LXXIX

VEAMOS ahora lo que acontecía en Nantes durante la noche que comenzó con la muerte de José Picaut y continuaba con la captura del señor Michel de La Logerie.

A eso de las nueve habíase presentado en la casa del prefecto un hombre con el traje empapado en agua y lleno de barro, y como el portero se negase a introducirle en el despacho de aquel funcionario, le había hecho entregar una carta al parecer muy poderosa, pues el prefecto dejó en seguida sus ocupaciones para recibir al recién venido, quien no era otro que el judío.

Dos minutos después de esta entrevista, una fuerte partida de gendarmes y agentes de policía se dirigía a la casa que maese Pascal habitaba en la calle del Mercado, y se presentaba a la puerta de la misma calle.

No se había tomado ninguna precaución para disimular el rumor de los pasos de aquella fuerza y encubrir sus intenciones, de manera que maese Pascal pudo cerciorarse de que la puerta de la callejuela no estaba guardada y salir por ella antes de que los agentes de la autoridad acabaran de derribar la de la calle del Mercado.

Dirigióse a la calle del Castillo y penetró en la casa número 3.

El judío, a quien no había visto por hallarse oculto en una esquina, siguióle con toda la cautela de un cazador que acecha la codiciada presa.

Durante está operación preliminar, para cuyo éxito probablemente había tomado el judío enérgicas disposiciones militares, y tan pronto como hubo enterado al señor prefecto de lo que había visto, mil doscientos hombres se dirigieron a la casa en la cual el espía había visto desaparecer a maese Pascal.

De los mil doscientos hombres se formaron tres columnas: la primera bajó la calle del Curso, dejando centinelas a lo largo de la tapia del jardín del Obispado y de las casas próximas, siguió la orilla de los fosos del castillo y hallóse en frente de la casa número 3, donde se desplegó. La segunda, se dirigió por la calle del Obispo, atravesó la plaza de San Pedro, bajó por la calle Mayor, y fue a juntarse con la primera por la calle baja del Castillo; la tercera, se incorporó con las otras dos por la calle alta del Castillo, dejando, como estas, en pos de sí un largo cordón de bayonetas.

La circunvalación era completa: estaba cercada toda la manzana de casas en que se hallaba la del número 3.

Entraron los soldados en el piso bajo precedidos de comisarios de policía que iban pistola en mano, y la tropa se distribuía por el interior guardando todas las salidas. Procedieron los comisarios al registro, y arrestaron a cuatro señoras que vivían en la casa, pertenecientes a la alta aristocracia nantesa, y tan respetables por su honradez como por su posición social.

En la calle, el pueblo que acudió en tropel formaba una segunda muralla en torno de los soldados: toda la ciudad había bajado a las calles y plazas, sin que se manifestara ningún síntoma realista; era una curiosidad grave, y nada más.

Las pesquisas comenzaron en el interior. El primer resultado confirmó a la autoridad que la duquesa de Berry estaba en la casa. Encontróse sobre una mesa una carta abierta dirigida a Su Alteza Real, y la desaparición de maese Pascal, a quien habían visto entrar y no encontraba, ponía de manifiesto que había un escondrijo. Todo consistía en hallarlo.

Abriéronse los muebles en que estaban las llaves, y los que no las tenían fueron descerrajados; los ingenieros y albañiles buscaron en los suelos y paredes con grandes martillos. Los arquitectos declaraban que, vista la conformación interior comparada con la exterior de los aposentos, era imposible que encerrasen un escondrijo, o bien hallaban los que contenían.

En uno de estos se encontraron varios objetos, y entre otros, impresos, joyas y vajilla del dueño de la casa, los cuales en aquel momento dieron más peso a la creencia de que en ella se hospedaba la princesa.

Llegados a las guardillas, los arquitectos declararon que allí menos que en ninguna otra parte podía haber un escondrijo.

Pasaron entonces a las casas inmediatas y continuaron las investigaciones, sondeándose con tal fuerza las gruesas paredes, que se desprendieron grandes trozos de fábrica, y hasta llegó a temerse que se desplomaran los muros por completo.

Entretanto, las señoras arrestadas habían mostrado gran serenidad y aunque con centinelas de vista, habíanse sentado a la mesa.

Otras dos mujeres, cuyos nombres debe la Historia sacar de la oscuridad para transmitirlos a los siglos venideros, eran todavía objeto de especial vigilancia por parte de la policía; estas mujeres eran las criadas de la casa, las cuales se llamaban Carlota Boreau y María Boni; fueron conducidas al castillo y de allí al cuartel de la gendarmería, se intentó de sobornarlas al ver que resistían a toda clase de amenazas, ofreciéndoles cantidades muy crecidas; pero ellas respondieron una y otra vez que ignoraban dónde estaba la señora duquesa de Berry.

Después de inútiles pesquisas, el prefecto mandó suspenderlas, dejando por precaución los hombres suficientes para ocupar todas las piezas de la casa, y algunos comisarios de policía se instalaron en los bajos. La circunvalación prosiguió, y la guardia nacional relevó parte de la tropa, que fue a tomar algún descanso.

Por la distribución de centinelas, en una de las guardillas registradas había dos gendarmes que, no pudiendo resistir el intenso frío que hacía, encendieron un buen fuego en la chimenea. A los diez minutos, la lumbre iba creciendo y al cuarto de hora se caldeó la plancha del fondo y casi al mismo tiempo, aunque no hubiese todavía amanecido, los gastadores y albañiles continuaron su investigadora tarea.

A pesar del gran ruido que causaban con las herramientas, uno de los gendarmes se había dormido, y su compañero, que ya no tenía tanto frío, había cesado de echar leña al fuego. Al fin, los gastadores y albañiles abandonaron aquella parte de la casa después de escudriñarla minuciosamente, y aprovechando el gendarme que velaba aquel momento de silencio, despertó a su camarada para dormir a su turno.

El otro abrió los ojos tiritando de frío y sólo pensó en calentarse: así es que reanimó la lumbre, y como la leña no ardiese bastante, arrojó unos paquetes de periódicos que había en la habitación debajo la mesa.

El fuego producido por los periódicos echó denso humo, y el gendarme sacudía el tedio leyendo algunos de ellos cuando de pronto se derrumbó su edificio pirotécnico, rodando en medio de la guardilla la leña que había arrimado a la plancha. Al mismo tiempo, oyó detrás de la indicada plancha un ruido que le sugirió una idea bastante singular: figuróse que había ratas en la chimenea y que el calor iba a echarlas. Despertó a su camarada, preparándose ambos a perseguirlas con los sables, y mientras concentraba toda su atención en aquel acecho de nuevo género, uno de ellos observó que la plancha se había movido.

—¿Quién está ahí?

Y una voz fúnebre repuso:

—Nos rendimos; apagad el fuego y abriremos.

Los dos gendarmes desparramaron el fuego a puntapiés, giró en sus goznes la plancha, descubrió una abertura, y una mujer de semblante desencajado, cabellos erizados en la frente como los de un hombre y con un sencillo vestido de napolitana, de color oscuro y lleno de quemaduras, salió doblegándose, de aquel escondrijo poniendo pies y manos en el abrasado hogar.

Era Su Alteza Real la señora duquesa de Berry. Siguiéronla sus compañeros. Hacía dieciséis horas que estaban allí escondidos sin haber tomado alimento.

El agujero que les diera asilo había sido practicado entre el cañón de la chimenea y la pared de la casa contigua, bajo el tejado.

En el momento en que las tropas se ponían en movimiento para cercar la casa, Su Alteza Real estaba escuchando a maese Pascal, quien refería riendo la alarma que acababa de arrojarle de su casa. Por las ventanas del aposento donde se hallaba la duquesa veía brillar la luna en el limpio y sereno firmamento, y a su deslumbradora claridad destacarse las pardas torres macizas, inmóviles y silenciosas del vetusto castillo.

Momentos hay que la Naturaleza nos parece tan plácida y amiga que no podemos creer que en medio de aquella calma nos amenace un peligro. Acercándose de pronto maese Pascal a la ventana, vio relucir las bayonetas, y en seguida retrocedió gritando:

—¡Huid, Madame, huid, salvaos!

La duquesa corrió inmediatamente a la escalera, y llegada al escondrijo, llamó a sus compañeras; primero entraron los hombres que acompañaban a Su Alteza Real, y luego, viendo Madame que la señorita que había venido a encontrarla no quería pasar antes que ella, dijo riendo:

—En buena estrategia, cuando se lleva a cabo una retirada, el jefe debe ir detrás.

Los soldados abrían la puerta de la calle cuando se cerraba la del escondrijo. Ya hemos visto con que cuidado y escrupulosidad se realizaron las pesquisas.

Cada golpe dado en las paredes retumbaba en el asilo donde se hallaban la duquesa de Berry y sus compañeros, y los ladrillos se desprendían, el yeso caía hecho polvo, y los prisioneros hallábanse en inminente peligro de quedar sepultados bajo los escombros.

Cuando los gendarmes encendieron lumbre, calentándose la plancha de la chimenea, comunicaba en el reducido asilo un calor que iba tomando incremento. El aire del escondrijo era cada vez más sofocante, y los allí encerrados tenían que aplicar la boca a las pizarras del tejado para cambiar por el aire exterior su encendido aliento. La duquesa era la que más sufría, pues habiendo entrado la última, estaba inmediata a la plancha, y a pesar de que sus compañeros le ofrecieron repetidas veces mudar de sitio, no quiso dejar el que ocupaba.

Al peligro de asfixiarse que corrían los prisioneros añadíase al de abrasarse vivos, pues la plancha se había caldeado, y el fuego amenazaba los trajes de las señoras, habiendo prendido ya dos veces en la ropa de madame, quien lo había apagado con las manos a costa de dos quemaduras, cuyas señales conservó durante largo tiempo. A cada minuto se rarificaba más y más el aire interior, pues el exterior penetraba en muy escasa cantidad por los intersticios del techo para ventilar el escondrijo.

Los prisioneros respiraban ya con suma dificultad, y considerando que si la duquesa permanecía diez minutos más en aquel horno perecería sin remedio, suplicáronla que saliera sola, a lo cual no accedió, derramando gruesas lágrimas de cólera que el abrasado ambiente secaba en sus mejillas.

Habiéndose prendido por tercera vez fuego en su traje, lo apagó, y con el movimiento que hizo al levantarse, abrió el pestillo de la plancha, la cual entreabriéndose llamó la atención de los gendarmes.

Suponiendo que ese accidente bastaba para descubrir su retiro, dolida de los sufrimientos de sus amigos, consintió entonces Madame en rendirse, y salió de la chimenea en la forma ya indicada.

Sus primeras palabras fueron para preguntar por el general.

Uno de los gendarmes descendió a los bajos, de donde aquel no había querido moverse.

En cuanto le anunciaron su llegada, abalanzóse a él la duquesa diciendo vivamente:

—General, me rindo a vos, acogiéndome a vuestra lealtad.

Madame —le contestó el anciano general—, Vuestra Alteza Real está bajo la salvaguardia del honor francés.

Hízole entonces tomar asiento, y estrechándole fuertemente el brazo, dijóle la princesa:

—General, nada tengo que reprocharme; he cumplido los deberes de una madre para recobrar la herencia de mi hijo.

Su voz era breve y enérgica.

La duquesa parecía estar muy sobresaltada, y aunque pálida, hallábase animada como si hubiese tenido fiebre. Mandó el general traerle un vaso de agua, en el cual introdujo ella los dedos, calmándole un tanto su frialdad.

Entretanto, avisados de lo ocurrido el prefecto y el jefe de la columna, primero llegó aquel y pidió a la duquesa sus papeles.

Entonces Madame dijo que en el escondrijo hallarían una cartera blanca, y cuando el prefecto la presentó, abrióla la duquesa, diciendo:

—Caballero, aunque poco importantes, yo misma quiero entregaros las cosas que contiene esta cartera y manifestaros su destino.

Y le entregó, acto seguido, todo lo que contenía la cartera.

—Caballero, en el escondrijo debe haber unos treinta y seis mil francos, doce mil de los cuales pertenecen a las personas que designaré.

Aproximóse el general a la princesa y díjola que si se encontraba algo mejor, sería oportuno salir de la casa.

—¿Adónde vamos? —preguntó mirándole fijamente.

—Al castillo, Madame.

—¡Ah!, bien; y de allí a Blaye, ¿no es verdad?

—General —dijo entonces uno de los compañeros de la princesa—, Su Alteza Real no puede ir a pie, pues no sería decoroso.

—Caballero —replicó el general—, un carruaje nos estorbaría. Madame puede muy bien ir a pie, poniéndose un sombrero y una capa.

Entonces el secretario del general y el prefecto, que esta vez quiso blasonar de galante, descendieron al segundo piso y trajeron tres sombreros.

La princesa escogió uno negro, porque su color, dijo, era análogo a la circunstancia, y tomando en seguida el brazo del general, miró por última vez la entreabierta chimenea.

—¡Ah!, general —dijo ella sonriéndose—, si no me hubieseis hecho una guerra a lo San Lorenzo, lo cual, entre paréntesis, desdice de la generosidad militar, no me tendríais a estas horas asida a vuestro brazo. ¡Vamos, amigos míos! —añadió, dirigiéndose a sus compañeros.

Bajó la princesa la escalera, y al poner los pies en el umbral de la casa oyó los gritos del gentío apiñado detrás de los soldados. La duquesa pudo creer que él vocería se dirigía a ella, y, a pesar de todo, no dio otra muestra de temor que apretar más el brazo del general.

Cuando la princesa avanzó entre las filas de los soldados y milicianos que formaban calle desde la casa hasta el castillo, los murmullos y gritos de la multitud fueron en aumento.

Tendió el general los ojos hacia donde el tumulto tomaba más creces, y vio a una joven vestida de aldeana, que intentó abrirse paso entre las filas de los soldados, mientras estos, maravillados de su hermosura y de la aflicción retratada en su rostro, sin apelar a la violencia para rechazarla, la oponían la consigna.

El general conoció a Berta, y en seguida la señaló a la princesa, quien exhaló un grito, diciendo vivamente:

—General, me habéis prometido que no me separaríais de ninguna de mis amigas: ordenad que venga aquella muchacha.

A una señal del general abrióse la fila de los soldados, y Berta pudo llegar hasta Madame.

—Perdonad —le dijo—, perdonad a una desgraciada que podía salvaros y no lo ha hecho. Quiero morir maldiciendo este fatal amor que me ha hecho cómplice involuntaria de los traidores que han vendido a Vuestra Alteza Real.

—Ignoro lo que queréis decir, Berta —dijo la princesa, levantándola y dándole el brazo que la quedaba libre—. Lo que hacéis ahora prueba que, haya sucedido lo que quiera, no debo acusar una lealtad de que me acordaré toda la vida. Quería hablaros de otra cosa, hija mía: deseaba pediros perdón por haber contribuido a un error que tal vez ha causado vuestra desgracia. Quería deciros…

—Lo sé todo, Madame —dijo Berta, alzando a la princesa los ojos hinchados por el llanto.

—¡Pobre niña! —prosiguió la duquesa, estrechando la mano de la doncella—. Seguidme, pues; el tiempo y mi afecto calmarán vuestro dolor, que concibo y respeto.

—Perdón pido a Vuestra Alteza Real si no puedo obedecerla, porque he hecho un voto y debo cumplirlo. Dios es el único a quien mi deber sobrepone a mis príncipes.

—Id, pues, querida niña —dijo la duquesa, presintiendo el proyecto de la joven—; id, y el Señor sea con vos. Cuando le invoquéis, acordaos de Pedrito, que Dios acoge los ruegos de los corazones lacerados.

Habían llegado a la puerta del castillo. Contemplo la princesa sus ennegrecidos muros, tendió en seguida la mano a Berta, la cual se arrodilló besándola y murmurando la palabra perdón; y después de un momento de vacilación, traspuso la duquesa la puerta, enviando una sonrisa de despedida a la señorita de Souday.

El general soltó el brazo de la duquesa para dejarla pasar, y volviéndose a Berta, le interrogó:

—¿Y vuestro padre?

—Está en Nantes.

—Decidle que vuelva a su castillo; estése allí quieto, y nadie le incomodará. Antes rompería mi espada, que dejar perder a mi antiguo enemigo.

—Gracias por él, general.

—Bien; y si en algo puedo serviros, mandad, señorita.

—Quisiera un pasaporte para París.

—¿A dónde queréis que os lo envíe?

—Al puente Rousseau, posada del Alba.

—Dentro de una hora lo tendréis, señorita.

Y haciendo una señal de despedida a la doncella, el general se internó a su vez en la sombría bóveda.

Traspuso Berta la apiñada multitud, detúvose a la primera iglesia que de camino encontró, y permaneció largo rato arrodillada sobre las frías losas del atrio. Cuando se levantó, las losas estaban regadas por su llanto; atravesó la ciudad y al acercarse a la posada del Alba, vio a su padre sentado en el umbral de la puerta.

En pocas horas el marqués de Souday había envejecido diez años: sus ojos habían perdido aquella expresión chocarrera que tanta viveza le prestaba, y vélasele cabizbajo, como un hombre agobiado de un gran peso.

Advertido en su retiro por el cura que había oído las últimas revelaciones de maese Jaime, el anciano se había puesto en camino para Nantes, y a media legua del puente Rousseau había encontrado a Berta cuyo caballo acababa de caer y romperse un tendón en la impetuosa carrera a que ella lo lanzara.

La hija confesó a su padre lo que había acontecido, y aunque el anciano no la reconvino poco ni mucho, desfogó su ira haciendo astillas contra las piedras del camino el bastón que en la mano llevaba.

A las siete de la mañana, al llegar al puente de Rousseau, oyó circular el rumor de que iban a prender a la duquesa, si ya no estaba presa. Entonces, Berta, sin atreverse a mirar a su padre, corrió a Nantes, mientras él se sentaba en el guardacantón donde todavía le encontramos al cabo de cuatro horas.

Aquel dolor era el único contra el cual era impotente su epicúrea y egoísta filosofía. Hubiera perdonado a sus hijas muchas faltas; pero no podía pensar sin desesperarse que Berta había mancillado su nombre con un crimen de lesa caballería, y que al fin los Souday habían contribuido a la perdición de la duquesa.

Cuando Berta se acercó a su padre, tendióle en silencio un papel doblado, que un gendarme acababa de entregarla.

—¿No me perdonáis como ella, padre? —díjole en un tono suave y humilde, que contrastaba con sus desembarazadas maneras de antes.

Movió el anciano hidalgo tristemente la cabeza, y dijo:

—¿Dónde encontraré a mi pobre Juan Oullier? Ya que Dios me lo ha conservado, quiero verle, y que me siga lejos de este país.

—¿Abandonaréis a Souday, padre mío?

—Sí.

—¿Y adónde iréis?

—A donde pueda ocultar mi nombre.

—¿Y la pobre e inocente María?

—Se casará con el que también es causa de que se haya consumado esa infamia. No, no volveré a ver a María.

—¿Os iréis solo?

—No; con Juan Oullier.

Inclinó Berta la cabeza y entró en la posada, donde se puso un vestido de luto que acababa de comprar.

Al salir, vio a su anciano padre que, cabizbajo y cruzadas las manos a la espalda, se encaminaba tristemente a San Filiberto.

Berta sollozó, y contemplando por última vez la campiña del país de Retz, que en lontananza se divisaba junto al azulado horizonte del bosque de Machecoul, exclamó:

—¡Adiós, todo lo que amo en la tierra!

Y, dichas estas palabras, entró en la ciudad de Nantes.