3erTrimestre/2° Mes:
AGOSTO
Es lunes por la mañana y hay un donut menos de los que debería haber.
Cualquier observador atento se daría cuenta inmediatamente de ello, pero guardaría silencio porque decir «¡Vaya! Sólo han traído seis donuts» sería como traicionar ese momento. No es bueno, profesionalmente hablando, que se te conozca como la persona que puede percibir la diferencia entre seis y siete donuts con sólo echar un vistazo. Todo el mundo evita mencionar el detalle del donut hasta que aparece Roger y ve el plato vacío.
—¿Dónde está mi donut? —pregunta.
Elizabeth se limpia la boca con una servilleta de papel y responde:
—Yo sólo he cogido uno. —Roger la mira.
—¿Qué? Eso es una respuesta defensiva. Yo he preguntado dónde está mi donut y tú me respondes diciendo cuántos has cogido. ¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que sólo he cogido un donut —responde Elizabeth, nerviosa.
—Pero yo no te he preguntado cuántos donuts has cogido, ya que, por supuesto, asumo que has cogido sólo uno. Sin embargo, al tomarte la molestia de formular expresamente dicha asunción, estás sugiriendo, deliberadamente o no, que es discutible.
Elizabeth se lleva las manos a los labios. Tiene el pelo moreno, cortado a la altura de los hombros —a juzgar por el resultado parece haber utilizado para ello una navaja de afeitar— y una boca perfectamente apta para realizar esa misma función. Elizabeth es inteligente, despiadada y emocionalmente vulnerable; es decir, es una agente comercial. Si su cerebro fuese una persona, tendría cicatrices, tatuajes y estaría tuerta. Si lo vieras venir por la calle, seguro que cruzabas a la otra acera.
—¿Quieres preguntarme algo, Roger? ¿Quieres preguntarme si cogí tu donut?
Roger se encoge de hombros y empieza a llenarse la taza de café.
—A mí no me importa que falte un donut. Sólo me pregunto por qué hay gente que siente la necesidad de coger dos.
—No creo que nadie haya cogido dos. Los de Catering deben de haber enviado uno de menos.
—Así es —responde Holly.
Roger la mira. Holly es una auxiliar de ventas, por tanto no tiene derecho a hablar del asunto. Freddy, otro auxiliar de ventas, opta sabiamente por mantener la boca cerrada, pero es porque se está comiendo el donut y tiene la boca llena. Está posponiendo el momento de tragar por temor a hacer un ruido embarazoso.
Holly se encoge al notar la mirada penetrante de Roger. Luego, Elizabeth dice:
—Roger, hemos visto cómo los traían los de Catering. Estábamos aquí mismo.
—Ah, bueno. Entonces perdona. No sabía que os dedicabais a vigilar los donuts.
—No nos dedicamos a vigilar los donuts, sencillamente estábamos aquí.
—Escucha, no me importa lo que hagáis o dejéis de hacer.
Roger coge un sobre de azúcar y lo sacude como si le estuviese aplicando una medida disciplinaria: wap, wap, wap, wap. Luego prosigue:
—Lo que resulta curioso es que los donuts sean tan importantes como para que la gente los esté esperando. No sabía que se hubiesen convertido en la razón por la que venimos aquí todas las mañanas. Lo lamento de veras, pero creí que nuestro propósito era crear valor para el accionista.
—Roger —interrumpe Elizabeth—, ¿por qué no preguntas a los del servicio de catering antes de acusar a nadie?
Elisabeth se levanta y se va. Holly la sigue pegada a ella como una rémora.
Roger la observa marcharse, divertido.
—¿Crees que Elizabeth se ha molestado por lo del donut?
Freddy termina de tragar y responde:
—Creo que sí.
El edificio de la Corporación Zephyr se levanta entre los rascacielos de la calle Madison de Seattle como un enorme ladrillo de color gris. Carece de signos distintivos. Podría decirse que posee un encanto neutro, discreto, pero sólo si uno está dispuesto a ver con los mismos ojos las cárceles y los Volvo de los años setenta. Es un edificio diseñado en equipo, razón por la cual sólo lograron ponerse de acuerdo en que fuese rectangular, tuviera ventanas y no se cayera.
En la parte superior del edificio se ve la palabra Zephyr junto al logotipo corporativo, un polígono naranja y negro de significado poco claro. Esos dos colores están muy presentes en la Corporación Zephyr: no puedes cruzar un pasillo, ir al cuarto de baño o coger el ascensor sin darte por enterado de dónde te encuentras. Hay un logotipo en cada uno de los paneles de las puertas correderas del vestíbulo, y una vez dentro, las paredes están adornadas con un logo cada metro. Un pequeño estanque con piedras negras y cuidados helechos constituye un pequeño oasis para la vista, aunque para compensarlo el mostrador de recepción es prácticamente un logotipo con un libro de registro encima. Incluso con la luz más tenue, el mostrador emite tal destello de color naranja que sigues viéndolo impreso en tu retina cada vez que parpadeas cuando ya lo has dejado atrás.
A un lado del vestíbulo hay un conjunto de sillas confortables, a juego con unas mesas bajas donde los visitantes pueden hojear las revistas de marketing de Zephyr mientras esperan a la persona con la que se han citado. Sentado con las manos sobre las rodillas se encuentra el joven y apuesto Stephen Jones. Sus ojos brillan. Su traje reluce. Su pelo color castaño lleva tanta espuma que podría sofocar un incendio y sus zapatos son como dos espejos negros. Es su primer día en la empresa. De momento, lo único que le han mostrado son una serie de vídeos corporativos de motivación, uno de los cuales contenía palabras resonantes como «trabajo en equipo» o «mejores prácticas», y otro que presentaba a unos cuantos actores de finales de los años ochenta hablando sobre el servicio al cliente. Stephen espera que baje a recogerlo alguien del departamento de formación de ventas.
De forma accidental cruza la mirada por decimocuarta vez con la recepcionista y ambos sonríen y luego apartan la vista. La recepcionista se llama Gretel Monadnock, o al menos eso dice la placa. Es una chica joven, con una abundante y larga melena color castaño, que ocupa el lado derecho del mostrador. A la izquierda hay otra placa donde se puede leer el nombre de Eve Jantiss, pero la mencionada Eve no se encuentra presente en ese momento. Stephen Jones está un poco decepcionado por ese motivo, pues a pesar de que Gretel es mona, cuando vio por primera vez a Eve en su primera visita para la entrevista de trabajo casi se le cae de las manos su nuevo maletín. Sería una exageración decir que aceptó el trabajo en Zephyr por lo guapa que era la recepcionista, pero no hay duda de que fue un aliciente.
Stephen mira el reloj. Son las once en punto. Los vídeos terminaron hace veinte minutos. Vuelve a juntar las manos sobre las rodillas.
—Lo intentaré de nuevo —dice Gretel. Mientras lo hace sonríe con simpatía—. ¡Vaya! Lo siento. De nuevo ha respondido el contestador automático.
—Es posible que haya surgido algo urgente.
—Ssssí —responde Gretel, que no parece tener claro si se trata de una broma—. Probablemente.
—Lo que quiero es que te des cuenta —dice Roger— de que es una cuestión de respeto.
Roger tiene un codo apoyado sobre la mampara que separa el cubículo de Freddy y bloquea la entrada con su delgado cuerpo.
—Lo del donut no tiene importancia. Es la falta de respeto que significa que te lo quiten.
El teléfono de Freddy vibra. Él mira la pantalla de identificación de llamadas y ve que aparece la palabra «recepción».
—Roger, por favor. Tengo que ir a recoger al nuevo colaborador. No dejan de llamarme.
—Un momento. Esto es importante.
Roger sabe que Freddy esperará. Freddy lleva cinco años de auxiliar de ventas. Es una persona ingeniosa, inventiva y pletórica de ideas, siempre y cuando eso no moleste a nadie. Freddy es alguien que participa. Un miembro. Alguien a quien le gusta formar parte de un grupo. Freddy es ese tipo de personas que nunca recuerdas cuando las ves dentro de un grupo. Se ha integrado tanto en Corporación Zephyr que Roger a veces tiene dificultades para saber dónde termina la empresa y dónde comienza Freddy.
—Te estoy explicando la razón por la que deseo que vayas al Departamento de Catering y averigües exactamente cuántos donuts nos enviaron.
La mirada de Freddy se inunda de desesperación.
—Si recojo al nuevo colaborador, él podrá hacerlo. Será tu asistente.
Roger reflexiona sobre ello.
—Sí, pero puede que no sepa tratar la situación con el tacto necesario.
Lo cual significa: que no se enteren ni Elizabeth ni Holly.
—Se lo diré. Y ahora déjame que vaya a recoger al colaborador o tendré problemas con recepción.
—De acuerdo, de acuerdo —responde Roger, levantando las manos en señal de rendición—. Ve a buscar a tu colaborador.
—Querrás decir al tuyo.
Roger lo mira fijamente. Se da cuenta de que Freddy no ha pretendido ser irrespetuoso, sino preciso.
—Sí, sí. A eso me refiero.
Stephen Jones ignora el timbre del ascensor porque ha sonado infinidad de veces en los últimos veinte minutos y en ninguna apareció ningún compañero para darle la bienvenida. Con el fin de estirar las piernas, deambula por el vestíbulo leyendo las placas y las fotos enmarcadas. La mayor de todas es un gran objeto brillante que cuenta con su propia bombilla y marco de cristal.
MISIÓN DE LA EMPRESA
Corporación Zephyr pretende alcanzar y consolidar una posición de liderazgo en los mercados seleccionados por la empresa a través de la creación de oportunidades de crecimiento rentable basadas en el establecimiento de fuertes relaciones entre unidades empresariales internas y externas, así como en la coordinación de un enfoque estratégico y sólido con el fin de conseguir los máximos beneficios para sus stakeholders.
No es la estupidez más grande que Stephen Jones haya leído, pero se le acerca mucho. Lo que resulta extraño es que no mencione los cursos de formación, cuya venta es, según tiene entendido Stephen, la principal razón de ser de la empresa. Luego se da cuenta de que un hombre bajo con el pelo oscuro y gafas está a escasos metros de él y lo mira fijamente.
—¿Jones?
—¡Sí!
Los ojos del hombre se pasean por el traje nuevo de Jones. Una de sus manos se desliza hasta un punto donde lleva la camisa mal metida en los pantalones y trata de arreglar el desaguisado.
—Soy Freddy. Encantado de conocerte.
Freddy extiende la mano que tiene libre y estrecha la de Jones. Los ojos acuosos de Freddy parecen enormes tras los cristales de las gafas.
—Eres más joven de lo que pensaba.
—Ya —responde Jones.
Freddy observa sus zapatos. Luego mira hacia el mostrador de recepción, concretamente —si Jones no se equivoca— hacia la silla vacía que hay detrás de la placa con el nombre de Eve Jantiss.
—¿Fumas?
—No.
—Yo sí —dice en tono de disculpa—. Sígueme.
—Es un buen departamento —dice Freddy, dándole una calada al cigarrillo.
Hace un día agradable. Las nubes están muy altas, corre una suave brisa y la torre gris de Zephyr parece reflejar el calor que absorben sus ventanas tintadas. Los ojos de Freddy siguen a un descapotable azul que se abre camino a través del tráfico, pero luego añade:
—Siempre y cuando te acostumbres a ciertas cosas.
—Estoy preparado para una pronunciada curva de aprendizaje —responde Jones, empleando una frase que le vino muy bien durante la entrevista de trabajo.
—Trabajarás como auxiliar de ventas con Roger. Tendrás que procesar sus pedidos, mecanografiar sus cotizaciones, archivar sus formularios de gastos, en fin, ese tipo de cosas.
—¿Cómo es?
—¿Quién? ¿Roger? Bueno, no está mal —dice Freddy, apartando la mirada.
—Eso quiere decir que no es una persona muy agradable, ¿verdad? —dice Jones.
Freddy mira alrededor.
—Pues la verdad es que no. Lo siento.
Jones suelta una risita y dice:
—Bueno, no pienso pasarme la vida de auxiliar de ventas.
Freddy no responde. Jones se da cuenta de que Freddy ha trabajado probablemente toda su vida de auxiliar de ventas.
—De hecho, ya tiene un trabajo para ti. Quiere que vayas al servicio de catering para preguntar cuántos donuts enviaron esta mañana.
Al ver la expresión que pone Jones, se apresura a añadir:
—Por la mañana nos ofrecen algún aperitivo. A veces es fruta, otras pastas y, raramente, donuts. Esta mañana hubo un incidente.
—De acuerdo, no te preocupes —responde Jones asintiendo.
Puede que no sea una misión demasiado glamurosa, ni tampoco parece tener demasiado sentido, pero es su primera tarea en el mundo real de la empresa y que piensa llevarla a cabo lo mejor que pueda.
—¿Y dónde se encuentra el servicio de catering?
Freddy no responde. Jones sigue su mirada hasta que intercepta un Audi azul pálido que entra en el aparcamiento de la empresa. La mayor parte del aparcamiento es subterránea, pero en la planta principal quedan algunos espacios reservados y el Audi ocupa uno de ellos con seguridad. Luego se abre la puerta del conductor y asoman un par de piernas. Tras unos instantes, Jones se da cuenta de que esas piernas están unidas a algo y ese algo es Eve Jantiss.
Eve tiene el aspecto de haberse detenido en Zephyr de camino a la inauguración de alguna exclusiva sala de fiestas. Su pelo, largo, alborotado y color miel, ondea sobre sus bronceados hombros. Los dos delgados tirantes no parecen desempeñar ningún papel en la sujeción de su fino y destellante vestido color ciruela: fuerzas más misteriosas se encargan de eso. Tiene los labios tan gruesos como los cojines de un sofá, una línea hereditaria que probablemente incluya nacionalidades desconocidas para Jones, así como unos ojos castaños claro que dicen: «¿Sexo? ¡Qué idea tan excitante!». En las noches que habían transcurrido desde su entrevista de trabajo hasta aquel momento, Jones se había preguntado en varias ocasiones si no la estaría idealizando, recordándola más atractiva de lo que realmente era. Ahora se daba cuenta de que no.
—Buenos días —dice Eve mientras pasa por delante de ellos seguida por el repicar de sus tacones.
—Hola —responde Jones, al tiempo que Freddy responde algo como «muh».
Jones se gira y ve a Freddy prácticamente babeando de amor. Su mirada está fija en la nuca de Eve, no recorre su cuerpo de arriba a abajo. Jones se siente repentinamente sucio, pues él sí le estaba dando un buen repaso. El encandilamiento de Freddy, en cambio, es puro.
Una vez que las puertas correderas bloquean la visión de ambos, o al menos la tiñen, Jones dice:
—¿Cómo es que la recepcionista tiene un coche deportivo?
—¿Por qué no? —responde Freddy—. ¿Acaso no se lo merece?
Los zapatos de Jones chirrían cuando cruza el vestíbulo junto a Freddy. Suena como si estuviera dirigiendo a una orquesta de ratones, y nota cómo atrae la mirada de las dos recepcionistas, Eve y Gretel.
—Es el que te decía —le dice Gretel a Eve—. Se llama Jones.
—Ah, bienvenido al Titanic, Jones —dice Eve sonriendo.
Humor corporativo. Jones ha oído hablar de él y le gustaría responder en el mismo tono, pero está demasiado pendiente de sus zapatos, así que se limita a pronunciar un simple «gracias».
Los dos llegan a la zona de los ascensores al fondo del vestíbulo y Freddy le da al botón de «subir».
—La gente dice que es la amante de Daniel Klaushman.
Klaushman es el director de Zephyr.
—Pero eso es por lo que apenas se la ve en recepción.
—¿Y dónde está? —pregunta Jones, parpadeando.
—No lo sé. Pero no es su amante. No es ese tipo de persona.
Las puertas del ascensor se cierran.
—Bueno, el servicio de catering se encuentra en la planta diecisiete. Cuando hayas terminado sube a la catorce.
—Querrás decir que baje a la catorce —responde Jones.
Sin embargo, nada más terminar de decir eso ve el panel de botones del ascensor. Las plantas están numeradas al revés: la primera planta está arriba de todo del panel, con el indicativo de «Consejero Delegado», mientras que la planta veinte, «vestíbulo», está abajo de todo.
Freddy suelta una sonrisita.
—Los números están al revés. Al principio es un lío, pero luego te acostumbras.
—Ya.
Jones observa cómo descienden los números —20, 19, 18— mientras su cuerpo percibe que está subiendo. Resulta algo antinatural.
—Dicen que es una cuestión de motivación. A medida que pasas a departamentos más importantes, asciendes de rango.
Jones examina el panel de botones.
—¿Qué tiene de malo el departamento de Sistemas de Información?
—Por favor —responde Freddy—. Algunos ni tan siquiera llevan traje.
En la planta catorce, Elizabeth se está enamorando. Eso es lo que la convierte en tan buena agente comercial, a la vez que en una papelera emocional: se enamora de sus clientes. Resulta difícil convencer a la gente de lo penoso y humillante que resulta ser un agente comercial. Las ventas son un negocio que exige establecer relaciones, y hay que tratar a los clientes con delicadeza y ternura, como las coles en invierno, aunque el cliente sea un pelmazo egocéntrico al que uno preferiría darle con una pala. Hay algo que no termina de funcionar en las personas que quieren ser agentes comerciales y, si no lo hay, lo adquieren a los seis meses de trabajar en ese rol.
Elizabeth no recurre a la habitual fachada amistosa, ni a una intimidad ilusoria: establece verdaderos lazos personales. Para Elizabeth, cada cliente nuevo es como un apuesto extraño en una sala de fiestas. Cuando bailan, se marea ante las posibilidades que se abren ante ella. Si a él no le gusta el producto que ofrece, se desmaya. Si habla de pedidos importantes, siente el impulso de mudarse a vivir con él.
Las historias amorosas de Elizabeth son puramente internas: nadie sabe nada de ellas. Sin embargo, para ella son completamente reales, y esa es la razón de que ande siempre tan estresada. En la actualidad está metida en dieciocho relaciones de larga duración, cada una con sus altibajos y sus problemas propios, y el jueves pasado detectó a un nuevo candidato al otro lado de una abarrotada sala de reuniones.
En este preciso momento, Elizabeth está hablando por teléfono con un cliente que pretende reducir un pedido. La semana pasada ella le vendió doscientas horas de formación y ahora él trata de reducir esa cifra. Elizabeth está sentada en su cubículo, de espaldas a otros agentes de ventas: el teléfono parece escurrírsele de las manos, no para de morderse el labio. «¿Por qué no se compromete?» parece suplicar. «¿Qué tengo yo de malo?»
—No es nada personal, Liz —dice el cliente—. Sencillamente he revisado nuestro horario y creo que no necesitamos tantas horas de momento. Nos quedaremos con el paquete, pero necesitamos reducir esa cifra.
—Pero estuvimos hablando de doscientas horas, o al menos eso creo.
—Y así es, Liz, pero he cambiado de opinión.
—Yo…
La voz de Elizabeth se corta mientras ella lucha por mantenerla firme. A los hombres no le gustan las mujeres pegajosas, ni necesitadas, lo leyó en uno de los libros sobre relaciones personales que utiliza como manual de ventas. A los hombres les gusta que los desafíen, siempre y cuando —¡siempre y cuando!— no se haga de forma irrespetuosa. Hay que plantearles el desafío y, al mismo tiempo, convencerles de que son muy capaces de afrontarlo.
—Pero Bob, teníamos un compromiso y usted no es de esas personas que hacen promesas y luego no las cumplen. Usted siempre ha sido de fiar y aprecio esa cualidad suya. Yo confío en eso. Ya sabe a qué me refiero.
Se oye un suspiro en el teléfono. El corazón de Elizabeth salta.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo dejaremos en doscientas horas, pero es realmente más de lo que necesito, Liz.
—Se lo agradezco de veras, Bob. Es usted un encanto.
—Bueno, usted siempre ha sido muy buena y agradable conmigo.
Elizabeth empieza a sentirse incómoda porque Bob ya está bajo control y, a cada segundo que pasa, le resulta menos interesante. Sus pensamientos se dirigen al hombre que vio en la sala de reuniones. Era un hombre bajo y gordo que, por el aspecto que tenían las sobaqueras de su camisa, debía tener algún problema de transpiración. Elizabeth se muerde el labio, soñando. Se pregunta si estará interesado en algún tipo de formación.
El Departamento de Ventas de Formación cuenta con ocho empleados: tres agentes comerciales, tres auxiliares de ventas, un director y un ayudante. Cada agente comercial tiene su propio auxiliar. Elizabeth tiene a Holly, una joven atlética y rubia conocida en varias plantas por su obsesión por el gimnasio de la empresa y por la carencia de todo sentido del humor. Roger tiene o, mejor dicho, tendrá a Jones. El tercer representante es Wendell, un hombre corpulento que desquicia a todo el departamento con su manía de aclararse la garganta antes de decir algo o simplemente cuando menos se lo esperan.
Al igual que los demás departamentos de Zephyr, el de Ventas ocupa una planta abierta, lo que significa que cada cual ocupa un lugar dentro de un extenso panal de cubículos, con la excepción del director, que tiene su propia oficina con paredes de cristal pero con las celosías siempre cerradas. La planta abierta fomenta la labor de equipo e incrementa la productividad, según ha explicado la empresa en memorándums dirigidos a todo el personal. Salvo en el caso de los directores, cuya productividad se incrementa con oficinas situadas en las esquinas y con excelentes vistas: los memorándums no mencionan este punto, pero la conclusión es inevitable.
El panal de cubículos del Departamento de Ventas de Formación está dividido por un panel de casi seis metros que separa a los agentes comerciales de los auxiliares de ventas. Para unos ojos poco adiestrados ambas partes son idénticas, pero para los que saben de qué va el asunto el lado de los agentes tiene un brillo sutil y fluorescente. A ese brillo se le llama estatus. Los números de los que residen en el lado de los agentes son mucho mejores: disponen de un salario de seis dígitos, unas participaciones de siete dígitos y un hándicap para el golf de un solo digito.
Durante la última reestructuración de la oficina, se habló de sentar a cada agente al lado de su auxiliar con el fin de obtener una mayor eficiencia. Sin embargo, una feroz campaña de presión liderada por Elizabeth y Wendell acabó con la propuesta en tan solo un día. El resultado es que los auxiliares hacen mucho ejercicio cada día. Llaman a ese panel divisorio el Muro de Berlín.
Wendell se detiene ante la mesa de Roger, dobla los brazos y deja escapar una tos seca para indicarle que va a hablar.
—Roger, lamento decírtelo, pero has aparcado de nuevo en mi sitio.
Roger levanta un dedo. Está hablando con el servicio de catering, esperando que le pasen con el departamento de aperitivos y postres. Sin embargo, no sería muy acertado que Wendell, otro agente comercial, se diera cuenta de ello, razón por la cual dice al teléfono: «le recomiendo el paquete completo porque le proporciona todos los beneficios al mínimo coste. Sí… por supuesto. Excelente. Lo encargaré de inmediato». Luego cuelga. El cuerpo de Wendell se levanta imponente delante de él y le tapa la luz del fluorescente.
—Dime.
—Tu coche. A pesar de que ya hemos hablado de ello, sigues ocupando mi sitio.
Roger se pellizca el puente de la nariz.
—Wendell, no hay sitios reservados para aparcar en la segunda planta, sólo en la primera; es decir, para los que van mejor vestidos. Tú no tienes ninguna reserva de aparcamiento. Ninguno de nosotros la tiene.
Wendell se mete las manos en el bolsillo de la chaqueta.
—Ejem, ejem —Wendell se aclara la garganta—. Eso es lo que me dijiste la última vez, pero me he tomado la libertad de contactar con Gestion de Infraestructuras para desarrollar un plan de aparcamiento. Si te fijas en esta plaza en particular, aquí, observarás que pone «Departamento de Ventas de Formación, SR 2». Ese soy yo, Roger. A ti te corresponde la plaza de al lado —Wendell clava el dedo en el papel, señalando un aparcamiento situado un par de metros más lejos del ascensor.
Roger desecha el plan. Lleva apenas seis semanas trabajando como agente comercial; antes era un cliente más. Sin embargo, muestra un talento especial para ese puesto, lo que inquieta a Wendell. Roger es una persona demasiado segura de sí misma, sus ojos marrones son demasiado penetrantes. Además, no cabe duda de que lleva el pelo como un auténtico ejecutivo. En los últimos tiempos, Wendell ha estado trabajando una hora y media extra todos los días y ni tan siquiera ha salido para comer. Elizabeth también se ha visto afectada y ahora se pasa el día fuera, atendiendo pedidos, aunque en parte se debe a que si Roger anda cerca no puede contener los deseos de estrangularle con su propia corbata.
—Gestión de Infraestructuras —continua Roger— no tiene autoridad para distribuir los aparcamientos, pues es una cuestión que depende del director de cada departamento. Y que yo sepa Sydney no ha hecho ninguna distribución, por tanto ahora mismo la situación es de laissez-faire.
Wendell duda, pues no sabe con seguridad cómo funciona la balanza de poderes entre Gestión de Infraestructuras y los directores de los distintos departamentos.
—Ya veo. O sea que como Sydney no ha tomado una decisión al respecto, debemos saltarnos la distribución dada por Gestión de Infraestructuras —le reprocha Wendell.
—Si quieres discutirlo, hazlo con Sydney —responde Roger—. Hasta entonces es laissez-faire.
—Pero si es laissez-faire, ¿por qué aparcas siempre en la misma plaza? Jamás ocupas la plaza de Sydney, ni la de Elizabeth. Todo el mundo aparca en la misma plaza todos los días, salvo tú, que siempre aparcas en la mía.
—Es pura coincidencia.
Roger deja que la estupidez que acaba de decir flote en el aire por unos instantes.
—Pero te diré una cosa. Intentaré no aparcar más en tu no-plaza si me dices por qué has cogido mi donut.
—¡Yo no he cogido tu puñetero donut! No cambies de tema.
—¿Ha sido por venganza? Dilo. Siento curiosidad por saberlo.
—No sé qué ha pasado con tu donut, ni pienso discutir sobre ello. Pero si continúas aparcando en mi sitio, hablaré con Sydney.
Wendell se dirige de mala forma hacia su mesa, que es la siguiente de la fila y comparte un panel bajo con Roger. Cuando ambos están sentados se observan mutuamente por encima de la pantalla de sus ordenadores, fomentando así su labor de equipo y su productividad, si hay que creer los memorándums.
Jones recorre el pasillo enmoquetado color naranja y negro hasta cruzar la puerta de cristal que conduce al Departamento de Ventas. Se detiene y mira su nuevo hogar corporativo: los cubículos, el Muro de Berlín, los posters enmarcados con frases motivadoras como «lo que importa no es lo mucho que trabajes, sino cómo lo hagas», la máquina de café, la ausencia completa de luz natural. Mira a Freddy, quien le señala hacia el otro lado del muro (el lado de los ricos, Berlín Occidental). Jones sigue las indicaciones. Hay tres personas, todas hablando por teléfono y sin prestarle la más mínima atención. Mira las placas hasta que encuentra el nombre de Roger Jefferson y se queda esperando al lado de su mesa. Roger habla por telefono:
—Pero no puedo enviar los formularios a Tramitación de Pedidos hasta que no estén aprobados por Legal. Bueno, díselo tú a Créditos. Hasta que ellos no lo suelten, Marketing no podrá dejar el asunto.
Mira a Jones con el ceño fruncido y pregunta:
—¿Qué quieres?
Jones señala su etiqueta de identificación.
—Hola. Soy su nuevo colaborador.
Roger dice al teléfono:
—Espera un segundo —luego tapa el altavoz y pregunta— ¿seis o siete?
—¿Seis o siete qu…? —pero entonces entiende—; el servicio de catering asegura que había siete donuts para Ventas de Formación esta mañana.
—¿Estás seguro?
Jones está seguro. El servicio de catering dispone de un proceso de distribución de aperitivos muy riguroso, con un registro incluido. Al lado del Departamento de Ventas de Formación aparecía el número siete y una señal que corroboraba el envío. Los del catering defendieron con firmeza su registro. Jones se había sentido incómodo cuestionándolos, en primer lugar por la existencia del registro y en segundo porque estaban limpiando toda la zona a la espera de que el servicio fuera externalizado, y mientras tanto él los estaba entreteniendo con algo tan trivial como el número de donuts.
—De acuerdo, bien hecho —dice Roger quitando la mano del altavoz—. Si quieres podemos acudir a Recursos Humanos para resolver este asunto. ¿Es eso lo que quieres?
Jones se da cuenta de que ya puede irse, así que regresa a Berlín Oriental, donde Freddy y una chica, con unos brazos alarmantemente musculosos que emergen de un vestido de verano, han sacado sus sillas al pasillo que hay entre sus respectivos receptáculos.
—Aquí lo tienes —dice Freddy—. Jones, te presento a Holly, la auxiliar de Elizabeth.
Holly y Jones se estrechan la mano. Holly le pregunta:
—¿Es verdad que has ido a Catering?
—Los de Catering llamaron a Sydney y se quejaron de que les estabas molestando —dice Freddy—. Ahora está muy cabreada.
Jones suelta la mano de Holly.
—¿Por qué? Sólo hice lo que me ordenaron.
—La defensa de Nuremberg —responde Holly—. Eso fue justo lo que dijo el último ayudante de Roger.
—Pobre Jim —interrumpe Freddy—. Me empezaba a caer bien.
—Tal vez debería ir a hablar con Sydney —dice Jones buscando su oficina con la mirada.
Freddy se ríe, aunque luego se da cuenta de que habla en serio.
—Jones, no se puede ir a hablar con Sydney.
—¿Por qué no?
Freddy parece un poco perdido. Se gira hacia Holly en busca de ayuda.
—Pues porque no —dice ella.
Jones ve una oficina al final de los paneles divisorios.
—¿Es esa su oficina?
Freddy y Holly intercambian una mirada.
—Sí, pero te lo digo en serio…
—Vuelvo en un instante.
Jones pasa entre Freddy y Holly, que se ven obligados a apartar sus sillas para dejarle pasar. La oficina de Sydney está vigilada por una mujer enorme sentada detrás de una mesa diminuta. Megan, la asistente del departamento. Por lo que puede ver Jones, Megan colecciona ositos de cerámica: los tiene vestidos de pescador, con camisetas donde pone I love you, con sombrero e incluso con botas de montar. Hay docenas de ositos, como si la mesa fuese el escenario de un recital de música. También hay una bandeja de asuntos pendientes precariamente dispuesta en una esquina, con varios ositos apoyados en ella, como si quisieran echarla abajo.
La puerta de la oficina de Sydney está cerrada. Jones trata de ver algo a través del pequeño rectángulo de cristal que tiene en medio.
—¿Puedo…?
Megan lo mira sin pronunciar palabra a través de sus gafas oscuras. Jones se da cuenta de que la única razón por la que Megan no se ha levantado de un salto de la silla para placarlo es que no puede creerse que vaya a entrar como si tal cosa en la oficina de Sydney. Jones sin embargo gira el pomo de la puerta y para cuando ella se da cuenta de lo que está haciendo ya está dentro y cierra suavemente la puerta a sus espaldas.
Las cabezas de Wendell y Elizabeth asoman por encima del Muro de Berlín. Wendell dice:
—¿Ha entrado en la oficina de Sydney?
—Es nuevo —responde Freddy con un hilo de voz—. Aún no sabe cómo funciona esto.
Durante un instante nadie pronuncia palabra. El rostro consternado de Megan va de la puerta de la oficina de Sydney al resto de los empleados y de nuevo a la puerta.
—¡Vaya! —dice Holly—. Ese chico tiene agallas.
—Yo lo daría por muerto —suspira Freddy—. No ha tenido tiempo ni de grabar su voz en el contestador automático.
—Lástima —añade Elizabeth—. Es un encanto.
—Me he dado cuenta —dice Holly.
—¿Cómo se llama?
—Jones.
—¿Sólo Jones? ¿Cómo por ejemplo, Madonna?
—Al menos eso es lo que dice su tarjeta de identificación.
—Intrigante —responde Elizabeth.
—Es tan joven —murmura Freddy—. ¿Cómo va a saber nada de cómo va esto?
—Ejem, ejem. Obviamente no tiene ni idea. Ha entrado en la oficina de Sydney sin una cita previa.
—Hmmm. Es posible que los rumores sean ciertos —dice Elizabeth.
Todos la miran. Freddy pregunta:
—¿Qué rumores?
—Bueno, no quiero decir que yo me lo crea, pero se dice que la empresa está desarrollando un proyecto secreto. En la planta trece.
Wendell da un resoplido. No hay planta trece. El panel de botones del ascensor pasa del número doce al catorce. Sin embargo, todo el mundo en Zephyr bromea diciendo que se tarda demasiado tiempo en pasar de la planta doce a la catorce.
—Según los rumores —dice Elizabeth bajando el tono de voz—, Recursos Humanos está extrayendo células de la piel de los mejores agentes comerciales para criar clones en probetas con el fin de liberarlos con los programas de prácticas.
Freddy y Holly sueltan una carcajada. Wendell pone los ojos en blanco y dice:
—Tengo trabajo.
Su cabeza se esconde detrás del Muro de Berlín.
—No debes creértelo porque lo diga yo —dice Elizabeth—. Sólo comprueba si Jones tiene ombligo.
—Quizá lo haga —dice Holly.
—Pues date prisa —dice Freddy.
Se oye un pequeño clac y se abre la puerta de la oficina de Sydney. Es como si las cabezas de los empleados del Departamento de Ventas de Formación estuvieran conectadas a ella por una cuerda invisible: todas se levantan al mismo tiempo. Siete pares de ojos observan a Jones dirigirse hacia su mesa y tomar asiento.
Freddy se contiene todo lo que puede.
—¿Y bien?
—Hmmm. ¿Sí?
—¿Qué ha sucedido?
—Nada. Hemos hablado. Creo que lo hemos resuelto —responde Jones encogiéndose de hombros—. Estaba ocupada. La mayor parte del tiempo estuvo hablando por teléfono.
—Quieres decir… —dice Holly, pero Freddy la interrumpe.
—¿Con quién?
—Con alguien llamado Seddon.
Freddy se echa atrás en su silla.
—Blake Seddon está en Dirección General.
Jones es demasiado nuevo en la empresa para darse cuenta de que se avecina una tormenta. El edificio está cerrado herméticamente, pero Zephyr tiene su propia meteorología. El viernes pasado, por ejemplo, hubo un centro de altas presiones en la sala de Ventas de Formación por teléfono; para mañana se espera un frente frío de despidos laborales que empezará en la segunda planta. Y ahora mismo hay indicios de tormenta en el panal de cubículos.
—Alguien va a ser despedido —dice Freddy.
—Eso no puedes saberlo —responde Holly.
—O eso o una externalización.
—¡A nosotros no pueden externalizarnos! ¿Quién va a vender formación?
—A lo mejor la empresa pretende dejar el campo de la formación.
—Eso es una locura —responde Holly, aunque su voz titubea.
Holly está bien protegida contra un posible despido porque Elizabeth es indespedible, pero de lo que no se libra nadie es de la externalización, la bomba nuclear del arsenal de recursos humanos.
—Si no hubiese formación… —dice Holly incapaz de terminar la frase porque se siente incapaz de imaginar los horrores de un mundo sin formación.
Freddy salta del asiento y va a ver a Megan, la asistente. Ella le confirma que Sydney ha intercambiado algunas llamadas con Dirección General, pero se niega a darle más detalles. En realidad no sabe nada, pero como su puesto está separado de todos los demás de Ventas de Formación, Megan se siente sola y de vez en cuando deja caer indirectas como dando a entender que sabe algo para estimular futuras visitas.
—Megan sabe algo, pero no quiere decirlo —dice Freddy con gravedad mientras cruza el Muro de Berlín sin detenerse. La turbulencia que provoca al pasar hace que un papel salga volando de la mesa de Jones, pero en términos meteorológicos deberíamos decir más bien que Freddy está arrancando la moqueta y haciendo volar sillas y ordenadores como un auténtico tornado.
—¿Quién va a ser despedido? —pregunta Freddy a Wendell a bocajarro, ya en Berlin Occidental.
—¿Qué dices? —pregunta Wendell, irritado. Tenía a Pauline contra las cuerdas, con cero puntos en corazones, y había tenido que cerrar el programa para que Freddy no lo viese.
—Sydney ha estado hablando con los de la planta de arriba. Es sobre el recorte de gastos, ¿no es verdad? Alguien pagará el pato.
—¿Ha estado Sydney hablando con los de arriba?
—Al menos eso asegura Megan.
—Bueno, eso puede deberse a cualquier cosa. No hay necesidad de sacar conclusiones. Ejem, ejem.
—Muchachos —dice Elizabeth desde el otro lado del pasillo—. ¿Tenéis problemas con la red? Acabo de mandarle un correo electrónico a Wendell y me lo ha devuelto.
—No lo he comprobado —responde Rogers sin levantar tan siquiera la mirada.
—¿De qué era tu correo electrónico? —pregunta Wendell.
—Estoy vendiendo números de rifa para el club social. ¿Te apetece comprar alguno? Puedes ganar un equipo de palos de golf —responde ella levantando las cejas esperanzada.
—Lo, ejem, ejem, pensaré cuando reciba tu correo electrónico.
—Son a dólar cada uno —dice Elizabeth acercándose—. Y hay otros premios secundarios. ¿Quieres verlos?
—Estoy ocupado en este momento, Elizabeth.
—De acuerdo. Quizá más tarde —responde ella regresando a su ordenador.
Freddy insiste:
—¿Tú no te has enterado de nada?
—No. ¿Acaso saben algo los otros?
Wendell mira temeroso a Roger y a Elizabeth.
—No se lo he preguntado.
—Déjamelo a mí. Yo lo averiguaré.
—Gracias.
Freddy sabe que puede confiar en él. Wendell depende de Freddy para traducir sus desproporcionadas liquidaciones de gastos a un lenguaje aceptable para Contabilidad, una habilidad difícil de encontrar y muy valorada. Elizabeth y Roger le tienen una envidia terrible a Wendell por este tema. Tan sólo este año Wendell ha recibido compensaciones por multas de aparcamiento, docenas de almuerzos e incluso un traje nuevo, mientras que a Elizabeth le rechazaron la solicitud de una silla nueva para la oficina, con lo que se vio forzada a robar una de la centralita, a altas horas de la noche.
Freddy emprende el camino de salida de Berlín Occidental. Roger le sonríe al verlo pasar, lo cual está tan fuera de lo normal que Freddy se pone nervioso. Roger está a punto de llamar a alguien, pero espera a marcar hasta que Freddy se marcha.
—¿Qué sucede? —pregunta Holly.
—Nadie lo sabe. ¿Crees que nos enteraríamos si estuviéramos a punto de ser externalizados?
—No tengo ni idea. Nadie que haya sido externalizado ha sobrevivido para contarlo.
—¿Por qué habrían de despedir a nadie? Acaban de contratarme —dice Jones.
Freddy lo mira con simpatía.
—Veo que no conoces esta empresa.
—Todas las contrataciones están congeladas —explica Holly—. Técnicamente hablando, no te hemos contratado. Te hemos metido por la puerta trasera. Mira, cada vez que se acerca el final del año financiero, Dirección General se da cuenta de que se ha superado lo presupuestado en costes, de modo que congelan las contrataciones. Si un empleado se marcha, los demás tenemos que repartirnos su trabajo.
—¿Os sobraba tiempo antes? —pregunta Jones, completamente perdido.
Freddy se ríe con tal fuerza que la nariz toca el teclado.
—Así fue año tras año, pero los departamentos se dieron cuenta de que debían hacer la contratación antes de la congelación, por eso todo el mundo concentraba los gastos de todo el año en los primeros seis meses, lo que hizo que la orden de congelación de Dirección General se adelantara. Hace cosa de dieciocho meses, se convirtió en permanente.
—¿Permanente?
—Bueno, ahora ya no pueden levantarla —dice Freddy—. Todos los departamentos empezarían a contratar como locos. Antes solíamos tener ocho agentes y ocho auxiliares.
—Zephyr también necesita demostrar que se toma en serio el recorte de gastos. Si empezáramos a contratar personal otra vez, nuestras acciones se desplomarían. Más aún, quiero decir.
—Bueno, al menos eso es lo que dicen. En mi opinión, es una simple excusa para echarnos más trabajo encima a los que estamos en las trincheras mientras Dirección General obtiene bonificaciones por conseguir los objetivos de reducción de costes. Sin mencionar los gemelos de oro. ¿Imagino que sabes a qué me refiero?
Jones asiente.
—Por supuesto. Las primas que reciben los directivos cuando dejan la empresa.
—No, a eso se le llama el paracaídas de oro.
—De acuerdo. Entonces serán las primas por la incorporación.
—No, eso es el saludo de oro. Los gemelos de oro son los beneficios que obtienen por trabajar en una empresa con una moral muy baja. Primero joden la empresa, y luego, como resulta difícil atraer a personal eficiente, se suben el sueldo.
—Pero eso es injusto —dice Jones consternado—. ¿Alguien le ha hablado de todo esto a Daniel Klausman?
Freddy estalla en carcajadas de nuevo y Holly sonríe.
—¿Recuerdas cuando llegaste aquí el primer día, Freddy, y pensabas que todo el mundo era inteligente, generoso y cooperativo por el bien de la empresa?
—Sí. Entonces solía cepillarme los zapatos.
—¿Pero entonces cómo lo habéis hecho para contratarme?
—Fue idea de Freddy. Procesamos tu salario como si fuesen gastos de oficina. Papel de impresión, en concreto.
—Eso me recuerda —le dice Freddy a Holly— que debo preguntarte si necesitas imprimir todos los pedidos de Elizabeth. El papel que hay en esa máquina debe durar hasta enero.
—No nos durará hasta enero. Los imprimiré mientras pueda.
—¿Soy papel de impresión? —pregunta Jones.
—No te preocupes, es una cuestión de papeleo. No cambia nada. Bueno, a menos que reduzcan los costes en material de oficina. Pero no es un asunto del que debas preocuparte, sólo requiere un poco de contabilidad creativa. Se hace muy a menudo.
Una oleada de luz roja inunda el departamento. Durante unos segundos Jones cree que se va a desmayar. Luego piensa que se ha ido la luz en el edificio y se han encendido las luces de emergencia. Pero no, son los teléfonos. Las luces de los contestadores automáticos se han encendido todas a la vez.
—Arghhh —dice Freddy contestando el teléfono y llevándoselo al oído—. Odio cuando hacen eso. Mensaje de voz para todo el personal. Coge el teléfono, Jones. En el teléfono debería haber unas instrucciones.
Las hay. Jones mantiene un breve rifirrafe con el menú del contestador pero termina saliendo victorioso.
—Clic. Hola, soy Megan. Sydney me ha pedido que os pase este mensaje. Clic, Megan, soy Sydney. Hay un mensaje del jefe. Pasadlo a todo el mundo, gracias. Clic. Buenos días, soy Janice… el mensaje es el siguiente. Clic. Hola, Janice… hay un mensaje de Daniel Klausman. Por favor, comprueba que llegue a todos los departamentos. Gracias. Clic. Hola a todo el mundo. Soy Meredith, de la oficina de Daniel Klausman. Por favor, distribuyan el siguiente mensaje a toda la plantilla. Clic.
Hay una pausa dramática y luego se oye:
—Meredith, soy Daniel Klausman. Por favor, envía esto a los jefes de departamento para que sea distribuido a todas las unidades.
Jones parpadea de sorpresa. No le parece que sea una brillante idea que el Consejero Delegado llame a sus empleados «unidades». Eso no es lo que le enseñaron en Empresariales. Jones siente una punta de excitación al darse cuenta del error que ha cometido su jefe, es como si un niño prodigio descubriera un error de Kasparov en una partida de ajedrez. Jones se deja llevar por exaltados pensamientos que empiezan por: «si yo fuese el Consejero Delegado…». Esos pensamientos evitan que caiga en la cuenta de que tal vez tampoco sea una gran idea trabajar para un Consejero Delegado que llama a sus empleados «unidades».
—Buenas tardes a todos. Espero que hayan empezado la semana con buen pie y hayan logrado algunos objetivos para Zephyr. Hoy quiero hablarles del reciente cambio que se ha producido en la valoración de nuestras acciones. Es muy importante que todos comprendan que no hay necesidad de alarmarse. Los precios de las acciones suben y bajan por razones que no están relacionadas con el desempeño de la empresa. El mercado puede reaccionar de forma exagerada ante estos cambios y convertir una pequeña oscilación en algo enorme. Nadie de la dirección está asustado por eso.
Jones asiente para sí mismo. No lleva el suficiente tiempo en la Corporación Zephyr como para saber que cuando baja el precio de sus acciones siempre se trata de una reacción exagerada del mercado a cuestiones no relacionadas con el desempeño. Cuando sube, en cambio, siempre se debe a la brillantez de la directiva y se recompensa con stock options.
—Dicho esto, una bajada del 18 por ciento en un cuatrimestre no es una gran noticia. Si queremos continuar siendo competitivos, todos los departamentos deben contribuir en la reducción de costes. Es esencial que nos libremos de la grasa, nos centremos en nuestras competencias básicas y nos apretemos el cinturón. Si lo hacemos y nos mantenemos firmes, estoy seguro de que podemos evitar recortes más significativos. Nada más. No quiero robarles más tiempo de su trabajo.
Freddy y Holly cuelgan al mismo tiempo.
—¡Vaya! —dice Freddy.
—Eso no nos afectará a nosotros —interrumpe Holly.
—Ha dicho todos los departamentos.
—Pero no habrá despidos. No habrá recortes «significativos».
—Sólo es significativo si le pasa a uno —añade Freddy.
Es viernes y Jones se dirige al cuarto de baño cuando se cruza con Wendell. Jones va de un lado para otro porque, por primera vez en su vida, tiene café gratis en una máquina a escasos metros de donde está él. Son las cuatro de la tarde y ya se ha tomado seis. El resto del departamento comienza a aprender que el mejor momento para tomarlo es justo después de Jones porque a él no parece importarle tener que cambiar el filtro.
Jones abre la puerta exterior del cuarto de baño justo en el mismo momento en que Wendell abre la interior, así que se encuentran cara a cara, cada uno con la mano en una puerta. Jones retrocede para dejar pasar a Wendell, pero éste no se mueve.
—Ejem, ejem. Jones, supongo que no tienes idea de cuáles son las intenciones de Roger en todo ese asunto del donut, ¿verdad?
—No —Jones no puede evitar fijarse en que Wendell tiene las manos secas y no ha oído el secador de manos.
—No tengo ni la más remota idea de quién cogió el donut, pero se le ha metido en la cabeza que yo estoy involucrado. Cree que ha sido una venganza por haberme quitado mi aparcamiento.
—Ya veo.
—He vendido mil doscientas horas de formación este mes. Eso es más de lo que ha logrado Elizabeth, y Roger sólo ha conseguido cuatrocientas. Si alguien debe estar nervioso por si lo despiden, ése debe ser Roger.
—Supongo.
Wendell juega con el pomo de la puerta.
—Si te enteras de algo, por favor, dímelo.
—Por supuesto.
—Gracias, Jones. Te lo agradezco de veras.
Wendell pone una mano sobre el antebrazo de Jones cuando pasa a su lado.
Cuando Jones regresa a su mesa, tras aliviarse la vejiga y con las manos lavadas y secas, Freddy se le acerca sigilosamente.
—¿Te has enterado? Sydney ha organizado una reunión para hablar de «cambios organizativos».
Se ajusta las gafas y añade:
—Si eres tú, recuerda que no es nada personal.
—¿Por qué? ¿Acaso me van a despedir?
Holly mira por encima de uno de los paneles.
—¿Van a despedir a Jones?
—No. Sólo estoy diciendo que si Sydney despide a alguien, será probablemente a él. Ya sabes. El último en venir, el primero que se va.
—¿Existe esa política aquí?
—No —responde Holly.
Freddy le da un golpecito en el brazo a Jones. Es el gesto más torpe que Jones ha visto en su vida.
—Probablemente no despida a nadie —dice Freddy, pero obviamente sólo lo dice para tranquilizar a Jones.
Sydney, la directora del Departamento de Ventas de Formación, entra en la sala de reuniones a las cinco y dos minutos. Es una mujer diminuta, con los ojos verdes y brillantes, rasgos de duendecillo y la nariz como la del conejo de Pascua. No puede pesar más de quince o veinte kilos, y eso incluyendo su traje de ejecutiva hecho a medida. Tiene una melena rubia y muy bien arreglada. Cuando habla, su voz suena aguda y estridente. Cuando la ves, te dan ganas de cogerla y abrazar esa pequeña cosa.
Sin embargo, eso no sería muy buena idea porque Sydney es una mala pécora. Nadie llega a ser directora del Departamento de Ventas de Formación por tener una nariz encantadora. Tal vez en Marketing sí, pero en Ventas de Formación no. En el Departamento de Ventas de Formación no te puedes ocultar tras relucientes catálogos y manipuladas cifras de impacto. En el Departamento de Ventas de Formación o vendes o no vendes, y tu rendimiento está a la vista de todos. Para tener éxito en Ventas de Formación, se necesita ser competente (competencias no del todo compatibles con la integridad moral o el bienestar emocional, pero competencias al fin y al cabo). Debes ser capaz de vender cosas a personas que no las quieren. Debes ser capaz de vender más cosas de las que necesitan a las personas que sí las quieren. Y lo más importante de todo: debes ser capaz de manipular los resultados para conseguir mejores datos que tus compañeros de trabajo.
Cuando era una simple auxiliar de ventas, Sydney era una rareza divertida. Cuando sus ojos de elfo se entrecerraban, su pequeña nariz se arrugaba y su diminuta boca protestaba, la gente apenas lograba ocultar una sonrisa. Sus rabietas porque no la tomaban en serio resultaban graciosas; no había forma de tomárselas en serio. Luego la ascendieron a agente de Ventas de Formación, lo que significaba que ya no podían seguir ignorándola. Eso ya no fue tan divertido. Sydney estaba resentida con casi todo el mundo, ya que, al parecer, nadie se había portado bien con ella. El equipo de Ventas suele pensar que debe haber algún incidente amargo en el pasado de Sydney, algo relacionado con chicas más desarrolladas en el vestuario del instituto… o tal vez más bien una sucesión de incidentes. Si Sydney fuese un hombre, están seguros de que tendría un gimnasio en casa y unos bíceps del tamaño de un niño pequeño.
Cómo se convirtió en directora es algo que continúa siendo un misterio. Sólo hay dos posibilidades: la primera es que Dirección General confundiera sus diatribas con motivación y compromiso con la excelencia; la otra es que supieran que es una psicópata paranoica y que ese fuera exactamente el tipo de persona que querían para ese puesto.
A excepción de la oficina de Sydney, la sala de reuniones es el único lugar en el departamento que tiene ventanas al exterior.
A esa hora del día, el sol inunda la habitación con un amarillo cálido o bien con unos rayos hirientes que se clavan en la retina, según en qué lado de la mesa estés sentado. Por esa razón, los auxiliares tienen que protegerse los ojos mientras los agentes comerciales se calientan agradablemente la espalda. Salvo Wendell, al que no se le ve por ningún lado.
Sydney se sienta en la cabecera de la mesa, en una silla que han dejado para ella. Ni siquiera Jones, novato en reuniones de ese tipo, ha sido lo bastante estúpido como para dejarse caer en esa silla. Hoy Sydney viene vestida de negro de pies a cabeza: pantalones negros, camisa de cuello alzado negra y zapatos negros con un tacón tan alto que resultan hasta peligrosos. Sydney tiene varias combinaciones para vestir, cuyos colores varían entre el negro carbón y el azabache. Freddy, el miembro más antiguo de Ventas de Formación, jura que un día se presentó con un traje de punto gris, pero nadie le cree.
Los ojos verdes de Sydney recorren la mesa.
—¿Cómo estáis?
—Bien.
Nadie menciona a Wendell.
Sydney lleva unos papeles. Los alisa como si fuesen de suma importancia, como si fueran los portadores de una enorme y terrible sabiduría.
—Bueno, ya sabéis que la empresa debe continuar reduciendo gastos, por lo que todos los departamentos tienen que ahorrar más. Pues bien, he estado estudiando las alternativas…
Sydney se encoge de hombros. No parece que esas alternativas la impresionaran demasiado.
—De modo que voy a eliminar otra unidad.
Jones deja escapar un débil gemido. Elizabeth y Roger mantienen la calma, al menos externamente. Megan, la asistente del departamento, se queda sorprendida; no tenía la más mínima idea de que iban a despedir a alguien. Holly y Freddy miran la silla vacía de Wendell.
—Así están las cosas —dice Sydney—. Siempre resulta difícil para los demás cuando se va una persona, pero debemos hacer piña para conseguir un equipo aún más sólido. ¿Tiene alguien algo que decir?
Hay un silencio. Megan, creyendo que es la única del grupo que lo ignora, pregunta:
—Perdone, pero ¿quién ha sido despedido?
—Oh, Wendell.
Hay una exhalación colectiva que suena como un colchón pinchado, salvo Freddy, que hace justo lo contrario, inhalar.
—¡Pero si Wendell es el agente con mejores resultados!
Los rasgos fantasmagóricos de Sydney se concentran en él. Freddy, involuntariamente, se aplasta contra el respaldo de su silla.
—El rendimiento de Wendell este mes ha sido excelente, hay que reconocerlo. Sus resultados deben ser un patrón de referencia para todos vosotros. Sin embargo, he sabido que ha estado involucrado en algunas irregularidades relativas al catering de la mañana de los que prefiero no entrar en detalles. Sin embargo, quiero dejar una cosa clara: no pienso tolerar el egoísmo. Esto es un equipo. O trabajamos juntos o no llegamos a ningún lado. ¿Queda claro?
El equipo asiente.
—Perfectamente —asegura Roger.
—Por otro lado —continúa Sydney alisando los papeles— con las comisiones por todos los pedidos de Wendell nos pasaríamos del presupuesto.
—No sabía que se cancelaran las comisiones de los agentes que son despedidos —dice Megan. Todo el mundo aguanta la respiración. Megan no tiene ni la más remota idea de cómo funciona el departamento, por eso de vez en cuando sale con comentarios como éste, que nadie con un mínimo de sentido de la diplomacia se atrevería a decir en voz alta.
Los ojos de Sydney recorren la habitación.
—Eso… no, por supuesto que no lo hacemos. Si un agente cierra un pedido, y nosotros nos beneficiamos de éste, pues obviamente se ha ganado… pero la verdad, no creo que usted entienda esos tecnicismos. Lo importante es que esto es un equipo. Y lo que importa es lo que es bueno para el equipo. Todo el mundo debe entender eso. Y, por favor, Megan, ¿te importaría dejar de interrumpirme?
Megan se sonroja.
—Lo siento.
—Gracias.
Sydney mira los papeles y continúa:
—En lugar de distribuir las cuentas de Wendell entre Elizabeth y Roger, he decidido ascender a un auxiliar de ventas —al momento se corrige y dice— me refiero a que un auxiliar se encargará de sus cuentas. No es una promoción real. Sólo hasta que se retire la congelación de contrataciones.
Freddy traga aire. Si fuese su primer o segundo año en Ventas de Formación, se reiría de una oferta así, que obviamente implica hacer el trabajo de Wendell por una tercera parte de su salario, sin comisiones y haciendo las funciones de su propio auxiliar. Pero es su quinto año y Freddie está desesperado por ser ascendido.
—Y esa persona será Jones —dice Sydney—. Felicidades, Jones. Por favor, felicítenle todos.
Freddy emite un ruido con la garganta, el equipo aplaude y Elizabeth dice:
—Disculpe, no es nada personal, Jones, pero ¿por qué él? Freddy conoce las cuentas de Wendell, lleva años trabajando con él.
—Bueno, tal vez si Freddy fuese un poco más proactivo, como Jones, a lo mejor lo hubiera tenido en cuenta —responde Sydney—. Francamente, creo que Freddy puede aprender muchas cosas de Jones, como por ejemplo a dirigirse directamente a mí cuando surja algo.
Sus ojos pasan de uno en uno, desafiando a que alguien plantee una objeción, pero nadie se atreve a mencionar aquella reunión que se celebró hace dos meses en la que Sydney amenazó con degradar al primero que le interrumpiese con trivialidades.
—Freddy, tú le ayudarás a familiarizarse con esas cuentas.
Freddy responde algo parecido a «de acuerdo».
—Bien. Trabajo en equipo. En eso consiste todo. En trabajar en equipo.
Roger emite una tos.
—¡Ah! —añade Sydney—. Roger se quedará con el aparcamiento de Wendell.
Catering arrastra sus cosas por el vestíbulo. Hornos, vajillas, empleados, todo debe salir. Gretel, la recepcionista de la empresa, está sentada detrás del mostrador naranja y solloza. Los empleados del Departamento de Catering están conmovidos. Se sienten mejor sabiendo que, a pesar de ser despedidos —pues aunque lo llamen «externalización» es un despido— alguien les echará de menos, aunque ese alguien sea la recepcionista. Es terrible ser despedido, es como si tus padres te dijeran que tienes que recoger tus cosas e irte de casa, y es aún peor si la empresa continúa funcionando alegremente, sin notar tu ausencia. Es como si te cruzaras con tu ex familia por la calle y los vieras tan contentos camino del cine.
En realidad, lo que deseas es que la empresa, nada más despedirte, sufra un descalabro financiero rápido y público achacable directamente a tu despido. A falta de eso, un buen sustituto es que alguien llore cuando te vas del edificio.
—Venga, vamos, no es para tanto —dice uno de los empleados del servicio de catering—. Nos veremos mañana cuando hagamos el reparto. La única diferencia es que ya no trabajaremos en este edificio.
Gretel sacude la cabeza, desconsolada. Los empleados, o mejor dicho, los ex empleados, intercambian sonrisas tristes y desconcertadas. Cargan el equipo en el camión que hay aparcado a la puerta del vestíbulo y luego permanecen en ella, con las manos en los bolsillos, contemplando su marcha. La empresa que ganó el concurso de suministros para Zephyr dispone de un camión especial para el equipo, pero no para los empleados, que lo observan alejarse hasta que desaparece en el tráfico de Madison Street. Luego se estrechan la mano, se abrazan entre sí y cada uno se dirige a su coche. Uno de ellos se da la vuelta para darle un adiós definitivo a Gretel.
—Hasta mañana, encanto.
—No, no —responde Gretel. Sabe que no los volverá a ver.
El lunes siguiente, Jones llega temprano, aparca su cacharro en los subterráneos de la empresa y se dirige a la librería Barnes and Noble del barrio para echar un vistazo a la sección de libros de empresa. Busca un libro titulado El sistema de gestión omega, la última moda en una tradición que se remonta desde Six Sigma y la Gestion de Calidad Total hasta el sangrado de los enfermos y la inversion en tulipanes. El sistema de gestion omega ha adquirido mucha importancia recientemente; Jones incluso vio un ejemplar en la mesa de Sydney.
Por eso desea hacerse con un ejemplar, como prueba visible de que es un gestor fresco y con potencial. Si de paso aprende algo, bueno, pues obtiene una bonificación adicional.
Una vez allí resulta que no hay sólo un libro sobre el tema, sino tres estantes completos. Jones pasa por alto los resúmenes, las ediciones revisadas y las fábulas empresariales, hasta que encuentra uno que dice: «Para el nuevo ejecutivo». Luego se dirige a la cafetería integrada en la librería y pide un café con leche. Ha empezado a hojear el libro cuando su mirada se cruza con la de una chica que está detrás de la caja. Ella le sonríe y se pasa un mechón de pelo rubio por detrás de la oreja. Jones se endereza en su asiento. La chica atiende a un cliente, pero Jones ya está completamente distraído. Diez minutos después, cuando desaparece la cola de la caja, Jones apura el café y se dirige hacia allí. La chica le sonríe.
—Hola.
—Hola —responde Jones tendiéndole el libro.
Es una chica muy guapa.
—Se te veía muy absorto en la lectura.
¡Le había estado observando! Jones se pregunta si se deberá al traje. Ese tipo de cosas no le sucedían antes de comprarse una corbata.
—Acabo de empezar a trabajar y tengo que aprender a hacer ver que estoy trabajando.
La chica se ríe.
—Pues resultas muy convincente.
Le pasa su varita mágica al libro y comprueba la portada. Luego dice:
—El sistema de gestión omega: métodos comprobados para transformar inútiles corporativos en superestrellas. ¿A cuál de las dos categorías perteneces tú?
—A los inútiles, aunque ambiciosos.
—¿Ambicioso, eh? Ya veo.
Abre el libro al azar y lee:
—Las empresas que exigen sistemáticamente un certificado médico soportan un seis por ciento menos de bajas que las que no lo exigen. Eso, traducido en términos de productividad, significa unas ganancias del 0,4 por ciento como media en las empresas Fortune 500.
La chica le mira, incrédula.
—¿Es eso cierto?
—Bueno, resulta interesante —responde Jones—. Al parecer impide que los empleados abusen del sistema.
—Mi jefe me hace presentar un certificado médico por cada día de baja. Al final me paso el doble de tiempo enferma, pues tengo que coger el maldito autobús para ir a la clínica.
—Eso debe ser un fastidio, sin duda. Pero seguro que lo han tenido en cuenta.
—¿En cuenta?
Jones se aclara la garganta.
—Me refiero a que las empresas necesitan sacar lo mejor de sus empleados. En eso estriba el asunto. Cuanto más eficiente sea la mano de obra, mejor es la empresa.
—Ojalá trabajase para ti —dice la chica dejando sonreír—. Serías un jefe estupendo.
—De momento, devuélveme el libro —dice Jones.
Jones da tres pasos en el interior del Departamento de Ventas antes de que la cabeza de Roger se asome por encima del Muro de Berlín.
—Jones, Jones. ¿Tienes un minuto?
Roger se dirige a la máquina de café seguido de Jones, que lleva su maletín. Roger baja la voz y pregunta:
—¿Sabes algo acerca de mi donut?
Jones parpadea:
—¿Quieres decir si sé dónde está?
—No. Me refiero a si Holly dijo algo acerca de quién lo cogió.
—Creo que fue Wendell quien cogió tu donut.
Roger niega con la cabeza.
—Me encontré con él en la puerta el viernes. Estaba fatal. Quería hablar de los viejos tiempos… Me llevé la impresión de que no fue él.
—¡Vaya! —responde Jones sombrío.
—Ahora sospecho de Elizabeth. Tú no sabes nada, pero es de la clase de personas que hace ese tipo de cosas. Presta atención. A Holly puede que se le escape algo. Si ha sido ella, dímelo.
—De acuerdo.
—Buen chico —responde Roger, guiñándole un ojo. Mira la cafetera y observa que está vacía.
—¿Pensabas preparar un café?
—Permíteme que vaya primero a dejar el maletín.
Jones se dirige a Berlín Oriental sintiéndose algo incómodo. De pronto imagina a Roger acabando con todos los empleados del Departamento de Ventas de Formación en su interminable búsqueda del ladrón que le robó el donut.
—Bien, bien —dice Freddy, sin levantar la mirada del ordenador—. Aquí tenemos al nuevo agente comercial estrella del departamento.
Jones no está seguro de cómo tomárselo.
—Freddy, yo también me siento incómodo. Pero no es un ascenso, ¿verdad que no? Tan sólo un montón de trabajo extra sin paga ninguna.
—¿Qué? No, si lo digo de verdad: tú eres ahora el mejor de los agentes.
—¿Qué?
Jones se desplaza hasta donde está Freddy para ver su pantalla. Está a punto de descubrir por qué es la última persona en llegar al trabajo a las ocho y treinta de la mañana. Roger y Elizabeth han trabajado duro cancelando pedidos. El viernes por la tarde los agentes comerciales entendieron que Sydney decía: «Estoy despidiendo a los agentes que obtienen demasiadas comisiones». Elizabeth llevaba en la oficina desde las siete y media. Cuando llegó, Roger ya estaba sentado en su mesa, dejándole mensajes a sus clientes de que el precio que les había mencionado con anterioridad estaba equivocado, pues era mucho más alto; también que daba la impresión de que el Departamento de Formación no podría cumplir con ningún pedido en meses. Elizabeth agarró el teléfono y, con el corazón compungido, empezó a decirles a los clientes en voz baja y llorosa que las cosas no habían salido como esperaba; que no era culpa de ellos, sino de ella; que no podía satisfacer sus necesidades.
—Roger está en menos ochenta —dice Holly desde el otro lado del pasillo— y Elizabeth en menos trescientos. Ha conseguido que le cancelen ese enorme pedido que entró de Marketing el mes pasado.
Holly apenas puede ocultar el orgullo que resuena en su voz.
—Da la impresión de que tienes mucho trabajo —dice Freddy. Supongo que no querrás dejar a los demás agentes en mal lugar. Debe ser difícil explicar la cancelación de todos esos pedidos mientras tú te dedicas a conseguir otros nuevos.
Los ojos de Jones van del uno al otro en actitud suplicante.
—De acuerdo —dice finalmente Freddy—. Te ayudaré.
—Gracias, gracias —dice Jones con un suspiro de alivio—. Pero primero tengo que prepararle un café a Roger.
Un par de hermosos ojos observan a Jones mientras se dirige a la cafetera. Pertenecen a Megan, la asistente. Megan tiene sobrepeso, la piel hecha un desastre y por más que se esfuerce siempre parece, a juzgar por cómo lleva el pelo, que la ha pillado un aguacero de camino al trabajo, pero sus ojos son muy seductores. La gente a veces habla de ojos de dormitorio; si existiera tal cosa, los de Megan son de suite completa.
Con una mano coge el ratón del ordenador. El cable se enreda entre el ejército de ositos de cerámica, pero sin molestar a ninguno de ellos. Megan hace clic en un archivo que se llama JACTIVITY. TXT. Desciende hasta el apartado 8/23 y, con cuidado, mecanografía: 8.49 CAFÉ.
Megan se ha enamorado del pelo rojizo de Jones, de su delgado cuerpo y de sus nuevas y sumamente blancas camisas; en definitiva, de él. Le encanta verle ir de un lado para otro con ese paso tan seguro. Le entusiasma su forma de enfocar las cosas, clara y directa pero no arrogante como la de un director (o la de un agente de Ventas de Formación). No se pasa el día tratando de impresionar a los demás, como hace Roger. Tampoco te crea la impresión de que hayas hecho algo mal o de que estés a punto de hacerlo. No actúa de diferente manera dependiendo de con quién esté hablando. Es sencillamente Jones: fresco, nuevo y totalmente maravilloso.
Megan ha empezado a imaginar fantasías eróticas; Jones se acerca a su mesa para pedirle la grapadora y ella le coge de la corbata para que se acerque más. Sus ojos se abren de sorpresa cuando los labios de ambos se juntan, mientras sus manos comienzan a tocar su cuerpo, al principio de forma tentativa y luego con creciente pasión al tiempo que se suben a la mesa, echando a un lado los ositos de cerámica (con cuidado, sin romperlos), los ojos de Jones fijos en los suyos… ¡sí! ¡Sí!
Cuando Jones se sienta en la mesa, lo único que Megan puede ver de él por encima del Muro de Berlín es su pelo. A veces se estira y consigue ver sus brazos, quizá un atisbo de sus muñecas, provocando que su corazón empiece a latir con fuerza; en esas ocasiones, abre el archivo JACTIVITY. TXT y escribe la hora y ME ESTIRO.
Megan moriría antes de permitir que nadie se enterase de una cosa así. Lo verían como algo sucio. No comprenderían que es simplemente su forma de sentirse cerca de él. Megan nunca ha hablado con él. Nadie se ha molestado en presentárselo; se limitaron a señalarla, al igual que a la fotocopiadora y otros elementos útiles de la oficina. Los asistentes no gozan de respeto alguno en la Corporación Zephyr y Megan lo sabe. Son los trabajadores inmigrantes de la empresa; su existencia se tolera, pero nadie se molesta en conocerlos. Los asistentes se cambian con tanta facilidad como las piezas de un Mecano: se llevan a uno y ponen a otro en su lugar y nadie percibe la diferencia. Nadie mira realmente a los asistentes, ha descubierto Megan. Y el mayor desperdicio de todos es una asistente con bonitos ojos, pues nadie se fija en ellos.
A veces se cuentan historias —leyendas en realidad— sobre lo que era el «trabajo estable». Los más antiguos congregan a los recién graduados alrededor de la luz parpadeante de la pantalla de un ordenador y cuentan historias de cómo era la empresa cuando el trabajo era para toda la vida y no sólo para un ciclo empresarial. En aquella época se celebraban cenas en honor de los empleados que llevaban veinticinco años —no se rían, lo digo en serio— de servicio. En aquella época, los hombres no cambiaban de trabajo cada cinco minutos. Cuando uno recorría los pasillos, conocía el nombre de los empleados que se cruzaba a su paso, e incluso el de sus hijos.
Los recién licenciados se ríen. ¡Un trabajo estable! Jamás han oído hablar de semejante cosa. Lo único que conocen es el trabajo flexible. Eso es lo que les han enseñado en Empresariales y lo que han conocido hasta ahora, pues sólo han trabajado en alguna caja registradora u ordenando libros entre clase y clase. La flexibilidad es lo que está de moda, no una estabilidad aburrida, monótona y rígida. Los trabajos flexibles permiten que los empleados participen en los altibajos de la empresa; más de los bajos que de los altos, por norma general. Sin embargo, cuando los tiempos se ponen difíciles, son las empresas flexibles las que prosperan, mientras que una empresa con trabajos estables se arrastra como un preso con cadenas. Los graduados han leído los manuales de gestión y saben que los empleados a largo plazo son cosa del siglo pasado.
Todo lo que tiene que ver con el empleado es un problema. Tienes que pagar por su contratación, por su despido y, entre una cosa y otra, por su trabajo. Necesitan tarjetas comerciales, ordenadores, tarjetas de identificación, certificados de seguridad, teléfonos, aire acondicionado y un lugar donde sentarse. Hay que trasladarlos hasta las reuniones que se realizan fuera de la empresa. Luego tienes que traerlos de vuelta. A veces se quedan embarazadas. Se lesionan. Roban. Se meten en religiones con normas estrictas sobre los periodos aptos para trabajar. Cuando reciben correos electrónicos abren todos los documentos que van adjuntos, exponiendo a la empresa a enormes responsabilidades legales. Llegan sin saber nada y, cuando aprenden, se van. ¡Y no esperes agradecimiento por su parte! Si no se dan de baja por enfermedad, están buscando la forma de solicitar una baja familiar. Cuando no están chismorreando con los compañeros, se están quejando de ellos. Consideran un derecho inalienable llevar adornos en el cuerpo que atemorizan a los clientes. Hablan (para colmo) de sindicarse. Quieren aumentos de sueldo, quieren una directiva que los halague cuando realizan un buen trabajo. Además, quieren saber qué va a suceder en la siguiente reorganización corporativa. ¡Y de los pleitos no hablemos! Denuncias por abusos sexuales, por inseguridad laboral y por toda clase de discriminaciones. Y por despido improcedente. ¡Por despido improcedente! ¡Esas personas ocupan ese puesto porque la empresa les dio una oportunidad y, de repente, eres responsable de ellos para toda la vida!
Una verdadera empresa flexible —los libros de texto no lo dicen abiertamente, pero los graduados se dan perfecta cuenta de que lo harían si pudieran— es la que no emplea a nadie. Es el canto de la sirena de la externalización. La seducción del subcontrato. Para comprenderlo basta con pronunciar sencillamente las palabras «sin empleados». A que te gusta, ¿verdad? Fuerte, saludable y flexible. No hay duda: una empresa sin empleados es algo extraordinario. Dejemos que los trabajadores sepan lo que es la presión competitiva, que saboreen un poco lo que es el mercado libre.
Las anécdotas de los viejos tiempos son como los cuentos de hadas, sueños de un mundo que ya no existe. Se basan en la idea bizantina de que la gente merece un trabajo. Los recién licenciados lo tienen muy claro: les han enseñado que no.
—Lo primero —dice Freddy a Jones— es hacer una lista de tus cuentas. ¿Tienes alguna?
—No.
—Holly te puede conseguir una.
—Oye, yo trabajo para Elizabeth, así que búscate tu propio ayudante.
Freddy la mira:
—Te estás arreglando el pelo.
—Bueno, es que algunas hacemos ejercicio por la mañana.
La cabeza de Holly siempre está inclinada hacia un lado, de manera que el pelo le cae hacia un lado. Empieza a peinarse con un cepillo y lo hace con tanto vigor que Jones se estremece sólo de verlo.
—Pensaba que ibas al gimnasio después del trabajo.
—Y lo hago.
Recorre con la mirada el cuerpo de Freddy y añade:
—A ti te convendría hacer un poco de ejercicio.
—No creo que pudiese.
Jones interrumpe:
—¿Podemos volver al asunto?
Ambos le miran.
—Cuidado muchachito —responde Holly.
—Me refiero a…
—De acuerdo. Te imprimiré la lista de cuentas, pero espera a que me arregle el pelo.
—Ésa es mi chica —dice Freddy maniobrando con la silla por entre los paneles divisorios y metiéndola en el cubículo de Jones—. Ahora llamaré a uno de los clientes de Wendell y tú presta atención para que aprendas algunas estrategias.
Jones asiente con entusiasmo.
—Gracias. Eso me parece fantástico.
Freddy coge el teléfono.
—Hola, soy Freddy Carlson, del Departamento de Ventas de Formación de Zephyr. Usted hizo un pedido de ochenta horas con nuestra empresa la semana pasada, ¿no es así? Pues bien, debe cancelarlo.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Bueno, es sólo para tres personas, ¿no es cierto? Es ridículo. ¿Por qué necesita ochenta horas de formación para sólo tres personas?
—Bueno… había una razón… el agente comercial, Wendell, me lo explicó.
—¿Le dijo el coste total? Lo digo porque esas cifras nos las inventamos. ¿Y por cierto, le dijo que hemos renovado la línea de producto? Porque lo único que hemos hecho es cambiar el tipo de letra de los catálogos.
—¿Por qué quiere que cancele el pedido? —pregunta el cliente con un tono de voz que denota sospecha—. ¿No lo pueden servir?
—Sólo me preocupo por usted. En serio, nuestros cursos son terribles. En realidad, siguen siendo las mismas lecciones básicas sobre trabajo en equipo, pero con diferente nombre.
—Yo no he solicitado nada relacionado con el trabajo en equipo, sino un curso de Gestión C++ para Programadores de Proyectos con Limitaciones Temporales.
—¡Ése es un curso de trabajo en equipo! ¡Todos lo son!
—Tal vez debería contratar más cursos si hay tanta demanda. ¿Tiene algo sobre buenas prácticas de flujo de trabajo para grupos reducidos?
Freddy se queda paralizado y termina por presionar el botón «hablar».
Jones parpadea.
—¿Acabas de colgarle a ese señor?
—Es más difícil de lo que pensaba.
—Oye —dice Holly desde su mesa—. Mira en la impresora que hay detrás de ti. Ahí tienes la lista de cuentas.
—Quizá sea por eso que no soy agente comercial —dice Freddy mordiéndose los labios—. ¿Crees que podemos cancelar los pedidos sin decirle nada a nadie?
—Lo dudo —responde Holly—. Estoy segura de que habrá cheques. Y también balances.
Jones coge el listado y se lo enseña a Holly.
—¿Ésta es la lista?
—Sip.
—Pero esto no puede ser correcto.
—¿Por qué?
—¿Son estos mis clientes?
Gestión de Infraestructuras-Edificio
Gestión de Infraestructuras-Flota
Gestión de Infraestructuras-Interiores
Gestión de Infraestructuras-Adquisiciones
Gestión de Infraestructuras-Incendios y emergencias
Marketing-Corporativo
Marketing-Marca
Marketing-Relaciones públicas
Marketing-Interno
Marketing-Directo
Marketing-Operaciones
Marketing-Investigación
Mantenimiento de Infraestructuras-Control
Mantenimiento de Infraestructuras-Adquisiciones
Mantenimiento de Infraestructuras-Equipo de limpieza
Mantenimiento de Infraestructuras-Información
Mantenimiento de Infraestructuras-Mercadería agrícola
Mantenimiento de Infraestructuras-Control climatológico
Mantenimiento de Infraestructuras-General
Y así tres páginas más. Holly dice:
—¿Cuál es el problema?
—Son departamentos internos.
—¿Y?
—¿Me estás diciendo que le vendemos paquetes de formación a otros departamentos de Zephyr?
—¿Acaso no lo sabías?
—¡No! Pensaba que nuestros clientes eran otras empresas.
Holly y Freddy comienzan a reírse.
—Ja, qué gracia.
—Así funciona Zephyr —dice Holly—. Gestión de Infraestructuras factura a nuestro departamento por el aparcamiento y el espacio de oficina. La flota nos factura por los coches de la empresa. Nosotros facturamos a otros departamentos por la formación. Bueno, en realidad es el Departamento de Formación. Nosotros sólo nos quedamos con una comisión.
—La cuestión es asignar gastos de forma eficiente —dice Freddy.
—Yo pensaba que Zephyr era una empresa de formación. Creía que a eso nos dedicábamos. ¿Qué hacemos entonces?
—¿Te refieres en general? —pregunta Holly.
—¡Claro!
Holly se encoge de hombros y Jones la mira fijamente. Ella cruza los brazos en actitud defensiva.
—Yo sé lo que hace nuestro departamento, pero Zephyr es una empresa muy grande.
Jones mira a Freddy.
—A mí no me preguntes. La empresa se dedica a muchas cosas.
—¿Cuál de ellas consiste en vender cosas a personas que no trabajan en esta empresa?
Freddy se rasca el mentón. Holly interrumpe:
—Seguro que hay algo.
Jones está a punto de desmayarse. Ahora se da cuenta de que ha conseguido trabajo en una empresa sin saber a qué se dedica.
—Sé quién es nuestro principal competidor, si eso te sirve de ayuda —dice Freddy—. Assiduous. Assiduous siempre contrata a nuestros ex empleados.
Holly resopla con disgusto.
—Traidores.
Jones jamás ha oído hablar de dicha empresa.
—¿A qué se dedica?
Holly y Freddy se miran entre sí.
—¡Vamos, hombre! Dímelo.
—No puedes ir por ahí haciendo preguntas acerca de Assiduous —dice Freddy—. ¿Qué pensará la gente? Además, cuando alguien se pasa a Assiduous, se convierte en nuestro enemigo. No puedes llamarle y preguntar cómo le va. Hay que proteger los secretos de la empresa.
—¿Qué secretos? Por lo que veo no sabéis nada.
—¿Recuerdas a Jim? —pregunta Holly a Freddy—. Lamenté que se fuera. Me hubiera gustado mantener el contacto con él.
El teléfono de Jones suena. Pasa la mano por encima del hombro de Freddy para coger el auricular, pero Freddy le da una palmada y luego presiona el botón de «altavoz».
—Dígame.
—Hola. Me he enterado de que hay una especie de carrera para conseguir cursos de formación. ¿Puedo hacer un pedido o es demasiado tarde?
Freddy frunce el ceño y se acerca al micrófono.
—¿Es usted de Suministros?
—Sí.
—Usted tiene cuenta con Roger, ¿no es verdad? ¿Por qué llama a este número?
—Lo siento. Pensaba que estaba llamándole a él.
—No —responde Freddy colgando el teléfono. Luego se levanta y se dirige a su mesa.
Jones pregunta:
—¿Era necesario que colgases de esa forma?
Freddy coge su teléfono.
—Déjame comprobar una cosa.
El teléfono de Jones suena.
—¿Dígame?
Freddy da un grito que a Jones le suena en estéreo, pues lo oye a través del auricular y desde el otro lado del pasillo.
—Roger ha desviado sus llamadas —dice.
Luego se dirige a la mesa de Jones y empieza a tocar botones.
—Oye, Jones —dice Holly—. No dejes que todo este asunto de lo que hace la empresa te afecte. A mí me pasó lo mismo cuando empecé, pero terminas acostumbrándote. Hay un montón de cosas sobre Zephyr que no tienen el más mínimo sentido, como por ejemplo que Sydney fuese nombrada directora o que una de las mejores plazas de parking esté siempre vacía, y quiero decir siempre, pero no se puede utilizar. El mes pasado tuvimos que soportar una conferencia sobre cómo eliminar la redundancia, pero sólo nos pasaron unas cuantas diapositivas de Power Point mientras alguien nos leía lo que ponía en ellas, y luego repartió copias. No comprendo esas cosas. En realidad no comprendo nada de esta empresa, pero así son las cosas. Es como esa historia, ya sabes a qué me refiero, eso de los monos…
—Chimpancés —corrige Freddy, terminando de manipular el teléfono de Jones—. Te he desviado el teléfono al de Elizabeth.
Holly junta las manos sobre la mesa.
—Los chimpancés están en una jaula y los científicos han clavado un plátano al final de un palo. Los chimpancés tratan de cogerlo, pero, en cuanto se mueven, reciben una descarga eléctrica porque los científicos han electrificado el suelo. La acción se repite hasta que los chimpancés terminan por relacionar plátano y descarga eléctrica. Luego los científicos sacan a un chimpancé de la jaula y lo sustituyen por otro. Cuando el nuevo chimpancé hace ademán de coger el plátano, los demás le pegan porque no quieren recibir una descarga eléctrica. ¿Me comprendes?
—Es una historia terrible —dice Jones.
—Los científicos continúan sustituyendo chimpancés hasta que ya no queda ninguno de los originales. Entonces añaden uno nuevo. El nuevo chimpancé trata de coger el plátano, pero los otros saltan encima de él, igual que hicieron con ellos. Sin embargo, ninguno de ellos ha recibido una descarga. Los chimpancés terminan por no saber por qué hacen eso, pero lo hacen porque así es como funcionan las cosas.
—Entonces yo soy el nuevo chimpancé.
—Sí, tú eres el nuevo chimpancé. Así que no intentes entender cómo funciona la empresa. Sólo haz como los demás.
En las entrañas de la empresa, un ordenador está a punto de morir asesinado. Es un ordenador simple, un PABX. El software que utiliza fue en su momento limpio como un manantial de agua fresca, pero en la última década ha sido ajustado, manipulado y personalizado hasta que se ha convertido en una húmeda y tupida selva donde las enredaderas se agarran a tus pies y criaturas con dientes afilados se ocultan en las sombras. Hay un sendero que cruza la jungla, un sendero claro y despejado en el que estarás a salvo siempre que no te apartes de él. Pero si das un solo paso en falso la selva te comerá vivo.
El software en cuestión evita que dos teléfonos desvíen sus llamadas entre sí, pues eso crearía lo que se conoce como un bucle infinito, una forma particularmente brutal de matar a un ordenador. En informática, los bucles infinitos son el equivalente del homicidio: muerte por negligencia predecible. Por eso, en ese punto del sendero que recorre la selva existe una sólida barrera de madera. Sin embargo, lo que no puede evitar el software —no al menos después de diez años de sufrir hachazos para satisfacer la siempre cambiante lista de deseos de los departamentos— es un círculo cerrado en el cual la persona A (por ejemplo, Roger) desvía sus llamadas a B (Jones), quien a su vez desvía sus llamadas a C (Elizabeth), quien a su vez desvía sus llamadas a A (Roger). No hay ninguna barrera por este lado, sólo una profunda y oscura garganta donde viven criaturas con los ojos brillantes y los dientes afilados.
En ese momento, una directiva de nivel medio del Servicio de Viajes está telefoneando a su agente en el Departamento de Ventas de Formación. Tiene pensado solicitar algo de formación para sus dos empleados de Ventas de Formación por teléfono. En realidad no la necesitan, pero se ha enterado de que dicho departamento está intentando cancelar pedidos. Esa directiva lleva suficiente tiempo en Zephyr Holdings como para saber que si alguien no quiere que solicites una cosa, debes pillar todo lo que puedas de ella y aferrarlo con fuerza. Sucedía lo mismo con las sillas de oficina.
Sus dedos marcan el último número, un seis. El teléfono hace clic en su oído. Hay una pausa. Las luces del edificio se han apagado.
Jones, Freddy y Holly se quedan sumidos en una oscuridad tan repentina y desconcertante como una bofetada. Durante dos o tres segundos el sonido más fuerte que se oye es el gemido agonizante y eléctrico de las impresoras y las fotocopiadoras. El aire acondicionado, que emite un zumbido tan débil y omnipresente que los empleados jamás lo han percibido, produce un último estertor agonizante y finalmente el silencio cae sobre ellos como una cortina que se descuelga.
Unos ligeros rayos de luz penetran débilmente por entre las celosías de la oficina de Sydney, impregnando la sala de un color plateado como el de las mazmorras.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Jones.
—Puede que haya algún incendio —dice Holly en la oscuridad.
—¿Quién ha dicho eso? —interrumpe Megan—. ¿Alguien ha hablado de fuego?
—¡Fuego! —grita Roger desde Berlín Occidental—. ¡Todos a los ascensores!
—¡Yo no dije que hubiese fuego! —grita Holly, aunque su voz se pierde en medio la discusión que ha surgido acerca de si es seguro utilizar los ascensores cuando hay un incendio. Es una discusión acalorada porque todos están convencidos de que no, salvo Roger, que se mantiene en sus trece. Se oye caer una silla. En su intento de escapar, Megan tropieza con la mesa y oye como algunos ositos de cerámica caen al suelo, justo antes de que algo cruja bajo sus pies. Las luces parpadean cuando el generador de seguridad entra en funcionamiento, tiempo suficiente para que Megan se dé cuenta de que ha pisado a una mamá osa y a su hija. Las lágrimas acuden a sus ojos. La oscuridad desciende de nuevo sobre ellos.
—¡No utilicéis los ascensores! —grita Elizabeth mientras recorre a ciegas la pared hasta llegar a la puerta de las escaleras y coge el pomo de la puerta. Sin embargo, no se mueve. Por un segundo malsano piensa que Gestión de Infraestructuras ha cerrado la puerta que da a las escaleras. Luego piensa que simplemente debe haberse perdido en la oscuridad. Luego se da cuenta de que no, de que ésa es la puerta de las escaleras, que está cerrada y que están atrapados.
—¡No podemos salir!
La gente entra en pánico y empieza a tropezar con los objetos, a pisar los ositos de Megan. Megan está en el suelo, apoyada sobre las manos y las rodillas, tratando histéricamente de salvarlos: me refiero a los ositos, claro está. Jones se agarra al culo de Holly en la oscuridad, pero no se da cuenta de ello: está tan duro que lo ha confundido con el respaldo de una silla de oficina. Holly está tan sorprendida que no dice nada. Freddy pierde la orientación, confunde un rayo de luz con un pasillo, corre en dirección a la oficina de Sydney y se da con la mampara de cristal.
La puerta de la oficina de Sydney se abre repentinamente. Los rayos de luz penetran en el departamento, iluminándolos a todos. El diminuto cuerpo de Sydney se encuentra en medio de la puerta, como si fuese una especie de ángel.
—¿Se puede saber qué pasa?
Cuando vuelve la luz y los teléfonos empiezan a funcionar —lo cual no sucede demasiado rápido— también comienzan las recriminaciones. Durante el apagón, muchos departamentos han descubierto que las puertas que dan a las escaleras permanecieron cerradas, lo cual ha provocado un cierto recelo con Gestión de Infraestructuras. Hay quien quiere que se denuncie el hecho a la policía, o incluso que se externalice el servicio. Se convoca una conferencia de emergencia entre Dirección General y los directores de todos los departamentos.
Gestión de Infraestructuras reivindica que cerró las puertas de las escaleras por razones de seguridad: ¿acaso ha olvidado todo el mundo el ataque de histeria que hubo en el Departamento Legal cuando una asistente tropezó hace unos años? Entonces instalaron un sofisticado (y muy caro) sistema para que las puertas se abrieran automáticamente en caso de emergencia, pero el apagón impidió que funcionara. ¿Y quién tiene la culpa de eso? Informática.
Dirección General se revuelve contra Informática. Realmente, ¿qué clase de departamento permite que una llamada telefónica bloquee por completo el edificio? El departamento se apresura a dar sus razones. Actualmente el departamento cuenta con la mitad de la plantilla que hace seis meses y además no paran de aparecer nuevos sistemas, como la apertura automática de puertas de Gestión de Infraestructuras, que requieren supervisión, mantenimiento e integración con todo lo demás. Cuenta con una plantilla técnica que trabaja las veinticuatro horas del día, a toda prisa y sin el necesario descanso, luchando por mantener a Zephyr digitalmente viva, al mismo tiempo que recibe incesantes llamadas de altos directivos convencidos de que enviaron un correo electrónico a alguien la semana pasada y el cliente en cuestión asegura que no lo recibió. En este contexto, no hay más remedio que posponer tareas de urgencia relativa como simular qué pasaría si se fundiera un PABS.
¿Urgencia relativa? ¿Urgencia relativa? Dirección General espera que Informática esté bromeando. ¡El edificio dejó de funcionar! Lo que Dirección General desea escuchar, de inmediato además, es que Informática sabe exactamente qué ha sucedido y puede prometer que jamás volverá a suceder. Hay que decir una cosa en favor de Dirección General, y es que sabe cómo definir una meta. La estrategia puede ser difusa, la ejecución inexistente, pero Dirección General sabe lo que quiere.
Informática sabe qué sucedió, hasta la línea de programa que falló. Comienza a explicar posibles soluciones, pero implican el uso de expresiones poco claras como «encendido automático por fallo», y Dirección General empieza a irritarse. Salta directamente a la única conclusión lógica: Informática es una panda de idiotas que cerraron las puertas de las escaleras. Y activa el mecanismo: Informática será externalizado al final de esa misma semana.
Jones hojea El Sistema de gestión omega mientras cena un plato preparado en el microondas frente a la televisión. Jones vive en la cuarta planta de un edificio sin ascensor, con las paredes desconchadas y un cableado eléctrico que es un auténtico peligro. Hasta hace poco compartía el piso con Tim y Emily, dos compañeros de la Universidad de Washington. Tim era un cocinero estupendo y Emily era fantástica en todos los aspectos, al menos en opinión de Jones. Una noche le confesó sus sentimientos en el distribuidor de delante del cuarto de baño, y ella le respondió que era un encanto y que le gustaba mucho, pero que no podían hacerlo porque sería muy injusto con Tim. Eso ocurrió hace cuatro meses y desde entonces Jones se concentró, como un rayo láser, en poner fin cuanto antes a sus días de estudiante, lo que pondría fin también a esa convivencia compartida. El día que terminó sus exámenes finales, al regresar a casa, se encontró con Tim y Emily que le esperaban en el sofá cogidos de la mano.
—No te lo hemos dicho antes —dijo Tim— porque no creíamos que fuese justo contigo.
Ahora Jones vive solo y come cenas preparadas en el microondas.
Jones hojea la sección dedicada a la reducción de gastos. Un despido, dice el libro, es uno de los acontecimientos más estresantes y desagradables que se pueden experimentar; Jones asume que habla de la persona que ha sido despedida, pero luego se da cuenta de que se refiere al directivo. Según el libro, un despido es algo que causa mucha inestabilidad, ya que los trabajadores dejan de pensar en su labor y se preocupan porque no saben hasta cuándo conservarán el empleo. Luego procede a describir una serie de estrategias que pueden utilizar los directivos para poner freno a ese temor y convertirlo en un factor de motivación.
Lo que Jones no encuentra en el libro —algo que no nota al principio, pero que luego le hace buscar en las páginas anteriores y posteriores— es alguna mención de los empleados que han sido despedidos. Cómo se sienten, por ejemplo, o qué será de ellos después. Resulta incluso un poco escalofriante. Es como si alguien que fuese despedido dejara de existir.