Capítulo 3

4° Trimestre/1er Mes:

OCTUBRE

Freddy regresa de llevar unas carpetas al Departamento de Gestión y hace algunos estiramientos.

—¿Alguien se apunta a almorzar? Últimamente tengo mucha hambre. ¿Será el ejercicio extra?

—Espera que termine de imprimir esto para Sydney —dice Holly.

El ordenador de Holly es el único que está conectado a la impresora del departamento, por eso todo aquel que quiere imprimir algo tiene que pedírselo a ella. A su ordenador le ha salido unas marcas oscuras alrededor del botón de expulsar el disco, y el reproductor de CDs emite un ruido extraño y cansino.

—Oye —dice Freddy dejando de estirarse—. ¿Sabes lo que deberíamos hacer? Una porra sobre quién es el próximo. Diez dólares para empezar.

—¿Una porra sobre qué? —pregunta Jones.

—¿Hablas en serio? —pregunta Holly.

—¿Por qué no?

—Porque es de mal gusto, por eso.

—¿De qué estamos hablando? —pregunta Jones.

—Apostamos quién va a ser despedido primero. Venga vamos. Así las cosas se ponen más interesantes. Te dejaré que elijas tu primera, Holly.

Ella duda por un instante y mira a Jones. En ese momento llega Roger con un disquete. Holly alarga la mano con anticipación, pero Roger no hace el menor ademán de dárselo.

—Haciendo alguna apuesta, ¿verdad que sí?

—Una porra —responde Freddy—. Diez dólares para entrar.

—Hecho —dice Roger abriendo la cartera—. ¿Quiénes están cogidos ya?

—Todavía nadie.

—Espera —dice Holly—. Has dicho que podía ser la primera en elegir.

—¿Entonces te apuntas?

—Bueno… si los demás lo hacen. Yo elijo a Jones.

—¿Por qué yo?

—Por ninguna razón en especial.

—Yo me elijo a mí mismo —dice Freddy—. Así, si me despiden, al menos me llevo algo.

—Yo elijo a Elizabeth —dice Roger.

Reina un silencio momentáneo. Freddy pregunta:

—¿Por qué a Elizabeth?

Roger se encoge de hombros modestamente.

—Porque sí.

La puerta de Sydney se abre. Todos los empleados giran la cabeza. Sydney, vestida con un conjunto tan negro que resulta difícil distinguir las piezas de que está formado, se interna en Berlín Oriental y se dirige a la mesa de Holly.

—¿Tienes ya el informe?

—Está en la impresora.

Sydney coge el informe de la bandeja de la impresora y luego observa que Freddy y Roger se han quedado congelados en el acto de intercambiar dinero.

—¿Qué sucede?

Freddy se aclara la garganta.

—Hacemos una porra. Apostamos a quién va a ser despedido primero.

Los ojos verdes de Sydney se clavan en Freddy.

—¿Y quién te ha dicho que vamos a despedir a nadie?

—Nadie. Es solo un juego. Es… por si ocurre.

—Bueno, si es así, entonces juego.

Freddy mira a Holly, luego a Roger y luego, resignadamente, a Jones.

—Bueno… eso no es posible. Puesto que usted puede despedir a los empleados, no sería justo.

Sydney parece divertirse con el asunto.

—¿Quieres decir que me consideras capaz de despedir a alguien con tal de ganar una apuesta?

—¡No! ¡Por supuesto que no!

—¿Entonces?

Freddy traga saliva.

—De acuerdo. Vale. Son diez dólares.

—Suena divertido. Entonces elegiré a Jones.

—Bueno… a Jones ya lo ha elegido Holly. La nariz de Sydney se arruga. Roger hace una mueca.

—¿Y?

—Cada cual tiene que elegir a alguien distinto.

—¿Y por qué no elige Holly a alguien distinto?

—Porque ella ya ha elegido, de modo que eso no sería… justo.

—Ya veo. ¿Alguien ha elegido a Holly?

—No.

—Entonces la elijo yo.

Sydney sonríe, primero a Freddy y luego a Holly. Se mete la mano en el bolsillo del pantalón negro y saca un billete. Freddy lo coge como si fuese a morderle. Nadie dice una palabra hasta que Sydney se marcha, ni tampoco hasta que pasa un rato después de eso.

—Muchas gracias, Freddy —dice Holly.

—Es sólo un juego —responde Freddy—. Ella probablemente… es sólo un juego.

Jones corre detrás de Sydney. Roger regresa a Berlín Occidental. Holly sopla para apartarse el pelo de la boca y dice:

—Me voy a almorzar.

—Voy contigo —dice Freddy levantándose—, pero dame un segundo.

—He dicho que «me» voy a comer —repite Holly marchándose.

Freddy se desinfla sobre el respaldo de su silla. Mira alrededor, sin saber muy bien qué hacer. En ese momento se da cuenta de que la luz del contestador automático parpadea. Es extraño, pues no parpadeaba hace apenas un minuto. Alguien le ha dejado grabado un mensaje.

Coge el auricular y aprieta el botón. Una voz suave penetra en su oído.

—Buenos días. Le llamamos del Departamento de Recursos Humanos. Hemos recibido su solicitud de incapacidad. Tenemos algunas preguntas que hacerle. Preséntese en la planta tercera con la mayor prontitud. Gracias.

Freddy intenta colgar el auricular, se le escapa de las manos, lo agarra de nuevo y lo cuelga de golpe. Le tiemblan las manos. La idea era que su solicitud desapareciera en el pozo burocrático: que se colara sin que nadie la revisara realmente. Pero en cambio ha conseguido atraer la atención de Recursos Humanos. Ha conseguido atraer la mirada de una bestia devoradora. De repente, hacerse el estúpido parece una idea muy estúpida.

Por un segundo, Freddy piensa en ignorar el requerimiento, decir por ejemplo que su contestador de voz no funcionaba… Pero eso es una estupidez. Nadie escapa a Recursos Humanos. Lo único que puede hacer ahora es afrontar su destino como un hombre.

Freddy decide ir con la americana puesta. De hecho, se habría puesto una armadura de haberla tenido a mano. Garabatea algo en un Post-it y lo pega en el monitor: «Estoy en Recursos Humanos».

De esa forma, si le sucede algo los demás sabrán de qué se trata. Holly lo sabrá. Freddy se obliga a dirigir sus pasos hacia el ascensor. Nota que se le saltan las lágrimas. ¡Un muerto viviente! ¡Hay un muerto viviente en la empresa!

Las puertas del ascensor están a punto de cerrarse cuando llega Jones y pone el brazo entre ellas. Las puertas se detienen y emprenden el camino contrario, dejando ver el diminuto cuerpo de Sydney, que tiene los brazos cruzados.

—¿Tienes prisa?

Jones entra en el ascensor.

—Lo siento. No sabía que usted estuviera aquí —dice, lo cual es mentira, por supuesto, aunque Jones ya se ha dado cuenta de que no se va a ninguna parte faltándole al respeto a Sydney. En ese aspecto se parece a Roger… y, ahora que lo piensa, a todos los directores que ha conocido. ¿Significa eso que Roger está destinado a ocupar ese puesto? ¿Es posible predecir quién ascenderá en la jerarquía corporativa simplemente escogiendo a los más necesitados de reconocimiento público? Esa cadena de pensamientos le distrae hasta que Sydney saca el teléfono móvil y empieza a apretar botones.

—¡Por cierto!

Sydney levanta la mirada hacia él.

—Perdone —dice Jones—. Últimamente me he estado preguntando a qué se dedica Zephyr. Me refiero como fuente principal de ingresos. Nadie sabe decirme nada al respecto. ¿No le parece un poco extraño? —termina Jones con una risita.

Sydney vuelve a mirar el teléfono.

—Eso es lo que pasa con las ruedas dentadas, Jones. No tienen por qué saber para qué sirve la maquinaria, lo único que deben hacer es girar.

—Ya veo. Comprendo lo que quiere decir. Pero ¿qué pasa si una rueda dentada quiere comprender la maquinaria y esa inquietud le distrae tanto que no le permite rendir al máximo?

—Eso no sería muy buena idea —dice Sydney, aún sin mirarle.

Las puertas del ascensor se abren. Sydney empieza a cruzar el vestíbulo, haciendo resonar sus tacones por encima del logotipo de Zephyr pintado en las losetas, pero Jones es veinticinco centímetros más alto que ella y no tiene dificultades para aguantarle el ritmo.

—Supongo que no será un secreto, ¿verdad? Quiero decir lo que hace la empresa…

Pasan por delante del mostrador de recepción —Gretel, Eve, el ramo de flores de Eve— y Jones comienza a sudar.

—¿Es un secreto?

—Por supuesto que no. ¿Has leído la misión de la empresa?

—Sí, pero…

—¿Te das cuenta de que somos un holding?

—Sí —responde Jones sintiéndose frustrado—, pero eso no me dice nada. Escuche, si no es un secreto, ¿por qué no me dice abiertamente a qué se dedica Zephyr?

Sydney se detiene tan inesperadamente que Jones casi choca con ella. Las puertas del vestíbulo se abren. Hace un día agradable, su aroma cálido penetra por entre las puertas y Jones lo siente en el rostro.

—Jones, no me escuchas. No es un secreto. Pero haciendo esa pregunta demuestras falta de concentración. Piensa en ello: ¿qué pasaría si todos los empleados quisieran saber cuál es nuestra estrategia empresarial? ¿Qué pasaría si quisieran cuestionar las decisiones de la Dirección General? No podemos dirigir una empresa teniendo ochocientos directores. No es tu labor, ni la mía, ni la del ordenanza —dice Sydney indicando con un gesto hacia un hombre que lleva una fregona y está apoyado en el mostrador de recepción hablando con Eve Jantiss— definir la estrategia corporativa. Si no comprendes eso, es que no sabes trabajar en equipo.

Jones sabe que esa es la peor acusación que se le puede hacer. Ha visto los posters de motivación.

—¿De acuerdo? —pregunta Sydney, mirándole con sus incisivos ojos verdes.

—De acuerdo —responde Jones, pero antes incluso de que las palabras hayan salido de su boca, Sydney ya ha cruzado las puertas del vestíbulo.

Desmoralizado, Jones empieza a avanzar hacia el ascensor, aunque luego se acuerda de algo y se encamina hacia el mostrador de recepción. Eve Jantiss y el ordenanza lo miran con interés, pero la pregunta de Jones es para Gretel:

—¿Has averiguado cómo puedo solicitar una entrevista con Dirección General?

—Ah, sí. La respuesta es que no puedes.

—No puedo —responde Jones apesadumbrado.

—Me recomendaron que hablaras con tu director y, si no, que utilices el buzón de sugerencias. ¿Sabes dónde está?

—Veamos si lo entiendo —dice Jones tamborileando con los dedos encima del mostrador—. No puedo presentarme en la segunda planta sin una cita. No puedo conseguir la cita sin hablar con Sydney. Y Sydney podría responder a mi pregunta, pero me despediría si se la hago. ¿Voy bien?

Jones se da cuenta de que empieza a elevar el tono de voz, pero nadie le responde. Ni Gretel, ni la bella Eve, ni el ordenanza del pelo canoso.

—¿Qué tal si acampo en el aparcamiento hasta que se presente alguien de Dirección General? Tienen aparcamientos reservados, ¿no es verdad? ¿Qué tal si voy allí y me siento encima de un BMW?

—Supongo que llamarían a Seguridad —responde Gretel.

—¡Por supuesto! Y mientras los guardias me llevan a rastras es probable que me den un par de lecciones sobre cuáles son los canales apropiados. Mientras tanto, ¡nadie en esta empresa tiene idea de a qué se dedica!

El conserje interrumpe:

—Hay una declaración de misión colgada en la pared, joven.

—Ssss —responde Jones soltando aire por entre sus apretados dientes. Luego se da cuenta de una cosa: al otro lado del vestíbulo, el carrito de productos de limpieza del ordenanza sostiene abierta la puerta de las escaleras. Esas puertas están normalmente cerradas; Jones lo sabe desde el apagón de agosto. Sus ojos pasan del ordenanza a la puerta. Comienza a andar hacia la puerta.

Jones consigue una buena ventaja antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar. Eve es la primera en darse cuenta de que pretende subir:

—¿Adónde vas?

Hay algo extraño en su tono de voz, algo que no se puede decir que sea miedo, ni tampoco una amenaza, pero que acrecienta la determinación de Jones. Cuando el conserje grita: «¡Oye!», Jones echa a correr. Aparta de una patada el carrito, que choca contra la pared y se vuelca, haciendo rodar botes de colores por el suelo. Entrar en las escaleras es como meterse en un congelador; posiblemente haya veinte grados de diferencia con el vestíbulo, y además está lleno de ecos y huele a hormigón. Jones cierra la puerta a sus espaldas, que emite ese satisfactorio clic que indica que el ordenanza tendrá que ponerse a buscar la llave en el llavero antes de abrirla de nuevo. Luego empieza a subir las escaleras de dos en dos. Es gracioso. No siente que esté echando a perder su carrera.

Freddy llega a la tercera planta. Es un lugar tan alto en el edificio que siente una oleada de vértigo y le tiemblan las rodillas. O puede que no sea vértigo. Puede que sea el letrero que tiene delante:

RECURSOS HUMANOS

Todo parece distinto en ese lugar. La iluminación es tenue. Las paredes son azul marino, no del crema pálido del resto del edificio. No hay pósteres con lemas motivadores, ni logotipos negros y naranjas, ni tampoco gráficos de quesitos impresos. Cuando Freddy recorre el pasillo, siente que los pies se le hunden en la moqueta y tiene la sensación de que las paredes respiran.

Hay un mostrador de recepción, pero no hay nadie detrás de él. Es negro y liso, carente de objeto alguno. No hay teléfono, ni cuaderno de notas, ni ositos de cerámica. Tampoco hay ningún timbre de servicio. Freddy mira alrededor, inquieto. Hay dos puertas idénticas para salir de recepción, una a la derecha y otra a la izquierda.

Puede que sea algún tipo de prueba. Una conduce al Cielo y la otra al Infierno. O puede que, tratándose de Recursos Humanos, las dos conduzcan al Infierno. Freddy se muerde los labios y piensa que lo mejor que puede hacer es permanecer donde está.

La puerta de la izquierda emite un sonido y se abre.

—¿Hola? —Freddy se dirige hacia la puerta y se asoma. Da a un pasillo largo y vacío con media docena de puertas totalmente idénticas a cada lado.

Freddy aprieta la mandíbula, pone un pie delante de otro y cruza la puerta. Casi espera que la puerta se cierre a su espalda —ñac—, que las luces se apaguen y alguien (o algo) se ponga a reír en la oscuridad, pero, por supuesto, nada de eso sucede. Sólo está recorriendo un pasillo de Recursos Humanos. Y sin embargo, tiene que luchar para no salir corriendo en busca del ascensor.

Todas las puertas están cerradas. No hay ninguna placa distintiva. Una que está a su izquierda hace clic y Freddy se detiene. La puerta se abre. Al otro lado hay una sala de reuniones a oscuras, pero no hay mesa, sólo una silla de plástico en el centro de la habitación. Freddy entra cansinamente.

—¿Quieren que me siente en esa silla?

No hay respuesta, sólo silencio. Freddy entra y se sienta. Luego se da cuenta de que delante hay un enorme espejo.

Una voz sale de algún sitio, la misma voz que había dejado el mensaje en el contestador de voz.

—Su nombre —dice—. Diga su nombre.

Al pasar por una puerta con el número 15, Jones nota que le entra cierta debilidad en las piernas. Cuando llega a la 10, ya le tiemblan visiblemente y tiene la camisa pegada a la espalda. Al llegar a la 5, tropieza en un escalón y opta por dejarse ir: medio se sienta, medio se cae en un escalón de cemento y aprovecha para llenar de aire sus fatigados pulmones. Como si hubiera estado esperando este momento, la frente empieza a sudarle a chorros, mientras Jones intenta secarla sin demasiado éxito con las mangas de la camisa. Jones se da cuenta de que no va a causar muy buena impresión en Dirección General.

Se oye un sonido procedente de más abajo. Jones se levanta. El sonido se escucha de nuevo (¿será el eco?) y luego algunas voces. Alguien dice:

—¿Arriba o abajo?

Otro contesta:

—Tiene que ser hacia arriba.

Jones se pregunta si son los de Seguridad, que andan en su busca. Uno de ellos grita:

—¿Señor Jones? No puede estar en las escaleras. Tenemos que llevarle a Recursos Humanos. ¿Está usted ahí? ¿Señor Jones? Más vale que resolvamos este asunto lo antes posible.

Con eso todo queda aclarado. Jones se pone de pie y continúa subiendo las escaleras.

Unos minutos después, tras un esfuerzo hercúleo, se encuentra delante de una puerta señalada con el número 2. Los guardias de seguridad aún continúan buscándole, pero cinco plantas más abajo. Jones coge la barra para abrir la puerta, pero duda por unos instantes. Levanta la mirada. En la planta segunda se encuentra Dirección General, pero en la primera está Daniel Klausman, el Consejero Delegado. Jones piensa: «Ya puestos, ¿por qué quedarse en la segunda?».

Las piernas parecen poner alguna objeción, pero Jones decide hacerles caso omiso y, a duras penas, sube un tramo más de escaleras. Finalmente se encuentra ante la puerta número 1, y ya no puede ir más allá.

Es una puerta idéntica a las otras, lo que en cierto modo es una decepción. Jones casi esperaba encontrarse con unas puertas doradas, con algodonosas nubes y una luz brillante inundándolo todo. Pone la mano en la barra de metal y empuja. ¡Clac! El sonido retumba en las escaleras como un disparo. Más abajo, los guardias de Seguridad empiezan a gritar. El eco impide distinguir lo que dicen, aunque Jones tiene la impresión de que las consecuencias de sus actos serán severas. Bueno, eso ya lo sabía. Lo único que espera es que no haya ningún guardia de Seguridad en la primera planta. Si ha recorrido este largo camino para nada, se va a sentir muy decepcionado. Empuja la puerta con el hombro.

El viento le golpea la cara con tanta fuerza que se tiene que agarrar a la puerta para no caerse. Es tan distinta de lo que esperaba que, por unos segundos, no acierta a comprender. Permanece allí, respirando profundamente, tratando de enfocar la mirada. Lo primero que se le ocurre es una estupidez: «¡Qué oficina más grande!».

Jones se encuentra en el tejado.

—Ya sabe mi nombre —dice Freddy—. Usted me ha mandado llamar.

—Diga su nombre —repite la voz.

Freddy traga saliva. Imagina que pretenden grabarla. O puede que sea para ajustar el equipo. Cuando alguien se enfrenta a la prueba del polígrafo, al menos eso ha oído, suelen hacerle preguntas sencillas al principio para ajustar los parámetros. Las verdaderas preguntas vienen después.

—Freddy Carlson.

—Diga su número de empleado.

—4123488.

—Diga el departamento.

—Ventas de Formación. Planta catorce.

Se aclara la voz y añade:

—Todo eso está en mi solicitud.

—Usted tiene una discapacidad.

Freddy se remueve en la silla. La imagen del espejo hace otro tanto. Freddy tiene la sensación de que su imagen pone cara de culpable.

—Sí.

—Su incapacidad es la estupidez.

—No puedo evitarlo. Me esforcé mucho en la escuela y tal, pero no soy lo que se dice brillante por naturaleza.

—Parece que hay un error en su solicitud.

—Probablemente —responde Freddy—. Soy tan corto que probablemente haya varios.

—Su solicitud dice que es estúpido.

—Sí.

—Nosotros pensamos que, en realidad, a quien toma por estúpido es al Departamento de Recursos Humanos.

—No. Por supuesto que no.

—Usted conoce la política de Recursos Humanos con respecto a la incapacidad.

—Bueno… algo he oído.

—Usted sabe que Recursos Humanos cumple totalmente con las leyes federales y estatales.

—Bueno, lo imagino.

—Usted sabe que Recursos Humanos se enorgullece de poder garantizar que la Corporación Zephyr ofrece igualdad de oportunidades a sus empleados.

—Sin duda.

—Usted sabe que ningún empleado ha sido discriminado por razones de discapacidad.

—No lo sabía, pero me parece estupendo.

—Usted sabe que un empleado con una discapacidad reconocida limita la capacidad usual de Recursos Humanos para despedir a ese empleado.

—Imagino que es así —responde Freddy.

—¿Cuánto es siete por tres?

—Vein… —Freddy se muerde la lengua. ¡Vaya! Muy hábiles. Aquélla era la primera pregunta de Recursos Humanos—. No estoy seguro. Necesito la calculadora.

—¿Qué es lo contrario del este?

—La izquierda.

—¿Qué crece para arriba, las estalactitas o las estalagmitas?

—Ni idea —responde Freddy sinceramente.

—La labor de equipo es la esencia de la empresa, ¿sí o no?

Freddy titubea. Eso parece una pregunta tramposa. Nadie puede dejar de conocer, por muy deficiente mental que sea, cuál es la postura de la empresa con respecto a la labor de equipo.

—Cierto.

Hay una pausa. Cuando se oye de nuevo la voz, suena más profunda, incluso molesta.

—Usted sabe que ningún empleado de la Corporación Zephyr ha sido discriminado por incapacidad.

—Usted acaba de decirlo.

Silencio.

—Sí —dice Freddy.

—Han sido transferidos —hay un leve pero indudable énfasis en la voz—. Han sido ignorados. Han sido degradados. Han sido mal retribuidos. Pero jamás han sido discriminados.

Freddy traga saliva.

—¡Vaya!

—Se les han asignado puestos con mayores responsabilidades, pero sin aumento de sueldo. Se les ha integrado en equipos con personas incompatibles. Se les han asignado proyectos con metas mutuamente excluyente. Se les ha encargado la supervisión de las finanzas del Club Social. Se les ha encargado el filtrado de la base de datos de los clientes. Se les ha pedido que se encarguen de la formación de los nuevos graduados.

—De acuerdo. Mire…

—No se les ha reconocido ninguno de sus logros. Han corrido rumores sobre ellos y trabajadores poco atractivos. Sus monitores empiezan a parpadear. El resorte de su silla ha dejado de funcionar. Sus bolígrafos han desaparecido. Se les han asignado múltiples directores. Se…

—¡Es suficiente! —replica Freddy—. Ya lo he comprendido, ¿vale?

Hay una pausa. Una pausa para saborear el momento.

—¿Cuánto es siete por tres? —pregunta la voz.

Holly regresa del almuerzo (una ensalada que ha tomado sola en la barra del bar de al lado) y se encuentra con que no hay nadie en Berlín Oriental. No se ve a Jones por ningún lado y Freddy ha desaparecido. Según dice el Post-it que hay pegado en su monitor, «Estoy en Recursos Humanos», pero Holly imagina que es una broma. Suspira. No puede dejar de sentirse inquieta.

Holly se levanta y se dirige al depósito de agua. Se encuentra al final de un plan aeróbico de ocho semanas y es importante mantenerse hidratada. Coge un vaso de plástico, lo llena, echa la cabeza hacia atrás y bebe hasta no dejar ni una gota. Cuando deja el vaso, ve que Roger pasa a su lado, mirándole el pecho. Sus ojos suben un momento a su cara y guiña un ojo.

—Holly.

—Roger.

Roger se aleja y Holly tira el vaso. Eso es algo a lo que no consigue acostumbrarse: a la desvergüenza de los ejecutivos. No pretende hacer leña del asunto, pero no entiende cómo es posible que unos capullos blandengues, panzudos y desgarbados crean que pueden tener alguna oportunidad con ella. Pero ahí estriba el problema: que dentro de la empresa son importantes, o al menos más importantes que ella. Por esa razón, cualquier feo y baboso director de Tramitación de Pedidos se cree con el derecho a flirtear con ella. No es que vengan directamente a hacerle proposiciones —eso sería una grave violación de la política de la empresa con respecto a las relaciones entre empleados (en pocas palabras, están prohibidas)—, pero eso no mejora las cosas. Holly siempre tiene que tomárselo todo como una broma inocente, cuando en otras circunstancias que permitieran una respuesta más honesta por su parte les diría que se fueran a tomar por el culo.

Si se encontrase en un grado más alto del escalafón empresarial, no le sucederían esas cosas, pues sería demasiado importante como para que los hombres se atreviesen a flirtear con ella. Si los hombres fuesen más apuestos (o en el caso de Roger, no tan gilipollas), puede que no le importase tanto. Pero al parecer todos creen que la mejor forma de combatir la barriga no es pasar treinta minutos al día en la cinta de correr, sino tapársela con una camisa y un traje. (Algunas veces la barriga parece querer echar a un lado la corbata; otras la corbata está prácticamente horizontal). Si ellos optan por no preocuparse de su aspecto, ¿por qué se creen con derecho a gozar del suyo? Hay muchas cosas que Holly no entiende de la Corporación Zephyr, pero las reglas del arte del flirteo corporativo son lo que más le irrita. Simplemente no puede aceptarlas. Por esa razón, la gente cree que no es una persona muy cordial.

Holly regresa a su escritorio y saca un par de folios de su bandeja de entrada. Parece que Elizabeth ha pasado por allí. Quiere que Holly prepare un resumen del resumen que redactó para Sydney hace un par de horas. Holly presiente que va a sufrir una migraña. Se pregunta qué pasaría si se olvidara de todo y se fuese al gimnasio el resto del día.

Freddy llega y se deja caer en la silla. Holly lo mira, esperando una explicación, pero él se limita a mirar el teclado de su ordenador.

—¿Qué sucede?

—¿Acaso no viste mi nota? —dice despegándola del monitor y rompiéndola en tiras.

—Lo pregunto en serio.

Freddy no responde.

—¿De verdad has estado en Recursos Humanos? —pregunta Holly, poniéndose derecha—. ¿Cómo es? ¿Qué hacen? ¿Tienen cubículos?

—No quiero hablar de eso.

—O vale. Si quieres ponerte así…

Freddy permanece callado.

—Vamos, venga. Dime algo.

Freddy niega con la cabeza.

—Oh, pues muy bien —responde Holly, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia su ordenador.

Jones da unos cuantos pasos sobre el tejado, no sin antes apoyar cuidadosamente la puerta en el marco para que no se cierre. Se encuentra de pie sobre una superficie de cemento gris cubierta por los excrementos de algo así como un millón de palomas, buena parte de las cuales le observan en estos momentos desde antenas o respiraderos. A un lado, se ve la parte superior de media docena de rascacielos especialmente altos o construidos sobre una colina o ambas cosas, cuyas ventanas tintadas ofrecen minúsculos atisbos del mundo corporativo. Se dirige hasta la barandilla del extremo del tejado y mira el tráfico que repta por First Avenue. A esta altura reina un silencio sorprendente. Jones se queda mirando el tráfico mientras el viento le revuelve el pelo y enfría el sudor de su espalda.

Transcurre un minuto antes de que su cerebro se ponga a funcionar y le indique que si se da prisa puede bajar hasta la segunda planta antes de que lleguen los de seguridad. Puede volver al plan original, con la única modificación menor de añadir a su lista de preguntas para Dirección General por qué la oficina de Daniel Klausman es el tejado. Jones se apresura a volver a la puerta. Mientras lo hace se da cuenta de que hay un ascensor de servicio al lado. También oye ruidos sospechosos procedentes de la escalera y cuando abre la puerta se da de frente con dos guardias de seguridad de uniforme azul y rostro sudoroso.

—Tú —dice uno de ellos. Jones presiente que eso es el comienzo de una frase de tan sólo dos palabras, pero no espera a conocer el desenlace. Da un portazo y echa el cerrojo. Aporrea el botón para llamar al ascensor (un botón rojo, de goma) y espera.

—Señor Jones —dice uno de los guardias a través de la puerta—. Si no deja usted en paz al señor Klausman, las repercusiones serán muy serias.

El ascensor llega a su destino. Jones se mete dentro y aporrea el número dos: Dirección General. Aliviado, ve cómo se cierran las puertas.

Jones suelta aire. Se ajusta los puños de la camisa, se arregla la corbata y levanta la barbilla. Puede que en ese momento esté quebrantando un buen número de reglas de Seguridad y de Recursos Humanos, pero no hay duda de que la empresa está practicando algún tipo de engaño a gran escala a los trabajadores, así que están en paz. Jones espera a que suene el ding y se abran las puertas.

Pero no se abren. Jones levanta los ojos y ve el número 4 en la pantalla del ascensor, y mientras mira pasa al 5. Alarmado, presiona el 2 de nuevo, pero se da cuenta de que no se ha iluminado. Lo presiona y se enciende, pero se vuelve a apagar. Prueba con el 5 y el 6, y luego pasa la mano por toda la hilera de botones. Ninguno se ilumina más de un segundo. Jones se apoya en la pared del ascensor para no perder el equilibrio. ¿Va el ascensor cada vez más rápido? De repente se da cuenta de que así es como se desprende Zephyr de los empleados que ya no le son útiles: el ascensor les traslada en caída libre hasta el sótano.

Jones nota que el ascensor empieza a reducir la velocidad. O puede que no. La pantalla señala el 11. Se apaga y aparece el 12. Al parecer va derecho a la decimocuarta planta; es decir, a la suya: Ventas de Formación. Suspira irritado. Probablemente Seguridad le esté esperando con todas sus pertenencias en una caja de cartón.

El número 12 desaparece y el ascensor se detiene por completo. Hay una misteriosa y prolongada pausa. Luego suceden dos cosas al mismo tiempo: suena el ding y aparece el 13 en la pantalla.

Jones mira el panel de botones por si acaso se le ha ido la olla. Pero no. Tal como pensaba, no hay botón 13.

Las puertas se abren.

Lo primero que le llama la atención es la iluminación. No es fluorescente, ni de esas que hieren la retina, sino suave, matizada, como si surgiera de recovecos invisibles del techo. Segundo: la moqueta no es de ese violento naranja que predomina en la empresa, sino de un azul claro y agradable. Tercero: el ascensor da a un pasillo —lo cual no es ninguna sorpresa—, pero es un pasillo de cristal, y a través del cristal Jones puede ver oficinas con paredes acristaladas por todas partes, oficinas con paredes. Esas son las cosas que más le llaman la atención. Sólo cuando se recupera del impacto que le han producido se percata de otros detalles menores, como por ejemplo el grupo de personas que tiene delante. En el centro se encuentra el ordenanza y, a su lado, Eve Jantiss.

—Señor Jones —dice el ordenanza—. Soy Daniel Klausman. Bienvenido al Proyecto Alpha.

—El procedimiento estándar, por supuesto, es ponerle de patitas en la calle —dice Klausman.

Aún lleva puesto el mono gris, pero Jones no puede dejar de mirar su mechón de pelo grisáceo. Es más que suficiente para convencerle de que ese hombre es, en realidad, el Consejero Delegado de la Corporación Zephyr: tiene pelo de directivo. Klausman pone una mano en el brazo de Jones y lo conduce por el pasillo.

—Haremos correr la noticia de que le hemos sorprendido robando un ordenador y eso será el final de su carrera. No será la primera vez.

Jones mira a Eve, que le devuelve una sonrisa radiante. Ver todos esos dientes brillantes le hace inquietarse aún más.

Klausman se detiene y los demás hacen lo mismo, obedientes.

—Sin embargo, creo que usted tiene algo, señor Jones. Algo especial que notamos desde el principio, ¿verdad que sí?

Mira a Eve. Ella asiente y, cuando Klausman se da la vuelta, guiña un ojo.

—Pero lo del tejado ha sido demasiado. Nadie antes había llegado tan lejos. Es usted muy curioso, ¿verdad que sí? Eso nos gusta, señor Jones. Nos gusta mucho. Nos habría gustado estudiarle, pero como no es posible… le vamos a hacer una oferta.

—Usted se hace pasar por ordenanza —dice Jones.

Se da cuenta de que el comentario no resulta especialmente penetrante, pero necesita establecer algunos hechos sobre los que todos estén de acuerdo.

—Algunos ejecutivos creen que es muy importante estar en primera línea. ¿No ha visto a esos directores de McDonald’s? Venden hamburguesas un día al año, tomándose descansos cada cinco minutos con la excusa de que tienen que regresar a su oficina y así creen que adquieren una experiencia de primera mano. Yo, señor Jones, vivo en primera línea. Nadie está más cerca de sus empleados que yo.

Klausman sonríe, como si esperase que Jones dijera algo halagador.

—Y Eve tampoco es realmente una recepcionista.

—Ella es tan recepcionista como yo un ordenanza —responde Klausman con una sonrisa en la comisura de los labios.

—Es decir, es una recepcionista, pero también algo más.

—Siga, siga.

Jones mira alrededor. A través de los cristales observa el conjunto de monitores que muestran distintos departamentos de la empresa.

—Ustedes observan. Observan todo lo que sucede dentro de la empresa.

—Casi lo tiene. ¿Va a ser capaz de sacarlo solo?

Jones toma aliento.

—El propósito de la Corporación Zephyr es…

Duda antes de continuar. Si se equivoca, todos los presentes se van a tronchar de risa. Eve asiente para animarle. Finalmente se decide:

—Zephyr es un banco de pruebas. Un laboratorio donde se ponen en práctica técnicas de gestión y se observan los resultados. Zephyr es un experimento.

Nadie se ríe. Klausman mira alrededor.

—¿Qué os dije?

—Ha vuelto a acertar, señor —dice uno de los tipos trajeados.

Klausman extiende las manos.

—Yo soy Alpha y Omega.

Todos se ríen. Al final, Jones entiende:

—El Sistema de Gestión Omega. Usted fue quien lo creó. Y aquí es donde usted desarrolla las técnicas.

En Ventas de Formación, algo horrible le está sucediendo a Elizabeth: le está empezando a gustar Roger. Debe ser una broma planeada por su traicionero cuerpo y sus hormonas, disparadas por el embarazo. A Elizabeth, sin embargo, no le hace ni la más mínima gracia. ¿Roger? Cualquiera que pretenda juntarla con Roger es que no sabe nada de ella. Elizabeth está consternada por la opinión que tiene su cuerpo de ella.

Todavía no ha decidido qué hacer respecto a su situación. Al principio parecía obvio: no hay lugar para un bebé en su carrera. Sin embargo, esa reacción inicial ha ido perdiendo fuerza. Una parte furtiva y oculta de su cerebro, la misma que vetó el condón, está ganando peso por momentos. Ya casi la domina del todo. Y Elizabeth empieza a dudar. Es un proceso sorprendente, o lo sería de no ser tan anestésico. Sólo se da cuenta del verdadero alcance de su poder en momentos como ése, cuando se descubre mirando a Roger a través del pasillo con la boca abierta.

Roger la sorprende y parpadea sorprendido. Elizabeth cierra la boca y regresa a su mesa. Cierra los puños con fuerza. «¡No! Por favor eso no.»

—No comprendo por qué la gente se sorprende tanto —dice Klausman.

Está sentado detrás de la mesa de despacho más grande que Jones haya visto jamás. Dos de las paredes de su oficina son cristaleras y unas nubes bajas se deslizan frente a ellas. Jones siente como si el edificio estuviera a punto de caerse. Se da cuenta de que está inclinado hacia la izquierda, como si pretendiera hacer contrapeso.

—Sencillamente estoy aplicando métodos científicos de investigación en un ámbito empresarial. Por lo general no se espera que los científicos experimenten con seres humanos vivos. Utilizan laboratorios y experimentan en condiciones controladas. Es exactamente el mismo concepto.

—Pero usted experimenta con seres humanos vivos —dice Jones.

—No, no, no, la Corporación Zephyr es una empresa completamente artificial, sin verdaderos clientes. Ah, ya veo, usted se refiere a la plantilla. Sí, es cierto. Son seres vivos, pero no les hacemos ningún daño. Les ofrecemos un trabajo, normalmente trabajos sin sentido, pero ellos no lo saben. Sin embargo, si lo piensa bien, la mayoría de los trabajos carecen de sentido. Escoja cualquier puesto de la empresa y elimínelo, verá como el resto de la plantilla encuentra la forma de cubrir su función. Es cierto. Lo comprobamos en Logística.

—Aún así… ¿no le parece que desde el punto de vista ético…?

—De hecho, los empleados de Zephyr tienen la ventaja de no tener que tratar con clientes.

—¿Qué tienen de malo los clientes?

Klausman se ríe. Los tipos del traje ahogan risitas por detrás de Jones.

—Perdonadle, es joven —dice Klausman inclinándose hacia adelante—. Los clientes son alimañas, señor Jones. Infectan a las empresas de enfermedades —su tono al decirlo es totalmente serio y solemne—. Una empresa es un sistema diseñado para realizar una pequeña serie de acciones una y otra vez con la mayor eficacia posible. El enemigo de los sistemas es la variación, y eso es lo que generan los clientes. Quieren productos especiales. Sus circunstancias son únicas. Pretenden hacer pedidos con servicio postventa y presentan sus quejas en Ventas de Formación. Mi mayor logro, y soy del todo honesto con usted, señor Jones, no es el Sistema de Gestión Omega y su correspondiente flujo de ingresos, que, dicho sea de paso, es sumamente lucrativo. Mi mayor logro es Zephyr. Una empresa libre de clientes. Escuche bien lo que le digo: una empresa libre de clientes, señor Jones. Al principio tratamos de simular los clientes, pero fue un desastre. Echó abajo todo el proyecto. Cuando comenzamos de nuevo, eliminé todos los departamentos que tenían clientes externos. Fue como matar a una jauría de perros rabiosos. Con eso no quiero decir que ahora Zephyr sea una empresa perfecta, pero lo estamos consiguiendo, señor Jones, lo estamos consiguiendo.

—Necesito algo de tiempo para asumir todo esto —dice Jones.

—Ojalá pudiera darle unos días para pensarlo, pero no puedo. Está con nosotros o contra nosotros, lo siento.

—¿Me está ofreciendo un trabajo? ¿De qué?

Klausman levanta las palmas de las manos.

—Yo sólo me encargo de la visión. Eve, ¿te importaría llevarte al señor Jones a alguna parte y explicarle los detalles?

Eve guiña un ojo a Klausman cuando sale y éste responde:

—Sé amable con él.

Ambos se echan a reír, lo cual inquieta un poco a Jones. Eve coge del brazo a Jones y le lleva por el pasillo.

—¿Te apetece tomar un poco el sol? Yo no puedo soportar mucho rato en este sitio.

Jones responde algo, pero no recuerda el qué porque el pecho izquierdo de Eve está rozando contra su bíceps. Cuando alarga el brazo para presionar el botón del ascensor, su pelo moreno le acaricia la cara y su perfume le invade las fosas nasales, se interna en su cerebro y empieza a controlar su voluntad.

—A veces hay que esperar hasta cinco minutos —dice Eve mirando la pantalla del ascensor—. No paran aquí hasta que no están completamente vacíos. A la hora de comer… ¡Ah! Mira. Aquí viene.

Eve entra y Jones la sigue. En las paredes reflectantes del ascensor ve la imagen de Eve y la suya, la suya y la de Eve, y así hasta el infinito.

—Tengo que reconocer que estoy sumamente impresionada por lo rápido que nos has descubierto. La mayoría de los que trabajan en Zephyr son como corderos. Es desolador. Algunas noches, cuando regreso a casa, me miro al espejo hasta que recuerdo que no soy uno de ellos.

Sonríe.

—¿Cuál es tu puesto? ¿Qué haces en la empresa? —dice Jones.

—¿Qué crees tú? ¿Cómo controlamos la Corporación Zephyr?

Jones se queda pensando. Luego observa el panel de botones y la respuesta es obvia.

—Recursos Humanos. No es un departamento de verdad. Es parte de Alpha.

Eve sonríe con malicia.

—No exactamente. Recursos Humanos es precisamente eso. Les concedimos mucha libertad para desarrollarse y eso fue lo que sucedió. Deberías leer los informes, son realmente fascinantes. El personal de Recursos Humanos ha terminado por odiar a la gente. No, Alpha funciona colocando a agentes en diversos departamentos de la empresa. Sólo somos doce. La mayor parte del tiempo lo pasamos observando. Pero cuando deseamos estudiar algo en particular, sólo tenemos que tirar de algunas cuerdas para que eso suceda.

—Y nadie en Zephyr lo sabe.

—Exacto —sus dientes vuelven a brillar—. Por eso, si ve a alguien que conozca, actúe con naturalidad.

—¿Cómo dice?

Las puertas del ascensor se abren.

Eve comienza a andar por el vestíbulo, haciendo resonar los tacones. Jones corre tras ella, sintiéndose sumamente incómodo. Gretel le sonríe y le manda un saludo, pero Jones está demasiado confuso para poder responderle debidamente. ¿Lo sabe Gretel? Jones ve las cámaras de seguridad en las esquinas del techo y se da cuenta de que las hay por todas partes. En todas las habitaciones del edificio. Hasta ahora, no se había parado a pensar en ellas.

Las puertas del vestíbulo se abren de par en par. Eve mete la mano en el bolso y su bonito Audi hace boop-boop. Eve le tira las llaves y Jones las toma al vuelo, sorprendido.

—¿Conduces tú?

—No hablarás en serio.

—Claro que sí —responde Eve. Abre la puerta del copiloto, mete sus largas piernas en coche y tamborilea con las manos sobre la guantera—. Vamos, chaval.

Jones respira por unos instantes. Piensa: «¿De verdad voy a conducir este coche?». Él mismo se responde: «Sí».

Jones abre la puerta del conductor e instala sus posaderas en el asiento. El cuero emite un susurro de aprobación. Pone las manos en el volante y respira profundamente.

—¿Eres de los que se quedan embobados con los coches? —pregunta Eve.

—Creía que no —responde Jones.

Eve se echa a reír.

—Venga, vamos.

—No te hablo todavía —dice Eve— porque pareces demasiado ocupado con el coche.

Jones mete la cuarta y el coche da un brinco hacia adelante. Le impresiona lo obediente que es el Audi. Su Toyota, aparcado en la segunda planta subterránea de Zephyr, no responde a los mandos sino que más bien se los toma como sugerencias a considerar. Este coche, en cambio, responde a sus más mínimos gestos como si fueran el evangelio. Jones tiene dificultades para mantener una velocidad constante porque el coche parece oír el latido de su corazón a través de sus zapatos de trabajo.

—Interesante, ¿verdad que sí? —dice Eve—. Hay que ser más disciplinado para poder manejar una maquinaria de mayor rendimiento. En definitiva, debes ser más máquina tú también.

Eve se despereza al sol. A Jones le apetece mirarla, pero teme llevarse por delante alguna señal de tráfico.

—¡Vaya! Hace un día maravilloso. El otro día alguien me dijo que el único lugar habitable de América es California. Sin embargo, yo no comprendo que se puedan pasar la vida vestidos con ropa de verano.

Eve se pone algo en el pelo y se hace una coleta que brinca y bambolea con el viento.

—De acuerdo, hablemos de negocios. Tú pareces un chico listo, de manera que me saltaré el discursito.

—Gracias.

—Si no te unes al proyecto Alpha, puedes dar por acabada tu carrera.

Jones se desvía un poco y un Ford color blanco le toca el claxon.

—¿Puedo tener mi discursito?

Eve se ríe.

—Si formas parte del proyecto Alpha, empezarás ganando 100.000 dólares al año, estarás en la vanguardia de las prácticas de gestión empresarial global y adquirirás la clase de experiencia que no se paga con dinero. En lugar de pasar el día con esos que están todo el rato mordisqueando el lápiz y mirando el reloj, jugarás con los grandes. Seguro que te lo pasas muy bien.

Jones se arriesga a mirarla.

—¿Qué has querido decir con eso de que mi carrera estará acabada?

—¿Qué ocurriría si la gente averiguara que Zephyr es una estafa?

—Imagino que… el experimento fracasaría. No os quedaría más remedio que cerrar la empresa.

—Por esa razón, no podemos permitir que se lo vayas contando a todo el mundo. Tendríamos que dar los pasos pertinentes para que eso no sucediera.

—¿Qué clase de…?

—«Stephen Jones era un empleado productivo y competente, pero utilizaba Internet para descargar páginas de pornografía animal.»

—¡Dios santo!

Eve se ríe.

—Es broma. Más o menos, vaya. Pero ya me entiendes. No nos pondrías en tu currículo. Tal vez se te ocurriría alguna historia para explicar ese agujero en tu historia laboral, pero ese tipo de cosas siempre generan desconfianza entre los empresarios. Si tuvieran que elegir entre tú y otro candidato que no se hubiera quedado misteriosamente fuera de todos los programas de prácticas tras la licenciatura, yo por lo menos sé con cuál me quedaría.

—¿Y si prometo que no le hablaré a nadie del proyecto Alpha?

—Nos gusta jugar con garantías —dice Eve—. Hay mucho en juego.

Jones no dice nada.

—Pero no mires sólo el aspecto negativo. Lo importante es la oportunidad. Sólo tienes que decir que sí.

—¿A qué? No sé qué es lo que quieres que haga.

—Lo mismo que todos los demás: convertirte en un agente. Por un lado, mantienes oficialmente tu puesto, pero también llevas proyectos para Alpha. Si a Klausman le gustan tus ideas, te concede tus propios proyectos. Puede que hasta los introduzca en la siguiente edición de El sistema de gestión omega. Resulta muy gratificante. De vez en cuando, vamos a otras empresas para presentarles nuestros descubrimientos y diseñamos una solución para sus circunstancias particulares. Eso es lo mejor. Vuelas por todo el país, te alojas en hoteles de cinco estrellas, facturas todo al cliente… Te lo aseguro Jones, es una experiencia magnífica rellenar el formulario de gastos a nombre de otra persona.

—Pero nadie en Zephyr sabría qué es lo que estoy haciendo.

—No —responde Eve soltando una risita.

Jones detiene el coche en un semáforo rojo y mira a Eve. Tiene un brazo colgando por fuera del coche, lo mira a través de las gafas de sol y sonríe. Aun así, Jones responde:

—No sé si me sentiré cómodo espiando a mis compañeros.

—Urrrr —responde Eve, como si hubiese escuchado esa excusa millones de veces—. De acuerdo, mira. Todas las empresas espían a sus trabajadores. Todas tienen cámaras de seguridad. Todas supervisan su correo electrónico. Los empleados saben que los observan. La única diferencia es que nosotros lo hacemos de forma más organizada.

—Una cosa es una cámara de seguridad y otra sentarse al lado de alguien y fingir que eres su compañero de trabajo —Eve no dice nada, de manera que Jones añade— ¿no te parece?

—¿Sinceramente? Pues creo que no. Si ves que tu compañero de trabajo estafa a la empresa y tú informas al director al respecto, ¿eso está mal? Pues eso es lo que nosotros hacemos: buscamos las situaciones improductivas y tratamos de remediarlas.

—Pero…

—¿Quieres el discurso sobre ética? Porque también tenemos uno. Está grabado en vídeo, con todo ese rollo de mejorar la eficiencia empresarial, crear puestos de trabajo y construir un país más fuerte. Cuando termines de verlo, creerás que todo aquel que se oponga a lo que hacemos es un comunista. Se lo pasamos a nuestros inversores más religiosos, pero tú no eres religioso, ¿verdad que no?

—La verdad es que no mucho.

—Es una broma. Cuando alguien nos pide el vídeo sobre ética, ya sabemos que se ha decidido a invertir. Lo único que necesitan es oír unas palabras alentadoras que les hagan sentirse bien. Eso es lo que aprendes sobre los valores, Jones: es lo que la gente se inventa para justificar lo que ya ha hecho. ¿Estudiaste ética empresarial en la facultad?

—Sí.

—Te enseñan que el comportamiento de las personas depende de sus valores, ¿verdad? Pues es una chorrada. Cuando observas a las personas como hacemos nosotros, te das cuenta de que es justo lo contrario. Escucha, yo creo en lo que hace Alpha, de verdad. Pero ¿acaso me preocupo de si todos los detalles de lo que hacemos son éticos? Pues la verdad es que no, pues si nos ponemos a eso, podemos racionalizarlo todo hasta convertirlo en ético. Habla con un delincuente, ya sea un evasor de impuestos, un asesino en serie o un pederasta y verás cómo todos justifican sus acciones. Te explicarán con toda seriedad por qué han tenido que hacer lo que han hecho. Que siguen siendo buenas personas. Esa es la cuestión: cuando la gente habla de la importancia de la ética, jamás se incluye a sí misma. El día que alguien, en algún lugar, admita que no es ético, entonces empezaré a tomarme todo este asunto en serio.

Alguien le toca el claxon. Jones se da cuenta de que el semáforo está verde. Pisa a toda prisa el acelerador, el coche está a punto de calarse, pero finalmente logra recuperar el control.

—¿Sabes una cosa? Estoy sorprendida de que no saltes de alegría. ¿Te dan miedo los retos? Eso explicaría por qué aceptaste un trabajo en Zephyr, una empresa de la que no sabías absolutamente nada.

—No. Acepté el trabajo porque… —empieza a decir, pero luego se da cuenta de que no es una frase que quiera terminar—. No me dan miedo los retos.

—Entonces acepta el trabajo. Si no, ¿qué vas a hacer con tu carrera? ¿De verdad quieres pasarte los próximos diez años tratando de abrirte camino para ocupar un puesto de director medio? El noventa y cinco por ciento de los trabajos son una mierda, por eso la gente recibe un salario por hacerlos. Nosotros te estamos ofreciendo ese otro cinco por ciento. Este trabajo es excitante, está bien pagado y cualquiera de Ventas de Formación te cortaría el cuello por obtenerlo. ¿Qué más tienes que pensarte?

Eso de los «diez años» le llega al corazón. Resulta una perspectiva terriblemente plausible: Jones puede imaginarse a sí mismo soportando toda una larga década de politiqueo corporativo y aburrimiento cotidiano, perdiendo poco a poco el entusiasmo hasta obtener la experiencia y la falta de escrúpulos necesarios para que alguien le ofrezca la clase de puesto que Eve le está ofreciendo en ese momento.

—¡Qué mono! Es como si viera tus pensamientos televisados en tu cara.

Jones se pone nervioso y termina por aparcar el Audi a un lado de la calzada. Casi se siente mal por tener que apagar el motor. Después de un minuto, dice:

—De acuerdo, estoy dentro.

Eve sonríe.

—Fantástico. Me alegro —le pone una mano sobre el muslo y aprieta—. Ahora será mejor que regresemos. Tengo que cancelar la historia de la pornografía por Internet.

A las cuatro de la tarde, el Departamento de Créditos entra en crisis. Hasta la fecha, la labor de ese departamento había consistido en asegurarse, antes de que cualquier departamento de Zephyr aceptara un pedido, de que el cliente tenía los medios y la disposición de pagar. Los clientes, por supuesto, son siempre otros departamentos de Zephyr, pero algunos gestionan sus finanzas mejor que otros. Se han dado casos en que ciertos departamentos —no hay necesidad de mencionar cuáles— pidieron algo y luego trataron de retrasar el pago. Esos son los enemigos mortales de Crédito. Para derrotarlos, cuenta con un arma mortífera: la suspensión del crédito.

Debidamente aplicada, el arma paraliza a la víctima, volviéndola incapaz de llevar a cabo la crítica y esencial tarea de comprar cosas. El veneno corre por sus venas fiscales y la única forma de curar la enfermedad es convencer a Crédito de que se está en una situación financiera magnífica, lo cual resulta muy difícil de hacer mientras sus operaciones permanezcan paralizadas. Todos los departamentos que han padecido dicha enfermedad han terminado por perecer. Lo cual, como ha señalado el propio Departamento de Crédito, demuestra hasta qué punto fue profética su decisión de aplicarla ya desde el principio.

Se ha apostado mucho dinero en la empresa sobre qué sucederá primero: si Crédito acabará estrangulando a Recursos Humanos o si Recursos Humanos despedirá a Crédito. La batalla entre los superdepartamentos se veía venir desde hace tiempo; de hecho, en alguna ocasión ambos han intercambiado disparos de aviso. El mes pasado, por ejemplo, Crédito emitió un aviso sobre ciertas cuentas de gastos de Recursos Humanos que habrían sido infladas. En respuesta, Recursos Humanos redujo el número de empleados de Crédito de veintiocho a veintiséis. La tensión fue en aumento.

Se formaron algunas alianzas en oscuras reuniones. Comenzó a circular un rumor. Dirección General estaba pensando en degradar la suspensión del crédito de política corporativa efectiva a mero procedimiento de advertencia. Si eso fuese cierto, la guerra sería inevitable porque a Crédito no le quedaría más remedio que atacar a Recursos Humanos mientras aún pudiera. Por ese motivo se han solicitado muchas excedencias anuales en ambos departamentos.

Sin embargo, todo eso ha quedado ahora en agua de borrajas a causa de la pérdida de doscientas hojas con membrete. Las hojas desaparecieron el lunes por la mañana, justo después de llegar de Suministros Corporativos. Se podría conseguir otras nuevas por algo menos de tres dólares, pero el director de Crédito dijo que el robo no era sólo un delito, sino un atentado contra uno de los principios más sagrados: el trabajo en equipo. El director emitió un requerimiento dirigido a todo el departamento exigiendo la devolución de los folios en cuestión. Comenzaron las investigaciones. Se llamó uno por uno a todos los empleados. Se estudiaron los informes laborales. Se abrieron los cajones de los escritorios y se examinó cuidadosamente su contenido. A medida que la investigación se acercaba a su momento crucial, hubo intercambios de acusaciones. La moral de los empleados, ya afectada por las tensiones con Recursos Humanos, cayó hasta niveles aún más bajos.

Al llegar a sus mesas esta mañana, los empleados de Crédito se han encontrado con un memorándum del director. En él reprendía a tres empleados por negligencia en el trabajo, revelada como consecuencia de las recientes investigaciones. Por otro lado, insiste en la importancia de completar dos grandes proyectos. Por último observa casualmente que el director ha encontrado las hojas perdidas, pues él mismo las había extraviado en su mesa, por lo que el tema queda zanjado.

Los empleados de Crédito, furiosos, se dirigen a la oficina del director, quien tiene la suerte de llegar hasta la puerta a tiempo. La cierra y toma refugio detrás de su escritorio. Mientras los empleados gritan y aporrean las cristaleras, el director coge el teléfono y llama a Recursos Humanos. Quiere despedir a todo el departamento, dice. ¡A todos! ¡A todos! Recursos Humanos se siente feliz de poder complacerle. En cuestión de dos minutos, una docena de guardias de Seguridad con uniformes azules salen de los ascensores.

Para cuando el último de los empleados ha sido arrastrado fuera del edificio y los de Seguridad comienzan a limpiar, Recursos Humanos emite un mensaje por correo de voz a toda la empresa anunciando que Crédito ha optado por despedir a todos los empleados menos uno como medida de reducción de gastos. Y puesto que un departamento con menos de diez empleados no puede considerarse tal, la entidad conocida como Crédito deja de existir. A partir de este momento, la suspensión del crédito será gestionada por Recursos Humanos.

—¿Dónde has estado? —pregunta Freddy—. Alguien vino a echarle un vistazo a tu ordenador. Pensamos que te habían despedido.

—¿Alguien ha tocado mi ordenador?

—Sí, un tipo de Seguridad. Pero creo que ha sido para instalarte nuevos drivers.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Jones.

—Bueno, eso es lo que dijo.

—¿Te los ha instalado a ti también? ¿Y a Holly?

—Freddy tiene razón —responde Holly dirigiéndose al depósito de agua—. Te estás volviendo paranoico.

—¿No os parece un poco extraño que…? —Jones se detiene a mitad de la frase—. Lo siento, disculpadme. Creo que tenéis razón.

Freddy espera hasta que Holly se aleja.

—Hablando de cosas extrañas. Me he enterado de que has salido a dar una vuelta en coche con Eve Jantiss.

Freddy sonríe. El efecto es penoso.

—Sí.

—¡Vaya! —responde Freddy sacudiendo la cabeza—. No me explico cómo lo has conseguido.

Jones se da cuenta de que Freddy está muy cerca de preguntarle qué narices se trae con Eve.

—Bueno, ya sabes. Estuvimos hablando de las flores que recibe. Ella pensó que yo se las había enviado, pero le dije que no.

—¿Ella pensó que se la habías enviado tú? Pero si empecé a enviárselas antes de que te contrataran.

Jones comienza a sudar.

—Bueno, la verdad es que es un poco extraño.

—¿Cómo ha podido pensar que fuesen tuyas?

—Supongo… en todo caso, le dije que no eran mías, pero que tal vez sabía de quién eran. Y ella estaba en plan «Tienes que decírmelo». Pero no lo hice, por supuesto —matiza Jones, porque Freddy parece al borde de un ataque al corazón—. Pero quería averiguarlo y me dijo que fuéramos a dar un vuelta en su coche… En fin, así fue como ocurrió la cosa.

Freddy no dice nada, de modo que Jones añade:

—Está muy intrigada con el tema de las flores. Creo que deberías hablar con ella.

Freddy lo mira fijamente.

—Quizá lo haga.

—Eso, eso. Trata de conocerla un poco, así cuando le digas lo de las flores ella ya sabrá que eres un buen tío.

Freddy asiente lentamente.

—Gracias. Gracias, Jones. Al principio pensé que intentabas meterte por medio —y suelta una carcajada.

—¡No, no! Cómo puedes pensar…

Freddy sonríe, esta vez de verdad.

—Eres un buen tío, Jones.

—Venga, déjalo —responde Jones.

A las siete y cuarto de la mañana, las luces de Zephyr en medio de la niebla parecen las ventanas de un barco hundiéndose. Los primeros rayos del amanecer tiñen el oscuro cielo, pero eso no produce ningún efecto en la Corporación Zephyr. Dentro, gracias a las lámparas fluorescentes eternamente prendidas, siempre son las nueve de la mañana. Después de todo, apagar las luces parecería implicar que está previsto que los empleados se vayan en algún momento. Por esa razón, en Zephyr las luces están encendidas haya o no alguien dentro.

Jones cruza el aparcamiento, notando cómo cruje la grava bajo sus pies. Teniendo en cuenta que aún no ha tomado café, está sumamente despierto, pero eso se debe en parte a que va de camino a su primera reunión secreta sobre el proyecto Alpha. Jones entra en el vestíbulo y se escabulle hacia los ascensores. Los cuatro tienen las puertas abiertas, esperándole a él.

Jones se mete en uno de ellos y deja su maletín en el suelo. Eve le dio instrucciones específicas para llegar a la decimotercera planta. Dice: 1) elige un ascensor que esté vacío, 2) pasa tu (recalificada) tarjeta de identificación por el lector, 3) presiona los botones 12 y 14 simultáneamente y 4) presiona el botón de abrir las puertas cuando el ascensor esté más o menos a la altura de la planta número 13. En teoría no parece demasiado complicado, pero Jones teme que pueda pasarse un rato yendo de planta en planta antes de acertar con el cuarto paso, razón por la cual ha venido quince minutos más temprano. Sin embargo, lo consigue a la primera. La pantalla se ilumina con el número 13 y las puertas se abren en una planta enmoquetada de azul y suavemente iluminada. Jones se siente un poco orgulloso de sí mismo.

Recorre el pasillo acristalado, sigue el sonido de las voces y entra en la sala de reuniones. Hay media docena de personas, entre ellas Eve Jantiss, que está apoyada en una mesa de roble tan grande como el apartamento de Jones. La mesa no puede estar hecha de una sola pieza de madera, pues eso sería imposible, pero lo parece. Es de un opulento y cálido marrón, y más que reflejar la luz la dispersa amablemente por la estancia; es tan impresionante que Jones no puede dejar de observarla a pesar de que Eve está sentada delante de él con una minifalda negra y una camisa de botones.

—¡Jones! —dice—. Acabas de hacerme ganar cincuenta dólares.

Eve señala a través de los cristales hacia una hilera de monitores.

—Has llegado a la planta número 13 al primer intento. Tom pensaba que tendríamos que ir a buscarte.

—Hola —dice Tom, un hombre de mediana edad con una corbata azul brillante que está evaluando la mesa del bufé al otro lado de la habitación. Jones hace un gesto con la cabeza en respuesta a su saludo.

—¿Sabes? En una ocasión intenté el mismo truco en el Hotel Hyatt de Nueva York. Presione el botón 12 y 14 al mismo tiempo y «abrir puertas» en la planta 13 y pesqué a un grupo de agentes del FBI. Te lo juro —dice Eve.

Los presentes sueltan risitas, de modo que Jones borra rápidamente la expresión de sorpresa que tiene en el rostro y la sustituye por una sonrisa. Mira alrededor para ver dónde puede dejar el maletín.

—Ponlo debajo de la mesa —le dice Eve—. Y sírvete tú mismo una pasta.

Esta operación le lleva varios minutos a Jones, pues también incluye las presentaciones con los demás agentes del proyecto Alpha. Todos parecen muy sociables, pero lo que de verdad marca la diferencia es que todos son visiblemente muy inteligentes. Jones se da cuenta de que le costará ponerse a su nivel.

—¡Ah! El niño prodigio —dice una voz detrás de él.

Jones se gira y ve a Blake Seddon que le sonríe desde la puerta. Blake es el infiltrado de Alpha en Dirección General. Tiene la piel muy bronceada, irá por los treinta y tantos, lleva trajes a rayas y tiene los dientes tan brillantes que Jones ha entrecerrado los ojos. ¿Apostaron sus padres simplemente a que sería un hombre imponente, con una buena mandíbula y magnífico cabello, se pregunta Jones, o fue todo efecto del nombre que le pusieron? La cuestión plantea todo un debate entre naturaleza y educación.

—¿Sabes? Si pretendes ser la nueva atracción, deberías comprarte un traje nuevo.

Jones se da cuenta de que acaban de insultarle. Mira su traje, que sólo tiene dos meses y que le costó cuatrocientos dólares.

—Vete a la mierda, Blake —dice Eve afablemente.

Blake se ríe. Eve se sienta y continúa con su cruasán.

—Jones —dice con la boca llena—. Ven y siéntate.

Jones obedece. La silla le sorprende, pues parece ceder por algunos lados y mantenerse firme en otros. Se da cuenta de que debe ser una silla cara. Hace algunos experimentos, moviendo sus nalgas y arqueando la espalda. La cosa mejora aún más. Jones no tenía ni idea de que las sillas pudieran hacer esas cosas. Y él que siempre había creído que las sillas proporcionan un nivel fijo de comodidad, mientras la elite de la sociedad estaba disfrutando de esto.

—Ignora a Blake —le dice Eve, que no se dirige a Blake, aunque tampoco baja la voz para que no lo oiga—. Lo que ocurre es que se siente amenazado.

—¿Por qué?

Eve lo mira.

—¿No lo sabes? Vaya. Realmente eres un encanto.

Jones se queda cortado. ¿Qué puede responder a eso? Finalmente opta por una combinación de sonrisa y mirada dubitativa.

—¡Qué hermosa mañana! —exclama Daniel Klausman, entrando en la habitación.

Por la forma de reaccionar todos, Jones se da cuenta de que debe ser su forma rutinaria de saludar. Lleva puesto su mono, algo a lo que Jones todavía tiene que habituarse del todo, y se deja caer en una enorme silla de cuero en la cabecera de la mesa. Los agentes interpretan ese gesto como una señal para empezar a ponerse en marcha, pero Jones observa que no lo hacen apresuradamente, como en las reuniones de Ventas de Formación presididas por Sydney. Parece pues que Klausman no es especialmente quisquilloso con el protocolo.

Klausman se inclina hacia la derecha y mira una pieza de bollería que hay encima de una servilleta frente a una mujer joven con unas delicadas gafas.

—¿Qué es eso, Mona? ¿Pastel?

Mille-feuille —responde Mona, tapándose la boca elegantemente—. Un pastel francés hecho de crema y, si no me equivoco, un toque de almendras.

—¿Está bueno?

—Muy bueno.

—Me alegro. El precio que nos cobran es escandaloso, pero prometieron darnos calidad.

—Y lo hacen —corrobora Eve—. La semana pasada probé un pastel que era directamente orgásmico.

—Bueno —dice Klausman—, entonces están superando las expectativas —luego, lanza una mirada alrededor de la mesa— ¿Empezamos?

—Proyecto 3811 —dice Blake—. Cursos de Formación. Estamos experimentando con los límites de resistencia en entornos con plazos flotantes. Básicamente, hemos reclutado a cuatro voluntarios a quienes hemos dicho que se trata de una tarea de suma importancia, los hemos colocado en una sala de reuniones y cada pocas horas introducimos cambios pequeños pero significativos en los objetivos que les obligan a seguir trabajando.

—Hmm —dice Klausman—. ¿Les dais de comer y de beber?

—Sí, por supuesto. Piden pizza y otras cosas. Resulta muy interesante. Llevan veintiocho horas seguidas y nadie se ha ido. La razón parece ser que ninguno quiere dejar colgados a los demás, a pesar de que todos tienen ganas de irse a casa. No necesito mencionar el potencial que hay aquí, pero también tiene sus efectos secundarios: gritos, incremento de la agresividad, conformidad descendente con los criterios de vestuario de la empresa, en fin, ese tipo de cosas.

—Apuesto a que no puedes tenerlos ahí durante más de dos días —dice Eve.

Blake arquea las cejas.

—Acepto la apuesta.

—¿Una botella de Dom Pérignon?

—Creo que ya me debes una de la última vez.

—Bueno, así tendrás dos.

—Si aún no me has dado la que me debes —dice Blake—, ¿cómo voy a creer que luego me des dos?

—Touché —responde Eve.

—Niños —reprende Klausman—, ya seguiréis con esto luego, si no os importa. Tom, ¿qué tal te va con el proyecto de despersonalización?

—Bueno, hay resultados contradictorios. Sin embargo… —Tom se aclara la garganta y mira a Jones.

—Ah —dice Klausman—. Señor Jones, usted, inconscientemente, es parte de este proyecto. Estamos experimentando con la posibilidad de eliminar el nombre de pila y animar a que los empleados se llamen entre sí sólo por el apellido. Por esa razón, su tarjeta de identificación no lleva su nombre inscrito.

—¡Vaya! —responde Jones—. Me lo había preguntado en varias ocasiones.

—Mi teoría es que de esa forma se fomenta la focalización en la función en lugar de la personalidad —explica Tom—. Los militares suelen practicarlo. ¿Puedo preguntarte qué pensaste? Cuando te estuve observando, no me pareció que pusieras muchas objeciones.

—Ummm… Supongo que no. Pensé que era un poco extraño, pero como todo el mundo me llamaba Jones, simplemente me adapté a ello.

Tom asiente, satisfecho.

—Es pronto todavía. Pero estamos observando una tendencia a la baja en lo que se refiere a conversaciones telefónicas y conversaciones no laborales.

Se oye un murmullo de aprobación al oír eso. Jones observa cómo Eve le sonríe cariñosamente a Tom y siente una oleada de celos sorprendentemente estúpidos.

—Bien, bien. Mona, ¿has tomado nota de eso?

—Sí, lo he hecho —responde Mona, empezando a murmurar en un aparato que parece una grabadora, aunque Jones no tiene duda de que también es capaz de organizar su agenda, abrir el coche y hacer llamadas telefónicas.

—El siguiente. Jones. ¿Jones?

—Sí, señor.

—¿Qué tienes para mí?

Jones nota la mirada de todos los presentes.

—¿Se refiere a la idea de un proyecto o algo así?

Se oyen algunas risitas. Blake, al otro lado de la mesa, ríe más alto y más rato de lo que Jones considera necesario.

—Sí —responde Klausman—. Para eso estás aquí.

Jones se aclara la garganta.

—Bueno, obviamente soy nuevo en todo esto y no sé exactamente qué es lo que están buscando… pero estaba pensando en la posibilidad de hacer algo sobre el tabaco —hace una pequeña pausa por si alguien salta diciendo «Ya tenemos un proyecto sobre el tabaco» o «No, por favor, otra vez no. Todos los nuevos quieren hacer un proyecto sobre el tabaco»—. Como seguramente todos sabéis, la empresa media pierde 5,7 días al año por empleado que fuma, como consecuencia de los descansos adicionales que suele tomarse. Es ilegal discriminarlos, pero las empresas que logren reducir el número de empleados fumadores notarán un aumento de la productividad, por no mencionar los beneficios que eso reporta a la salud.

—Es cierto —dice Tom—. Pagamos primas más elevadas por los fumadores.

—Sí, además —dice Jones—. En fin, mi primera idea es recompensar a los no fumadores con vacaciones adicionales por no tomarse esos descansos. Digamos, un día al año.

Blake le interrumpe desde el otro lado de la mesa:

—O también podemos penalizar a los fumadores con un día de vacaciones. O hacerles trabajar horas extra.

—Bueno… no. Eso sería ilegal —responde Jones, que resiste la tentación de añadir algún comentario punzante, como un «obviamente», para no entrar en un cuerpo a cuerpo con Blake.

—¡Chas! —dice Eve.

—De esa forma —continúa Jones, para no perder el impulso— también se consigue una mayor implicación de la plantilla. Muchos no fumadores se molestan porque los fumadores se toman más descansos de la cuenta durante el día. De esa forma les haces sentir que su enfado es justificado, aumenta su disposición a hablar abiertamente sobre ello y se incrementa la presión sobre los fumadores para que abandonen el hábito. Es cierto que se exaltan los ánimos, pero si se tienen en cuenta los beneficios, incluidos los de los fumadores, pienso que la medida está justificada.

Eve sonríe.

—¿Este chico es bueno o sólo me lo parece a mí?

—Otra idea —prosigue Jones sintiéndose más seguro de sí mismo— es crear una zona específica para fumadores. En la actualidad, los fumadores forman dos o tres grupos cerca de la puerta.

—Un momento —responde Tom—. ¿De qué forma se anima así a que lo dejen?

—Podemos poner unas vallas simuladas y un cartel que diga «Corral del fumador» —responde Jones—, para volverlo más incómodo socialmente.

Hay una risa colectiva.

—Me gusta la idea —dice Klausman—. Estoy seguro de que encajarás muy bien aquí, Jones.

Luego reflexiona unos instantes y añade:

—Quiero que te encargues de ello, pero no anuncies oficialmente lo del día de vacaciones. Sólo haremos correr el rumor de que la empresa lo está considerando. En cuanto al Corral, creo que podremos montar algo cerca del generador de reserva.

Blake interrumpe:

—Puedo pasar la orden a Gestión de Infraestructuras.

—¡Magnífico! —dice Klausman juntando los labios—. Esta charla sobre el tabaco me está despertando las ganas.

—A mí también —responde Eve—. Y eso que lo dejé hace un año.

—Lo que indica que es mejor que nos tomemos un descanso —dice Klausman— y reanudemos la reunión dentro de diez minutos.

Megan, la asistente de Ventas de Formación, cruza la puerta de cristal del gimnasio que está en la planta diecisiete. Va vestida con un chándal enorme y con aspecto de saco que se pega a su piel, con lo que parece un litro de sudor congelado. El corazón le late con tanta fuerza que puede notarlo en sus oídos. Esta mañana Megan decidió ir caminando al trabajo. Cuando divisó el edificio de Zephyr aumentó el ritmo y cuando ya estaba a punto de llegar empezó incluso a trotar. Es la primera vez que corre desde que salió del instituto y el ejercicio casi la mata.

Sin embargo, se siente feliz. La noche pasada estaba viendo la televisión, cambiando de un estúpido canal a otro desde la comodidad de su sofá, cuando se encontró de pronto con un presentador en un publireportaje: «Tus metas están a tu alcance», dijo el presentador, cuya firme mandíbula no admitía objeciones. Los dedos de Megan titubearon con el control remoto. «Lo único que te frena eres tú.»Tumbada a solas en su cama aquella noche, Megan se preguntó si lo que decía el presentador era cierto. ¿Por qué una joven de veinticuatro años como ella, razonablemente inteligente, pasaba cuarenta horas por semana sentada en una mesa pegada a la pared sin nadie con quien hablar y nada más interesante que hacer que colocar sus ositos de cerámica? ¿Por qué anota cuidadosamente cada movimiento que hace Jones (que no se pasa mucho por su mesa últimamente; espera que no tenga ningún problema) en lugar de hablar con él? Es cierto que Sydney le exige que se siente aparte de todos los demás, y también es cierto que los empleados de la Corporación Zephyr por lo general no prestan demasiada atención a la vida de las asistentes como ella, pero Megan puede hacer que las cosas cambien. Si se sintiera más segura de sí misma, entablaría alguna conversación. Si perdiera algo de peso y fuese mejor vestida…

Era una fantasía. Sin embargo, el hombre de la televisión dijo que lo único que frenaba a Megan era ella misma. Y si lo que dice es verdad, entonces también Jones está a su alcance.

Megan ni siquiera puede pensar en él sin sonrojarse como una tonta. Es ridículo imaginar que Jones pueda enamorarse de ella. Jones es joven, dinámico y está rodeado de chicas que sin ningún esfuerzo por su parte son mucho más guapas que ella, chicas como Holly Vale (rubia, delgada, atlética), Gretel Monadnock (guapa) y Eve Jantiss (deprimentemente guapa). Megan siempre ha estado a la sombra de esa clase de chicas, las que saben echarse el pelo hacia atrás, mostrar una brillante sonrisa y tocarse el cuello mientras ríen las bromas de los chicos que le gustan a ella. Megan sabe muy bien cómo actúan. Flirtean a pesar de tener novio, (siempre los tienen, y los mejores) y tanto si quieren como si no, ejercen una fuerza gravitatoria sobre todos los hombres que las rodean, recordándoles que ese es el aspecto que tiene una mujer deseable, ése y no el de Megan, la chica gorda y con gafas, que bien podía pertenecer a otra especie distinta.

Megan se dirige a las duchas del gimnasio. Cada paso que da le duele, pero su cuerpo parece estar cantando de alegría. Megan está muy sorprendida. ¡O sea que es por eso que la gente hace gimnasia! Si siempre es así, y no una batalla constante contra el dolor y el cansancio, entonces se siente perfectamente capaz de hacerlo. Puede que, con el tiempo, se convierta en una chica como Holly, delgada y atractiva y… que sale de la ducha justo delante de ella.

Megan se queda paralizada. Holly, que sólo lleva puesta una toalla, la mira y parpadea sorprendida.

—Hola —responde Megan, pero sólo con la boca porque su garganta es incapaz de emitir ningún sonido. Se aclara la garganta y lo intenta de nuevo, pero el esfuerzo del jogging hace que apenas emita un sonido pastoso y húmedo, parecido al de sonarse la nariz. Megan está demasiado mortificada como para poder hablar.

—No sabía que hicieras deporte.

Holly se dirige a un banco, apoya un pie, se inclina hacia adelante y empieza a secarse el pelo con una segunda toalla.

—Estoy empezando —responde Megan.

Su voz suena forzada. No puede soportar quedarse allí, contemplando cómo se mueven los músculos de Holly en sus bronceados hombros, unos hombros que no se parecen en nada a los suyos. La idea de pasar al lado de esos hombros para ir a la ducha es tan desalentadora que tarda unos segundos en ponerse en movimiento. Su mano aprieta con tanta fuerza la bolsa de deporte que le duelen los dedos.

Mientras se encoge para pasar junto a Holly, ésta le dice:

—Bien hecho, Megan.

Megan se queda pasmada. Parece que Holly lo dice de verdad.

La planta catorce está dividida en dos mitades: Ventas de Formación a la derecha de los ascensores y Cursos de Formación a la izquierda. Cada una es la imagen especular de la otra. Lo mismo sucede en la mayoría de las plantas de Zephyr, lo que ha dado lugar a divertidas historias de empleados que se confundieron de departamento, se instalaron y terminaron quejándose de que el ordenador no aceptaba su clave de acceso.

Las celosías de la sala de reuniones del departamento de Estrategias de Formación están corridas tanto por el lado del interior como por el de las ventanas. Hay cuatro personas sentadas alrededor de una mesa, pero no hablan. Una de ellas, Simon Huggis, mira fijamente el rostro de Karen Nguyen, o mejor dicho, el lunar que tiene al lado de la nariz. Simon lleva dos años trabajando con Karen y en todo ese tiempo el lunar nunca fue un problema. Ahora, sin embargo, lleva treinta y cuatro horas seguidas en esta sala de reuniones y no puede pensar en otra cosa. Odia ese lunar. Cuando cierra los ojos lo sigue viendo, ahí debajo de una de las fosas nasales. En las dos últimas horas incluso ha llegado a pensar que Karen se da cuenta de lo muy irritante que resulta y por eso no se lo quita.

Al otro lado de la mesa, Karen levanta la mirada de una lista de acciones propuestas. Tiene profundas ojeras bajo los ojos y lleva el pelo revuelto.

—¿Sucede algo?

—Nada —responde Simon cogiendo otro caramelo de menta. Se escucha un suspiro colectivo de irritación.

—Simon —dice Darryl Klosterman. Su voz es cordial pero grave, como la de un médico que le explica a un paciente que su cáncer no se puede operar. Está sentado al lado de Karen Nguyen. Todos los demás están en el lado opuesto porque, según dicen, Simon huele. Al menos eso es lo que dijeron hace diez horas. Otra explicación es que están tramando algo en su contra—. Por favor, no más caramelos de menta.

Simon desenvuelve el caramelo de menta con lentitud. El plástico cruje.

—Simon —dice Hellen Patelli, una mujer alta y con el pelo gris, que es todo lo que Simon puede ver de ella en este momento, dado que tiene la cabeza hundida entre los brazos sobre la mesa—. Si coges un caramelo más, te juro que te voy a dar una bofetada.

Simon se mete el caramelo en la boca y lo chupa con más vigor del necesario, haciendo ruidos desagradables.

—Por favor, por favor —dice Darryl—. Ya casi hemos terminado. Ya está. Sólo mantengamos la concentración media hora más y luego podremos irnos todos a casa.

—Eso ya lo dijiste ayer —dice Helen entre sus brazos—. ¡Ayer!

Su voz se rompe.

—Pero hemos llegado a un acuerdo. Ya lo tenemos, ocurra lo que ocurra. Ésta es nuestra última revisión. Se lo hemos dejado muy claro. Si quieren hacer más cambios, que busquen a otros. Así que tratemos de mantener la concentración para esta última…

La puerta de la sala de reuniones se abre, iluminando la habitación. Todos miran alrededor, deslumbrados. Incluso Helen levanta la cabeza. En la puerta hay un hombre apuesto y bronceado con un bonito traje a rayas. Simon no tiene idea de quién es.

—Espero no interrumpirles. Blake Seddon. Dirección General —sonríe. Sus dientes dejan una marca en la retina de Simon—. Sólo quería decirles que están haciendo un trabajo fantástico. Todo el mundo en Dirección General es consciente del sacrificio que han hecho ustedes. Incluido Daniel Klausman.

Eso levanta un murmullo entre el grupo. Helen habla:

—¿Daniel Klausman sabe quiénes somos nosotros?

—Está realmente impresionado. Me dijo que les comunicara que cuando esto termine, pidan lo que deseen: unos días de vacaciones, una prima…

Simon observa cómo se abre la boca de sus compañeros de trabajo y enseñan los dientes. Tarda unos instantes en darse cuenta de lo que sucede, ya que llevaban un día sin sonreír. Hasta el lunar de Karen Nguyen parece haber desaparecido de debajo de su nariz. La tensión que tenía en el pecho se alivia un poco.

—Bien —dice Blake mirando un trozo de papel que lleva en las manos, lo que provoca espasmos en las entrañas de Simon. Eso mismo fue lo que sucedió hace dos horas, y tres horas antes de eso, y en muchas ocasiones si no recuerda mal. Alguien viene para distribuir elogios y luego…—. Sólo quiero asegurarme de que sabéis que esas cifras deben determinarse en un plazo de cinco años, ¿correcto?

Todos se quedan mirándole. Por supuesto, no saben nada de eso. Nadie les mencionó lo de los cinco años la última vez que actualizaron sus objetivos, ni tampoco la vez anterior, ni nunca, ni siquiera cuando empezó esa pesadilla y todos eran humanos.

Darryl se aclara la garganta. Simon sabe lo que vendrá luego. Darryl le explicará la situación y el hombre de traje a rayas fruncirá el ceño y dirá que no comprende cómo ha podido suceder semejante cosa. Después de cinco minutos de doloroso diálogo, durante el cual quedará claro que el trabajo que han realizado en las últimas treinta y cuatro horas es totalmente inútil si no se proyecta en un plazo de cinco años, todos aceptarán continuar trabajando, pero sólo por esta vez. Para abreviar, Simon se levanta. Los pantalones emiten un ruido al despegarse de la silla. Todos le miran con una expresión de sorpresa aburrida en el rostro mientras rodea la mesa tambaleándose.

—¿Sí? —dice Blake.

La sensación comienza en las pantorrillas de Simon, le corretea por entre las piernas y le invade el torso. No consigue identificarla completamente hasta que no le llega a los hombros y se reparte por entre sus brazos. Entonces es cuando se da cuenta: es violencia. Apenas tiene un cuarto de segundo para pensar: «¿Realmente quiero pegarle un puñetazo en la cara a este tío?». La respuesta no es verbal: lanza el puño y lo estrella en la cara de Blake. Blake emite un grito, retrocede a tropezones, se golpea en el marco de la puerta y se desploma en la moqueta. Simon se queda simplemente donde está. Está perfectamente sereno y dispuesto a continuar la tarea y matar a Blake, pero el puñetazo le ha sentado tan bien que se toma unos segundos para saborearlo.

—¡Simon! —grita Helen. Simon se gira, pero lo único que ve es una hilera de payasos con la boca abierta.

—¡Ug! ¡Bios Dssanto! —grita Blake. Trata de ponerse de pie y evitar que la sangre que le sale por la nariz le manche la camisa.

—La reunión se ha acabado —dice Simon.

Karen es la primera en levantarse. Los demás son más lentos en reaccionar, pero luego empiezan a levantarse uno a uno, empujan sus húmedas y sudadas sillas y se encaminan juntos hacia la puerta. Una vez allí se detienen por un segundo y luego se abrazan. Helen comienza a llorar. Luego salen de la oscuridad, parpadeando al recibir la impactante luz de los fluorescentes.

Jones se mete las manos en los bolsillos y respira profundamente. Es una fresca y soleada mañana de lunes, de esas que anticipan el frío invierno de Seattle que está por llegar y a la vez son un eco del verano que acaba de irse. Jones sale a la plaza. Se encuentra en la parte trasera del edificio de Zephyr. A su alrededor hay cuatro o cinco grupos dispersos de fumadores que terminan su primer cigarrillo en horas de trabajo del día. Jones ha salido para observarles.

Las diez y diez. A esa hora exactamente regresan en masa cada día. Jones tardó un tiempo en darse cuenta del porqué. Es justo el momento en que solían llegar los desayunos antes de que el servicio de catering fuera externalizado. Ahora los reparten entre las nueve y media y las once (las pastas demasiado duras o demasiado blandas, la fruta tan fría y dura como un pedazo de hielo), pero los fumadores tienen su tradición y no quieren cambiarla. Ahora que lo sabe lo encuentra muy curioso. Jones se ha apostado en diversos lugares estratégicos del edificio y en todos lados sucede lo mismo: es como si sonara una sirena sólo audible para ellos, que repentinamente les hace sentirse incómodos. Empiezan a removerse en la silla. Pierden el hilo de las conversaciones. Las manos se introducen inconscientemente en los bolsillos para comprobar si llevan el paquete de cigarrillos y el mechero. Al final, de uno en uno, o de dos en dos, van saliendo de sus departamentos, cogen el ascensor y se reúnen aquí, en la puerta trasera. Su estado de ánimo mejora, se saludan entre sí, sonríen y hablan de cosas no relacionadas con el trabajo. Mientras están aquí, son los más felices de la empresa.

A Jones le resulta fascinante. ¿Es la inyección de nicotina o todos los empleados se beneficiarían de un breve descanso? Eso podría ser un proyecto, piensa. Lo debería probar con un grupo de no fumadores. Si estuviera en lo cierto, su proyecto podría terminar en El Sistema de Gestión Omega. Podría terminar utilizándose en todas las empresas del mundo.

Jones se ha pasado fuera de su puesto todo el tiempo que le ha sido posible sin levantar sospechas, pero decide que es hora de entrar en el edificio. Se siente excitado. Tira de la puerta y ésta se abre de golpe porque Freddy la está empujando desde el otro lado.

—¡Jones! ¿Qué haces aquí?

—Tomando el fresco. ¿Y tú?

Freddy comprueba que no les oyen.

—Ella no está en la recepción esta mañana. Pensé en venir a ver a los demás.

—Ah, vale —responde Jones echándose a un lado para dejarle pasar.

Freddy lo mira atentamente.

—No seguirás metiendo las narices en aquello, ¿verdad?

—¿Quién? ¿Yo? No, ya no. Lo he dejado correr.

—¿Por qué? ¿Has averiguado algo?

Jones tiene que hacer un esfuerzo heroico para no preguntarle: «¿Por qué dices eso?» —No. Sólo que he decidido… Bueno, la verdad es que no me importa a qué se dedica la empresa. Al fin y al cabo, ya tengo mi trabajo.

—¡Vaya! Veo que ya te han abducido. Déjame ver tu ombligo.

—¿Cómo dices?

Freddy se ríe.

—Estoy de broma, Jones. Me alegro de que empieces a adaptarte.

Al principio tiene la intención de dirigirse directamente al departamento de Ventas de Formación, pero cuando se abren las puertas del ascensor y ve que no hay nadie, decide hacer un alto en la planta trece y tomar algunas notas de sus ideas. Pasa la tarjeta de identificación por el lector, presiona al mismo tiempo el 12 y el 14 y observa la pantalla con la mano descansando en el botón de abrir las puertas. Cuanto más lo hace, más divertido le resulta. Presiona el botón en el momento propicio y ¡din!… Planta decimotercera.

La sala de seguimiento tiene cuatro ordenadores reservados para los agentes. Jones se conecta en medio de los monitores de televisión y abre un nuevo archivo de proyecto. Diez minutos más tarde está tan absorto en sus pensamientos que pega un salto en el asiento al notar el aliento de Eve Jantiss cuando le susurra en el oído:

—Interesante.

—Por favor, no hagas eso —responde Jones riendo.

—Veo que estás lleno de ideas. Daniel estaba en lo cierto contigo.

—Gracias —responde con una sonrisa en la cara que no puede evitar.

Eve se sienta encima de la mesa. Hoy va vestida relativamente formal, con una falda gris por debajo de la rodilla.

—¿Puedo preguntarte algo? ¿Estás libre el jueves por la noche?

—¿Por qué?

—Tenemos un palco reservado para la empresa en Safeco Field. ¿Te gusta el béisbol? —Eve sonríe—. Por la cara que has puesto, asumo que sí.

—¿Tendremos alguna función que cumplir allí?

—No, pero pensé que a lo mejor te apetecía ir.

—Claro, por supuesto. Será fantástico.

—Te recojo a las seis y media. En Barker Street, ¿verdad?

—¿Sabes dónde vivo?

—Jones —dice ella como reprendiéndole—. Nosotros lo sabemos todo.

Se levanta y se marcha. Jones resiste la tentación de mirarla. Luego, ella añade:

—¡Ah! Una cosa más.

Jones se da la vuelta.

—Ahora trabajas para el proyecto Alpha, por tanto no puedes intervenir en Zephyr. Eres un observador. Sólo eso.

—Vale. Lo entiendo.

—Entiendes el concepto. Lo que no entiendes son las implicaciones. Cuando te des cuenta de la diferencia… no cometas ninguna estupidez, ¿de acuerdo?

El miércoles, Jones, Freddy y Holly se dirigen al café que hay al otro lado de la calle, el café Donovan’s, con intención de almorzar. Jones lleva tres meses en Zephyr y casi todos los días come en este sitio, al igual que la mayoría de los empleados de Zephyr. A las doce de cada día empieza a fluir un río de trajes que desborda de los ascensores, burbujea por el vestíbulo, se empantana momentáneamente en las puertas y luego salta al otro lado de la calle donde hace cola para comprar panecillos o sándwiches mientras hablan de asuntos internos de la empresa. Jones los observa a sabiendas de que esos empleados de Comunicaciones y de Finanzas, de Cobros, de Viajes y de Suministros son, además de sus compañeros, los objetos de su experimento.

—Muchachos —dice Holly—, ¿habéis observado a Megan? Cuando salíamos, no dejaba de mirar a Jones.

Jones mira a Holly, sin saber si habla en broma.

—¿Quién? ¿Megan? —dice Freddy—. Qué raro.

Concentra su atención en una hilera de sándwiches que hay detrás de la cristalera.

—Esta mañana la vi otra vez en el gimnasio. Se está esforzando de verdad.

—Desde que externalizaron el servicio de catering —dice Freddy— tengo mucha más hambre a la hora de comer. Creo que lo que nos dan ahora no es muy nutritivo.

—Espero que no —dice Holly—. Estoy a dieta.

—Han suprimido los donuts —señala Jones—. Pero eso no es menos nutritivo.

—Por favor, no hablemos más de donuts —dice Freddy—. Tengo ya bastante con Roger.

—No creo que Roger siga obsesionado con lo del donut —dice Holly incómoda. Freddy la mira, incrédulo—. Bueno, en cualquier caso ese asunto está zanjado. Wendell cogió el donut de Roger y por eso le despidieron.

—Roger no cree que fuese Wendell quien lo cogiera —interrumpe Jones mientras busca una mesa—. Ahora cree que lo hizo Elizabeth. Oye, ¿nunca os sentáis con gente de otros departamentos?

Freddy y Holly le miran pasmados. Freddy dice:

—No es así como funcionan las cosas, Jones.

—¿Quién lo dice?

—El nuevo chimpancé, Jones, el nuevo chimpancé.

Llegan a la cabeza de la cola. Freddy pone cinco dólares en el mostrador y sonríe al hombre que hay detrás.

—Lo de siempre, por favor.

Roger, solo en Berlin Occidental, se estira en su escritorio y luego cruza las manos detrás de la cabeza. Deja que su mirada se pierda. En su mente sólo hay espacio para Elizabeth y el donut.

Roger tiene claro que todo fue planeado desde el principio. Elizabeth sabía que se equivocaría en sus conclusiones y acusaría a Wendell. Obviamente había jugado con él y ahora ya es demasiado tarde para señalar con el dedo al verdadero culpable porque Wendell ha sido despedido. No por haberle robado el donut, técnicamente al menos, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que Wendell es ahora un ex empleado y, por tanto, será acusado de todos los problemas del departamento. Roger lo sabe mejor que nadie, pues logró su traslado a Ventas de Formación gracias a colgar el muerto de varios desastres contables verdaderamente atroces sobre anteriores colegas. Nadie que haya abandonado la Corporación Zephyr ha dejado de ser posteriormente desenmascarado como mentiroso, ladrón y estúpido. Los ex empleados siempre resultan ser los responsables de auténticos descalabros con el presupuesto, pedidos claramente fraudulentos y cuentas de gastos más que dudosas. Postumamente, les es asignado el liderazgo de todos los proyectos que han fracasado. Por esa razón, nadie querrá atender a la idea de que Elizabeth pueda ser responsable de algo que se le puede achacar a Wendell, por la sencilla razón de que él ha sido despedido y ella aún continúa en la empresa.

Elizabeth lo tiene atrapado. Parte de Roger admira su destreza política. Pero una parte mucho más importante de él está muy preocupada. Una cosa sería que Elizabeth actuara movida por la rabia y el despecho, por no haberla llamado después de que lo hicieran. Roger no tendría problema con eso; incluso le gustaría que fuera así. Para Roger no es un problema que la gente le odie. Lo que le preocupa, lo que de verdad le saca de quicio, es pensar que ya no le respetan. Roger es un hombre seguro de sí mismo, poderoso y apuesto que no duerme por las noches por miedo a que los demás no le vean de esa manera. En el curso de las entrevistas que llevó a cabo para entrar en la Corporación Zephyr tuvo que rellenar un cuestionario en el que se le preguntaba: «¿Qué es mejor: tener éxito o ser respetado?». La respuesta de Roger es ya legendaria hoy: ¡PREGUNTA-TRAMPA!

Recientemente ha observado que Elizabeth le lanza miradas furtivas. Le observa fijamente, con la expresión en blanco, durante varios segundos. Le asaltó una oleada de miedo; no había duda de que se estaba burlando de él.

Roger todavía no sabe qué hará. No de momento. Pero tiene que haber una respuesta. Su honor lo exige. Su integridad lo exige. Oh sí, Elizabeth lamentará haber puesto los ojos en su donut.

A las cuatro y treinta del jueves, Megan se presenta en la oficina de Sydney para someterse a su evaluación semestral de rendimiento. Megan no está preocupada; para ella, siempre ha sido algo rutinario. La única razón por la que tiene que hacer estas evaluaciones es porque Zephyr no quiere admitir abiertamente que los asistentes no son empleados de verdad, al menos eso sospecha ella. Por eso sus revisiones son obligatorias, pero carecen de importancia, lo que significa que se llevan a cabo en el último minuto, cuando se ha cancelado la de otra persona, o en el ascensor, cuando van de camino a ver a otra persona.

Megan coloca su colección de ositos en orden de revista —los ositos pescadores quedan mejor a la izquierda de la mesa, decide, pues allí los pequeños hilos de pesca pueden colgar fuera de la mesa— y luego llama a la puerta de la oficina de Sydney. Hay una pausa durante la cual Megan sabe que Sydney está esperando a que ella trate con la persona que está llamando. Pasados diez segundos, vuelve a llamar.

—¿Quién es?

—Soy yo.

—Pasa.

Megan abre la puerta. Sydney está sentada a su mesa, que no cubre las piernas, por lo que Megan puede verlas colgando de la silla. En cambio, apenas ve nada del cuerpo o la cabeza de Sydney, pues queda escondida detrás del enorme monitor de su ordenador. Megan no pretende sugerir que Sydney esté compensando nada, pero desde luego tiene el monitor más grande que jamás haya visto.

—¿Es la hora?

—Sí.

Megan se sienta delante de la mesa y cruza las piernas. Ahora sí puede ver a Sydney. También se da cuenta de lo amplio que es su escritorio, atestado de papeles y carente por completo de adornos. Megan piensa que no le vendrían mal algunos ositos.

—De acuerdo —Sydney echa a un lado un montón de papeles, al parecer al azar. Luego levanta la mirada y dice:

—Tal vez no te guste lo que voy a decirte.

—Ah. ¿Por qué no?

—Porque he decidido que no sigas aquí.

—¿Qué no siga dónde? —pregunta Megan, aunque se da cuenta de que es una pregunta estúpida.

—En la empresa —responde Sydney aguantándole la mirada—. Te estoy despidiendo.

Megan se queda tan sorprendida que no consigue procesar la información.

—¿Por qué?

—Bueno, francamente, no creo que tu rendimiento sea el más adecuado. Tuve que darte la nota más baja: «necesita mejorar». —Los ojos de Sydney se pasean por el rostro de Megan, pero ésta sigue sin reaccionar. Sydney parece perder el interés, coge un montón de papeles y empieza a buscar la grapadora—. Es política de la empresa despedir a los empleados con dicha calificación y estoy obligada a mantener esa política.

—¿En qué tengo que mejorar? —pregunta Megan. La garganta se le cierra y apenas es capaz de emitir sonidos débiles y forzados.

—Ya sabes cómo son las evaluaciones de rendimiento… hay una serie de criterios y yo debo puntuarte en cada uno de ellos.

Sydney encuentra la grapadora, la coloca encima de los papeles y los grapa. Luego mira el resultado.

—¡Vaya mierda! —dice.

Megan jamás ha oído hablar de ningún criterio.

—La última vez me dijo que no teníamos que hacer revisiones formales.

—La empresa me ha llamado la atención sobre eso —responde Sydney con el ceño fruncido, como si Megan le hubiese creado problemas—. Quieren que haga evaluaciones debidamente formales y tú no has dado la talla en algunos aspectos. La primera es tener una mesa ordenada. Tu mesa está siempre repleta de ositos.

Megan se queda con la boca abierta.

—¿Qué tienen de malo mis ositos?

—Los escritorios de oficina deben estar limpios de trastos, al menos eso dicen los criterios. Como el mío. Mira.

Sydney pasa la mano por encima de los papeles. Una grapa está colgando de la esquina superior izquierda.

—¡Usted jamás se ha quejado de mis ositos!

—Escucha bien lo que te digo, Megan: no soy yo, son los criterios de la empresa. Segundo, no muestras ningún interés en la labor de equipo.

—Pero si yo trabajo sola. Si usted quiere, trabajaré con la gente. A mí me encanta trabajar con la gente. ¡Estoy más que harta de estar sola!

Sydney dobla los brazos sobre la mesa.

—Bueno, ahora ya no vale la pena quejarse.

—¿Entonces para qué me dice esas cosas?

—Bueno, es parte del proceso de feedback. Te estoy diciendo en qué debes mejorar.

—O sea que si mejoro…

—Sí, pero no aquí. Hazlo en otro sitio. De aquí ya has sido despedida. En realidad, es por tu bien. Un poco de gratitud no vendría mal.

La boca de Megan empieza a funcionar. Y lo que sale es:

—Gracias.

—De nada —responde Sydney—. Bueno, en conclusión, esos dos aspectos han afectado a tus calificaciones, pero lo peor de todo es que no has alcanzado ningún objetivo.

—¿Qué objetivo?

—Ninguno —Sydney coge una pluma de plata y la agita en el aire. Unos retazos de luz del sol reflejada se clavan en los ojos de Megan—. Durante la última evaluación, se suponía que debíamos acordar algunos objetivos para ti, pero no lo hicimos. Por eso, donde dice «objetivos conseguidos» he tenido que poner «ninguno».

—¡Habría logrado objetivos si usted me los hubiese marcado!

—Es posible. Nunca se sabe.

—¿Cómo puede echarme la culpa de no conseguir unos objetivos que jamás tuve?

—No esperarás que diga que los has alcanzado cuando no lo has hecho.

—¡Pero eso no es cierto! —la perplejidad de Megan comienza a disiparse. Su cuerpo comienza a reaccionar de la forma debida; es decir, que comienza a llorar—. ¡Yo hago bien mi trabajo! ¡Lo hago bien!

Megan se cubre el rostro con las manos. Sydney guarda silencio, mientras Megan llora y su cuerpo se sacude. Se siente avergonzada de llorar en la oficina de su jefa, pero no puede evitarlo. Luego, una terrible idea se le pasa por la cabeza: Sydney se está riendo desde el otro lado de la mesa, divertida más que avergonzada por el llanto de Megan. Es una idea tan terrible que levanta la cabeza con brusquedad. Eso toma a Sydney por sorpresa, y la sonrisa maliciosa se borra demasiado tarde de su rostro. Sydney aprieta los labios.

—No pienso perder mi tiempo en discusiones. La decisión está tomada. No es cosa mía —Sydney dobla los brazos y añade— seguridad te está esperando.

Megan se levanta de la silla, se dirige a la puerta y en efecto ve que hay dos hombres uniformados al lado de su mesa. Los demás empleados de Ventas de Formación miran por encima de los paneles divisorios.

—¿Megan Jackson? —pregunta uno de los hombres de Seguridad.

Los guardias permanecen de pie a su lado mientras ella mete sus ositos en el bolso, uno detrás de otro. Cuando extiende la mano para cerrar una carta que estaba escribiendo en el ordenador, la mano uniformada de un guardia de seguridad se lo impide:

—Por favor, no intente manipular el ordenador.

Cuando termina de recoger sus cosas, los guardias de seguridad la escoltan a través de Berlín Oriental. Megan se da cuenta de que todos los empleados la miran, unos empleados con los que lleva tiempo trabajando pero a los que nunca ha llegado a conocer realmente. A pesar de lo humillada que se siente, le entran ganas de reír: es la primera vez que se fijan en ella. Mira a Jones antes de marcharse, al apuesto y guapo Jones al que ya no volverá a ver jamás. Está pálido y anonadado, con la mirada puesta en ella; ¡por fin se ha fijado en ella!

Esta vez no ha sido como en agosto, cuando despidieron a Wendell. Éste se había ido ya cuando salieron de la sala de reuniones. Hoy en cambio se han presentado los de seguridad y han echado a una persona. Los demás se sienten como un rebaño de impalas después de ver cómo los leones han terminado su caza y se llevan un cuerpo inerte. Inconscientemente, los demás empleados se agrupan, con las orejas tiesas y las fosas nasales muy abiertas, mientras los de seguridad regresan y se llevan el ordenador, pieza por pieza. Luego limpian la mesa, echan un espray en la silla y la colocan en su lugar. Jones no puede apartar la mirada de ellos.

—¿Por qué han echado a Megan? —termina diciendo—. ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué?

—Déjalo, Jones —interrumpe Holly algo incómoda—. Así son las cosas. No hay nada que puedas hacer al respecto.

La cabeza de Roger aparece por encima del Muro de Berlín.

—Oye, Freddy, Freddy.

Freddy sabe lo que le va a preguntar. Encoge los hombros.

—Dime.

—La porra. ¿Quién había apostado por Megan? ¿Quién ha ganado la porra?

—Nadie.

—¡Vaya! —dice arqueando las cejas con esperanza—. Entonces sigue en pie, ¿verdad?

—Sí —responde Freddy—. Sigue en pie.

Eve llama a la puerta del apartamento de Jones durante cinco minutos seguidos.

—Venga, vamos —se oye su voz a través de la puerta—. No seas ridículo. Sé perfectamente que estás ahí.

Jones no se imagina cómo ha podido entrar en el edificio. Hay un interfono, que Jones ignoró deliberadamente cuando ella llamó hace diez minutos, y no se puede entrar sin una llave.

—Apenas la conocías. Llevas tres meses en Zephyr y sólo hablaste en cuatro ocasiones con ella. No es tan grave, sólo la han despedido, es algo que pasa todos los días en un entorno empresarial.

Jones mete la mano en la bolsa de patatas fritas que tiene encima de las rodillas y saca un puñado. Está sentado en su raído sofá de color marrón, delante de un televisor al que le quitó el volumen cuando Eve comenzó a llamar a la puerta. Sin embargo, no parece que esté consiguiendo engañar a nadie realmente, de modo que se mete las patatas en la boca y las mastica ruidosamente.

—Tú ya sabes cómo funcionan las cosas, así que deja de comportarte como un niño. Hace tres días te pregunté si comprendías cuál era tu posición y me respondiste que sí.

—Si trabajan para nada, ¿qué necesidad hay de despedirlos? —pregunta Jones a gritos, lo que hace que pedazos de patatas fritas salgan despedidos de su boca.

—Porque forma parte del estudio. Nos dedicamos a observar cómo son contratados, cómo se adaptan, cómo trabajan y cómo son despedidos. Nuestro trabajo no consiste en proporcionarles una fantasía empresarial donde la gente consigue un trabajo de por vida. Nosotros calcamos la vida real —Eve hace una pausa—. Déjame entrar y te lo explicaré.

—Ya lo entiendo —responde Jones irritado.

—Entonces ven al partido de béisbol.

Eso le irrita tanto que se pone en pie.

—Megan tenía amigos en Zephyr. Era parte de su vida. —En realidad Jones no está muy seguro de esto; se está permitiendo hacer algunas suposiciones—. Era una buena persona. ¿Qué va a ser de ella ahora? ¿Lo sabes?

—Recibirá un subsidio por despido y buscará otro trabajo. Y nosotros correremos la voz de que la ha contratado un competidor.

—Assiduous.

—Exactamente. Es mejor si no hay contacto entre los empleados antiguos y nuevos, por eso inventamos una empresa imaginaria.

—Ni siquiera piensas decírselo a ella, ¿verdad que no? Son personas, han trabajado para la empresa durante años y jamás lo sabrán.

—Por supuesto que no. Imagina si lo supieran. Piensa en ello, Jones. Sería sumamente destructivo decirle a una persona que todo lo que ha hecho en los últimos años es pura ficción. ¿Qué pensaría de todas las noches que ha llegado tarde a casa, de las horas perdidas, del estrés, de los plazos…? Lo único que los mantiene en su sano juicio es la creencia de que su trabajo ha significado algo. ¿Acaso quieres arrebatársela?

Jones se queda parado en medio de la habitación, sosteniendo una bolsa de patatas a medias y sin decir nada.

—Escucha —dice Eve con voz melosa—. Comprendo tu postura y la comparto. No hay duda de que echar a la gente es una putada, pero ¿de qué te va a servir seguir con esta rabieta? Jones, si esto te preocupa, entonces estás en el lugar adecuado. Justo en este momento miles de directores de grado medio van en su coche escuchando el audiobook El sistema de gestión omega, y si les decimos que algo funciona, lo probarán. Así que no te quejes por todo esto, y mejóralo. Busca una mejor forma de hacerlo.

Jones se dirige a la puerta, la abre de golpe y toma aliento para soltar una retahíla de observaciones mordaces sobre la ética de cambiar los sistemas corruptos desde dentro, con ejemplos probablemente tomados de los nazis. Pero entonces la ve y toda esa burbuja de aire estalla. Eve va vestida —si se puede llamar así a la coincidencia casual de unas cuantas piezas de ropa vaporosa para cubrir algunas partes clave de su cuerpo— con un traje de satén negro. Unos pendientes de diamante brillan en sus orejas, y tampoco se ha olvidado del collar. La piel bronceada del escote trata de convencerle para que baje la vista más abajo todavía, al tiempo que sus piernas cantan un idilio.

—Vamos al partido de béisbol, que para eso me he arreglado —dice Eve tendiéndole la mano.

—Sí, pero eso no significa que esté de acuerdo contigo, ni que me sienta contento —dice al final Jones.

—Como quieras —responde Eve sonriendo. Luego su mirada baja hacia su camiseta y a sus pantalones de chándal manchados y pregunta:

—¿Vas a…?

—Voy a cambiarme —dice Jones.

Jones no era muy aficionado al béisbol en el instituto. No jugaba bien, no disfrutaba viéndolo y no le agradaba ver a las chicas sentadas en grupo a la izquierda de la cancha mirando a los chicos ejercitarse con el bate. Pero algo cambió en la universidad, algo relacionado con la enorme pantalla de televisión de la sala de recreo y con los grupos que se reunían para ver los partidos. No sucedió de forma inmediata; poco a poco se dejó arrastrar por el flujo y el reflujo del juego, por sus glorias y sus tragedias, por la diferencia de una fracción de segundo entre unas y otras, hasta que un día se dio cuenta de que le encantaba ese deporte. Jones ha estado más veces de las que puede recordar en Safeco Field, pero en ninguna de ellas bajó por una rampa con el coche y fue recibido por un mozo que le escoltó hasta una serie de ascensores privados, ni jamás había pisado la suave y blanda moqueta color crema que conduce hasta un pasillo donde hay un letrero que reza: «Palcos de empresa».

El… ¿conserje? los lleva hasta una puerta donde pone Alpha y la abre para que pasen. Dentro hay varios sofás de piel y enormes frigoríficos. La cristalera de enfrente está ligeramente ahumada y ofrece una vista tan impresionante del terreno de juego que Jones se queda boquiabierto. En ese momento se da cuenta de que ya no volverá a disfrutar de un partido de béisbol si no lo ve desde ahí.

—Vaya, veo que te gusta.

Eve pone su chal en la percha.

—Me preguntaba por qué te habías quedado tan callado. ¿Es la primera vez que estás en un reservado?

Jones no puede apartar los ojos del campo.

—Sí.

—Yo detesto el béisbol, pero me agrada este sitio. Es tranquilo, ¿verdad?

—No puedo creer que sea sólo para nosotros. ¿No lo usa nadie más?

—No. De hecho, la mayoría de las veces está vacío —Jones se da la vuelta, demasiado indignado como para responder—. ¿Qué pasa? ¿Crees que lo debemos abrir al público? ¿O quizá buscar algunos niños con cáncer y traerlos a ver los partidos?

—Bueno ¿y por qué narices no? —responde Jones.

Eve se ríe.

—Lo que hace especial este sitio, Jones, no son los sofás de cuero, ni el contenido de las neveras, ni la espléndida vista, sino que nosotros estamos aquí mientras que ellos —Eve hace un gesto hacia la multitud— están allí.

Jones hace una mueca de disgusto.

—Por lo que veo tus padres no te enseñaron eso de compartir.

—Sí que lo hicieron —responde Eve dirigiéndose al bar y estudiando detenidamente la hilera de botellas. Jones ve su cara reflejada en el espejo que hay detrás de ellos—. De hecho, mi madre nos prohibía a mí y a mis hermanas tener posesiones individuales. Todo era de todas —extiende el brazo para coger una botella oscura y rechoncha de algo que Jones no reconoce, además de un par de delicados y bulbosos vasos—. ¿Qué te parece? ¿Crees que toda mi vida es una rebelión por haber tenido unos padres hippies?

—Bueno, eso explicaría muchas cosas.

—La cuestión es —dice Eve sentándose en el sofá y acariciando el espacio que queda a su lado— que las posesiones tienen su gracia. Por ejemplo, a mí no me interesan especialmente los coches. No sé cuántos cilindros tiene mi Audi, ni tampoco, ahora que lo pienso, para qué sirve un cilindro. Ni la más remota idea. Pero cuando lo miro, Jones, me gusta lo que veo. Me encanta. Porque es mío y es más bonito que el de todos los demás.

—Esa es una de las cosas más horribles que he oído —responde Jones.

Eve le tiende un vaso con un líquido marron con hielo y Jones lo coge.

—No hay nada malo en disfrutar de la vida. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa puedes hacer?

Eve levanta el vaso y le da un trago.

Jones se sienta a su lado.

—Bueno, no querría parecer demasiado radical, pero ¿qué opinas de ayudar a la gente? ¿Conseguir que el mundo sea un poco mejor?

Eve tose de forma explosiva. Logra dejar el vaso sobre la mesa tras dos intentos fallidos y busca un pañuelo de papel en el bolso para secarse los ojos.

—¡Dios santo! Casi me muero —dice. Respira profundamente y añade—, uf. De acuerdo. Dime entonces ¿cómo justificas comprarte unos zapatos nuevos?

—¿Cómo dices?

—Habiendo miles de personas muriéndose de hambre en África, ¿qué clase de persona se compraría unos zapatos de doscientos dólares? Una vez que te metes en ese paradigma, es un pozo sin fondo. Jamás te sentirás satisfecho en la vida mientras haya alguien que sea pobre o padezca hambre, y siempre lo habrá, igual que lo ha habido desde el principio de los tiempos. Te sentirás siempre culpable e hipócrita. Yo en cambio soy coherente. Soy sincera y admito que no me importa. Tú quieres que te asegure que Alpha es una empresa ética, pero no pienso hacerlo porque eso de la ética me parece una chorrada. Es sólo una excusa que inventamos para justificar lo que hacemos. Por eso mi lema es: sé lo bastante grande para vivir sin racionalizaciones.

Jones le da un sorbo a su copa. Es whisky escocés y el calor le recorre todo el cuerpo.

—Sólo porque crea en la ética no significa que sea la Madre Teresa. Siempre hay un término medio.

—¡Ah! El famoso término medio. —Jones tiene la sensación de que Eve está disfrutando, pero si es honesto debe admitir que también lo está haciendo él—. Jones, eres de ese tipo de personas que jamás ha tenido que escoger entre la ética y los resultados. Fuiste a la universidad y allí te enseñaron que las empresas con empleados satisfechos resultan más rentables, y pensaste «¡Oh, fantástico!», porque eso te libraba de tener que elegir entre una cosa o la otra. Seguro que creíste que no trabajarías para una fábrica de tabaco, ni de armas porque son empresas malas. Tú sólo trabajarás para las buenas, para ayudar a mejorar la satisfacción del cliente y para crear nuevos y mejores productos y, oh maravilla, sólo por casualidad, esas son las cosas que aumentan los beneficios de las empresas y te proporcionan ascensos. Pero ahora estás en el mundo real y no tardarás en descubrir que a veces tienes que elegir entre la moral y los resultados, que eso es algo que las empresas hacen a diario, incluso las que considerabas buenas, y que los directores que optan por los resultados son los que ascienden. Puedes darle vueltas si quieres durante días, meses o años, pero al final llegarás a la conclusión de que tienes que tomar esa clase de decisiones porque así son los negocios. Entonces, como te sentirás culpable por tener un sueldo de seis cifras y un coche nuevo, apadrinarás a un niño de Sudán y le darás diez dólares al año a Manos Unidas, y todo para convencerte de que aún sigues siendo una persona ética —salvo cuando se trata de asuntos de trabajo— pues haber mentido un poco o robado un poco o aceptado un trabajo en una empresa que obtiene beneficios explotando a niños menores de catorce años en Indonesia no te convierte en una mala persona. Sin embargo, verás cómo ya no hablas de ética. Eso, Jones, es lo que la gente llama término medio.

Alguien llama a la puerta.

—¡Adelante! —responde Eve—. Deberías agradecérmelo porque te he ahorrado años de lucha con tu conciencia.

—Eres increíble. Casi parece que seas malvada.

Entra un hombre con un perchero con ruedas donde hay varios trajes protegidos con fundas de plástico. Eve se levanta del sofá, inspecciona el perchero y parece satisfecha de lo que ve. El portero se va con cara de felicidad y sorpresa, no se sabe si por la propina que le ha dado Eve o simplemente por Eve. También es posible que el portero no esté tan aturdido como parece y sólo sea una proyección de Jones.

—Ven, mira.

Jones se levanta y mira el perchero.

—Dijiste que ignorara a Blake.

—Sí, en la reunión. Pero tiene algo de razón.

Eve saca una chaqueta del perchero y la sostiene delante de él. Jones se da cuenta, incluso a través del plástico, de que es un traje de los caros.

—Teniendo en cuenta el color de tus ojos, elegiría algo negro.

—No me puedo permitir comprar un traje nuevo.

—Trajes. Necesitas más de uno. No te preocupes por eso, ya me lo devolverás —dice sacando el traje para que lo vea.

Jones se queda quieto.

Una sonrisa aparece en los labios de Eve.

—Sólo te estoy ofreciendo un traje, no tienes por qué aceptar mi moral.

—Oye, no soy idiota. Comprendo que en los negocios se trata de ganar dinero. Lo único que quiero saber es que tratamos a los empleados debidamente. Ya sabes, que nos preocupamos por ellos.

—¿Honestamente? Pues la verdad, no creo que lo hagamos, pero tal vez eso sea algo que puedas cambiar tú —Eve suelta el traje y Jones lo coge al vuelo casi por reflejo.

—De acuerdo. Tal vez lo haga.

Eve sonríe, se da la vuelta y se dirige hasta la cristalera ahumada.

—Pruébatelo.

Jones duda un momento, pensando en cuán detallado será su reflejo en el cristal. Luego empieza a desvestirse. Cuando le quita la funda de plástico al traje siente su aroma a nuevo y a seguridad.

—¿Sabes una cosa? —dice Eve—. Los dos estamos trabajando en proyectos similares en Alpha.

Jones pasa el cinturón por las presillas de los pantalones.

—¿Ah, sí? ¿En qué estás trabajando?

—En el embarazo —responde ella, dándose la vuelta—. ¿Has terminado?

Jones se sube la cremallera.

—¿En el embarazo?

Eve se acerca y lo mira de arriba abajo. Luego comienza a recomponerlo: le arregla los pliegues de la chaqueta, el nudo de la corbata y le encaja bien la camisa.

—Supone un gran coste. La baja por maternidad es sólo la punta del iceberg. Cuanto más embarazada esté una mujer, menos trabaja. Cobra el mismo sueldo, pero se toma más descansos, suele irse más temprano, se concentra menos, hace más llamadas personales y pierde más tiempo hablando con las compañeras, sobre todo acerca de lo que supone estar embarazada. Lo cual, por cierto, contribuye leve pero significativamente a aumentar el deseo de sus compañeras de verse en el mismo estado, de modo que puede considerarse que es contagiosa. Luego viene la baja por maternidad, la baja de paternidad, un mayor absentismo para cuidar de los niños cuando están enfermos, menor disposición a trabajar horas extras… Los directores deben prestar atención a cosas como ésas. Sería negligencia por su parte si no lo hicieran —Eve da la vuelta a su alrededor y, de un tirón, le sube los pantalones—. ¿Qué pasa? No son pantalones bajos.

—No se puede discriminar a las empleadas porque se queden embarazadas —asegura Jones—. Dios, es ilegal.

—También lo es discriminar a las personas por fumar. Como te he dicho, trabajamos en proyectos similares, ya que estamos trabajando en la forma de evitar que los empleados realicen actividades que suponen un enorme coste para la empresa —Eve le pasa las manos por las nalgas, de una forma que Jones no considera necesaria para ajustarle los pantalones—. Aunque personalmente no veo la razón por la que tengamos que proporcionar un subsidio a cada mujer cuya vida sea tan aburrida que necesite introducir niños en ella.

—No me siento cómodo hablando de embarazos mientras me aprietas el culo.

—No te estoy apretando el culo. Esto es apretar.

—¿No tiene Zephyr una norma contra las relaciones entre empleados?

—Sí, por supuesto. Pero no estamos en Zephyr, sino en Alpha.

—¿Y Alpha no la tiene?

—Somos sorprendentemente abiertos en ese sentido.

—Sigues tocándome el culo.

—¿Acaso es malo?

Jones se percata de que, si quisiera, podría besarla. De hecho, teniendo en cuenta que ella ya le está tocando el culo, es probablemente lo que Eve está esperando. Pero Jones aún tiene mal sabor de boca por lo que ha dicho acerca del embarazo, por lo que alarga el brazo y le aparta las manos de su trasero.

—Oh, venga —dice Eve, arqueando las cejas—. Así que ésas tenemos —parece molesta. Regresa al sofá y se deja caer sobre él.

—Lo siento —dice Jones—. Creo que no es una buena idea.

—Tienes razón. Tendrías una impresión equivocada de mí, sería incómodo en el trabajo… mejor seamos profesionales.

—Sí, mejor.

—¿Quieres otro whisky?

—Sí, claro —responde Jones, acercándose al sofá.

Eve vuelve a llenar los vasos. Jones ve cómo recobra la compostura. Para cuando le acerca la copa, ya vuelve a sonreír. Está tan guapa que Jones se pregunta si ha tomado la decisión adecuada.

—Bueno, lo que sí puedo decirte es que va a resultar interesante trabajar contigo —dice Eve.

Jones sonríe.

—Espero que así sea —responde Jones.

Ambos levantan los vasos y brindan.

Eve aparca el Audi a un lado de la calzada y aparta las manos del volante.

—Creo que tienes razón. He bebido demasiado para conducir.

Jones mira alrededor. Tiene dificultades para ver con precisión, pero al final concluye que han llegado ya a su apartamento.

—¿Quieres que llame a un taxi? —pregunta.

—Quizá sería mejor que durmiera la borrachera —Eve se inclina o más bien se deja caer sobre él—. En tu casa —sus labios forman una elástica sonrisa. Jones la estudia por un momento.

—Como quieras.

—¿Eso es todo? ¿No me sales con ningún «seamos profesionales», «será mejor que seamos sólo amigos»? —Eve gesticula mucho y tuerce el retrovisor de un manotazo.

—Fuiste tú la que dijo todo eso.

—¿Yo?

—Además, yo sólo te he dicho que puedes quedarte a dormir. No te he invitado a que te desnudes.

Eve encuentra el picaporte de la puerta y se desparrama por la carretera.

—¡Ja! —dice, apareciendo de nuevo en el campo de visión de Jones—. No me creo ni por un momento que no te apetezca dormir conmigo.

Jones saca su cuerpo fuera del Audi, un movimiento que hace que le suba una oleada de sangre a la cabeza, un lugar donde ya le parece que hay demasiada. Rodea el coche y ayuda a Eve a ponerse de pie.

—Todo el mundo lo desea. Todos. No sé por qué tú ibas a ser diferente —dice Eve mientras le golpea con el dedo en el pecho.

Jones tantea la puerta para meter la llave en la cerradura.

—¿Todo el mundo quiere acostarse contigo? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Cuando investigas un poco —dice, apoyándose pesadamente en Jones mientras maniobran para cruzar la puerta— descubres que el estándar mínimo femenino con el que un hombre está dispuesto a acostarse es muy bajo.

—Entonces no es porque tú seas irresistible, sino porque los hombres son unos salidos.

—Ambas cosas.

Están en las escaleras y Eve se detiene bruscamente. Jones tiene una mano alrededor de su cintura, por lo que también se para.

—Bésame, Jones.

El cerebro de Jones le dice: «¡Cuidado! Es una trampa». El mensaje se apresura hacia los labios, pero éstos no le prestan atención porque ya están besando los de Eve. Tiene los labios suaves y delicados. Eve suelta una risita y Jones retrocede. Eve hace gesto de subir las escaleras y Jones tiene que agarrarla para que no se caiga.

—Eso no es justo. No estaba preparado.

—Dijo el salido.

—¿Acaso no estás intentando seducirme? ¿Por qué soy yo el salido?

Llegan hasta el apartamento de Jones. Cuando estaba en el portal se metió las llaves en el bolsillo equivocado y ahora tiene que soltar de nuevo a Eve para buscarlas. Eve se apoya en la pared del pasillo.

—Porque te estás rebajando. Y yo… —dice mientras se escurre por la pared— ya me he rebajado del todo.

Jones la sostiene. Ella le mira y sonríe, pero su cabeza sigue bailando, cada vez más deprisa hasta que se cae hacia atrás y Jones se queda mirando su cuello y sosteniendo su cuerpo inerte.

Durante unos segundos no se mueve.

—¿Eve? —susurra. Al no haber reacción, lo intenta de nuevo. Pasa una mano por debajo de su cabeza y la levanta. Tiene la boca abierta. Sus ojos son dos delgadas ranuras de zombi bajo sus oscuros y pesados párpados. Eve está en otro mundo. Y lo que es peor, esta no es la clase de escena que quiere mostrar Jones ante los vecinos, los cuales tienen mirilla en la puerta y no son nada tímidos a la hora de utilizarla. Forcejea hasta conseguir abrir la puerta del apartamento y luego meter a Eve dentro sin que se golpee contra la pared, lo cual es más difícil de lo que parece porque es como si estuviera hecha de goma. Sus brazos se balancean en grandes círculos. Jones la arrastra por el salón y la echa encima de la cama. Luego se sienta a su lado y toma aliento.

Eve no se mueve. A Jones se le pasa por la cabeza la idea de que podría estar muerta, y se inclina ansiosamente sobre ella. Eve emite un ligero ronquido. Jones le pone bien la cabeza. Eve deja de roncar y cierra los labios. Una diminuta burbuja de saliva se le ha quedado pegada en la comisura de la boca y Jones se la limpia.

Jones vuelve a los diez minutos, después de haber cerrado bien la puerta del apartamento, quitarse el traje y cepillarse los dientes. Eve sigue en la misma postura. Jones permanece unos instantes en la puerta. No está seguro de qué prendas estaría bien quitarle y qué prendas estaría muy mal. Finalmente decide que le puede quitar los zapatos, la pulsera y el collar sin meterse en un terreno espinoso a nivel legal o, si eso tiene alguna importancia, moral.

Eve está echada encima de las mantas. Jones no ve clara la forma de meterla debajo de ellas, así que saca otra del armario, se la echa por encima y luego se tapa él también con ella.

—Mmm —Jones nota su trasero presionándole la cadera—. Bffff.

—¿Qué pasa?

—Mmm —murmura Eve. Luego se calla durante unos minutos y dice— ¿Jones?

—¿Sí?

—¿Me puedes despertar a la hora de ir a trabajar?

—Sí. Pondré el despertador.

—Vale —dice acurrucándose bajo la manta—. No puedo… faltar mañana. Estamos… con-so-li-dan-do.

Jones espera un poco, por si dice algo más.

—¿Consolidando?

—Mmm.

—¿Consolidando qué?

—Todo —responde Eve, emitiendo un sonido parecido a una risa. Su pierna encuentra la de Jones y se enrosca en ella—. Te quiero, Jones.

Su respiración se hace más acompasada. Jones se queda tendido, escuchándola hasta que el despertador cobra vida otra vez y dos DJs guasones le advierten de que son las seis y media de la mañana.

—Soy Sydney. Espero que esto funcione… Estoy tratando de transmitir un mensaje de… um… Daniel Klausman. Esperen… Creo que tengo que… clic. Buenos días a todos. Soy Janice. Es un mensaje para toda la plantilla… ya saben lo que deben hacer. Clic. Janice, por favor envía este mensaje de Daniel Klausman a todos los jefes de departamento. Gracias. Clic. Buenos días a todos, soy Meredith… Tengo un mensaje para toda la plantilla de parte de Daniel Klausman. Gracias. Clic.

—Soy Daniel Klausman. Meredith, envía este mensaje a todos los jefes de departamento para que lo distribuyan a todas las unidades.

—Buenos días a todos. Lo primero que quiero es agradecer el entusiasmo y la buena voluntad que han mostrado reduciendo los gastos en los últimos meses. No fue fácil, pero hemos hecho algunos cambios considerables.

»Desgraciadamente, nuestro precio de mercado se ha visto afectado por una reacción exagerada por parte del mercado respecto a cuestiones no relacionadas con nuestro rendimiento, pero el caso es que hemos perdido otro 14 por ciento. Ese dato, obviamente, resulta preocupante, pero también hay que recalcar que es menor que el 18 por ciento que experimentamos el anterior cuatrimestre, por lo que, en términos relativos, se podría decir que hemos ganado un 4 por ciento.

»Hemos logrado grandes avances, pero el trabajo aún no ha terminado. Ahora más que nunca, necesitamos demostrarles a todos que la Corporación Zephyr es líder en su sector, por lo que debemos enfatizar nuestro compromiso con nuestra visión estratégica. Por ese motivo, durante las siguientes semanas, todos los departamentos serán consolidados. Eso es todo. Que tengan un buen día. Gracias.

Este es el primer mensaje de voz que reciben los empleados el viernes por la mañana. Llegan, se quitan la chaqueta y guardan los bolsos. Cogen el auricular, introducen su código de acceso y eso es lo que oyen.

Salvo Jones. Este se arrastra hasta su mesa como un moribundo, se sienta, apoya los codos y se sostiene la cabeza. La luz del contestador automático se enciende y se apaga, lanzando rayos de luz roja cada dos segundos y medio. No tiene fuerzas ni para apagarla.

—¡Consolidados! —grita Freddy—. ¡La mayoría de los departamentos!

Holly y él se levantan al mismo tiempo.

—Tú pregúntale a Elizabeth. Yo hablaré con Megan. Ella… —Freddy chasquea los dedos—. ¡Oh mierda! Se me había olvidado que la han despedido.

Holly ya se ha marchado. Freddy corre tras ella y pasa al lado de Jones, que tiene aspecto de haber tenido una reunión de cuatro horas con Recursos Humanos. Freddy duda un momento.

—No te preocupes, Jones. No nos debemos asustar hasta que no sepamos algo —de repente sus ojos se agrandan—. ¿O es que tú ya sabes algo? —Freddy agarra a Jones por los hombros—. ¿Nos van a consolidar?

—Por favor, no me sacudas —dice Jones.

Freddy no sabe qué le sucede a Jones, pero obviamente no es la fusión y eso es lo importante en ese momento; es decir, quién va a perder el empleo. Holly ya se encuentra en Berlín Occidental, hablando con Elizabeth y probablemente averiguando quién va a ser despedido y quién se quedará si pronuncia las palabras adecuadas ante la persona adecuada. Probablemente en este momento se está asegurando su permanencia en la empresa, mientras él está perdiendo el tiempo con Jones. Freddy sale disparado hacia Berlín Occidental mientras grita:

—¡Ahora no!

No hay manera de encontrar a Elizabeth, de modo que Holly se ha ido en busca de Roger y está tratando de sonsacarle información. Freddy interrumpe la conversación.

—¿Qué has dicho?

Roger arquea una ceja.

—Digo que cuando hay una fusión sale beneficiado el departamento con el director más fuerte. Nosotros contamos con Sydney, así que no hay razón para asustarse.

—De acuerdo. Entonces Sydney nos salvará.

—A menos que… —Roger duda—. Bueno, a menos que le pidan que elija entre salvar el departamento o su propio puesto.

Holly se lleva la mano a la boca.

—Pero estoy convencido de que eso no sucederá —termina diciendo Roger.

Freddy, sin embargo, no está tan convencido, ni tampoco Holly, que ya está espiando a Elizabeth mientras regresa pálida y tambaleante del cuarto de baño. Elizabeth visita el cuarto de baño con mucha frecuencia en los últimos días. Cada vez que Holly la necesita, la encuentra allí.

—¡Elizabeth! Dime qué sabes. ¿Nos van a consolidar?

Elizabeth la mira perpleja.

—¿A consolidar?

—El mensaje de voz. Sabes si…

Holly se calla porque ha visto que la luz del contestador automático de Elizabeth aún está parpadeando; es decir, que aún no ha escuchado el mensaje. Holly se queda perpleja. Elizabeth siempre es la primera en enterarse de todo, pero hoy parece que no. Mientras los demás escuchaban el mensaje de voz, ella estaba en el cuarto de baño.

—¿Qué es eso de la fusión? —pregunta Elizabeth.

—Um… —responde Holly moviendo los pies—. Pues…

La Corporación Zephyr ha empezado de nuevo a trabajar tras el apagón de la red, pero ahora que se avecina una fusión nadie tiene tiempo para eso. El trabajo se detiene en todo el edificio. Las ruedas de la industria se paran de golpe y empiezan a brotar los rumores. En cuestión de minutos, Zephyr fabrica historias a un ritmo espectacular. Si las historias se pudieran vender, su nivel de productividad merecería una publicidad y una recompensa muy especiales, pero no se puede y hasta Dirección General es consciente de ello. Cuando se dan cuenta de lo que sucede, Dirección General emite una llamada telefónica a todos los jefes de departamento en la que prohíbe a todos los miembros de la plantilla que especulen sobre la fusión. Dirección General observa que mientras ellos trabajan para salvar el puesto de trabajo de todos los empleados, los empleados sólo se preocupan del suyo propio. ¡Todos al trabajo otra vez!

Los jefes de departamento están completamente de acuerdo. Asienten con la cabeza a pesar de tratarse de una conversación telefónica. Sus voces denotan gravedad. Respaldan a Dirección General al 110 por ciento. ¡O puede que más! La puja se dispara rápidamente.

Sin embargo, una vez que la llamada termina, su respaldo decae, primero a niveles reales, luego más abajo aún.

—Dirección General aún no ha decidido qué departamentos serán consolidados —responden los directores a las inquietas preguntas de los empleados—. O puede que lo hayan hecho, pero no quieran decirlo aún. Sé tanto como vosotros; es decir, que no tengo ni idea de lo que están haciendo.

Los empleados se arremolinan asustados alrededor de las máquinas de café. El rumor se extiende hacia el subsuelo y allí florece. Las bandejas de las impresoras láser se llenan de currículos actualizados.

Mientras tanto, Dirección General se reúne en su soleada sala de reuniones. La sesión comienza con una nota peligrosa cuando se sugiere, aunque no de una forma muy explícita, que no ha sido muy prudente por parte de Daniel Klausman anunciar que iba a efectuarse una fusión sin que se decidiera previamente qué departamentos iban a ser consolidados. Tal vez hubiera sido una buena idea que Daniel Klausman hubiese dado alguna pista a Dirección General acerca de su gran plan. Tal vez, sólo tal vez, hubiese sido mejor que Dirección General lo hubiese sabido antes que nadie.

Los culos de Dirección General se agitan inquietos en sus asientos. Klausman no asiste a esas reuniones, pero todos saben que se entera de todo lo que sucede en ellas. Algunos sospechan que la habitación está vigilada, que hay micrófonos en las flores, cámaras escondidas en los ojos de los retratos, en fin, ese tipo de cosas. Otros en cambio se preguntan si hay algún topo y algunos están empezando a desarrollar la teoría de que alguien de Dirección General es Daniel Klausman, pero prefieren no decir nada porque admitir que jamás has visto al Consejero Delegado de tu empresa cara a cara equivale a anunciar tu irrelevancia política. Sea lo que sea, en Dirección General todos se esfuerzan siempre en parecer muy leales. Es una decisión impecable por parte de Klausman hacer partícipe a toda la plantilla de la decisión, dicen. Y golpean la mesa al decirlo, para que quede bien claro ante los micrófonos, los topos o el mismísimo Klausman.

—Yo hace tiempo que sospechaba algo así —dice el vicepresidente de Gestión Empresarial, Previsión y Auditoría—. Mis empleados están a punto de completar un análisis que demuestra que el 80 por ciento de nuestros costes son atribuibles a sólo el 20 por ciento de las unidades empresariales.

Eso levanta un murmullo de alarma.

—¿Cómo es posible? —protesta el hombre que está sentado a su derecha—. Esa era la situación antes de nuestra última fusión y hemos recortado la mayor parte de ese 80 por ciento.

—Sí, pero este es un nuevo 80 por ciento —recalca el vicepresidente.

Con eso se pone fin a la conversación. Obviamente, la empresa debe seguir recortando costes hasta que esos porcentajes se reduzcan. Se propone una moción para expresar el respaldo a la decisión tomada por Klausman, que es aprobada por unanimidad. Si hay algo que Dirección General sabe hacer es aprobar mociones.

Tras este primer logro, Dirección General se toma un descanso. ¡Uf! Todos aprovechan la oportunidad para mirar sus mensajes de voz y pedirles un café a sus asistentes. Mientras lo hacen, todos se agrupan inconscientemente en bandos separados. En confianza, se susurra dentro de cada uno de ellos, esas fusiones sólo podrán funcionar si sus departamentos absorben a los otros. Todos asienten con la cabeza. Hacen un bosquejo de la visión estratégica de la nueva empresa, con la mayoría de los departamentos drásticamente reducidos o eliminados, salvo el suyo, que se convierte en algo grande y portentoso. ¡Bien! Los corazones se aceleran de entusiasmo. Cada bando se ilumina con un único propósito.

Sin embargo, cuando Dirección General vuelve a reunirse en la sala, cada bando percibe que los demás también han formado alianzas. Se miran con recelo. Todo el mundo se da cuenta de lo que sucede: algunos miembros están aprovechando la reorganización de la empresa para inflar sus responsabilidades. Esta acusación —al principio encubierta, luego no tanto y finalmente explícita— cae sobre una bomba sobre la mesa de roble. Los diversos bandos lo niegan con vehemencia. ¡Será que les van a aumentar el sueldo por ocuparse de más gente! (Lo cual es cierto. Sucedió en cierta ocasión, pero no se ha vuelto a repetir desde lo que ahora se conoce como el «Incidente de las siete secretarias».) ¡Un departamento mayor sólo implica más trabajo!

Lo cual es cierto también. Tal vez a los no directores les parezca realmente que Dirección General está dispuesta a asumir más trabajo por el bien de la empresa. Precisamente por eso, los no directores no son directores. No se llega hasta los puestos más altos de la Corporación Zephyr eludiendo responsabilidades, sino todo lo contrario, asumiendo cuantas más mejor, aprendiendo a dominarlas y pidiendo más a gritos. Dirección General reclama responsabilidades de la misma forma que un pajarillo recién nacido, con los ojos cerrados y las alas extendidas, reclama gusanos regurgitados: es decir, por instinto. Eso es lo que hacen. Eso es lo que son. Por eso cuando Dirección General mira a su alrededor y sólo ve miradas duras y sedientas, se da cuenta de que va a ser un día muy largo.

Elizabeth avanza de nuevo a empujones hacia el cuarto de baño. Son las diez de la mañana y ya es su tercera visita hoy. Ha vomitado una vez, de forma discreta, y si la pauta se mantiene se producirá un nuevo incidente dentro de veinte minutos. Entretanto regresa a Berlín Occidental. Elizabeth no puede pasarse el día en el cuarto de baño agarrada a la taza del inodoro. (Tampoco puede pasarse el día doblada sobre el fregadero, una posición sólo levemente más digna. ¿Qué ocurriría si la viera Sydney? ¿O Holly? Holly ya sospecha algo. Es probable que sepa ya lo que sucede, sin darse cuenta del todo. A Elizabeth aún no se le nota la barriga, pero se le están hinchando los pechos y se siente sumamente cansada. El otro día llegó incluso a dormirse por unos segundos en la reunión de Ventas de Formación y cuando abrió los ojos Holly la estaba mirando.) Elizabeth ha comenzado a soñar con cintas. Cintas de color azul, verde y rojo, de ésas que utilizan las niñas para sujetarse el pelo. O mejor dicho, de ésas que utilizan las madres para sujetar el pelo de sus hijas. Por algún motivo, Elizabeth no puede quitarse esa imagen de la cabeza: ella y una niña pequeña, ella arreglándole el pelo a una niña pequeña. Desde que se estropeó la red, es lo único que ha hecho. Es un sueño estúpido y peligroso, pero no puede quitárselo de la cabeza.

La luz de su contestador telefónico sigue parpadeando. No es el que está reservado a todos los empleados, pues ya ha oído el mensaje que le dejaron. Fue tan escalofriante como cabía deducir de la reacción de Holly y Freddy, y Holly ha hecho ya media docena de llamadas tratando de recopilar más información. Este mensaje de voz será la respuesta a alguna de esas llamadas, supone. Es posible que Elizabeth reaccione con más lentitud y puede que tenga que ir al cuarto de baño con más frecuencia, pero aún no está fuera del circuito. Se sienta en la silla y marca el número de voz.

Es una voz masculina, sonora y suave.

—Buenos días. Recursos Humanos. Hemos notado algunas irregularidades en sus pautas de trabajo. Quisiéramos hacerle algunas preguntas. Por favor, preséntese en la planta tercera.

Su primer instinto le dice que es Roger. Pero éste tiene el teléfono en la oreja y está hablando:

—Escucha. Probablemente pueda conseguirte un puesto en Estrategias de Formación si Servicios de Personal es consolidado. Pero ¿qué me puedes ofrecer tú si suprimen Formación?

Si Roger estuviera detrás de ese asunto de Recursos Humanos, la estaría observando a ella, de eso no le cabe duda.

Por tanto no es Roger, sino Recursos Humanos. El estómago se le encoge. Eso es peor, mucho peor.

Elizabeth se da la vuelta y sale de Berlín Occidental.

Unos minutos más tarde Elizabeth sale del ascensor y se encuentra en la planta tercera. En todo el tiempo que lleva trabajando en la Corporación Zephyr jamás ha estado en Recursos Humanos, por eso abre mucho los ojos al ver las paredes azuladas y la iluminación no fluorescente. Avanza por el pasillo, sobre una moqueta tan gruesa que sus pies parecen hundirse en ella, y se detiene en el vacío mostrador de recepción. Mira a ambas puertas y en ese momento se abre la de la derecha.

—¿Hola?

Nadie responde. Elizabeth no está impresionada. Siempre le ha resultado difícil imaginar cómo podía ser Recursos Humanos, pero esto es ridículo. Entra en el pasillo con los labios firmemente apretados.

Percibe que cada vez hace más calor, aunque también puede que sea ella. No es fácil distinguirlo estos días. Nota que se le humedece la espalda, que se le pega la camisa y eso le molesta.

—¿Hola?

Se abre una puerta a su izquierda.

La puerta da a una habitación pequeña y con una silla de plástico como único mobiliario. La silla está frente a un espejo. Elizabeth mira alrededor.

—¡Vaya tela!

No hay respuesta. Entra en la habitación, se lleva las manos a la cintura y mira de frente al espejo.

—¿Alguien me va a responder cara a cara o vais a esconderos detrás de ese espejo?

Silencio.

—De acuerdo —dice dirigiéndose hasta la silla. Las nauseas han desaparecido; se siente capaz de estrangular a un caimán. Se sienta y cruza las piernas.

Se oye una voz procedente de no se sabe dónde.

—Diga su nombre —dice.

—Elizabeth Millar. ¿Y el suyo?

—Diga su número de empleado.

—El 4148839.

—Diga el nombre de su departamento.

—Usted sabe cuál es mi departamento. Usted ha sido el que me ha llamado hace diez minutos.

—Diga el nombre de su departamento.

Elizabeth aprieta los labios. Tal vez sea una mujer que se enamora fácilmente de sus clientes, pero también es capaz de luchar como una amante despechada.

—No pienso mantener ninguna conversación de esta manera. Si desea hablar conmigo, salga y hágalo a la cara.

—Diga el nombre de su departamento.

Elizabeth mantiene la boca cerrada. Los segundos transcurren.

—Diga el nombre de su departamento.

—Si no veo a un ser humano en diez segundos —dice Elizabeth—, daré esta conversación por terminada.

Elizabeth espera, con el sudor recorriéndole la espalda.

—Diga el nombre de su departamento.

Elizabeth se levanta y se dirige hacia la puerta. No oyó como se cerraba, pero está cerrada. Se gira, poniéndose frente al espejo con las manos en la cintura.

—Abra la puerta —dice.

—Diga el nombre de su departamento.

—¡Ventas de Formación, saben perfectamente que es Ventas de Formación! ¡Ahora abra la puerta!

En cuanto pronuncia esas palabras, se da cuenta de que ha cometido un error de táctica, pues ha cedido sin recibir nada a cambio.

—Hemos detectado irregularidades en sus pautas de trabajo. Sus visitas al cuarto de baño han aumentado considerablemente, tanto en frecuencia como en duración.

Elizabeth toma aliento. Había oído rumores de que Recursos Humanos supervisaba las visitas al cuarto de baño de los empleados, pero no los había creído. De nuevo se dirige al centro de la habitación y se pone delante del espejo.

—No creo que eso sea asunto suyo.

—Quizá tenga algún problema, uno de carácter personal. Puede compartirlo con nosotros. La función de Recursos Humanos es ayudar. Lo único que preocupa a Recursos Humanos es su bienestar.

—Lo mismo le digo.

—Hay varias posibles explicaciones a sus frecuentes visitas al cuarto de baño. Una es que se haya intoxicado con la comida. Otra que consuma drogas. Y la tercera que esté embarazada.

Elizabeth no dice nada, pero algo se mueve en su estómago.

—Imagino que sabe que Recursos Humanos cumple con las leyes estatales y federales en lo relacionado con la maternidad. Usted sabrá que la Corporación Zephyr es una empresa que ofrece igualdad de oportunidades a todos los empleados.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—¿Está usted embarazada, Elizabeth? —pregunta la voz—. Puede decírmelo con toda tranquilidad. Tiene un amigo en Recursos Humanos.

—No estoy embarazada —miente Elizabeth. Y lo dice con la barbilla levantada y bien erguida. Hasta ella se convence al verse en el espejo. Lo único que la delata es el color de las mejillas, pero no cree que puedan notárselo a menos que tengan monitores. ¿Los tendrán?

—Usted sabe que el departamento jamás ha discriminado a nadie por quedarse embarazada.

—Tampoco he visto que hayan ascendido a nadie por eso.

—Discriminamos a las personas que llegan tarde al trabajo; a las que se toman más descansos de la cuenta; a las que no pueden comprometerse a largo plazo con sus trabajos; pero no a las que están embarazadas.

—Ayer por la noche comí un perrito caliente que estaba en mal estado, eso es todo.

—Al departamento sólo le preocupa el rendimiento laboral. Que haya concedido prioridad a sus intereses personales después de lo mucho que hemos hecho por usted no es importante. ¿Anticipa usted un descenso en su productividad?

—No.

—Usted es consciente de que si anticipa tal descenso y lo oculta será una violación del contrato.

—¿Violación del contrato? ¿Qué clase de violación?

—Usted ha firmado un acuerdo con Recursos Humanos por el que percibe un salario a cambio de un trabajo. Saber que va a reducir su capacidad de producción y no decirlo es un acto de mala fe.

—Si estuviera embarazada, que no lo estoy, no violaría el contrato.

No hay respuesta.

—Me refiero a que no puede serlo.

—Usted sabe que una violación del contrato significa el despido definitivo.

Elizabeth traga saliva y luego, muy cuidadosamente, dice:

—Que yo sepa no estoy embarazada.

Hay una pausa prolongada. A Elizabeth le parece una pausa petulante y autosatisfecha, pero quizá sean imaginaciones suyas. Tiene calor, está sudada y necesita ir al cuarto de baño.

—Recursos Humanos no tiene interés en saber si está embarazada.

—¿Cómo dice?

—Que Recursos Humanos prefiere no saber si lo está o no lo está.

—Pero si usted acaba de…

—Recursos Humanos no interfiere en la vida personal de los empleados.

Elizabeth espera.

—Nuestro único interés reside en asegurarnos de que su rendimiento laboral no descienda por debajo de los niveles acordados.

Elizabeth se sienta rígida durante un rato. Finalmente aprieta las mandíbulas y dice:

—Espero que no esté sugiriendo lo que pienso que está sugiriendo.

Se oye un clic y se abre la puerta.

—Gracias por venir —dice la voz.

—Jones —dice Freddy—. Jones. Jones.

—Dime.

Freddy lo observa desde la entrada del cubículo.

—¿Qué te sucede?

Con un poco de esfuerzo, Jones se sienta más erguido.

—No he dormido bien, eso es todo.

—En fin, es hora de comer —dice mirando su reloj—. ¿Dónde está Holly?

—No tengo ni idea.

—En la sala de reuniones del vestíbulo —responde Roger al pasar—. Al menos allí estaba hace diez minutos.

—¿En la sala de reuniones? ¿Quién hay en la sala de reuniones?

Roger se encoge de hombros y desaparece de su campo de visión.

—Hmm —dice Freddy.

Holly regresa a los diez minutos, llevando el bolso.

—Lo siento —dice—, pero me han entretenido.

—¿Quién?

—Unos clientes. Ya sabes que Elizabeth es una agente comercial y tiene clientes. Pues bien, yo soy su asistente.

—¿Qué clientes?

—¿Con quién estaba reunida?

—Sí, claro.

—¿Y a ti qué te importa?

—No es que me importe —responde Freddy—, pero me parece increíble por tu parte que tengas reuniones con los clientes de Elizabeth cuando todo el mundo va de un lado para otro tratando de salvar su puesto de la fusión.

—¡Vaya! Ahora hablas como Roger —dice Holly bajando el tono de voz porque sabe que Roger está dos o tres cubículos más allá—. ¿No te parece, Jones?

—¿El qué?

—Muchacho —dice Holly—. ¿Qué te pasa hoy?

—Bueno, de momento no he averiguado nada —dice Freddy en el ascensor—. Nadie sabe cuándo va a tener lugar la consolidación, ni quién va a ser consolidado, ni por qué.

Holly suspira.

—Yo tampoco.

—Pero me han dicho que Simon, de Estrategias de Formación, le ha dado un puñetazo a Blake Seddon. En la cara.

—¡Bromeas! ¿Blake Seddon, de Dirección General?

—Y ahora lleva un parche en el ojo, como los piratas —añade Freddy.

Mira a Holly y luego a Jones, pero éste no sonríe. Jones ya ha visto el parche en el ojo de Blake; lo vio el lunes a las siete y media durante la reunión del proyecto Alpha. Jones no sintió una gran pena al enterarse de que alguien le había pegado, pero eso se veía compensado por el hecho de que Blake tenía ahora aún más aspecto de acabar de salir de un culebrón televisivo.

—No hace falta que os diga que han despedido a Simon —asegura Freddy— y que ahora lo ha contratado Assiduous. Apuesto a que les encanta la idea de tener en su empresa a alguien que le ha propinado un puñetazo a un ejecutivo de Zephyr. Probablemente le ofrezcan un puesto dirigiendo ejercicios de entrenamiento.

—¡Ah! Eso me recuerda que he llamado a Recursos Humanos para enterarme de dónde vive Megan —dice Holly—. Pensaba que podríamos enviarle una tarjeta…

—Me parece una buena idea —dice Jones.

—Pero no me dieron su dirección. Dicen que ha sido contratada por Assiduous —continúa Holly. Mira temerosamente a Jones y, al ver que éste no reacciona, añade— ¿no te parece un poco siniestro?

—No sé. La verdad es que no.

—¿No? Antes hablabas de una conspiración.

—Sí, pero he pensado en ese asunto más detenidamente. —El ascensor llega al vestíbulo y Jones parpadea por el exceso de iluminación—. Me he dado cuenta de que si sólo hay dos jugadores importantes en el mercado, es muy normal que se produzca una polinización cruzada entre una empresa y otra.

Las palabras que ha pronunciado Jones las ha sacado del manual de formación Alpha que Klausman le dio la semana pasada.

—Pero… —prosigue Holly, aunque luego se calla porque aparece Eve Jantiss esperando para subir al ascensor.

—Hola —dice Eve con una sonrisa—. Hola, Jones.

—Hola —responde Jones. Luego, obligado por las circunstancias, añade— ¿conoces a Freddy y a Holly?

—Probablemente hayamos hablado por teléfono, pero nunca tengo ocasión de poner caras a los nombres —responde Eve riendo. Parece despierta y nada cansada. ¿Por qué no iba a estarlo? Después de todo, la noche pasada durmió seis horas seguidas. Jones, que estuvo despierto todo ese tiempo, lo sabe muy bien.

—Encantada de conocerte —dice Holly.

—Ymmrrr —responde Freddy.

—Es curioso, ¿verdad? Pasamos un montón de tiempo en este sitio y, en realidad, no nos conocemos —dice Eve, poniendo un ligero énfasis en la expresión «en realidad».

Nadie responde. Para evitar nuevos juegos mentales que en ese momento no se siente capaz de manejar, Jones concluye:

—Bueno, me alegro de verte —y empieza a cruzar el vestíbulo. Freddy y Holly lo alcanzan a mitad de camino. Freddy dice:

—¿Has visto lo que he hecho allí en el ascensor? Pensará que soy subnormal.

Salen al sol y empiezan a caminar por la acera.

—Es como si uno fuera dos personas —dice Holly de repente.

—¿Por qué? —pregunta sorprendido Jones.

—Eve tiene razón. Venimos a trabajar todos los días, pero apenas conocemos a nadie. De hecho, no sé el nombre de la mayoría de las personas que me encuentro en el ascensor. Nos dicen que la empresa es una gran familia, pero no conozco a ninguno de ellos. Incluso los que conozco, como vosotros dos, Elizabeth o Roger… bueno, la verdad es que sólo hablamos de trabajo. Cuando salgo con mis amigos o estoy en casa con mi familia jamás hablo de eso. El otro día le expliqué a mi hermana por qué era tan grave que Elizabeth le hubiera cogido el donut a Roger y me respondió que no estábamos en nuestro sano juicio y, la verdad, creo que tiene razón. Una vez en casa, era incapaz de comprender por qué era tan importante. Porque en casa soy una persona diferente. Cuando salgo de este lugar, noto que algo cambia en mi interior. Como si cambiara de marcha en mi cabeza. Y vosotros no sabéis nada de eso, lo cual es terrible porque creo ser mejor persona cuando estoy fuera de aquí. Ni siquiera me gusta quien soy cuando estoy aquí. ¿Es cosa mía o les sucede lo mismo a todos los demás? Y si es así, entonces ¿cómo son de verdad? No lo sabemos. Lo único que sabemos es que son gente del trabajo.

—¡Dios santo! —interrumpe Freddy—. ¿Entonces fue Elizabeth quien se comió el donut de Roger?

Holly se queda inmóvil.

—No. Lo que quiero decir es que Roger creyó que Elizabeth le había cogido el donut.

—Eso no es lo que has dicho.

—Me he expresado mal —responde Holly elevando ligeramente el tono de voz—, así que no saques conclusiones erróneas. Además, no es de eso de lo que estoy hablando.

—¿Por qué cogió su donut? —pregunta Jones.

—Por favor, si se lo dices, Elizabeth sabrá que te has enterado por mí.

—De acuerdo —dice Freddy—. Quedará entre nosotros.

—Lo hizo sin darse cuenta. Tenía hambre, eso es todo. No fue nada personal. Por favor, prometedme que guardaréis el secreto.

La voz de Holly flaquea, tiene el rostro contraído y el ceño fruncido.

—¡A esto me refería! —termina diciendo.

—No te preocupes, no se lo diremos a nadie —responde Jones. Luego, dirigiéndose a Freddy, dice— ¿de acuerdo?

—De acuerdo —responde Freddy lamiéndose los labios. Saber es poder y Freddy tiene ahora un buen pedazo de eso.

Holly todavía parece nerviosa. Jones dice:

—Hablando de esa doble personalidad. Sé a lo que te refieres.

—¿Sí? ¿Crees que le sucede a todo el mundo? —pregunta Holly con cierta esperanza.

Ambos miran a Freddy, que parece absorto en sus pensamientos.

—¿Qué pasa? No le voy a decir nada a Roger sobre el donut.

La producción de rumores disminuye hacia finales de octubre. Al carecer de información reciente sobre la consolidación, los rumores adquieren cada día un tono más fantasioso. Cuando alguien dice que Dirección General va a suprimir Recursos Humanos, se acaban los chismorreos, pues nadie puede creer semejante cosa. La atmósfera de terror desesperado e ignorante que es esencial para la buena salud de las habladurías desaparece y es sustituido por una silenciosa y cautelosa paranoia. Los empleados se encierran en sí mismos, guardan celosamente lo que saben, lo cual es nada. Cuando llega la tarde y recogen sus chaquetas y cierran sus maletines, intercambian una despedida suspicaz, pues todos se preguntan si el otro esconde algo. Todos se preguntan qué ocurrirá al día siguiente, y quiénes no estarán allí. Cuando bajan en el ascensor, miran el panel de botones y se preguntan cuántos huecos habrá pronto en él.

Jones deambula por el vestíbulo, cerca de la declaración de misión. Se está convirtiendo en un hábito, pues espera encontrarse con Eve al terminar el trabajo, pero jamás tiene esa suerte. Se supone que Eve es una recepcionista, pero, por lo que se ve, jamás se encuentra en su lugar de trabajo; de hecho, toda la labor de recepción la lleva a cabo Gretel. Jones ve a Eve en las reuniones matinales de Alpha y, de vez en cuando, en la sala de control, pero entonces siempre están rodeados de personas como Blake Seddon. Jones desea ver a Eve a solas porque quiere hablar de algunos temas que salieron a relucir la noche del partido de béisbol.

Está a punto de abandonar cuando oye el traqueteo de unos tacones que le hacen girar la cabeza.

—¡Jones! —dice Eve, sonriendo al acercarse—. Imaginaba que eras tú. Te he visto en los monitores. ¿Qué haces?

—Esperarte —responde Jones, lo cual es sorprendentemente directo, pero se siente envalentonado por la forma de sonreír de Eve—. Pensé que a lo mejor te apetecía tomar algo.

—Me parece una idea excelente.

—Bien —responde Jones, sonriendo como un bobo y sin poder evitarlo—. Vamos entonces.

—Dame un minuto para que me arregle. Vuelvo en un segundo.

Eve se dirige a los aseos.

Jones se mete las manos en los bolsillos y se apoya sobre la punta de los pies. «¡Adelante, Jones!», piensa.

—Buenas noches —dice Freddy, dándole un susto.

—Hasta luego. Nos vemos la próxima semana.

Jones observa a Freddy salir por las puertas automáticas. Antes de perderlo de vista, Freddy mira el mostrador vacío de la recepción. Jones, con un destello de lucidez, ve que se avecina una escena terrible cuando Freddy descubra que hay algo entre Eve y él. Sólo de pensarlo, un escalofrío le recorre la espalda.

—¡Lista! —exclama Eve, cogiéndole del brazo y poniéndole una hermosa y feliz sonrisa—. Vamos. Conozco un sitio.

Eve lo lleva en coche hasta un edificio bajo y ambiguo situado al lado de la bahía, un lugar que Jones ha visto miles de veces al pasar y que jamás le llamó la atención. Resulta ser un bar tan estilista que incluso ha prescindido de algo tan obvio como tratar de parecer un bar. A las seis de la tarde del viernes está bañado por el color naranja del atardecer y lleno de más pares de zapatos caros de los que Jones ha visto nunca en un solo lugar. Eve se abre camino entre la multitud con un cóctel en la mano, sonriendo y saludando a la gente. La sigue hasta una terraza tan atestada de gente que resulta difícil establecer la diferencia entre una conversación y un baile lento.

—Sex on the beach —dice Eve.

—¿Disculpa?

Eve levanta su cóctel, se pone las gafas de sol y le sonríe.

—¡Vaya! —exclama Jones, que bebe whisky escocés y conserva la esperanza de que Eve continúe bebiendo «sexo en la playa» o cualquier otro brebaje alcohólico, en realidad, hasta que él logre reunir el valor necesario para hablarle de lo que le dijo la otra noche en la cama.

—A Klausman le encanta lo que estás haciendo sobre los fumadores —dice Eve—. Hemos estado hablando de ello hoy y le has impresionado. Y también a mí, lo cual es lo más importante a largo plazo. ¿Tú qué crees? ¿Seré una buena Consejera Delegada algún día? —pregunta sonriendo.

—Tendrías el problema de explicarle a seiscientos empleados cómo has pasado de ser recepcionista a Consejera Delegada.

—Bueno, no creo que haya seiscientos empleados por mucho tiempo.

—Ya. Mira, la verdad es que aún no termino de comprenderlo. ¿Por qué se va a consolidar Zephyr?

Eve se encoge de hombros.

—Las empresas se reorganizan. Es parte del ciclo empresarial: crecimiento y luego contracción. Nos interesa encontrar mejores formas de hacerlo. Queremos que Zephyr se consolide al menos una vez al año.

—¿Y luego crecerá?

—Mmm. No gran cosa. Zephyr se ha ido reduciendo desde que trabajo en ella. La tendencia del más con menos. Ya sabes.

—¿Cuántas personas van a perder el empleo?

—Eso depende de Dirección General. Alpha no se encarga de la microgestión. Nosotros nos limitamos a tirar de un cable aquí y allí y ver qué sucede. Klausman envió un mensaje de voz diciendo que teníamos que consolidarnos y ahora lo que hacemos es observar la reacción de la empresa.

Jones mira al agua.

—O sea que un número indeterminado de personas se van a quedar sin trabajo sólo para que nosotros observemos lo que sucede.

Eve levanta la cabeza.

—¿Noto un cierto tono en tu voz?

—Sólo es una pregunta.

—¡Oh Jones, cada vez que pienso que tal vez las cosas podrían irte bien aquí, te desmoronas pensando en lo horrible que es despedir a alguien! —unas cuantas cabezas se han girado hacia ellos, pero Eve las ignora—. Creía que ya lo habías superado.

—¿Lo has superado tú?

—¿Yo? Por supuesto que sí. ¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas algo de la otra noche?

Eve se queda perpleja.

—¿Qué pasa? ¿Qué hice?

—No pareces muy satisfecha con lo que haces —responde, aunque en el último momento se abstiene de comentarle que también le dijo que lo amaba.

Eve se ríe.

—Obviamente, estaba bebida.

—También estabas siendo sincera.

—Bobadas, Jones, bobadas. Probablemente sólo quería acostarme contigo.

—¿Por qué no admites que te sientes sola?

Los dos se quedan callados durante medio segundo, pero luego Eve suelta una carcajada de incredulidad.

—Oh vamos Jones, no me digas que hablas en serio.

—Tienes cosas muy bonitas. Eso ya lo veo. Dime, ¿qué más tienes?

El comentario ha sonado más crítico de lo que Jones pretendía, y Eve levanta las cejas.

—O sea que me emborracho, digo unas cuantas chorradas y ahora resulta que puedes ver en mi interior. Pues no, Jones, no. Estás muy equivocado. Tengo una buena vida, un buen trabajo, y si eso implica despedir cien personas todos los lunes, lo haré sin parpadear. Tengo todo lo que deseo. ¿Qué no estoy contenta conmigo misma? Por Dios, no sólo contenta, estoy orgullosa.

—Tú…

—¡Y no hay nada malo en las cosas que tengo!

—Eres más que todo eso, Eve. Sé que te sientes mal por lo que hace Alpha. Al menos algunas veces.

Eve no reacciona de la forma que esperaba Jones —de hecho, no reacciona en absoluto—, de modo que Jones insiste:

—¿Conoces a Freddy? Te lo he presentado esta mañana en el ascensor. Ha sido él quien te ha mandado flores todas las semanas. ¿Lo sabías?

Eve lo mira fijamente.

—¿Eres tonto o qué? Por supuesto que lo sabía. Supervisamos a todos los empleados de la empresa.

Jones nota que se ruboriza.

—Pues bien, él…

—¿Sabes lo que pone en el archivo de Freddy? «No ascenderle en ningún caso.» Por eso lleva siendo auxiliar de ventas desde hace cinco años. Freddy es un proyecto, igual que todos los demás. ¿Y quieres saber algo más? Holly, esa chica con la que trabajas, reserva las salas de reuniones para reuniones que no existen. Se limita a ir allí y sentarse sin hacer nada. Algunas veces coge una revista, pero la mayoría de las veces ni eso. Es la persona más solitaria que he conocido. Y la asistente que había en tu departamento, esa mujer gorda… pues bien, llevaba un registro completo de tus movimientos. Estaba tan enamorada de ti que se pasaba el día suspirando y tú sin darte cuenta. ¿Tengo que solucionar la vida de todas esas personas? No, yo creo que no. Ellos no me preocupan lo más mínimo. Para mí son como ratones en un laberinto.

Jones se va. El gesto no resulta tan impactante como suena, porque el gentío limita mucho sus movimientos. Jones no se siente como el héroe valiente, sino más bien como la heroína llorona. Aún así, baja las escaleras, se dirige hasta la puerta y se mete en un taxi que hay esperando justo en la acera antes de que Eve le de alcance. Cuando está dentro del coche, oye que Eve da golpes en la ventanilla con los nudillos.

—Vamos —le dice Jones al taxista.

Sin embargo, Eve es una mujer guapa enfundada en un vestido ajustado, lo que pesa más al parecer para el taxista que la opinión de Jones. Cuando éste se da cuenta de que el coche no se mueve, baja la ventanilla.

—Pídele a Klausman que te hable de Harvey Millpacker. Juntos comenzaron el proyecto Alpha. Ellos dos y veinte empleados que no sabían nada. Harvey empezó a tener sentimientos de culpabilidad y un día, totalmente descontrolado, empezó a decir que todo era una farsa, un experimento. Klausman no lo vio venir, no tenía modo de detenerle, por lo que el experimento se fue al garete. La empresa quebró y todos se quedaron en la calle. Los empleados se tiraban de los pelos, hubo incluso amenazas de muerte, pero ¿sabes una cosa? Estaban más enfadados con Harvey que con Klausman porque quizá éste les había mentido, pero les había proporcionado un empleo, mientras que Harvey consiguió que se quedasen todos en el paro.

—¿Es eso una moralina? —dice Jones—. Porque viniendo de tí, es difícil creerla.

—El director empresarial era Cliff Raleigh. Cincuenta y ocho años de edad, divorciado, sin familia y sin muchos amigos. Sin embargo, en la oficina era una leyenda. Es una lástima lo difícil que resulta para las personas mayores encontrar un trabajo decente. Es uno de los asuntos que Alpha quiere estudiar. —Eve se encoge de hombros—. Tres meses después de perder el trabajo, Cliff se pegó un tiro.

Jones aprieta los puños. Siempre se ha considerado una persona pacífica, por eso no está preparado para la violencia de su reacción. Desea salir del coche y pegarle con todas sus fuerzas a Eve.

—Deberías pensar —dice Eve— muy seriamente si te apetece terminar como Harvey Millpacker.

—Vámonos —le repite Jones al taxista. Cuando ve que éste no se pone en movimiento, levanta el tono de voz y grita— ¡he dicho que nos vamos!

El taxi no se mueve hasta que Eve quita la mano de la puerta y se aparta. Jones no consigue ni siquiera irse hasta que ella da su aprobación, y en el fondo supone que así es como debe ser.

En la segunda planta de Zephyr, Dirección General está sentada alrededor de la mesa del consejo. Ha sido un día muy largo para Dirección General. No hay descanso para el ejecutivo. El plan de consolidación no recibe sus toques finales hasta que al otro lado de los amplios ventanales ya ha oscurecido y una tormenta comienza a gestarse.

Hay dos perspectivas posibles sobre Dirección General. Una es considerarla un equipo muy bien integrado que trabaja unido por el bien de la empresa. La otra es tomarla por una jauría de egomaníacos hambrientos de poder que de vez en cuando ayudan a Zephyr como efecto secundario de sus campañas individuales para obtener riqueza y estatus. Ya nadie cree en la teoría del equipo estrechamente unido. Es posible que una vez fuera cierta, hace mucho tiempo, pero desde el momento en que dejaron entrar a uno de esos perros sedientos de poder, todo se acabó. Ocurre lo mismo que cuando un zorro se mete en un gallinero; poco tiempo después no hay más que zorros y plumas. Si alguna vez Dirección General estuvo integrada por seres altruistas que anteponían los intereses de los demás a los suyos propios —lo cual es mucho suponer—, hace tiempo que esos individuos fueron hechos pedazos.

Es importante tener esto muy claro, pues es un pre-requisito para encontrarle algún sentido a las decisiones de Dirección General, como por ejemplo en el caso de la consolidación. El objetivo inicial era racionalizar las actividades empresariales de Zephyr, pero de eso hace una semana. Posteriormente la cuestión ha derivado hacia la expansión de imperios. Los distintos bandos de Dirección General se han enfrascado en una guerra despiadada y sangrienta. Departamentos enteros han sido perdidos, reclamados y perdidos de nuevo. Muchas ideas buenas y decentes se malograron en el caos generado. Muchos empleados inocentes y trabajadores han sido víctimas del fuego cruzado, aunque aún no lo sepan. Ha sido una semana de tragedias absurdas y destrucción sin sentido, y ahora hasta Dirección General está un poco harta de ello.

Pero finalmente ha terminado. El plan final, que da satisfacción al menos en algún punto a todos los empleados, siempre y cuando trabajen en Dirección General, supone una espectacular reducción de un 70 por ciento en el número de departamentos de Zephyr. Muchos departamentos desaparecen por completo, aunque la mayoría son agrupados en nuevos departamentos que asumen todas las responsabilidades y algunos de los recursos de los dos departamentos anteriores. O los tres. O, en un caso, los cinco. El plan pasa de mano en mano alrededor de la mesa y a medida que se van estampando todas las firmas de Dirección General comienzan a agitarse nuevas y temibles criaturas cosidas a partir de órganos de distintos departamentos. De un plumazo, Seguridad queda integrado en Recursos Humanos. Amplias secciones flotantes del Departamento Legal son debidamente recolocadas. Por motivos que no tienen nada que ver con la eficiencia operativa y sí con las despiadadas negociaciones entre los ejecutivos, el único empleado que quedaba en el Departamento de Crédito ha sido despedido. Un relámpago ilumina la cristalera de la sala de reuniones justo en el momento en que Dirección General, con gesto cansado, nombra a un jefe de departamento. Y ahí está: un nuevo departamento. Es como si Dirección General acabase de dar a luz en la sala de reuniones. Su cachorro yace encima de la mesa, una cruel abominación de la naturaleza que toma sus primeras bocanadas de aire. Sus ojos amarillos brillan siniestramente. Sus extremidades se retuercen y se agitan sobre la mesa de roble. Echa atrás su cabeza mal ajustada y ruge pletórica de vida, o de algo parecido.

Más abajo, los escasos empleados que siguen en la oficina hacen una pausa en su trabajo y levantan la mirada. El estómago se les revuelve e intercambian miradas de miedo. Nadie lo dice en voz alta, pero todos pueden sentirlo: algo maligno acaba de nacer.