PENAS Courtin hubo traspuesto el puente levadizo del castillo de San Filiberto, echóse a correr como un insensato. El terror le restaba alas; huía por huir, y si sus fuerzas hubiesen correspondido a sus terrores, hubiera puesto el mundo entre él y las amenazas del vendeano, las cuales resonaban en sus oídos como el fúnebre tañido de una campana.
Después de haber caminado una media legua en dirección a Machecoul, sintióse extenuado, jadeante y ahogado por lo rápido de su carrera; antes cayó que se detuvo, y poco a poco volvió en sí, reflexionando sobre lo que iba a hacer.
Su primer proyecto fue ir inmediatamente a su casa, pero lo abandonó en seguida, pues en el campo, por más disposiciones que tomara la autoridad para proteger la vida del alcalde de La Logerie, Juan Oullier se entendía con los aldeanos, y como conocía a palmos todos los caminos, bosques y retamales, ayudado por la simpatía que le profesaban y por el odio que tenían a Courtin, era más probable que Oullier ganara la partida.
En Nantes era donde debía ocultarse, en Nantes, donde una policía diestra y numerosa guardaría su vida hasta que se prendiera a su mortal enemigo, resultado que Courtin se lisonjeaba de obtener muy en breve, merced a las noticias que suministraría sobre los asilos ordinarios de los rebeldes y sentenciados.
En esto, llevó la mano al cinto para sostenerlo, pues el gran peso del oro le rendía y no había contribuido poco a su cansancio.
Aquel ademán decidió de su suerte.
¿No debía encontrar en Nantes al judío? Si el complot había tenido buen éxito, de lo cual no dudaba, recibiría de él una suma igual a aquella cuya, posesión le hacía olvidar las horrorosas amarguras que acababa de experimentar, y a esta idea se le henchía el corazón de gozo que compensaba con creces sus recientes tribulaciones.
No vaciló un segundo más, y acto seguido retrocedió en dirección a Nantes.
Habría querido Courtin volverse pájaro en aquel momento; tanto era el temor que tenía de dar con Juan Oullier. Al principio trató de ir en derechura a campo traviesa, pues en un camino se exponía a ser espiado, y en la llanura había de ser una gran casualidad que Juan Oullier diera con su huella; pero su imaginación, exaltada por las pasadas peripecias, pudo más que su razón.
A pesar de que corría a lo largo de los setos, a la sombra, amortiguando la hierba el rumor de los pasos y no entrando en los terrenos cultivados hasta después de haberse cerciorado que estaban desiertos, a cada momento era presa de terrores pánicos.
En los podados árboles que se elevaban sobre los setos, creía ver asesinos que le acechaban, y en las nudosas ramas que sobre su cabeza se extendían, amenazadores brazos armados de puñales prontos a herirle.
Entonces sentíase helado de espanto, sus piernas se negaban a llevarle más lejos, como si se hubiesen clavado en el suelo; corríale en el cuerpo un sudor glacial, sus dientes castañeteaban convulsivamente, sus crispadas manos apretaban el oro, y necesitaba mucho tiempo para reponerse de su pavor.
Siguió el camino que creyó más seguro, allí encontraría transeúntes que, si bien podían ser enemigos, tal vez le auxiliarían si alguien llegaba a atacarle; y bajo la impresión, del espanto que le dominaba, creía que un ser viviente, cualquiera que fuese, le parecería menos terrible que los espectros negros, amenazadores e implacables en su inmovilidad que su terror le presentaba a cada instante.
Por otra parte, en el camino podía hallar un carruaje que se dirigiera a Nantes, y, en este caso, subiría a él para llegar más pronto a la ciudad.
Cuando hubo andado unos veinte minutos, estuvo a la calzada que sirve de camino al par que de dique al lago de Grandlieu.
Courtin se detenía a cada instante para escuchar, y creyendo percibir, en una de estas detenciones, el paso de un caballo, agachóse en el cañaveral que hay entre el camino y el lago, experimentando otra vez todas las angustias que hemos descrito.
Entonces oyó a su izquierda un suave rumor de remos, y mirando al lago, columbró en la oscuridad una barca que se deslizaba pausadamente a lo largo de la orilla.
Sin duda era un pescador que iba a recoger las redes que había tendido la víspera.
El caballo se aproximaba, atemorizando a Courtin con sus ruidosos pasos, y el colono dio un ligero silbido para llamar la atención del pescador, quien cesó de remar prestando oído.
—Aquí, aquí —dijo Courtin.
A esa indicación, de dos golpes de remo se puso a pocas brazas del colono, y este preguntó:
—¿Queréis conducirme al puerto de San Martín? Ganaréis un franco.
El pescador, que llevaba una especie de blusa cuya capucha le ocultaba el rostro, contestó con una inclinación de cabeza, hizo entrar la barquilla en el juncal, y en el momento que el caballo que tanto inquietaba a Courtin llegaba en frente del lugar donde se encontraba, el labriego saltó al bote.
Como si el pescador hubiese participado de los temores del colono, alejóse presuroso de la orilla, y Courtin respiró con desahogo.
A los diez minutos la calzada y los árboles ya sólo aparecían como una línea negra en el horizonte.
Courtin no cabía en sí de gozo. Aquella barca que se había encontrado allí tan a propósito colmaba todos sus deseos y excedía a todas sus esperanzas. Una vez en el puerto de San Martín, no le faltaba más que una legua para llegar a Nantes, una legua por un camino transitado a todas las horas de la noche; y una vez en Nantes estaba en salvo.
Era tal el júbilo de Courtin, que a pesar suyo y por efecto de la reacción de los temores experimentados, lo manifestaba a las claras; sentado a la popa del bote, contemplaba con fruición al pescador que bogando le alejaba de la peligrosa orilla, y en seguida oraba entre dientes palpando el cinto. Estaba ebrio de contento.
No obstante, comenzó a pensar que el pescador le había apartado bastante de la orilla, y que podía dirigirse al puerto de San Pedro. Por algunos momentos aguardó creyendo que aquella era una maniobra propia de la pesca, para buscar alguna corriente de agua que facilitara la tarea; pero aquel hombre continuaba bogando lago a dentro.
—¡Eh, muchacho! —dijo, al fin, el colono—, habéis comprendido mal; no quiero ir al puerto de San Pedro, sino al de San Martín. Dirigíos, pues, allá, y habréis ganado más pronto el dinero.
El pescador permaneció silencioso.
—¿Me habéis oído? —preguntó Courtin impaciente—. Buen hombre, el puerto de San Martín está a la derecha. Bueno que no boguemos demasiado cerca de la calzada; mejor aún que nos pongamos fuera del alcance de las balas que pudieran enviarnos desde la orilla; pero rememos por este lado, si os place.
Las objeciones de Courtin no sacaron al pescador de su mutismo.
—¡Ea!, ¿no me habéis oído?, ¿acaso sois sordo? —exclamó Courtin empezando a enojarse.
Y viendo que el pescador seguía remando en la misma dirección, abalanzóse hacia él, echóle atrás la capucha, miróle el rostro, y exhalando un grito ahogado cayó de rodillas en la barca.
Soltó el hombre los remos, y sin levantarse dijo:
—Está visto, Courtin, Dios ha fallado en tu contra; yo no te buscaba, y él te envía. Dios quiere que mueras, Courtin.
—No, no me mataréis, Juan Oullier —balbució el alcalde volviendo a sus primeros temores.
—Vaya si te mataré, tan cierto como ves lucir las estrellas. Con que, si tienes alma arrepiéntete y ora para que el juicio no sea demasiado severo.
—¡Ah!, no haréis tal cosa, Juan, ¡ved que vais a matar a una criatura de ese Dios bondadoso cuyo nombre pronunciáis! ¡Señor! ¡Señor!, ¡no ver nunca más la tierra tan hermosa cuando el sol la ilumina!, ¡yacer en un sepulcro helado, lejos de las personas amadas! ¡Ah!, no, es imposible.
—Si fueses padre, si tuvieses una esposa, una madre o una hermana que esperase tu regreso, tus ruegos llegarían a ablandarme; pero no: inútil a los hombres, sólo has vivido para servirte de ellos y devolverles mal por bien; también blasfemas en tu mentira, pues tú a nadie has amado, nadie te ha amado en el mundo, y al clavarse en tu pecho mi puñal sólo herirá tu corazón. Courtin, vas a comparecer delante de tu juez; encomiéndale tu alma.
—No basta para ello algunos minutos. Un culpable como yo necesita años enteros para que el arrepentimiento corresponda al pecado. Vos que sois tan piadoso, Juan Oullier, me dejaréis vivir para llorar mis culpas.
—No, no; te aprovecharías de la vida para cometer otras infamias, y la muerte será la expiación. ¿La temes?, preséntate angustiado a los pies del Señor, y te recibirá en su misericordia. Courtin, el tiempo vuela, y tan cierto como Dios está sobre esos astros, dentro de diez minutos estarás en su presencia.
—¡Diez minutos! ¡Dios mío! ¡Ah!, ¡piedad!, ¡piedad!
—El tiempo que empleas en ruegos inútiles es perdido para tu alma, piénsalo, Courtin, piénsalo.
El colono no respondió; había puesto una mano sobre un remo, y un rayo de esperanza acababa de cruzar por su mente.
Asió con disimulo el remo, y levantándole bruscamente, lo blandió con fuerza sobre el vendeano, quien evitó el golpe ladeando la cabeza, de modo que el remo dio en la borda y saltó en astillas.
Lanzóse Oullier como un rayo sobre Courtin, que por segunda vez cayó de rodillas, y paralizado por el miedo rodó al fondo de la barca, murmurando con voz ahogada:
—¡Gracia! ¡Gracia!
—¡Ah!, el temor de la muerte te ha infundido algún valor —dijo Oullier—; ¡has hallado un arma! Mejor, mejor, defiéndete, Courtin, y si no te gusta la que empuñas, toma la mía —exclamó el vendeano echando su navaja a los pies del colono.
—¡Dios mío! —exclamó Oullier—, no quiero dar una puñalada a este cadáver.
Entonces el vendeano miró a su alrededor como buscando alguna cosa. Tranquila estaba la Naturaleza y la noche era silenciosa; una ligera brisa rizaba apenas la superficie del lago, y tan sólo se oía el grito de la salvajina que saltaba delante del bote, y cuyo cuerpo manchaba de negro la purpúrea faja de la aurora que asomaba ya en el oriente.
Volvióse de repente Oullier a Courtin y asiéndole el brazo, le dijo:
—Maese Courtin, no quiero matarte sin arriesgar mi vida; Courtin, te obligaré a defenderte; si no contra mí, a lo menos contra la muerte. Mira que se acerca; Courtin, defiéndete.
El colono respondió con un gemido, mirando de nuevo en torno suyo con ojos vagarosos, pero veíase fácilmente que no distinguía ninguno de los objetos que le rodeaban, pues todos se los borraba la muerte horrible, espantosa y amenazadora.
Dio Oullier una fuerte patada en la borda, cedieron las tablas medio carcomidas, y el agua entró arremolinada en la barquilla.
Courtin salió de su estupor al sentir la frialdad del agua, y arrojó un grito horroroso que no tenía nada de humano.
—¡Estoy perdido! —exclamó.
—¡Es el juicio de Dios! —exclamó Oullier alzando el brazo al cielo—; antes no te maté porque estabas atado, y ahora tampoco lo haré, Courtin; si tu ángel bueno quiere salvarte, en sus manos pongo tu vida, y yo no habré tenido las mías con tu sangre.
Mientras Juan Oullier pronunciaba esas palabras, el colono se había levantado y andaba de acá para allá en la barca.
El vendeano, tranquilo e impasible, arrodillóse en la popa y se puso a orar.
El agua seguía subiendo.
—¡Oh!, ¡quién me salvará!, ¡quién me salvará! —gritaba Courtin poniéndose lívido al contemplar con espanto las seis pulgadas de madera que apenas quedaban a flor de agua.
—Dios, si quiere. Nuestras vidas están en sus manos; tome una u otra, la tuya o la mía, sálvenos o condénenos a entrambos; en su diestra estamos. Courtin, acepta su juicio.
Al acabar de decir el vendeano esas palabras, crujió el bote: el agua había llegado al extremo de la borda; el bote se arremolinó, flotando un segundo más, y hundióse en seguida en las profundidades del lago con un rumor siniestro.
Courtin fue arrebatado por el remolino; pero no tardó en subir a la superficie, y asióse del segundo remo que cerca de él flotaba. Aquel seco y ligero pedazo de madera le sostuvo bastante tiempo para que pudiese dirigir la postrer súplica a Juan Oullier.
Este no le contestó; habíase puesto a nadar y avanzaba poco a poco hacia el Oriente.
—¡Socorro!, ¡socorro! —gritaba el desventurado Courtin—; ayúdame a llegar a la orilla, Juan Oullier, y te doy todo el oro que llevo encima.
—Arroja ese oro maldito al fondo del lago —dijo el vendeano que había visto al colono asido al remo—; es la única probabilidad de salvación que te queda; este consejo es lo único que quiero hacer por ti.
Llevóse Courtin la mano al cinto, y al punto la apartó como si se hubiera quemado al contacto del oro; parecíale como si el vendeano le hubiese mandado que se abriera las entrañas y le sacrificara su sangre.
—No, no —murmuró—, lo salvaré, y yo con él —y probó nadar; pero, además de no tener la fuerza y habilidad de Juan Oullier en este ejercicio, el oro pesábale demasiado, y cada brazada se hundía en el agua, tragándola a pesar suyo.
Llamó todavía a Juan Oullier; pero este se hallaba ya a cien brazas.
En una de aquellas inmersiones, más larga que las otras, sobrecogido de un vértigo, desciñóse el cinto por un movimiento rápido e instintivo, y antes de soltarlo, quiso tocar otra vez el oro, lo apretó y palpó entre sus crispados dedos.
Esa última comunicación con el metal, que para él era más que la vida, decidió de su suerte; no pudo resolverse a soltarlo, estrechólo contra el pecho e hizo un esfuerzo más para salir del agua; pero el peso de la parte interior de su cuerpo arrastró las extremidades; sumergióse, y después de permanecer algunos segundos dentro del agua, Courtin, medio ahogado, reapareció lanzando una suprema imprecación al cielo que por última vez veía; luego se sumergió en las profundidades del lago, arrastrado por su oro, como por el demonio de la codicia.
Juan Oullier, que volvía la cabeza en aquel momento, divisó algunos círculos que surcaban la superficie del agua, era la última señal que el alcalde de La Logerie daba de su existencia; era el último movimiento que debía efectuarse en torno suyo y sobre él, en el mundo de los vivos.
Levantó el vendeano los ojos al cielo y adoró a Dios en la justicia de sus decretos.
Juan Oullier era un buen nadador, pero su reciente herida, junto con las fatigas y emociones de aquella terrible noche, le habían extenuado: así es que a un tiro de piedra de la orilla sintió que a pesar de su valor le abandonaban las fuerzas, lo cual sin embargo, no obstó para que, tranquilo y resuelto en aquel momento supremo como había estado toda su vida, decidiera luchar hasta el extremo.
Nadó, pero pronto sintió una especie de desfallecimiento; se le entumecían los miembros y parecíale que se le clavaban mil alfileres en el cuerpo; dolíanle los músculos, al paso que la sangre agolpábasele con violencia al cerebro y zumbaba en sus oídos un confuso rumor, como el del mar que azota las rocas; delante de sus ojos vagaban nubes negras y llenas de chispas; conocía que iba a morir, y, sin embargo, sus miembros, obedientes en su impotencia, aún procuraban moverse al impulso de su voluntad.
Y continuó nadando.
Se le cerraban los ojos mal de su grado, y envaráronsele del todo los miembros. Entonces pensó en las personas con quienes había vivido, en los niños, en la mujer, en los ancianos que habían embellecido su juventud y en las dos señoritas que habían reemplazado a su familia. Quería que su última oración fuese para ellos, como su último pensamiento.
Pero en este instante le asaltó una idea y cruzó una sombra por sus ojos: vio a Michel, padre, bañado en sangre, tendido en el musgo de la selva, y alzando los brazos, exclamó:
—¡Dios mío! ¡Si me hubiese engañado! ¡Si fuese un crimen! Perdóname, no en este mundo, sino en el otro.
Y como si esa suprema invocación hubiese agotado sus fuerzas, pareció que el alma abandonaba aquel cuerpo, que flotaba entre dos aguas, en el instante en que el sol, asomando por encima de las montañas del horizonte, doraba con sus primeros rayos la superficie del lago…
Era el momento en que Courtin, hundido en el limo del lago, exhalaba el postrer suspiro…
¡Era el momento en que prendían a Pedrito!…
Entretanto, Michel era conducido a Nantes por los soldados. Después de media hora de marcha, el teniente que mandaba la partida se aproximó a él y le dijo:
—Caballero, tenéis trazas de hidalgo; tengo el honor de serlo, y siento veros las esposas en las manos. ¿Queréis que las troquemos por una palabra?
—Con mucho gusto —repuso el barón—, y os doy las gracias, caballero, jurándoos que no me apartaré de vuestro lado sin vuestro permiso, véngame de dónde me viniera el auxilio.
Y continuaron el camino asidos del brazo, de modo que para quien les hubiese encontrado habría sido difícil acertar cuál de los dos era el preso.
La noche era hermosa, y la salida del sol fue magnífica; en todas las ramas, en todas las flores brillaban como diamantes las gotas del rocío; el aire estaba impregnado de perfumes, y los pajarillos cantaban en las enramadas.
Llegado al extremo del lago de Grandlieu, el teniente detuvo al preso, con quien se había adelantado bastante a la columna, y mostrándole un cuerpo negruzco que flotaba en la superficie del lago a corta distancia de la orilla.
—¿Qué es aquello? —preguntó.
—Parece un hombre —repuso Michel.
—¿Sabéis nadar?
—Un poco.
—¡Ah!, si yo supiera, ya habría ido —dijo el oficial lanzando un suspiro y mirando con inquietud al camino para llamar a su gente.
Michel no escuchó más, y desnudándose en un abrir y cerrar los ojos, se arrojó al lago.
A los pocos momentos arrastraba a la orilla un cuerpo al parecer examine y en el cual acababa de conocer a Juan Oullier.
Entretanto, los soldados habían llegado y se agrupaban en torno del ahogado.
Abrió uno de ellos su cantimplora, y le introdujo en la boca algunas gotas de aguardiente.
Juan Oullier abrió los ojos.
Su primera mirada fue para Michel que le sostenía la cabeza, y hubo en ella tal expresión de angustia, que engañó al teniente.
—Aquí tenéis a vuestro salvador, buen hombre —dijo indicando a Michel.
—¡Mi salvador! ¡Su hijo! —exclamó Juan Oullier—. ¡Oh!, gracias… ¡Dios mío!, eres tan grande en tu misericordia como terrible en tu justicia.