URANTE las tres horas que Courtin pasó atado de pies y manos y tendido en el suelo en las ruinas de San Filiberto, al lado del cadáver de José Picaut, su corazón sufrió todas las angustias que pueden herir y desgarrar un corazón humano.
Aquel oro, para él más querido que la vida, ¿no iba a perderlo? ¿Quién era el desconocido de que maese Jaime había hablado a la viuda? ¿Cuál era la misteriosa venganza que debía temer? El alcalde de La Logerie iba haciendo memoria de las personas por él agraviadas en el transcurso de su vida, y su lista era muy larga, y sus rostros amenazadores poblaban la oscuridad de la torre.
De vez en cuando, no obstante, brillaba un rayo de esperanza entre sus siniestros pensamientos, el cual, vago e indeciso al principio, tomaba poco a poco una forma. ¿Acaso podía morir un hombre que poseía tan hermosas monedas? Si ante él se levantara la venganza, ¿no podía aplacarla, echándola un puñado de oro? Entonces contaba y recontaba en su imaginación la suma que poseía, que era muy suya, y la apretaba deliciosamente contra sus carnes, como si el oro llegara a integrarse con su persona; luego, pensaba, si conseguía escaparse, en los cincuenta mil francos que iba a reunir con los cincuenta mil que ya poseía, y atado como estaba, víctima condenada a la muerte, esperando tan sólo aquella espada de Damocles suspendida sobre su cabeza, y que de un minuto a otro, al caer, podía quitarle la vida, su corazón se espaciaba en una fruición regaladísima que adquiría las proporciones de la embriaguez. En seguida sus ideas tomaban otro sesgo: preguntábase si su cómplice, en quien no tenía más que una confianza muy limitada, como de cómplice, no aprovecharía su ausencia para arrebatarle la parte que le correspondía. Veíale huir abrumado bajo el peso de la suma que se llevaba, sin querer compartirla con el único autor de la traición; y entonces dispuso para esa circunstancia unas súplicas que le llegaran al corazón. Sin embargo, cuando reflexionaba que el extranjero era probablemente tan aficionado como él al otro, a fuer de judío, cuando comparaba consigo a su asociado, cuando sondeaba en su alma lo inmenso del sacrificio que iba a pedir a su cómplice, considerando muy posible que resultaran inútiles los ruegos y las lágrimas, los reproches y las amenazas, entonces tenía accesos de rabia, lanzaba rugidos que hacían temblar la bóveda del feudal edificio, retorcíase en sus ligaduras, mordíalas y trataba de romperlas con los dientes; pero el delgado cordel parecía animarse bajo sus esfuerzos, y Courtin creía sentirlo luchar con él redoblando sus lazos: los deshechos nudos parecían que volvían a formarse por sí mismos, no ya sencillos como antes, sino dobles, cuádruples, como en castigo de sus inútiles tentativas. Entonces, cual nube al soplo del huracán, desvanecíanse todas las esperanzas, todos los sueños de riquezas y felicidades, reapareciendo las terribles sombras de los que había perseguido; piedras, vigas, robustos maderos, vacilantes cornisas, todo se animaba, y aquellas amenazadoras formas mirábanle con ojos que lucían en la Oscuridad cual millares de chispas que hubiesen corrido por un negro sudario; perdía la razón y, loco de terror, desesperado, se dirigía al cadáver de José Picaut, ofreciéndole hasta la mitad de su oro, si quería desatarle; pero solamente le respondía el lúgubre eco de aquellas bóvedas, y anonadado por la emoción, el colono recaía en una insensibilidad momentánea.
Encontrábase en uno de esos momentos de postración, cuando le estremeció un ruido; alguien andaba en el patio del castillo, y pronto oyó Courtin el chirrido de los cerrojos de la frutería.
El corazón de Courtin palpitaba con violencia; el alcalde estaba helado, de espanto y ahogábale la angustia, pues adivinaba que iba a entrar el vengador de quien hablara maese Jaime.
Abrióse la puerta, y la rojiza llama de la tea alumbró la bóveda con sus reflejos. Courtin tuvo un momento de esperanza, suponiendo que la viuda venía sola; pero cuando vio un hombre tras ella, erizáronsele los cabellos, y sin atreverse a mirarle cerró los ojos y permaneció callado.
El hombre y la viuda avanzaron, y después de entregarle esta le tea, señalándole con el dedo a Courtin, indiferente sin duda a lo que iba a suceder, se arrodilló a los pies del cadáver de su cuñado para rogar por su eterno descanso.
En cuanto al hombre, siguió aproximándose al colono, y como para cerciorarse de que era él mismo, aproximó la tea a su rostro.
—¿Duerme, acaso? —se preguntó en voz baja—. ¡Oh!, no, es muy cobarde para dormir; no está demasiado pálido, no duerme.
Entonces, fijó la tea en una grita de la pared, sentóse en una gran piedra desprendida de la bóveda, y dirigiendo la palabra a Courtin, le dijo:
—¡Veamos!, abrid los ojos, señor alcalde; tenemos que hablar, y me agrada ver los ojos de los que conversan conmigo.
—¡Juan Oullier! —exclamó Courtin poniéndose lívido y haciendo un desesperado esfuerzo para romper las ligaduras y huir—, ¡Juan Oullier!
—Aunque no fuera más que su sombra, paréceme, señor Courtin, que aun debería espantaros, pues tendríais que rendirle terribles cuentas.
—¡Ah! ¡Dios mío! —balbució Courtin, dejándose caer en el suelo, como un hombre que se resigna a su suerte.
—Nuestro odio es de larga fecha, ¿no es cierto, Courtin?, y no nos engañaba en sus instintos; él os ha ensañado contra mí, y hoy, moribundo como me encuentro, me trae a vuestra presencia.
—Yo nunca os he odiado —dijo Courtin, quien al ver que Oullier no le mataba en el acto, sentía renacer la esperanza en su corazón y columbraba la posibilidad de salvar la vida en la discusión—; nunca os he odiado, nunca, y si mi bala os hirió, no la destinaba a vos, pues ignoraba que estuvieseis en el matorral.
—¡Oh!, mis quejas contra vos, proceden de más lejos, señor Courtin.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Courtin, sintiendo afirmarse aún más su esperanza—; os juro que antes de aquel percance, el cual deploro, nunca os puse en peligro ni os causé daño alguno.
—Poca memoria tenéis, y según parece, las ofensas pesan más en el corazón del ofendido, pero yo me acuerdo…
—¿De qué? Veamos; ¿de qué os acordáis?, hablad, señor Juan Oullier. ¿Queréis condenar a un hombre sin oírle, matarle sin permitirle decir algo en su defensa?
—¿Quién os dice que yo quiero mataros? —exclamó Oullier, con la misma calma glacial que no le había abandonado un instante—. ¿Vuestra conciencia, acaso?
—¡Oh!, hablad, hablad, señor Juan; decid de qué me acusáis, fuera de aquel malhadado tiro, y estoy cierto de justificarme por completo. ¡Oh!, sí, os probaré que nadie ha amado más que yo a los habitantes del castillo de Souday: que nadie les ha respetado tanto como yo, ni tanto como yo se ha alegrado de este casamiento que debía enlazar las familias de nuestros amos.
—Señor Courtin —dijo Oullier—, justo es que el acusado se defienda, y por consiguiente, defendeos, si podéis. Escuchad bien, pues ya empiezo.
—Decid cuanto queráis, que nada temo.
—Eso es lo que vamos a probar. ¿Quién me entregó a los gendarmes en la feria de Montaigu, para llegar más seguramente a los huéspedes de mi amo, a quienes suponíais lógicamente que yo defendería? ¿Quién se emboscó después villanamente en el vallado del último huerto de Montaigu, y habiendo pedido una escopeta al dueño de aquel cortijo, mató de un balazo a mi perro, a mi pobre compañero?… ¿Quién sino vos? Contestad, señor Courtin.
—¿Quién se atrevería a decir que me vio disparar? —exclamó Courtin.
—Tres personas que así lo han declarado, y entre ellas el dueño de aquella escopeta.
—¿Sabía yo, por ventura, que el perro era vuestro? No, señor Juan, por mi honor, lo ignoraba.
Juan Oullier hizo un gestó de desdén.
—¿Quién penetró en la casa de Pascual Picaut y luego reveló a los azules el secreto de la santa hospitalidad de aquel hogar, secreto que él había sorprendido?
—Yo lo testifico —intervino con voz sorda la viuda de Pascual, saliendo de su silencio e inmovilidad.
Estremecióse el colono y no osó disculparse.
—De cuatro meses a esta parte, ¿quién me ha salido siempre al paso, tramando a escondidas infames maquinaciones, y tendiendo sus redes escudado con el nombre de su amo, cubriéndose con la capa de la fidelidad y adhesión, virtudes que ha mancillado el contacto de sus criminales propósitos? Y en el erial de Bouaimé. ¿A quién oí discutir el precio de la sangre y pesar el oro que le ofrecían por la traición más negra y odiosa? ¿A quién, sino a vos?
—Os lo juro por lo más sagrado —dijo Courtin, figurándose aún que el principal agravio de Oullier era la herida que le había causado—; os lo juro, ignoraba que fueseis vos quien estaba en el matorral.
—Si no es eso lo que os echo en cara; ni os he hablado ni os hablaré de tal cosa; sin ella, es bastante larga la lista de vuestros espantosos crímenes.
—Habláis de mis crímenes, Oullier, y parecéis olvidar que el señor Michel me debe la vida; si yo hubiese sido un traidor, como decís hubiérale entregado a los soldados que cada día pasaban por delante de mi casa; os olvidáis de todo eso, mientras que por el contrario os valéis de las circunstancias más insignificantes para abrumarme.
—Si salvaste a tu amo —continuó Oullier en el mismo tono irrevocable—, es porque esa fingida generosidad favorecía tus planes, y más hubiera valido para él, así como para las dos pobres señoritas, dejarles perecer a todos con honor y gloria, que mezclarles en esas infames intrigas: de eso te acuso, Courtin, y esta idea acrecienta mi odio.
—La prueba de que no quise perjudicaros, Juan —repuso Courtin—, es que si hubiera querido, hace tiempo que no estaríais en este mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando el padre del señor Michel fue muerto, o, mejor dicho, asesinado, no muy lejos de él había un ojeador que se llamaba Courtin.
Irguióse Juan Oullier con altivez.
—Sí —continuó el colono—, y aquel ojeador vio que era de Juan Oullier la bala que mató al traidor.
—Y si el ojeador lo refiere —dijo el viejo vendeano—, dirá la verdad, pues aquello no era un crimen, sino una expiación, y me glorío de haber sido el que la Providencia eligió para castigar al infame.
—Sólo Dios puede castigar y maldecir, señor Oullier.
—¡Oh!, no me engaño; Él me inspiró aquel odio profundo a la maldad, aquel recuerdo indeleble a la traición; su dedo era el que tocaba mi corazón, cuando este corazón se estremecía cada vez que oía pronunciar el nombre del judas. Cuando le herí, sentí pasar por mi rostro el soplo de la divina justicia que lo refrescaba, y desde aquel instante hallé la tranquilidad y el sosiego que me huían mientras a mis ojos prosperaba el crimen impune. Ya veis que Dios estaba conmigo.
—Dios no puede estar con el matador.
—Siempre está Dios con el verdugo que levanta la espada de su justicia. Los hombres tienen el suyo, Dios también, y aquel día yo era la espada de Dios como lo seré hoy.
—¿Vais, pues, a asesinarme, como al barón de La Logerie?
—Voy a castigar al que ha vendido a Pedrito, como castigué al que vendió a Charette; y voy a castigarle sin temor, sin cuidado, sin remordimientos.
—Ved que os acosarán los remordimientos, cuando vuestro amo os pida cuenta de la muerte de su padre.
—El joven barón es justo y leal, y si está llamado a juzgarme, le diré lo que vi en el bosque de la Chabotière, y juzgará.
—¿Quién atestiguará que decís la verdad? Un solo hombre, y este soy yo. Dejadme vivir, Juan, y como ahora mismo lo ha hecho esta mujer, cuando sea preciso me levantaré para decir: testifico.
—El miedo os hace desvariar, Courtin. El señor Michel no invocará ningún testimonio cuando Juan Oullier le diga: esa es la verdad; cuando Juan Oullier, descubriendo el pecho, le diga: si queréis vengar a vuestro padre, herid; cuando se postre a sus pies e implore a Dios que le envíe la expiación, si Dios juzga que debe expiarse aquel acto. No, no; en el terror que te hiela, has hecho mal en evocar ese sangriento recuerdo. Tú, Courtin, has obrado peor aún que el padre de Michel, pues la sangre que has vendido es todavía más noble que la de Charette; la cabeza que has entregado al verdugo es más sagrada. No perdoné a Michel, ¿y te perdonaría a ti? ¡Nunca!, ¡nunca!…
—Juanito Oullier, no me matéis —exclamó el miserable, sollozando.
—Implora a estas piedras, demándales compasión, tal vez te comprendan; pero nada variará mi resolución y mi voluntad. Courtin, morirás.
—¡Ah! ¡Dios Todopoderoso! —exclamó el colono—, ¿nadie vendrá en mi auxilio? ¡Socorro, viuda Picaut, socorro! ¿Permitiréis que me maten así? Defendedme, os lo suplico, y sí queréis oro, os lo daré, pues no me falta. Pero ¿qué digo?, si no tengo, no, deliro —dijo el malvado, temiendo aguijonear el afán de herir que veía brillar en los ojos de su enemigo—; no, no tengo; pero poseo tierras, os las daré, y os enriqueceré a entrambos… ¡Gracia, Juan Oullier!, ¡viuda Picaut, defendedme!
La viuda permaneció inmóvil, sin el movimiento de sus labios, al verla pálida como el mármol, inmóvil y callada delante del cadáver, y con su vestido de luto, cualquiera la habría tomado por una de las estatuas que vemos arrodilladas junto a los antiguos sepulcros.
—¡Cómo! —prosiguió Courtin—; ¡y me mataréis sin que yo pueda levantarme para huir o mover las manos para defenderme!, ¡y me degollaréis atado, como una res que llevan al matadero! ¡Ah! Juan Oullier, esas no son hazañas de soldado, sino de carnicero.
—¿Quién te dice que haré tal cosa? No, no, Courtin; mira la herida que me causaste en el pecho, aún no está cerrada; todavía estoy débil, y han pregonado mi cabeza; no obstante, tan cierto estoy de mi causa que no vacilo en apelar al juicio de Dios. Te dejo libre, Courtin.
—¿Me dejáis libre?
—Sí, te dejo libre; pero no me lo agradezcas, pues no lo hago por ti, sino por mí: no quiero que se diga que Juan Oullier ha herido a un hombre tendido inerte en el suelo; pero no olvides, Courtin, que si ahora no te quito la vida espero matarte otro día, te lo aseguro.
—¡Dios mío!
—Courtin, voy a desatarte y saldrás de aquí sin el menor embarazo; pero te lo prevengo, anda con cuidado, pues luego que hayas traspuesto el umbral de estas ruinas, te perseguiré sin perderte de vista hasta que te haya muerto. Guárdate, Courtin, guárdate.
Y Oullier cortó las cuerdas que sujetaban los pies y las manos del colono, quien reprimió un arranque de frenética alegría, cuando, al levantarse, se acordó del cinto. Juan Oullier le devolvía la vida con la esperanza; pero ¿qué eran su esperanza y su vida sin el oro?
Volvió Courtin a tenderse con tanta viveza como se levantara, y Oullier, que había entrevisto el repleto cinto, y adivinando lo que pasaba en el corazón del colono, díjole:
—¿No te vas? Ya entiendo: temes que al verte libre y más fuerte que yo se enardezca mi ira; temes que te eche otro cuchillo y con este en la mano te diga: Defiéndete, Courtin. No, Juan Oullier sabe cumplir su palabra; date prisa, huye, pues si Dios está contigo, te librará de mis golpes, y si te ha condenado, nada me importa la ventaja que te doy. Vete, vete con tu oro maldito.
Levantóse el alcalde sin responder, y vacilando como un hombre ebrio quiso ceñirse el cinto y no pudo lograrlo, pues las manos le temblaban como agitadas por la fiebre; y antes de marcharse volvió con terror los ojos a Juan Oullier; el traidor temía una traición, no pudiendo creer que la generosidad de su enemigo no encubriera alguna asechanza.
Indicóle Oullier la puerta con el dedo, y cuando Courtin trasponía precipitado la del patio, oyó la voz del vendeano que, sonora cual bélico clarín, le decía:
—¡Guárdate, Courtin, guárdate!
Estremecióse el colono, y tropezando turbado en una piedra, cayó de espaldas y exhaló un grito de angustia: parecíale que el vendeano iba a echársele encima, y creía sentir que la fría hoja de un puñal se clavaba en su pecho.
Sólo era un mal presagio. Levantóse Courtin, y poco después corría por el campo, mientras la viuda Picaut tendía la mano a Oullier, diciendo:
—Al oíros, Juan, pensaba en cuánta razón tenía mi pobre Pascual en decirme que en todos los partidos hay hombres de bien.
Estrechó Oullier la mano de la que le había salvado la vida.
—¿Cómo os sentís ahora? —preguntóle.
—Mejor; siempre se cobra fuerza en la lucha.
—¿Y a dónde vais?
—A Nantes, pues según lo que vuestra madre me ha dicho, Berta no ha ido, y temo que haya acontecido allá alguna desgracia.
—Bien; a lo menos tomad un bote, y así os ahorraréis el cansancio de la mitad del camino.
—Corriente —dijo Oullier.
Y siguió a la viuda hasta donde estaban las barcas de los pescadores, atracadas a la orilla del lago.