a su destino y la embarcación sería enteramente reconstruida durante la travesía. Alpha no tiene nada en contra de esta visión, pero desearía que Dirección General se limitara a prestar atención al timón de la nave y dejara en paz las cuestiones arquitectónicas.
Sin embargo, hasta que llegue ese día, Alpha se conforma con encontrar alguna forma menos disfuncional de llevar a cabo las reestructuraciones. Ha puesto en práctica diversas técnicas, entre ellas la reestructuración «sorpresa» que se está ensayando en este momento, ideada por Eve Jentiss para eliminar la pérdida de productividad que conlleva normalmente la primera fase. Al parecer se ha logrado el objetivo, ya que Zephyr ha pasado de forma inequívoca a la segunda fase. Se están gestando varias guerras civiles. Comienzan a surgir alianzas. Aparecen los primeros señores de la guerra, como Roger en Servicios de Personal. El miércoles a las 8:50 horas de la mañana se lanza la primera campaña exterior. Procede de Control de Infraestructura y llega en forma de mensaje de voz dirigido a todos los jefes de departamento. En él lamenta anunciar un incremento de los costes aplicados por metro cuadrado, cubículo, plaza de parking y línea telefónica empleada por cada departamento. El edificio sigue siendo del mismo tamaño, señala Control de Infraestructura, al igual que el aparcamiento, y hay también el mismo número de líneas telefónicas, pero al haber menos empleados para cubrir los gastos, no les queda otra opción que incrementar los costes.
Los nuevos jefes superdepartamentales escuchan la noticia perplejos. ¡Novecientos dólares por los paneles divisorios de un cubículo! ¡Quinientos al mes por un simple ordenador! ¡Seis mil al año por una ventana! Los directores están que trinan en sus sillones de cuero, que son ahora tres veces más caros que antes. ¡Eso es especulación en toda regla! Las líneas telefónicas entre departamentos (doscientos dólares por conexión, además de los gastos de utilización) echan humo, mientras los directores comparten su furia. Se hacen juramentos de apelar a Dirección General, pero no se llevan a cabo, al menos no de momento. Los de Dirección General parecen estar un tanto irritados con la consolidación, al menos desde que vieron a doscientos empleados enfadados apostados en las puertas del edificio y arrojando objetos. Se convoca una reunión. En el vestíbulo, Gretel observa sorprendida cómo el ascensor se abre una y otra vez para dejar salir a un director tras otro, que se dirigen a la sala de reuniones con el paso firme y el ceño fruncido.
Pronto todos los directores están presentes, incluido Roger. La única excepción es Recursos Rumanos (o mejor dicho, Recursos Humanos y Protección de Activos, que es el nombre que se le ha dado al nuevo departamento), pues nadie lo ha convocado, ya que hasta los directores lo consideran una persona siniestra. Recursos Humanos está dirigido por un hombre de labios húmedos y pelo grasoso que se riza en las puntas; saber que tiene tu expediente a su disposición es suficiente para ponerte la carne de gallina. De modo que están todos salvo él, y cuando llega el director de Control de Infraestructura, el ambiente se puede cortar con un cuchillo.
El director de Control de Infraestructura es un hombre bajito y musculoso con barba negra. Es un caso extraño en la Corporación Zephyr, pues empezó abajo de todo y fue ascendido por su tesón, lo cual hace sentirse incómodos al resto de los directores. La idea de que se puede ascender mediante una competencia sana y no a base de intrigar, dar puñaladas traperas, escapar de los desastres inminentes y apuntarse en el último momento a los éxitos, echa por tierra todo lo que han aprendido. El director de Control de Infraestructura se dirige al centro de la sala, cruza sus musculosos brazos y pregunta:
—Muy bien, ¿cuál es el problema?
Control de Infraestructura recibe una lluvia de invectivas y gotas de saliva cuando los directores arremeten contra él para explicarle qué es lo que sucede exactamente. Sin embargo, el director no retrocede. Ni siquiera cambia de expresión. Cuando el pozo de furia se seca, se encoje de hombros y dice:
—No puedo hacer nada al respecto.
De nuevo se oye un abucheo y una oleada de protestas recorre la sala. A la vista de que Control de Infraestructura no ha reaccionado como esperaban a la furia, el segundo asalto adopta un tono más lastimero. Sin duda no tendrá intención de robarles a ellos, gimen los directores, para llenar sus propios cofres. Sin duda puede entender la situación en la que se encuentran. Debe entender que no pueden funcionar sometidos a unos aumentos de costes tan desaforados.
Control de Infraestructura encoge los hombros de nuevo y dice:
—Lo único que sé es la cifra total de nuestros costes y el número de personas entre las que debemos dividirlos.
¡Maldita sea! El tercer asalto es el más violento hasta el momento. Los directores se dan cuenta de que no están logrando ningún progreso, por lo que dan rienda suelta a sus sentimientos. Los ataques comienzan a hacerse un tanto personales, en referencia al pasado de obrero llano del director de Control de Infraestructura y a su carencia de educación formal. Control de Infraestructura hace frente a todas las miradas furibundas. Al final, también este asalto termina por perder fuelle.
—Si queréis que Zephyr reduzca el total de sus gastos fijos, ¿por qué no habláis con Dirección General? —dice. Luego se levanta y sale de sala.
Pues sí, los directores van a plantear la cuestión ante Dirección General. Es una idea magnífica, sobre todo ahora que Control de Infraestructura la ha sugerido, pues siempre pueden echarle la culpa a él si la molestia sienta mal en Dirección General. Los directores se apiñan alrededor de un altavoz Dirección General está anonadada. ¿Qué narices se cree que está haciendo Control de Infraestructura? ¡El objetivo de la consolidación es reducir gastos, no incrementarlos! Son personas como el director del Departamento de Control de Infraestructura las que están arruinando sus hermosos planes, comprende al fin Dirección General. Cuando llega a su oficina situada en la planta quince, ya le está esperando un mensaje de voz que le convoca de inmediato en la segunda planta.
Es la primera visita de Control de Infraestructura a la segunda planta y se siente gratamente sorprendido. Los espacios son amplios, las mesas de roble, se ven flores recién cortadas y bonitos cuadros colgando de las paredes. Hay una infraestructura nada desdeñable por aquí, ciertamente. Le conducen hasta la sala de juntas, donde le espera Dirección General al completo. Le señalan un asiento al final de una enorme mesa y, después de una pausa intimidatoria, le piden que se explique.
—Bueno, la razón es muy sencilla. Nuestros gastos fijos no han cambiado y ahora no hay tantos departamentos. Lo único que puedo hacer es cobrarle más a cada uno.
Dirección General espera, pero no parece haber más que eso. Están perplejos. ¿Dónde están las láminas de PowerPoint? ¿Dónde están las ideas clave? ¿Dónde están las referencias a los paradigmas empresariales cambiantes y a las oportunidades de mercado emergentes?
—Pero los departamentos son más pequeños —dice una mujer—. Usan menos infraestructura. Si acaso deberían pagar menos.
—¿Entonces, a quién le facturo los departamentos que han quedado vacíos?
—¿Por qué hay que facturárselos a nadie?
—Porque siguen estando ahí.
A Dirección General no le agrada el tono que emplea, ni las implicaciones de sus palabras. Intercambian miradas. Ellos preferirían una explicación alternativa, por ejemplo que Control de Infraestructura es un departamento codicioso y especulador.
—¿Qué podemos hacer entonces para mantener los mismos gastos departamentales de antes? —pregunta Dirección General como última oportunidad.
—Bueno, se pueden volver a llenar esas plantas contratando a más personal.
Todos los presentes contienen la respiración. ¡Contratar a más personal! Eso es una herejía. Los miembros de Dirección General se miran entre sí, perplejos. Luego le dicen al director de Control de Infraestructura que puede irse.
Durante unos minutos reina un completo silencio en la sala, salvo por el ruido que hace la nevera del bar. Luego una de las mujeres se inclina hacia delante:
—Eso de facturar a los departamentos por unos recursos fijos… no es más que una artimaña contable, ¿no es verdad? La infraestructura ya está ahí. No se va a ir a ninguna parte si dejamos de facturar a los departamentos por ella. De modo que podemos resolver el problema en cuestión de segundos eliminando sencillamente el departamento de Control de Infraestructura.
Una leve sonrisa aparece lentamente en el rostro de todos los presentes. ¡Por fin han encontrado una solución! Se escuchan algunas protestas de un hombre cuya principal ganancia con la consolidación fue hacerse con la responsabilidad del departamento de Control de Infraestructura, pero las acallan rápidamente, la decisión es anunciada y notificada a Recursos Humanos; para cuando Control de Infraestructura regresa a su despacho, ya le esperan dos guardias de Seguridad.
Sydney, la diminuta ex directora de Ventas de Formación, está de pie en el ascensor, con las puertas abiertas y mirando el panel de botones. Tiene un dilema: no sabe qué botón debe apretar.
En ningún caso piensa ir a la planta once. Trabajar para Roger, hasta esta semana su subordinado, sería demasiado humillante para ella. Tal vez haya personas que recibirían una puñalada en la espalda y continuarían sonriendo, pero Sydney no es una de ellas. Desde que fue expulsada de su puesto, ha ido de departamento en departamento buscando la ayuda de sus viejos amigos; o mejor dicho, de los que consideraba sus amigos, pues por lo que se ve sólo le mostraban simpatía por el puesto que ocupaba. Darse cuenta de que todos han estado desde siempre en contra suya ha sido una sorpresa muy desagradable… aunque en realidad eso es justamente lo que ella misma ha ido a explicarles desde el principio.
Su mayor problema ahora es que se ha quedado sin alternativas. De todos los números que hay en el panel (que no son muchos), los únicos que no ha probado son los de escalafón más alto; es decir, Recursos Humanos y Dirección General.
La idea le resulta seductora. El lugar de Sydney no se encuentra entre los departamentos más bajos; debería estar arriba de todo. ¿Dónde si no podría estar una mujer con una visión tan panorámicamente hostil, con ese desagrado por las personas en general y con ese gusto por obligarlas a hacer sacrificios? En Dirección General, en la mismísima Dirección General; sí, ése es su lugar.
El problema es que uno no entra en Dirección General así como así. Uno tiene que abrirse camino en docenas de fiestas y partidos de golf, algo que Sydney no ha hecho ni parece muy dispuesta a hacer a pesar de la situación tan desesperada en que se encuentra, pues se considera demasiado buena para eso.
Una chica con grandes pecas se acerca.
—¿Sube? —pregunta alegremente.
Sydney le devuelve la mirada hasta que ella termina por marcharse.
Dirección General está descartada, por desgracia. Sólo queda un número: el tres. Recursos Humanos.
Sydney siente afinidad por ese departamento. Le gusta el nombre que tiene, con su casi explícita implicación de que los empleados son un recurso explotable como las acciones o los bienes inmuebles. Y no precisamente uno de los recursos más valiosos, a pesar de ese viejo dicho de que los empleados son el activo más importante de una empresa. Sydney sabe la verdad: denle a la empresa dinero en efectivo, denle alianzas estratégicas, denle recursos; es decir, denle cualquier cosa menos quisquillosos, idiosincrásicos y traidores seres humanos. La gente es lo peor de todo: no se la puede almacenar, no se la puede recolocar (fácilmente), ni siquiera puedes dejarla ahí para que vaya acumulando valor. Por eso las empresas necesitan un departamento de Recursos Humanos: un departamento que convierta a los seres humanos en recursos.
Sydney se pone de puntillas para presionar el botón número tres. Las puertas se cierran. Mientras el ascensor sube, canturrea una canción. Se siente nerviosa, pero optimista. Está convencida de que encajará en ese departamento.
Freddy entra en el panal de cubículos de la planta once y se detiene en el perchero. La chaqueta que ocupaba su percha el lunes cuelga dos perchas más abajo. Freddy sonríe. Cuelga la chaqueta en su percha y se dirige a su cubículo con paso enérgico.
Poco a poco va conociendo a los otros trabajadores de Servicios de Personal. Los que trabajan en Diseño de Tarjetas Profesionales son altos, pálidos y delicados. Los del antiguo departamento de Servicios de Recolocación son bajitos, robustos y sin sentido del humor. También son los que cuentan con la mejor proporción de empleados por metro cuadrado. Cualquier tipo alto, exuberante y con aspecto de estar en forma pertenece a Gestión del Gimnasio. Los empleados del Club Social tienen una mirada brillante y directa, y siempre están abiertos a la conversación. Luego están los de Ventas de Formación, que, en opinión de Freddy, son los malos de la película. Todo el mundo desconfía un poco de los de Ventas de Formación. Así son los empleados del nuevo departamento de Servicios de Personal: una mezcla de duendecillos, gigantes, pavos reales, gnomos y delincuentes organizados.
Freddy se dirige a su cubículo y se sienta. Se da cuenta de que en el nuevo departamento no están incluidos los de Cursos de Formación. Se queda perplejo. ¿Ha desaparecido ese departamento con ese asunto de la consolidación? De ser así, ¿qué se supone que va a vender el departamento de Ventas de Formación?
Probablemente haya una respuesta razonable. Probablemente Dirección General haya decidido redirigir las destrezas de Ventas de Formación hacia un sector de más valor que no tenga nada que ver con la formación. No obstante, Freddy lleva ya bastante tiempo trabajando en Zephyr. Está casi seguro de que es una metedura de pata.
Holly encuentra un mensaje de voz cuando llega a su escritorio. Roger le pide que se presente en su (nueva) oficina lo antes posible. La voz femenina que ha dejado el mensaje dice: «¡Recibido… hoy… a las… cinco… ¡cincuenta!… cuatro». Por lo que se ve, lo antes posible para Roger es mucho antes que para ella. Le da miedo pensar que Roger lleve trabajando casi tres horas. Por un lado, es incapaz de imaginar que Roger pueda ser peor jefe que Sydney. Por otro, teme que Roger le demuestre lo equivocada que está.
A mitad de camino se detiene y se ve a sí misma mirando a un monitor de televisión. Está colgado del techo, pero es tan grande que obliga a los empleados más altos a agachar la cabeza cuando recorren el pasillo. La pantalla está apagada. A su lado hay una jaula a prueba de vándalos con una enorme bombilla dentro. Al parecer ni la pantalla ni la bombilla sirven para nada. Unos cuantos empleados la miran con inquietud, pero Holly se limita a pasar entre ellos. Ya ha dejado de perder el tiempo tratando de encontrar una explicación a las inexplicables cosas que suceden en Zephyr.
Hay un asistente en la puerta de la oficina de Roger, justo en el mismo lugar que ocupaba Megan en la planta catorce. Es un joven delgado con unas gafas desenfadadas y una corbata con caras sonrientes y amarillas que a Holly le parecen un tanto inoportunas a esas horas de la mañana.
—He venido para ver a Roger.
—¿Es usted la señorita Holly Vale?
—Sí.
—La está esperando. La acompaño.
El asistente se levanta, trota hasta la oficina de Roger, abre la puerta y se aparta a un lado para que pase Holly. Ésta sin embargo permanece de pie, petrificada por la sorpresa. Cuando una persona dispone de una oficina, lo que hace es cerrar la puerta y obligar a que la gente llame antes de entrar. ¿Acaso no son para eso las oficinas? Cuando los directores dicen que tienen una política de puertas abiertas significa que puedes solicitar una entrevista con ellos sin una cita previa, no que la puerta esté realmente abierta. No significa que entres sin llamar.
Se da cuenta de que el asistente la está mirando y se pone en movimiento. Si puede realizar un trabajo con objetivos no identificables en un entorno propenso a generar monitores misteriosos, también podrá acostumbrarse a trabajar para un director que tiene una política de puertas abiertas, literalmente hablando.
La oficina de Roger está iluminada por el sol de la mañana; al otro lado de la ventana se ve un retazo de azul. Roger está sentado en un amplio y brillante escritorio con las manos entrelazadas.
—Hola, Holly. Siéntate.
La oficina está muy bien amueblada. Holly se sienta en una silla con antebrazos y reposa las manos sobre ellos. Luego hay una pausa durante la cual Roger sigue sonriendo. La sonrisa de Holly, sin embargo, empieza a tener fracturas. Se mueve en su asiento y se arregla la falda.
—Tengo buenas noticias —dice Roger.
—¡Vaya! —responde aliviada Holly.
—He estado pensando en cómo levantar este departamento y hacer que funcione. Quiero que Servicios de Personal sea el departamento más eficiente, productivo y rentable de Zephyr —Roger hace una pausa. Holly asiente con entusiasmo—. Y he decidido que eso significa redefinir muchos puestos de trabajo. De hecho… todos.
Silencio. Esta vez Holly no puede resistirse y dice:
—Acabo de ver a Freddy y me ha dicho que no hay nadie de Cursos de Formación. ¿Están en otro departamento o…?
—Están fuera. No superaron la consolidación.
—¡Vaya!
Holly espera, pero Roger no parece dispuesto a romper el silencio.
—¿Entonces qué se supone que hacemos?
—Es una buena pregunta. Pero tú, Holly, no necesitas saber la respuesta. Como te he dicho, estoy redefiniendo algunos puestos de trabajo. El tuyo es ahora el gimnasio. Alguien tiene que poner orden en ese lugar. Y ese alguien eres tú.
Los dedos de Holly se clavan en los antebrazos de la silla. Se siente cómo si acabase de quitarse de encima un yugo que la tenía aprisionada. ¡Las endorfinas! ¡Las endorfinas!
—¿Contenta?
—Oh, Roger —responde. Durante un momento enfermizo, siente deseos de abalanzarse sobre él y abrazarlo—. Gracias. Muchas gracias. Te prometo que haré un buen trabajo. El gimnasio no está mal, pero hay cosas, cosas muy sencillas, que pueden hacerse para mejorarlo y hacer que la gente lo utilice con más frecuencia, como por ejemplo clases de…
—Perfecto —dice Roger—. Todo eso me parece muy bien.
Sonríe y luego hay una nueva pausa.
—Muchas gracias —repite de nuevo Holly.
—Pensé que eras la más adecuada.
—Te lo agradezco de veras.
—Por otro lado piensa que si no lo haces bien, será fácil reasignarte.
—Funcionará bien. Te lo prometo.
—Bien, bien —añade Roger—. Aún así, quisiera preguntarte algo.
Holly sabe lo que es antes de que salga de su boca.
—¿Quién cogió mi donut, Holly?
Jones se abre camino por entre el atestado panal de cubículos de Servicios de Personal mientras se muerde los labios. Ha sido una mañana un tanto ajetreada. Para empezar, Eve no acudió a la reunión matinal de Alpha. Jones pensó al principio que llegaba tarde, luego muy tarde y finalmente Klausman se sentó y dijo «Eve se ha quedado en cama por culpa de un virus, al parecer», a lo que Mona respondió con un «ufff» y Blake resopló como si tuviera algo de divertido. Jones pensó que más le valdría a Eve conseguir un certificado médico, pero la idea de que no la vería en todo el día le resultaba sorprendentemente triste, desalentadora, lo cual no era nada bueno, pues no debería sentir esa clase de cosas por una persona a la que deseaba destruir a nivel profesional. Jones se ha dado cuenta de que Eve es como el juego: es adictiva, perjudicial y a pesar de saber que si no la deja habrá consecuencias, todavía quiere más. A lo mejor puede asistir a algún grupo de apoyo, como los alcohólicos anónimos. Puede que toda esa historia termine en la barra de un bar con Blake Seddon brindando mientras recuerdan en tono alternativamente feliz y amargo su época pasada con Eve Jantiss, la zorra que les jodió la vida y arruinó sus planes.
Jones salió de sus fantasías al darse cuenta de que le habían asignado una nueva tarea: restaurar la red de la empresa. Cuando se la encomendaron, respondió:
—¿De verdad? La gente parece mucho más contenta sin la red. Van de un lado para otro, charlan… yo creía que hasta era positivo para la empresa.
—Por supuesto que los empleados están contentos con ello —respondió despectivamente Blake—. Significa que no pueden hacer tanto trabajo. Sin duda los empleados lo encuentran magnífico. Pero no estamos aquí para proporcionarles diversión, ¿verdad que no, Jones?
—No estoy sugiriendo lo contrario —respondió Jones con el tono mesurado y frío de un hombre que se contiene para no estamparle la taza de café en la cabeza a Blake—. Sólo me preguntaba si de esta forma se podría incrementar la productividad. ¿Has oído hablar del equilibro trabajo-vida? Consiste en la idea desquiciada que los empleados trabajan mejor cuando se sienten contentos y motivados.
Blake se echó para atrás y cruzó los brazos, como si acabase de escuchar una soberana estupidez. Klausman, desde el otro extremo de la mesa, le respondió:
—Jones, no somos muy partidarios de eso que llaman equilibrio trabajo-vida. No es que no sea una gran idea, que lo es. Pero sólo en teoría.
—Como el comunismo —añadió Blake soltando una risita entre dientes. Jones decidió que no habría reminiscencias alcohólicas junto a Blake—. El problema estriba en que es un auténtico mito. Hemos hecho las cuentas y no salen. Todo lo que se gana con la reducción del absentismo y de los errores se pierde con la reducción de horas laborables y las distracciones. Los empleados satisfechos no son más productivos, sino menos.
—La mayoría de las veces —corrige Mona—. ¿Acaso no se acuerda?
Klausman asiente.
—Por supuesto que sí. Cuando resulta caro sustituir a un empleado, entonces más vale tenerlo contento. Pero eso son excepciones.
—De modo que lo que están diciendo —intervino Jones— es que no vale la pena gastar dinero en el bienestar de los empleados a menos que estén en Dirección General.
—¡Dios santo! Por fin lo ha comprendido —dijo Blake.
—Lo que digo es que cuando se trata del equilibro entre trabajo y vida, a nosotros nos interesa el aspecto laboral de la ecuación. ¿Capisce?
—Sí —respondió Jones.
—Me alegro, porque estamos ante una de esas situaciones en que no puedo esperar a que Zephyr resuelva sus problemas sola. La mayoría de los miembros de Dirección General ni siquiera tienen ordenador, por lo que tardarían meses en darse cuenta de que algo va mal. La empresa necesita disponer de la red, y tú, Jones, eres el encargado de proporcionársela.
Jones abrió la boca para preguntar «cómo», pero aquello no habría resultado muy dinámico, ni muy propio de un miembro del proyecto Alpha. Por esa razón, se limitó a responder con un «de acuerdo» y todos se quedaron contentos.
La tercera cosa que le inquietó fue lo que dijo Blake cuando estaba a punto de terminar la reunión:
—Vigilen el Departamento de Servicios de Personal. El director, Roger Jefferson, viene con muchas ideas nuevas.
El comentario era a propósito de algo, pero Jones había estado ocupado guardando sus cosas y pensando en el asunto de la red, por lo que no se enteró exactamente de qué. Sin embargo, cuando levantó la vista, vio que Blake le estaba mirando con una risita condescendiente, lo que le hizo pensar que, por razones que aún desconocía, el día no presagiaba nada bueno.
Jones descubre el porqué cuando llega a su cubículo. Freddy y Elizabeth están enzarzados en una animada discusión, sentados uno tan cerca del otro que casi se tocan las rodillas. Freddy niega con la cabeza de forma enfática.
—No, no, no. ¡Jones! Siéntate aquí que necesito tu ayuda.
—Freddy, entiendo lo que quieres decir —dice Elizabeth—, pero no se puede hacer nada al respecto. No tenemos más opciones.
—¿Qué sucede?
Freddy agita un memorándum impreso.
—¡Mira eso! Roger lo llama «programa de control». A partir de ahora, tenemos que pagar por todo. Por los ordenadores, por las mesas… piensa pasarnos factura por todo. ¡Nos han hecho responsables personales de los gastos del departamento!
—Va a haber bofetadas por las sillas —añade Elizabeth—. Quizá deberíamos almacenarlas y vendérselas a otros empleados con un margen de beneficio.
—Cuando surja trabajo para Servicios de Personal, debemos ir a concurso para hacernos con él. El que presente la licitación más baja se queda con el trabajo. ¡Y tendremos que pagar todos los gastos! ¡Nos han convertido en subcontratistas!
—Vaya. Eso no suena nada bien —responde Jones.
Freddy se frota la frente con el puño.
—Yo lo único que deseaba era un pequeño puesto de trabajo sin control, un trabajo donde pudiera hacer lo que me pidieran sin tener que preguntarme cada día si sería mi último día en la empresa. ¿Es eso mucho pedir?
—¿Qué sucede? —pregunta Holly poniéndose al lado de Jones.
—¡Holly! Al menos apóyame tú: ¿este programa de control no es la peor idea que se les ha ocurrido jamás?
—Umm… no. Creo que está bastante bien.
Freddy la mira con la boca abierta.
—¿Qué está bien? ¿Qué está bien?
—Sí. ¿Por qué no vamos a ser responsables de nuestros gastos? ¿Conoces a Lianne? Malgasta una docena de fotocopias antes de hacer una debidamente. O ese tío de Proveedores que no hacía nada, salvo mandar correos electrónicos de broma todo el santo día. ¿Por qué tengo que subsidiar a personas como ésas?
—¿Subsidiar? ¿Desde cuándo hablas como una directora?
Holly cambia de pie y se apoya sobre el otro.
—Oh, no —exclama Freddy.
—Voy a dirigir el gimnasio —dice lamiéndose los labios—. No sé si seguiré sentándome aquí, pero voy a dirigir el gimnasio.
Freddy se revuelve en la silla.
—Esto es un desastre.
—Vaya —responde Holly molesta—. Gracias por felicitarme. Recuérdame que haga otro tanto cuando os ofrezcan un nuevo trabajo.
—A nadie le han dado un nuevo trabajo, salvo a ti —dice Elizabeth en tono de reproche.
—Vaya —responde Holly.
—Vaya. Me pregunto por qué Roger se comporta de forma especial con Holly. Déjame pensar. Hmm.
—Sí, anda, dime por qué —responde Holly abriendo los ojos.
—No será porque le has hablado de cierto donut, ¿verdad que no?
Los ojos de Elizabeth se posan en Holly, que termina por sonrojarse.
—¡Oh Dios! —exclama Elizabeth.
—Lo iba a averiguar de todas formas —responde Holly elevando el tono de voz—. Lo siento, Elizabeth, pero está obsesionado.
De repente se oye una bocina en toda la sala. La bombilla enjaulada cobra vida y lanza destellos anaranjados sobre los cubículos. En tan sólo unos instantes la planta once se convierte en una especie de red de carreteras. Jones se sobresalta:
—¿Qué diablos sucede?
Todo el mundo mira por encima de los paneles divisorios. Entre destello y destello ven la pantalla del televisor:
PROPUESTAS
TRABAJO 0000001
TAREA
Reubicación y subasta de los receptáculos (Planta 11)
EL ASISTENTE DE SERVICIOS DE PERSONAL LES DARÁ LOS DETALLES
—Trabajo —dice Freddy con la voz temblorosa—. Trabajo.
Los empleados, cautelosamente, van saliendo de sus cubículos para mirar el monitor. Luego, uno a uno, se dirigen al asistente de Roger.
—¡Míralos! —dice Freddy con una mirada de disgusto—. Todo el mundo está dispuesto a pegarse por un salario. Yo no pienso pujar. ¿Qué ha sido del trabajo en equipo y de permanecer unidos? —termina diciendo mientras echa una mirada hostil a Holly.
—¿Sabes lo que me dijo Roger? —dice Holly—. Que no existe tal cosa, que es un puro timo. La empresa no fomenta el trabajo en equipo. Si quieres ascender, tienes que joder a todo el mundo y pensar en ti misma. Los compañeros de trabajo son tus competidores. Roger me dijo una verdad muy grande: en la palabra equipo no cabe la y de yo, pero tampoco la t de tú.
Hay un silencio, El pecho de Holly sube y baja. Sus mejillas se ponen rojas.
—Pero… lo siento de veras, Elizabeth.
—Bueno, puede que ahora que lo sabe se olvide del asunto responde Elizabeth apartando la mirada.
—Estoy segura de que sí —añade Holly—. De verdad, no me sorprendería nada que lo hiciera.
Freddy la mira fijamente.
—Estoy segura de que todo se arreglará —dice Holly. Su voz resulta tan lastimosa que Jones tiene que mirar para otro lado.
En el vestíbulo, Gretel sufre de migraña por los destellos que emite el tablero de luces. De hecho, no debería estar allí: esta mañana telefoneó para decir que se encontraba enferma, pero una mujer de Recursos Humanos y Protección de Activos silbó entre dientes y dijo:
—O vaya…
—¿Cómo dice? —preguntó Gretel, pero de repente se encontró escuchando el informe de tráfico de la autopista estatal 1-5. Cerró los ojos mientras permanecía sentada en el borde de la cama mientras su novio dormía a su lado, con una mano sobre su muslo. Luego la voz añadió—: Gretel, voy a transferirte, ¿de acuerdo?
—Yo… —dijo Gretel, pero de nuevo oyó la radio y decidió permanecer a la espera.
—¿Gretel? —preguntó una voz masculina, sonora y dolorosamente alegre—. Soy Jim Davison. ¿Qué le sucede?
Jim era el director de personal de Recursos Humanos.
—Lo lamento, Jim. Pero me encuentro fatal.
—Lamento oír eso —dijo, sin cambiar de tono en lo más mínimo. Hablaba como si se tratase de un chiste—. Desgraciadamente, eso nos pone en una situación muy comprometida.
Gretel apretó con fuerza el teléfono.
—Estoy segura de que Eve no tendrá inconveniente en sustituirme por un día.
No era cierto. Estaba segura de que Eve pondría sus inconvenientes, pero eso no la mataría tampoco y, después del lunes tan horroroso que tuvo que afrontar ella sola, puede que hasta se lo mereciese.
—No me cabe ninguna duda de eso —dijo—. Pero es que ha llamado hace diez minutos diciendo que está enferma.
Por eso, ahora Gretel está apretando botones del tablero mientras la cabeza le martillea y el sudor le mancha las axilas. No comprende por qué razón Recursos Humanos no puede contratar a un suplente, ni por qué eso tiene que ser su problema. Jim se lo explicó; le habló largamente, con esa voz inquietantemente animada, del trastorno de la empresa después de la consolidación y de lo difícil que sería afrontar otra crisis, sobre todo teniendo en cuenta que todas las personas que podían ocupar su puesto habían sido despedidas. A los dos minutos Gretel aceptó ir al trabajo sólo para que dejara de hablar.
Debería haberse mantenido firme. Igual que ayer y que el día anterior, el tablero de luces no deja de encenderse porque la mitad de la empresa ha cambiado de trabajo y ya nadie sabe el número de nadie. Recursos Humanos y Protección de Activos ha prometido emitir un nuevo directorio en dos o tres semanas, lo cual significa, como Gretel sabe muy bien, que no saldrá hasta dentro de un mes y medio por lo menos, que contendrá numerosos errores y que no habrá suficientes copias. Para colmo de males, no hay Departamento de Informática, por lo que no pueden actualizarse los teléfonos y todos los números de identificación de llamadas están equivocados. Es necesario marcar un número adicional para ponerse en contacto con cualquier empleado fuera del propio departamento, de modo que Gretel no puede pasar ninguna llamada hasta que sabe de dónde llaman. Los empleados no lo comprenden, por eso, esta mañana, Gretel ha tenido unas doscientas conversaciones como la siguiente:
—Recepción. Buenos días.
—Hola, ¿podría darme el nuevo número de Kevin Dawson? Antes estaba en Marketing… no sé cómo se llama ahora.
—¿Por favor, me puede decir su nombre y su departamento?
—Um… He dicho Kevin Dawson, Marketing Empresarial.
—No, no me refiero a la persona con la que quiere hablar, sino el suyo.
—¡Ah! Soy Geoff Silvio.
—¿De qué departamento?
—Bueno, ahora creo que se llama Finanzas.
—Un momento, por favor.
Durante dicha conversación, el tablero de luces no deja de iluminarse, indicándole que hay unas doce conversaciones como ésa esperando. A las once tiene una necesidad tan imperiosa de ir al aseo que prácticamente cruza el vestíbulo a la carrera y, cuando sale, ve a un hombre de Dirección General que pasa por delante del mostrador de recepción y ve todas las luces del tablero encendidas. Al verla, frunce el ceño.
A eso de las doce y media, Gretel se da cuenta de que será mejor que abandone la esperanza del almuerzo, ya que el número de llamadas entrantes no ha disminuido en absoluto. Entra en una fase robótica e insensible en la que sus dedos y su lengua se mueven primero y luego piensa. Una y otra vez presiona el botón de «transferir» y luego activa la siguiente llamada.
—Recepción. Buenas tardes.
—Soy yo.
—Necesito saber quién es usted y desde dónde llama antes de conectarle con nadie.
Hay una pausa.
—Soy Sam, Gretel.
Sam es su novio. Gretel se queda con la boca abierta. Luego se tapa el rostro y comienza a llorar.
¿Es Roger una mala persona? Es una pregunta difícil de responder. Precisamente en este momento ocupa todos los pensamientos de Elizabeth. Es una persona mezquina, de eso no hay duda. Y manipuladora. También es arrogante e inseguro, una combinación terrible. Jamás le ha demostrado el más mínimo afecto, salvo el físico, y hasta ese fue breve e impersonal. A veces, cuando lo ve, tiene ganas de arrancarle su bonito pelo y metérselo en la boca.
Ha oído que, a veces, a las mujeres embarazadas se les antojan comidas extrañas, combinaciones repugnantes como helado con pepinillos. Pues bien, a Elizabeth se le antoja Roger. Está loca por estrecharle entre sus brazos. Sólo pensar en eso le estremece el cuerpo entero. Elizabeth ha estado enamorada en muchas ocasiones, pero jamás ha sentido tanto deseo. Si Roger quisiera, Elizabeth se desnudaría allí mismo y haría el amor con él encima de la moqueta naranja y negra.
Sentada en su mesa y con los puños apretados, trata de razonar con su cuerpo. Hay miles de razones lógicas por las cuales no debería desear a Roger, y las defiende una por una, en silencio. Pero ninguna aguanta la roja y opulenta oleada hormonal que se agita dentro de ella. La parte racional, esa que le impulsaba a vender paquetes de formación, flota ahora a la deriva en un mar de emociones. «¿Qué sabes tú de nada?», le dice el océano. «Mira tu trabajo. Mira tus prioridades. Gracias por el consejo, pero prefiero pasar de eso.» No le queda más remedio que admitir que su cuerpo tiene razón. ¿Pero por qué Roger? ¿Acaso su cuerpo ve profundidades ocultas en él? No puede. Le suplica que cambie de opinión.
Hacer que funcione la red resulta más sencillo de lo que Jones esperaba. Comienza por plantearse la cuestión de qué departamento sería más lógico que se encargara de Informática, y termina por convencerse de que es el suyo; es decir, Servicios de Personal. Por esa razón, se dirige a la oficina de Roger, llama a la puerta y le plantea la idea. Roger escucha en silencio y luego gira la silla para mirar por la ventana durante un rato. Jones no sabe si está pensando profundamente en lo que le ha dicho o si sencillamente está haciendo una pose, pero no le importa esperar. Después de un minuto, vuelve a girarse en la silla.
—Estás pidiendo una inversión de capital bastante cuantiosa para este departamento.
—Imagino.
—Sabes que estoy intentando que los empleados se responsabilicen de sus gastos. Lo que me pides va en contra de ese paradigma —presiona los dedos entre sí—; básicamente tendría que prestarte el dinero.
Jones parpadea.
—¿Cómo pretendes que devuelva el dinero? ¿Quieres decir que debo facturar personalmente a los otros departamentos por el uso de la red?
Roger sonríe.
—No saquemos las cosas de quicio. Estoy externalizando los gastos, no las ganancias.
—¿Entonces?
—Puedo pagarte un royalty por las facturaciones de la red, hasta cierto límite.
—¿O sea que soy responsable de todos los costes, pero sólo me quedo un porcentaje de las ganancias?
—Podemos negociar una cifra exacta —responde Roger—, pero si no te apetece, dispongo de un departamento lleno de empleados que darían lo que fuese por hacer ese trabajo.
—Oye, la idea de montar la red ha sido mía.
—Por esa razón te la estoy ofreciendo primero a ti.
Jones abre la boca para protestar, pero luego se da cuenta de que no ha ido a la oficina de Roger porque quiera ganarse un salario extra, sino porque Alpha desea disponer de una red.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Necesitarás ayuda con un asunto tan grande. Puedes subcontratar a otros empleados del departamento.
—Lo haré —responde Jones, que no tiene la menor intención de pasarse el día entre cables y ordenadores.
—Pero si quieres un consejo, no le des simplemente el trabajo a tus amigos —advierte Roger—, obtendrás un mejor valor si les haces pujar por él.
—Gracias, Roger —responde Jones.
Jones le encomienda a Freddy la tarea de buscar a algún empleado de Servicios de Personal que tenga algún conocimiento de ordenadores, mientras él se acomoda en su escritorio para telefonear a asesorías de Informática. Después de cada llamada, tacha el nombre de la empresa si tratan de venderle algo que no ha solicitado o si emplean la palabra solución más de tres veces. Una hora después encuentra a un tipo llamado Alex Domini que dirige una empresa de una sola persona, sospecha Jones, con el que concierta una cita para el día siguiente.
La luz de su contestador automático parpadea, así que lo presiona y se encuentra con un mensaje de Sydney. «Ah, Jones. ¿Te importaría —sí, en un minuto estoy contigo? Tú espera ahí, ¿de acuerdo?— Jones, baja a recepción, hay un paquete para ti. —Pues mira.»El teléfono hace clic.
Jones cuelga el teléfono. Sydney no puede estar trabajando en recepción, piensa. Sin embargo, cuando el ascensor se abre, descubre que sí. La ve perdida tras el enorme mostrador naranja, enfrentándose a una docena de impacientes empleados y gruñendo por los auriculares. Verla así le impresiona tanto que Jones se queda boquiabierto.
—Gretel se ha ido —dice una voz.
Jones se gira y ve a Klausman de pie, con una fregona en la mano. Jones parpadea, ya que vestido con ese uniforme es prácticamente invisible. Es una cuestión psicológica: si tienes dentro de tu campo de visión un mono gris, no te esfuerzas por saber quién lo lleva.
—Simplemente se ha ido sin decir nada y Recursos Humanos ha tenido que enviar a alguien para ocupar su puesto.
—¿Qué Gretel se ha ido?
Klausman se encoge de hombros.
—No sé. No ha dicho nada. Pero tampoco me sorprende, Jones. Tampoco me sorprende. Aquí estamos tratando de poner en marcha un funcionamiento eficiente. No podemos permitirnos el lujo de tener empleados poco fiables. Podría echar a perder todo el sistema.
Jones mira a Sydney. Al parecer no le van a permitir acercarse a ella por el momento.
—Imagino que eso es lo que sucede cuando no hay margen de maniobra en el sistema.
Klausman se queda pensando.
—Hmm, es posible. Valdría la pena calcularlo. Sería irónico que después de todo este tiempo descubriéramos que la hipereficiencia es contraproducente.
—La verdad es que sí —responde Jones.
Klausman observa a Sydney pelearse con los teléfonos.
—Me rompe el corazón ver cómo el sistema fracasa de esta manera. Me duele por dentro. ¿Sabes cuál es la meta de toda empresa, Jones? Externalizar. Una empresa eficiente debe ser como el cuerpo de un hombre sano: extrae nutrientes del entorno y devuelve desechos. Las fuentes de ingresos son los nutrientes, las fuentes de costes los desechos.
—Entonces se podría decir que Zephyr come dinero pero defeca costes, ¿no es cierto?
Klausman se ríe.
—Eres probablemente demasiado joven para recordarlo, Jones, pero hubo una época en la que un hombre te llenaba el depósito de gasolina. Un chaval te llevaba las compras hasta tu coche. Hubo una época en la que apenas había que hacer una sola cola, ni siquiera a las puertas de un edificio gubernamental. Pero el trabajo es una fuente de costes, por eso las empresas tienen que externalizarlos y luego, como tú dices, defecarlos. Además, esos costes terminan exactamente en el lugar donde deben estar: en los clientes.
—Y en los empleados que quedan.
—Exactamente, así es. Es decir, hacer más por menos. ¿Sabes una cosa, Jones? Me gustaría tener más empleados como tú. Bueno, la verdad es que me gustaría que casi todos fuesen como tú. Ya sabes a qué me refiero. Eres una excepción. Los recién graduados normalmente son idiotas, con mucho entusiasmo, pero idiotas al fin y al cabo. Lo cual no compensa, más bien lo contrario, incrementa el problema —Klausman se rasca la nariz y prosigue—. Estoy pensando en suprimir el programa de graduados. La gente dice que proporcionan nuevas ideas, pero normalmente son ideas estúpidas. Un hombre inteligente no sirve para una empresa hasta que no tenga cuarenta años por lo menos, en mi opinión. Ni tampoco una mujer, que en estos tiempos que corren no se puede ser sexista. Obviamente, el problema entonces es que cuando tienen una buena idea, no hay manera de que hagan nada para llevarla a la práctica —Klausman se queda en silencio, pensativo—. En fin, lo que quería decirte es que creo que tienes futuro en esta empresa. Puedo imaginarte dirigiéndola algún día. No pronto —le lanza un guiño—, pero sí algún día.
—¿Jones? ¿Jones? —llama Sydney.
Klausman ya se ha dado la vuelta y está fregando el suelo. Jones se dirige al mostrador.
—Hola.
—Tuve que firmar —dice Sydney empujando una bolsa de correos por encima del mostrador mientras lo mira con odio. Jones no sabe si esa mirada se debe al paquete, a su nuevo puesto de trabajo o por una cuestión de actitud general.
—Lo siento. Gracias.
Abre la bolsa. Dentro hay caja empaquetada en plástico que dice NOKIA 6225 y una tarjeta de plástico con la SIM. No hay ninguna nota.
—Un nuevo móvil —dice el hombre que está a su lado—. ¿Dónde lo has comprado?
Jones no tiene ni la menor idea, El hombre mira a Sydney con una expresión divertida.
—¿Tienes uno para mí también?
—¿Qué? —responde Sydney sin saber a qué se refiere. Jones aprovecha la oportunidad para llevarse el paquete a la zona de visitas y se sienta. Cuando lo ha desempaquetado por completo, oye una musiquilla agradable que le indica que «tiene un nuevo mensaje de texto». Unos cuantos botones más tarde consigue leerlo: «Estoy enferma + aburrida. Llámame».
Cuando Jones se dirige al ascensor, Klausman y la fregona apuntan en su dirección. El corazón de Jones empieza a latir con fuerza. Está completamente seguro de que Klausman le va a interrogar acerca del teléfono y a reprenderle por tenerlo. Aprieta con fuerza el paquete. Su mente vomita una masa de consejos incomprensibles, como: «No le digas que es de Eve». Luego se abren las puertas del ascensor y sale un grupo de personas trajeadas y riendo, y la mirada de Klausman permanece fija en el suelo mientras pasan. Jones entra en el ascensor vacío. Cuando las puertas se cierran, recuerda que debe respirar. Se ríe convulsivamente por su reacción. No hay duda de que se está convirtiendo en una persona paranoica o perspicaz. Le gustaría saber cuál de las dos.
—¿Dígame?
—Soy yo.
—¡Ah! Jo… un segundo… ¡atchis! Oh, Dios. Perdona. Me alegro de oír tu voz.
—La tuya no suena muy bien que digamos.
—Aún no. Mucha… mucosidad.
—¿Quieres que me pase a verte?
Se queda esperando, sin creer que haya podido decir tal cosa.
—¿Cómo dices? —pregunta Eve. Se oye arrugarse un papel—. Dios santo. Era el último kleenex que me quedaba.
—Pasaré a verte —dice Jones—. Y te llevaré kleenex.
—Oh… Jones. Es muy amable de tu parte, pero… la verdad es que tengo un aspecto deplorable.
—No pasa nada.
—Tengo los ojos hinchados, la piel grasienta y la nariz como un tomate de tanto sonármela.
—Bueno, por eso precisamente necesitas los pañuelos.
Hay una pausa.
—¿De verdad vas a venir?
—Sí, claro.
—¿Aunque tenga el aspecto de una moribunda?
—Claro.
Eve comienza a reírse, pero termina tosiendo.
—Jones, eres un encanto.
—Venga, dime tu dirección.
—Bueno, pero espero que sepas en lo que te estás metiendo.
Jones no se sorprende demasiado cuando descubre que la casa de Eve está en un edificio moderno con vistas a la bahía, ni tampoco cuando observa que está en la planta más alta y que dispone de ascensor propio. Presiona el botón del interfono mientras una suave brisa agita su camisa, y aprovecha la oportunidad para pensar en lo que está haciendo.
Lo importante es dejar sentadas unas cuantas reglas básicas. Sí, está visitando a Eve. Y sí, se siente atraído por ella. No hay ningún problema con eso, siempre y cuando sepa manejar la situación. No habrá flirteos, ni toqueteos de ninguna clase. No hablará de incidentes pasados, sobre todo si son de naturaleza romántica.
Mantendrá la conversación dentro de una línea útil; es decir, tratará de hablar del proyecto Alpha para ver si logra encontrar una forma de acabar con él.
—¿Dígame? —se oye por el interfono.
—Soy yo.
La puerta hace clac. Jones la empuja y se dirige al ascensor, donde presiona el botón indicado con una A, que supone querrá decir ático. La puerta se abre mostrando un estrecho pasillo de unos dos metros con una sola puerta. Cuando se acerca, ésta se abre automáticamente con otro clac. Gira el picaporte de la puerta y entra en el apartamento de Eve.
Jones espera encontrar una habitación espaciosa con un mobiliario ultramoderno y bien conjuntado, y en parte tiene razón. El apartamento es enorme y el sol lo ilumina de arriba abajo. Sin embargo, está prácticamente vacío, pues el único mobiliario del que dispone es una sencilla mesa en medio de la habitación enmoquetada y unas cuantas sillas de madera. Hay una televisión enorme, pero está en el suelo. Y delante de ella tampoco hay ningún sofá, sino una alfombra de aspecto mullido.
Jones mira a su alrededor y luego se dirige hasta una escalera de caracol, pasando al lado de un enorme cuadro del skyline de Seattle que, si Jones no se equivoca, incluye hasta el edificio donde se encuentra. El reflejo de algo colorido llama su atención, se da la vuelta y ve un ropero repleto de trajes y zapatos.
El ropero tiene más o menos el tamaño de la habitación de Jones. A cada lado se ven percheros atestados de pantalones, faldas, vestidos y chaquetas. Muchos aún conservan la etiqueta colgando, normalmente ropa de sport de Balenciaga, Chloë, Prada y Rodríguez, marcas que no significan nada para Jones, salvo que debe ser ropa muy cara. En el extremo del ropero hay una sólida muralla hecha de cajas y, cuando se acerca, Jones ve que hay una fotografía hecha con una Polaroid de cada par de zapatos que contiene. Se queda boquiabierto. Eve tiene tanta ropa que podría estar vistiéndose dos años sin repetir modelito.
—¿Jones?
Sale del ropero y se dirige al dormitorio. Eve está recostada en una cama tamaño gigante, con el rostro empañado, los ojos llorosos y envuelta en un delgado camisón. Las cortinas están corridas y las lámparas encendidas; como esta habitación sí está amueblada, las lámparas reposan sobre mesitas de noche. En el extremo de la habitación hay un espejo de cuerpo entero, al lado de una de las dos enormes cómodas que ocupan gran parte de la pared. Hay más armarios. En una esquina, tirados por el suelo, hay una montaña de pañuelos de papel arrugados, lo que indica que Eve se ha levantado hace poco para agruparlos y dejarlos en ese rincón.
—Lo siento —dice con la voz gangosa—. ¿Es muy horrible?
—En mi trabajo estoy acostumbrado a ver cosas peores —responde Jones, tendiéndole los pañuelos, ocho paquetes en total, pues Eve fue muy clara en lo referente a la marca y resulta que sólo se venden en paquetes pequeños, pero muy bonitos. Jones se siente un tanto aliviado al ver que Eve se encuentra verdaderamente enferma, porque así le será más fácil cumplir con las reglas básicas, aunque también un tanto decepcionado, por la misma razón.
—Te agradezco mucho que hayas venido —dice Eve con una sonrisa inusualmente floja, casi bobalicona.
—¿Has tomado algo?
—Me tomé unas cuantas pastillas contra la gripe cuando supe que ibas a venir.
—¿Cuántas te has tomado?
—Quería reponerme un poco para ti —la sonrisa vuelve a bailar en su cara. Tiene las pupilas dilatadas. Al principio Jones pensó que se debía a la falta de luz. Eve cambia la posición de las almohadas y se entrelaza las manos por encima de la cabeza, adoptando una postura que a Jones le parece un tanto contenciosa—. Ven, siéntate a mi lado.
—No. Estoy bien aquí.
—No puedes quedarte ahí de pie.
—¿Cuánto valen todos esos vestidos?
—No lo sé. Jamás lo he calculado.
—Tiene que ser… —empieza a hacer cálculos mentales, pero luego se da cuenta de que la cifra sería ridículamente alta—. ¿Cómo vas a ponerte todo eso?
—No es sólo cuestión de ponérselos. Es también una cuestión de comprarlos y tenerlos. Venga, siéntate.
Jones permanece de pie.
—No te lo tomes a mal, pero ¿has pensado en ir al psicólogo?
—Ya voy al psicólogo, pero no me deja hablar de las cosas que decimos.
—¿Cómo dices? ¿Qué no te permiten contarme lo que dices?
—Exactamente.
—¿Por qué no?
—No te lo puedo decir.
Jones suspira.
—Dice que tú no lo entenderías.
—Me pregunto por qué hablas de mí con el psicólogo.
—Pues porque eres importante para mí —responde Eve. Se suena la nariz y añade—: Gracias por los pañuelos.
Jones la mira.
—Si no quieres decírmelo, es…
—Dice que eres una figura materna para mí.
Jones se sienta al borde de la cama.
—Imagino lo que andas pensando —dice Eve—. ¿Una figura materna? Sin embargo, no tiene nada que ver con el sexo, sino con los roles.
Hace una pausa por si Jones quiere responder algo.
—Mi padre es un perdedor. No se parece en nada a ti. Mi madre fue la persona estricta de la familia.
—¿Tú crees que soy estricto?
—El doctor Franz, mi psiquiatra, dice que tú cumples con el rol de guía moral que he perdido desde que me fui de casa.
—Eso resulta muy inquietante.
—Yo lo considero un cumplido. Dice lo mucho que te admiro.
—Pensé que no te gustaba tu madre.
—Y no me gusta.
—Perdona, pero no lo entiendo.
—Quizá seas tú el que deba visitar al doctor Frankz. Es realmente bueno.
Jones se levanta de nuevo.
—¿Me diste ese teléfono porque estás enferma y querías que viniese tu madre a cuidarte?
Eve se ríe, estornuda y vuelve a reírse.
—Eres muy gracioso. Tengo que comentárselo al doctor Frankz. Ven, anda y siéntate.
Espera hasta que Jones obedece. Luego su boca hace un gesto y dice:
—Bésame.
—¿Cómo dices?
—¿Te preocupa que te pegue un virus? No seas mariquita.
—Yo no soy mariquita, pero no pienso besarte.
—¿Por qué no?
—Porque… no sería buena idea.
—Quiero que sepas que no pienso en ti como una madre.
—Mejor. Pero sigo diciendo que no.
—Eso es porque estoy enferma y fea, ¿verdad que sí? —No es una pregunta. Su cara hace un mohín.
—Eve, eres muy atractiva, incluso con un trozo de pañuelo pegado a la nariz.
Eve se frota la nariz e inspecciona sus dedos.
—Esto es embarazoso.
—No estás nada fea. Lo digo en serio. Confía en mí.
—¿Cómo voy a confiar en ti si te has convertido en el nuevo niño prodigio de Alpha? Justo lo que era yo hace unos años. —Eve se lleva una mano al pecho y continúa—: Ese es mi sitio. Me pertenece. Y ahora ni siquiera quieres besarme. ¿Cómo voy a saber que no me harás daño?
Jones parpadea.
—No pienso hacerte ningún daño —dice. Cuando esas palabras salen de su boca, las pronuncia con sinceridad. Cómo encajará eso con su propósito de sabotear Alpha es lo que aún no tiene muy claro.
—Demuéstralo.
—No.
Eve estornuda.
—Además —dice Jones tratando de llevar la conversación a aguas más tranquilas—, ya sabes que la enfermedad es una de las mayores causas de pérdida de productividad. Como agente de Alpha deberías saberlo.
Eve se limpia la nariz.
—¿Sabes que sólo los pavos reales machos tienen el plumaje de colores? Se debe a un gen que reduce su sistema inmunológico. Por eso las hembras los encuentran atractivos. No es por los colores, es porque los machos demuestran que pueden combatir todas las infecciones teniendo un sistema inmunológico más débil.
—¿Por qué todas las personas que me rodean utilizan analogías con animales?
Eve sonríe.
—Porque esto es un zoológico. Un enorme zoológico empresarial.
—Bueno, pues a mí no me salen plumas de colores del trasero. Y no voy a besarte sencillamente porque tengas una enorme lista de razones prácticas para hacerlo.
—Soy una chica muy práctica —dice Eve asintiendo—. Muy, muy práctica.
—Ya lo he notado.
—Aunque eso no significa que no tenga sentimientos. También tengo una razón no tan práctica.
—¿De verdad?
—Sí. ¿Quieres saberla?
—Pues la verdad, no estoy muy seguro.
—¿Sí o no?
Jones titubea. La respuesta correcta en este caso es sin duda no. Probablemente también debería levantarse y salir del apartamento. Sin embargo, responde: —Sí.
Eve sonríe.
—De acuerdo. Yo… —baja la mirada y ríe—. Me da un poco de vergüenza.
—Olvídalo —dice Jones lamentando su decisión.
Eve pone la mano encima de la suya.
—Quiero ser sincera contigo. Pero… todo esto es nuevo para mí.
Se yergue en la cama y se acomoda las almohadas. Cuando arquea la espalda, los ojos de Jones bajan irremediablemente hacia la zona donde sus pechos se pegan al camisón. Aparta la mirada, pero no antes de darse cuenta de que tiene problemas, problemas muy serios.
—Dime, ¿te has acostado con Blake? —pregunta Jones.
—¿Cómo dices? —responde Eve paralizada.
Por una parte, eso es un éxito terrorífico, pues libera a Jones de buena parte de sus sentimientos más alarmantes y le permite volver a su tarea. Pero no puede creerse que haya utilizado una frase sacada de Days of our lives. Jones se da cuenta de que es culpa de la personalidad nociva y venenosa de Blake: al final, termina por rebajarte a su propio nivel.
—¿Crees que me acosté con Blake?
—¿Lo hiciste?
Eve mira estupefacta.
—Ojalá.
—Me voy —dice Jones.
—¡Jones! Me has malinterpretado. Me refiero a hace años. Sentí algo por él, pero no funcionó. Ahora ya no me apetece acostarme con él. No podría. Sería demasiado competitivo. Somos los dos agentes de más alto nivel en Alpha después de Klaussman. No puedes salir con alguien de tu mismo nivel. O bajas o subes.
—A mí me parece que es justo lo contrario.
Eve frunce el ceño.
—No, porque para ascender uno de los dos tiene que pasar por encima del otro. No, no. Es mucho más limpio saber quién es el jefe desde el principio.
Eso tiene algo de sentido. Jones se pregunta si está perdiendo la noción de la realidad. Luego se da cuenta de que está siendo seducido por una mujer tendida en la cama con una infección de garganta y un montón de pañuelos de papel a su lado, de modo que lo más probable es que la respuesta sea sí.
—Hace un tiempo, Zephyr hacía firmar a todos los empleados lo que se llamaba el Contrato de Amor. Éste protegía a la empresa de cualquier problema que pudiera derivarse de que alguien se tirara a su jefe o a su secretaria. O tal vez debería decir los problemas que pudieran derivarse de que se dejaran de tirar a su secretaria. Sin embargo, eso no fue suficiente. Recibimos una queja por acoso sexual de una empleada que no había sido acosada. Decía que estaba siendo discriminada porque sus compañeros, que salían entre ellos, mantenían un trato preferencial entre sí. Probablemente fuese cierto —dice Eve poniendo los ojos en blanco—, pero no es que la empresa le hubiera prohibido a ella salir con un compañero de trabajo. Si te soy sincera, creo que su verdadero problema era su enfermedad cutánea. En cualquier caso, ahora en Zephyr nadie puede salir con nadie —Eve se muerde un labio—. Los del proyecto Alpha, por supuesto, no tienen por qué cumplir esa norma.
—Estoy completamente seguro de que es ilegal que una empresa les diga a sus empleados con quién pueden o no tener relaciones.
—Eso es cierto. Pero la política de Zephyr no prohíbe las relaciones, sino el acoso sexual. Acoso se define como un acercamiento no solicitado. Por esa razón, no puedes pedirle a nadie que salga contigo a no ser que él te lo pida primero. Algo que él tampoco puede hacer porque sería considerado acoso. ¿Comprendes? —pregunta sonriendo—. Alpha no fue la que inventó eso. Surgió por si solo en Zephyr. Esa es la magia de Alpha.
Jones no dice nada. Lo que acaba de decirle Eve le sirve de ayuda; le recuerda por qué debe sabotear el proyecto Alpha. También explica por qué muchos empleados van con las uñas mordidas.
—Cambiando de tema —dice Eve—. ¿Qué más te ha dicho Blake?
—Bueno, la verdad es que no te ha puesto por las nubes.
—Puedo imaginarlo. Pero dejémoslo. No me preocupa lo más mínimo lo que piense Blake y no quiero hablar de él, sino de ti.
—De acuerdo, no…
Eve se inclina hacia delante y le coge la mano. Jones termina la frase con un sonido parecido a un uck.
—Jones —dice Eve. Bajo la luz de la lámpara sus ojos parecen enormes, oscuros e impenetrables—. Me di cuenta de que eres muy listo desde el principio. La forma en que descubriste lo de Alpha, tan rápido… me impresionó de verdad. Luego salimos a dar una vuelta en coche y pensé que eras un idiota. Tenías que serlo, porque siempre que alguien te habla de ética es para disimular. Le preocupa lo que piensen los demás, se pregunta si es legal o no, o simplemente tienen demasiado miedo para tomar una decisión. Pero tu caso es distinto. Y finalmente he averiguado por qué. Eres un hombre bueno —Jones nota que se le arquean las cejas—. Probablemente ni siquiera sepas que eso es raro. Pero lo es. Al menos para mí. Todos los hombres que conozco son o bien inteligentes y egoístas, o bien generosos y estúpidos. Y a mí no me gusta ese tipo de gente. Las personas como Blake o Klausman me inspiran respeto, pero no me gustan. Pero tú… tú eres diferente. Tal vez suene estúpido, pero te juro que no sabía que pudieran existir personas como tú. No creía que fuera posible —para alarma de Jones, los ojos de Eve empiezan a brillar—. Me haces sentir que me falta algo —añade sacando un pañuelo de la caja y limpiándose la nariz—. Con eso no quiero decir que desee ser exactamente como tú. Eso sería imposible. Pero tampoco quiero que tú termines siendo como ellos. Tú eres admirable, Jones. Lo siento en mi interior. Eres bueno y creo que los dos podemos aprender mucho uno del otro, que nos necesitamos. Creo que… —se detiene—: lo sé. Sé que te necesito. Te necesito de verdad.
—Oh vaya —dice Jones. En su cabeza suenan todo tipo de alarmas. Le sudan las manos. El pecho le oprime. Varias ideas violentamente opuestas entre sí acerca de lo que debe hacer a continuación chocan en su cabeza.
—Si te ríes, te mato —dice Eve.
—No me estoy riendo.
—Nunca había hecho esto.
—¿El qué?
—Quiero decir que nunca había dicho cosas así.
—¡Vaya! —responde Jones, aliviado.
—No digo que sea virgen.
—De acuerdo. Perdona.
—Perdí la virginidad a los trece, pero no fue exactamente voluntario, y no hubo nadie más hasta los veinte, así que puede decirse que empecé bastante tarde.
Eve sonríe al ver la expresión de Jones.
—Me encanta la cara que pones cuando algo te indigna.
—¡Vaya! —es lo único que se le ocurre responder a Jones.
—Bésame, por favor.
Jones la besa.
Eve tiene los labios secos y agrietados, pero aun así, cuando los toca, algo brillante y ardiente se enciende detrás de los ojos de Jones. Quizá sean sus reglas básicas. Jones ha imaginado ese momento muchas veces, algunas veces lúdicamente, otras no tanto, pero en ninguno de esos escenarios imaginados Eve estaba enferma. Por tanto, este debería ser uno de esos momentos en los que la fantasía se derrumba al contacto con realidad. Pero no es así. Al besarla siente que es lo mejor que ha hecho jamás.
Eve le mete las manos por dentro de la camisa y trata de abrírsela de un tirón, pero es nueva y los botones no ceden. Los labios de ella están pegados a los suyos; ambos se ríen. Eve no se quita la bata, pero al final Jones comprende que debería hacerlo, lo cual le parece al principio un desafío pero que termina siendo un asombroso viaje de exploración. La besa desde el ombligo hasta los hombros, y cuando llega finalmente ella le toma la cabeza con las manos y dice:
—Te quiero.
—Yo a ti también —dice Jones.
Y lo terrible es que es cierto.
Jones casi consigue llegar hasta la cama, pero choca con la cadera contra el espejo de pie. Uno de los extremos de la parte giratoria choca contra la pared, mientras que el otro lo hace con su espinilla.
—¡Uff!
—¿Jo-o-o-nes?
—Lo siento.
—¿Qué haces?
—He ido al cuarto de baño —responde metiéndose debajo de las mantas.
—Ah. Mmm —responde ella pasándole el brazo por encima del pecho. Acurruca la cabeza en su hombro—. Pensé que… tratabas de escaparte.
—No.
—Mmm. —Un ronroneo de felicidad. Eve le aprieta el bíceps con los dedos y luego afloja.
Para Jones, que lleva un año solo, todo esto es hermoso. En este momento no existe Zephyr, ni el proyecto Alpha, ni la falta de piedad tan propia del mundo empresarial ni tampoco la maximización de la productividad. Nada de eso. Sólo él y Eve. No hay un ápice de crueldad en el rostro de ella. Ni una traza de egoísmo en su pelo. El mundo es perfecto.
El capítulo doce de El sistema de gestión omega (Reuniones: Las buenas, las malas y las innecesarias) dedica varias páginas a las ventajas de las reuniones matinales. ¡Cuánto más temprano, mejor!, reza el resumen ejecutivo, ya que por la mañana es cuando la gente está mentalmente más alerta. Es la mejor hora para plantear problemas que se consideran insolubles. Usted se sorprenderá, dice el libro, al descubrir con qué frecuencia las reuniones matinales encuentran soluciones a los asuntos más espinosos. Jones fue escéptico cuando leyó ese párrafo por primera vez, pero ahora se da cuenta de que el libro estaba en lo cierto. Son las cinco y media de la mañana y se le acaba de ocurrir la manera de acabar con Alpha.