las siete de una hermosa tarde del año 1843, detúvose un carruaje a la puerta del convento de las carmelitas de Chartres.
Iban en el coche cinco personas: dos niños de ocho a nueve años, un hombre y una mujer de treinta o treinta y cinco años, y un campesino de edad avanzada, robusto a pesar de sus canas, quien, no obstante lo humilde de su traje, ocupaba al lado de la señora el testero del coche, teniendo en sus rodillas uno de los niños que jugaba con la cadena de acero de su reloj, mientras él acariciaba con su arrugada mano la sedosa cabellera del niño.
Al detenerse el carruaje, la señora asomó la cabeza por la portezuela, y retiróla con dolorosa expresión, cuando vio las oscuras paredes que circuían el convento y el pórtico sombrío que le servía de entrada:
El postillón, apeándose de su caballo y acercándose a la portezuela, dijo:
—Es aquí.
La señora estrechó la mano de su marido, que estaba sentado enfrente de ella, y dos gruesas lágrimas surcaron sus mejillas.
—¡Vamos, María, valor! —díjola el joven, en quien ya habrá conocido el lector al barón Michel de La Logerie—; siento que la regla del convento me impida compartir contigo ese triste deber: después de diez años esta será la primera vez que sufriremos separados uno de otro, ¿no es cierto, María?
—Le hablaréis de mí, ¿no es verdad? —preguntóle el anciano campesino.
—Sí, Juan —respondió María.
Apeóse esta y llamó a la puerta.
Al aldabonazo que resonó lúgubremente en la bóveda, vino a abrir la hermana tornera.
—¿Sor Marta? —preguntó la señora.
—¿Sois la persona a quien espera nuestra superiora?
—Sí, hermana.
—Pues vais a verla; pero acordaos que la regla exige que la habléis en presencia de una hermana, prohibiendo especialmente que la recordéis el mundo.
María inclinó la cabeza.
La tornera la condujo a través de una oscura y húmeda crujía con diez o doce puertas, empujando una de las cuales se apartó a un lado para dar paso a la baronesa de La Logerie.
Vaciló esta conmovida un momento, y cobrando en seguida fuerzas, traspuso el umbral y hallóse en una celda de ocho pies cuadrados próximamente, cuyo ajuar consistía en una cama, una silla y un reclinatorio, viéndose por únicos adornos algunas santas imágenes pegadas a las desnudas paredes, y un crucifijo de ébano y cobre sobre el reclinatorio.
Nada de eso vio María.
En el lecho había una mujer, cuyo semblante había tomado el color y la transparencia de la cera, y cuyos descoloridos labios parecían próximas a exhalar el último suspiro.
Aquella mujer era, o más bien, había sido Berta. Entonces sólo era sor Marta, superiora del convento de carmelitas, y pronto no sería más que un cadáver.
Al ver que entraba una extraña, abrió la moribunda los brazos, a los que se arrojó María.
Largo rato permanecieron ambas en aquella postura, bañando con sus lágrimas el rostro de su hermana, y Berta, anhelante, pues en sus ojos, hundidos por la austeridad de la vida del claustro, parecía que las lágrimas se habían secado para siempre.
La tornera, que sentada en la silla leía el breviario, no estaba tan entregada a sus oraciones, que no advirtiera lo que a su lado pasaba, y encontrando sin duda que aquel abrazo se prolongaba más de lo que permitía la regla, tosió para avisar a las dos hermanas.
Sor Marta rechazó suavemente a María sin dejar de estrechar su mano.
—¡Hermana!, ¡hermana! —exclamó esta—, ¿quién hubiera dicho jamás que nos veríamos de este modo?
—Ha sido la voluntad de Dios, conformémonos a ella —respondió la carmelita.
—¡Ah!, esa voluntad es algunas veces muy severa.
—¿Qué dices, hermana? Al contrario; para mí su voluntad es benigna y misericordiosa: Dios hubiera podido dejarme largos años en la tierra, y se digna llamarme a sí.
—En el cielo verás a nuestro padre —dijo María.
—¿Y a quién dejaré en la tierra?
—A nuestro fiel amigo Juan Oullier, que vive y te ama, Berta.
—Gracias, ¿y a quién más?
—Mi esposo y dos niños que se llaman Pedro y Berta, y que de mí han aprendido a bendecirte.
Las mejillas de la moribunda se tiñeron de un ligero carmín.
—¡Niños queridos! —murmuró—, si Dios me concede un lugar a su lado, te prometo que rogaré por ellos allá arriba.
Y la moribunda comenzó en la tierra la plegaria que debía terminar en el cielo.
En medio de esa oración y en el silencio que guardaban los circunstantes oyóse la vibración de una campana, poco después el tañido de una campanilla, y por último, en el corredor, unos pasos que se aproximaban a la celda.
Era el Viático.
Cayó María de rodillas a la cabecera de la cama, y entró el sacerdote con el sagrado copón en la mano izquierda y la hostia consagrada en la derecha.
En este instante, sintiendo María que la mano de Berta buscaba la suya, creyó que solamente se la quería estrechar; y se equivocaba, pues Berta le puso en la mano un objeto, que no era otra cosa que un medallón.
María quiso mirarlo.
—No, no —dijo Berta—, hasta que haya muerto.
María manifestó con un ademán que se conformaba con la prescripción, inclinando su cabeza sobre sus manos cruzadas.
La celda y el corredor se habían llenado de religiosas, que oraban arrodilladas.
La moribunda se animó un tanto para recibir a su Criador, e incorporándose un poco, murmuró:
—¡Heme aquí, Señor!
Púsola el sacerdote la hostia en los labios, y la moribunda volvió a caer en el lecho con los ojos cerrados y cruzadas las manos.
Quien no hubiere visto, el movimiento de sus labios hubiera creído que era cadáver, tan pálida estaba y tan débil su respiración.
El cura acabó las ceremonias de la Extremaunción, sin que la moribunda abriera los ojos, y luego salió seguido de los asistentes.
Aproximóse entonces la tornera a María, y tocándola ligeramente el hombro, dijo:
—Hermana, la regla de nuestra orden prohíbe que permanezcáis más tiempo en esta celda.
—¡Berta! ¡Berta! —exclamó María sollozando—, ¿oyes lo que me dicen? ¡Gran Dios! ¡Haber vivido veinte años sin separarnos un solo día, once separadas, y no poder estar dos horas juntas en el momento de abandonarnos para siempre!
—¡Puedes permanecer en la casa hasta el momento de mi muerte, hermana mía, y moriré contenta, sabiendo que estás cerca y rogando por mí!
Trató María de inclinarse para abrazar por última vez a la moribunda; pero la religiosa, presente a la entrevista, la detuvo, diciendo:
—Hermana, no desviéis con recuerdos mundanos a nuestra santa madre del celeste camino que está siguiendo.
—¡Oh!, no quiero abandonarla —exclamó María arrojándose sobre el lecho y juntando sus labios con los de Berta, quien los movió ligeramente al sentir el beso de su hermana, y luego la apartó con la mano.
Pero esta mano ya no tuvo fuerzas para reunirse con la otra y cayó inerte sobre el lecho.
La religiosa se acercó, y sin una lágrima, sin un suspiro, sin que su rostro revelara la menor emoción, cruzó las manos de la moribunda sobre su pecho, empujando en seguida suavemente a María hacia la puerta.
—¡Oh, Berta! ¡Berta! —exclamó esta, sollozando amargamente.
Pareció que la moribunda respondía, murmurando el nombre de María. Esta se hallaba ya en el corredor y cerróse la puerta tras ella.
—¡Ah! —exclamó María—, dejad que la vea otra vez, una sola vez más.
Pero la religiosa extendió los brazos, cerrándola el paso.
—Está bien —repuso María, cegada por las lágrimas—, guiadme, hermana.
La tornera condujo a la baronesa a una celda desocupada. La que la habitaba había fallecido la víspera.
Arrodillóse María en un reclinatorio, sobre el que había un crucifijo, y estuvo orando una hora, pasada la cual volvió la religiosa, diciendo con la misma voz fría e impasible:
—Sor Marta acaba de morir.
—¿Puedo verla? —interrogó María.
—La regla de nuestra orden lo prohíbe.
María exhaló un suspiro y dejó caer su cabeza entre sus manos, en una de las cuales tenía el objeto que la entregara Berta en el momento de comulgar.
Sor Marta había fallecido, y de consiguiente, la baronesa podía examinarlo a su gusto.
Era, en efecto, un medallón que contenía cabellos y un papel.
Los cabellos eran del mismo color que los de Michel, y el papel decía:
Cortados mientras dormía en la noche del 5 de junio de 1832.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —balbuceó besando el crucifijo—. ¡Oh! ¡Dios mío recíbela en tu misericordia!
En seguida, guardándose el medallón en el pecho, la baronesa bajó la fría y húmeda escalera del convento.
El coche estaba aún en la puerta.
—¿Y bien?… —preguntó Michel, abriendo la portezuela.
—¡Ay!, todo acabó —dijo María, arrojándose en sus brazos—; ha muerto, prometiendo rogar por nosotros en el cielo.
—Dichosos niños —exclamó Juan Oullier, poniendo una mano sobre la cabeza del niño y la otra sobre la de la niña, ambos hijos de tan feliz enlace—; ¡dichosos niños! Vivid sin cuidados, que un mártir vela por vosotros desde el cielo.
FIN