URANTE veinticuatro horas, Berta permaneció presa de una inquietud extrema. Las sospechas que José Picaut había despertado con sus revelaciones recaían no sólo sobre Courtin, sino también sobre Michel.
El recuerdo de la velada anterior al día del combate del Chéne y de la aparición de un hombre en la ventana de María, no había podido borrarse de su imaginación, causándole de vez en cuando tormentos que la pasiva actitud de Michel ante ella, mientras su convalecencia, difícilmente lograba calmar; pero cuando Berta supo que Courtin, de quien estaba ajena de suponer que hubiese obrado sin orden de nadie, había hecho partir el buque; cuando al volver radiante de amor a La Logerie no encontró al que buscaba, aviváronse más y más sus celosas sospechas.
No obstante, todo cedió ante el deber que acababa de imponerle la viuda, inclusas las consideraciones de su amor; así es que al momento corrió al establo, eligió el caballo que le pareció más veloz, dióle doble ración, ensillólo, y con la brida en la mano aguardó que el animal acabara su pienso.
Entonces llegó a sus oídos un rumor muy conocido en aquellos tiempos de disturbios: era el paso acompasado de una partida de tropa.
Poco después llamaron fuertemente a la puerta del mesón.
Al través de una puerta vidriera que comunicaba del establo a un horno, por el cual se entraba en la cocina, vio soldados, a cuyas primeras palabras comprendió que pedían un guía.
En aquella ocasión, nada carecía de importancia para Berta; temía a un tiempo por su padre, Michel y Pedrito, y no quiso marchar sin saber lo querían: segura de no ser conocida bajo el traje de aldeana que llevaba, pasó del establo al horno y penetró en la cocina.
Un teniente mandaba la partida.
—¿No hay ningún hombre en la casa? —preguntó a la dueña.
—No, señor —repuso la vieja—; mi hija es viuda, y el único mozo que tenemos se ha ido no sé dónde.
—Precisamente hubiera querido encontrar a vuestra hija —añadió el oficial—; si estuviese aquí, nos serviría de guía como en la famosa noche de la cuesta de Baugé, y si ella misma no pudiera, nos elegiría uno del cual podríamos fiarnos, mientras que con esos tunantes campesinos que son medio chuanes, es difícil viajar con seguridad.
—Si la viuda Picaut está ausente, quizás haya un medio de reemplazarla —dijo Berta avanzando con paso seguro—: ¿Vais lejos, señores?
—¡Pardiez! —exclamó el teniente aproximándose—. Mirad, ¡qué guapa y arrogante joven! Guiadme a dónde queráis, hermosa criatura, y os seguiré con mucho gusto.
Berta bajó los ojos, y se puso a retorcer la punta de su delantal, como lo hubiera hecho una sencilla aldeana.
—Si no vais muy lejos, señor, y el ama lo permite, puedo acompañaros, pues conozco perfectamente las cercanías.
—Acepto —dijo el teniente.
—Pero con la condición de que no he de volver sola —prosiguió Berta—, pues tendría miedo.
—Os acompañaré, reina mía —dijo el oficial—, aunque esa condescendencia haya de costarme la charretera. Veamos —continuó—, ¿sabéis dónde está la Banloeuvre?
Al oír el nombre del cortijo propiedad del barón, en el cual había ella permanecido dos días con el marqués y Pedrito, estremecióse Berta, un sudor glacial bañó su frente y su corazón palpitó con violencia.
—¿La Banloeuvre? —repitió dominando su emoción—. ¿Es lugar o quinta?
—No, es una granja.
—¿Y a quién pertenece?
—A un caballero de esta comarca.
—¿Queréis alojaros en la Banloeuvre?
—No, vamos a una expedición.
—¿Qué significa expedición? —interrogó la doncella.
—¡Hola!, muy bien —dijo el teniente—; he aquí una muchacha deseosa de instruirse.
—Es muy natural: si os acompaño u os hago acompañar a la Banloeuvre, a lo menos debo saber para qué vais allá.
—Vamos —dijo el subteniente terciando en el diálogo para echarla de bromista—, vamos a pasar un blanco por la lejía de plomo, a fin de que se vuelva azul.
—¡Ah! —exclamó Berta no pudiendo reprimir una exclamación de terror.
—¡Diablo!, ¿qué tenéis? —interrogó el teniente—. Si os hubiesen dicho el nombre del que vamos a prender, creería que estáis enamorada de él.
—¡Yo! —exclamó Berta apelando a toda la energía de su carácter para ahogar el espanto que le oprimía el corazón—; ¡yo enamorada de un caballero!
—Se han visto reyes que se han llegado a casar con pastoras —observó el subteniente.
—¡Vaya! —exclamó el teniente—, no parece sino que la pastora va a desmayarse como una gran señora.
—¡Yo! —volvió a exclamar Berta con forzada sonrisa—, ¡para qué me desmayaría! Esas son cosas que se aprenden en la ciudad y no en el campo.
—La verdad es que os habéis puesto muy pálida, hermosa niña.
—No es extraño, puesto que habláis de fusilar a un hombre como de matar un conejo en el bosque.
—Y no es lo mismo, no —dijo el subteniente—: Un conejo fusilado puede asarse, mientras que un chuán no es bueno para nada.
Berta no pudo ocultar el disgusto que le causaba la pesada broma del oficial.
—¿Acaso no sois patriota como vuestra ama? —interrogó el teniente.
—Soy patriota; pero aunque aborrezco a mis enemigos, todavía no he podido acostumbrarme a mirar su muerte con indiferencia.
—Os aseguro que os acostumbraríais —dijo el oficial—. Nosotros también hemos tenido que acostumbrarnos a pasar las noches al raso en lugar de pasarlas en la cama; hace poco, cuando el maldito campesino ha llegado al puesto de San Martín y por su culpa tuve que ponerme en marcha, he dado al diablo la carrera, pero ahora veo que tiene sus compensaciones, de modo que en este momento en vez de maldecirla la encuentro excelente.
Y sin duda para acrecentar las delicias de la situación, el oficial se inclinó y quiso besar el cuello de la doncella.
No esperaba Berta esa agresión, y al sentir en su rostro el hálito del joven, irguióse roja como la grana, trémulos de ira los labios y centelleantes de indignación los ojos.
—¡Oh!, ¡oh! —prosiguió el teniente—, ¿por un besito os enfadáis, hermosa?
—¿Por qué no?, ¿creéis acaso que porque soy una pobre aldeana puede cualquiera insultarme impunemente?
—¡Insultar impunemente! ¡Cómo habla la mocita! —dijo el subteniente—. ¡Y dirán todavía que estamos en un país de salvajes!
—¿Sabéis —dijo el teniente—, que me vienen ganas de prenderos por sospechosa y no soltaros hasta que paguéis el rescate que exigiré por vuestra libertad?
—¿Qué rescate sería ese?
—El beso que me negáis.
—No quiero que me lo deis, pues no sois mi padre, mi hermano, ni mi marido.
—Es decir que nadie más que ellos tienen derecho a besar esas lindas mejillas.
—Sin duda.
—¿Por qué motivo?
—No quiero faltar a mis deberes.
—¿Vuestros deberes?, ¡vaya una gracia!
—¿Creéis, por ventura, que no tenemos deberes como vosotros?, vamos a ver (Berta procuró sonreírse): si yo, por ejemplo, preguntara el nombre del que vais a prender y hubieseis de faltar a vuestro deber por decírmelo, ¿por ventura me lo diríais?
—¡A fe mía! —repuso el oficial—, tendría poco mérito, pues no creo que haya grande inconveniente en que lo sepáis.
—¿Y si lo hubiese?
—¡Oh!, entonces no sé lo que haría. Es tanto lo que vuestros ojos me enloquecen, que no me atrevo a decir lo que haría, de veras. Y mirad, la prueba es que si no hay otro remedio, si sois tan curiosa como yo débil, os diré ese nombre y seré traidor a la patria; pero quiero el beso, lo exijo.
Tanto era el temor y sobresalto de Berta, y estaba, por otra parte, tan íntimamente convencida de que era Michel a quien amenazaba el peligro, que olvidó toda prudencia, y con la impetuosidad de su carácter, sin hacer caso de las murmuraciones a que su insistencia podría dar margen, presentó la mejilla al teniente, quien estampó en ella dos sonoros besos.
—Toma y daca —dijo sin poder contener una sonrisa—; el que vamos a prender se llama el señor de Veirée.
Retrocedió Berta, y miró al oficial.
Un presentimiento decíale que la había engañado.
—Vamos, vámonos; ¡en marcha! —dijo el teniente—, voy a pedir al alcalde lo que no he podido encontrar aquí.
Y dirigiéndose hacia Berta, agregó:
—Sea cual fuere el guía que proporcione, ninguno me gustará tanto como vos, ¡hermosa criatura!
Exhaló un suspiro afectado, y dirigiéndose a la tropa, ordenó:
—¡Ea!, soldados, en marcha.
El subteniente y algunos soldados que habían entrado con el oficial, salieron a reunirse con los que habían permanecido fuera.
El teniente pidió candela para encender un cigarro, y viendo que Berta buscaba en vano una pajuela, sacó un papel y encendiólo en la lámpara. La doncella que estaba observando todos sus movimientos, miró el papel que la llama empezaba ya a abrasar, y entre las amarillentas arrugas leyó distintamente el nombre de Michel.
—Ahí ya había dudado —dijo para sí—: Ha mentido; sí a Michel es a quien quieren prender.
Y como el oficial había arrojado al suelo el papel a medio quemar, puso ella el pie encima con tanta turbación, que el teniente la aprovechó para darle otro beso.
En el momento en que la joven se volvía a él, díjola, poniéndose un dedo en la boca:
—¡Chito!, ya sé que no sois aldeana: velad por vos si tenéis que ocultaros, pues si con los que os buscan desempeñáis tan mal el papel como conmigo, que no tengo orden de buscaros, estáis perdida.
Y dicho eso, salió apresuradamente, sin duda para no perderse a sí mismo.
Ni siquiera esperó Berta que se hubiese cerrado la puerta para recoger el pedazo de papel.
Era la denuncia que Courtin había enviado a Nantes por conducto de un aldeano y que este, para abreviar el viaje, había entregado al jefe del primer destacamento que encontró en el camino, el cual era el de San Martín, próximo al de San Filiberto.
Bastó lo que había escrito en el parte del alcalde de La Logerie, para dar a conocer a Berta el destino de la gente armada que se encaminaba a la Banloeuvre.
La doncella pensó enloquecer en aquel momento. Si la sentencia pronunciada contra el barón era ejecutoria para los soldados, y la broma del subteniente parecía dárselo a entender, Michel habría muerto antes que transcurriesen dos horas.
Viole ensangrentado, acribillado el pecho a balazos, y regando la tierra con su sangre; y fuera de sí preguntó a la vieja:
—¿Dónde está Juan Oullier?
—¿Juan Oullier? —interrogó la anciana con estupor—; no sé lo que queréis decir.
—Os pregunto: ¿dónde está Juan Oullier?
—¿Y qué? ¿Juan Oullier no murió?
—Y vuestra hija, ¿dónde ha ido?
—¡Toma!, no lo sé. A su edad puede ser dueña de sus acciones, y nunca me dice a dónde va.
Berta pensó en la casa de Picaut; pero para ir allí necesitaba una hora, y entretanto podían matar a Michel.
—Pronto volveré —exclamó—; decidla que no he podido ir en seguida a dónde sabe, pero que iré antes de que amanezca.
Y corriendo al establo, montó a caballo y partió al trote largo, de modo que podía muy bien adelantar a los soldados en más de media hora.
Al cruzar la plaza de San Filiberto, oyó a la derecha los pasos de la partida que se alejaba, y saliendo del pueblo pasó con el caballo el Boulogne a nado, y tomó el camino más allá del bosque de Machecoul.
Por fortuna para Berta, su cabalgadura era mejor de lo que aparentaba; era un cuartago bretón que, cuando estando parado, tenía un aspecto triste y abatido como el de los hombres de su país, pero que como ellos también se enardecía con la acción, y de minuto en minuto cobraba bríos; abiertas las narices y sueltas al viento sus largas crines pasó del trote al escape, y acelerando la carrera devoraba el camino, y llanos, valles y setos, pasaban y desaparecían tras él con fantástica, velocidad, mientras Berta, inclinada sobre el pescuezo y aflojando toda la rienda, le aguijaba continuamente a latigazos.
Los aldeanos que al paso encontraba, al ver que el caballo y el jinete se desvanecían en la oscuridad tan rápidamente como aparecían, les tomaban por fantasmas y se santiguaban.
Pero su veloz que fuese aquella carrera todavía no lo era tanto como habría deseado Berta, para quien cada segundo era un mes y cada minuto un año, pues conocía la terrible responsabilidad que sobre sí pesaba, responsabilidad de sangre, de muerte y de ignominia a la vez. ¿Salvaría a Michel? Y habiéndole salvado, ¿llegaría a tiempo para conjurar el peligro que amenazaba a Pedrito?
Agolpábanse a su mente mil confusas ideas. Sentía no haber dado suficientes instrucciones a la madre de la viuda de Picaut, y acometíanla vértigos al pensar que después de la velocísima carrera del caballo bretón, este sucumbiría probablemente en el trecho del Banloeuvre a Nantes.
Reconveníase por emplear en provecho de su amor los recursos que podía preservar una cabeza tan preciosa a la nobleza de Francia. Sabía que nadie, sin las señas y contraseñas que ella sabía, podía llegar hasta el ilustre proscrito, y combatida por mil sentimientos diversos, fuera de sí y presa de una especie de embriaguez sólo acertaba a precipitar la carrera del caballo, la cual a lo menos refrescaba su cerebro enardecido por los terribles pensamientos que le agitaban.
Al cabo de una hora, llegaba al bosque de Touvois, donde le fue forzoso renunciar a aquella rapidez, pues estaba el camino tan lleno de baches, que el pobre jamelgo cayó dos veces. Púsolo al paso, calculando que llevaba bastante ventaja para que Michel pudiera huir a tiempo; cobró esperanzas y respiró satisfecha al pensar que el barón iba a deberle por segunda vez la vida.
Preciso es haber amado y experimentado las inefables fruiciones del sacrificio, para comprender el gozo que por algunos momentos sintió Berta, y lo satisfecha que se puso a la idea de que la existencia de Michel, por ella conservada, le costaría tal vez muy cara.
Estaba completamente sumida en sus pensamientos, cuando, a la claridad de la luna, vio las blancas paredes del cortijo, por entre algunas ramas de avellanos.
La puerta del patio estaba abierta. Apeóse Berta, ató el caballo a una de las argollas de la pared de la fachada, y entró sin hacer ruido, amortiguados sus pasos por la capa de estiércol que había en el patio.
Con gran sorpresa de Berta estaba a la puerta de la casa un caballo ensillado, caballo que lo mismo podía ser de Michel que de otro cualquiera, y la joven quiso averiguarlo antes de traspasar sus umbrales.
Al ver entreabierta una de las ventanas de la misma estancia en que Pedrito había pedido en nombre de Michel su mano al marqués de Souday, Berta acercóse lentamente y miró al interior, cuando exhaló un grito ahogado, sintiendo que le abandonaban las fuerzas.
Acababa de ver a Michel a los pies de María. Uno de los brazos del mancebo rodeaba el talle de su hermana, cuya mano acariciaba los cabellos del barón; ambos contemplábanse sonriendo, con aquella expresión de felicidad inequívoca para el que una vez ha amado.
El desaliento de Berta duró un segundo, tras el cual se precipitó a la puerta, y empujándola con violencia, presentóse en el umbral, suelta la cabellera, centelleantes los ojos, lívido el rostro y jadeante el pecho, como la estatua de la Venganza.
María exhaló un grito y cayó de rodillas, tapándose la cara con las manos.
Habíalo adivinado todo a la primera ojeada, tal era el trastorno que Berta mostraba.
Aterrado Michel por las miradas de esta, habíase levantado de pronto, y como si se encontrara delante de un enemigo, había echado maquinalmente mano a sus armas.
—¡Herid! —exclamó Berta al ver su ademán—, ¡herid, desgraciado!, y así coronaréis dignamente vuestra infidelidad y bajeza.
—Berta —balbució Michel—, oíd, dejad que os expliqué…
—¡De rodillas, de rodillas, vos y vuestra cómplice! —exclamó Berta—. De rodillas debéis pronunciar las odiosas mentiras que vais a forjar para disculparos. ¡Oh!, ¡infame!, yo que corría para salvarle la vida; ¡yo, que loca de terror y desesperación porque le amenazaba un gran peligro lo olvidaba todo, honor y deber!, ¡yo que ponía mi vida a sus pies, yo que no tenía más que una dicha, un placer, yo, que sólo anhelaba decirle: mira, Michel, mira si te amo! Llego y le encuentro faltando a sus juramentos y promesas, infiel a los sagrados lazos de gratitud, cuando no del amor, a los menos por el reconocimiento; ¿y con quién y por quién? ¡Por la que yo amaba más en el mundo después de él, por la compañera de mi infancia, por mi hermana! ¿No podías seducir a otra mujer, di, miserable? —prosiguió Berta, asiendo el brazo del joven y sacudiéndolo con violencia—; ¿acaso queréis arrebatarme en mi desesperación los consuelos que se hallan en el corazón de una hermana?…
—¡Escuchadme, Berta, os lo ruego! —dijo Michel—. Por fortuna, no somos tan culpables como creéis. ¡Oh!, ¡si supierais, Berta, si supierais!
—Nada quiero oír, sólo oigo mi corazón, traspasado de dolor y lleno de desesperación; ¡oigo solamente la voz de mi conciencia que me dice que eres un infame! ¡Dios mío! ¡Gran Dios! —exclamó mesándose con las crispadas manos los cabellos—; ¡Señor!, y este es el pago de mi ternura, de una ternura tan ciega, que cerraba los ojos y los oídos cuando me decían que este niño, que este niño femenil, pusilánime e irresoluto no era digno de mi amor… ¡Insensata de mí! ¡Yo creía que, aunque solo fuera por agradecimiento, amaría a la que se compadecía de su debilidad, a la que arrastraba las preocupaciones y la opinión pública para levantarse del vilipendio y lavar las manchas de su nombre deshonrado!
—¡Ah! —exclamó Michel irguiéndose—, ¡basta!, ¡basta!
—Sí, las manchas de tu nombre —repitió Berta—. ¡Ah!, te indignas, ¡mejor!, te lo repito, sí: las manchas más odiosas, más negras, más infames; las de la traición. ¡Oh!, ¡familia de traidores!, el hijo continúa la obra del padre; así debía esperarlo.
—¡Señorita, señorita! —dijo Michel—, abusáis del privilegio de vuestro sexo para insultarme, y es tal el insulto, que me ofendéis en lo más sagrado: en la memoria de mi padre.
—¿Por ventura tengo ahora sexo? ¡Ah!, no lo tenía cuando ahora mismo te burlabas de mí a los pies, de esta pobre loca; no lo tenía cuando hacías de mi hermana la más miserable de las criaturas. Y porque no me lamento, porque no me arrastro a tus pies, mesándome los cabellos y golpeándome el pecho, he aquí que de repente descubres que soy mujer, un ser a quien se debe respetar por su timidez, a quien no se debe hacer sufrir por su debilidad. No, no, para ti no tenía ni tengo sexo. Desde ahora, estás delante de una criatura que has ofendido mortalmente y que por esta razón te insulta. Barón de La Logerie, no sólo eres infame y traidor, sino que eres hijo de traidor e infame. Tu padre fue un malvado que vendió a Charette, y a lo menos expió su crimen con la vida. Barón de La Logerie, te han dicho que tu padre se suicidó en la caza o que fue muerto casualmente; mentira benévola y que yo desmiento. Matóle el que presenció su negra acción, matóle…
—¡Hermana mía! —gritó María, levantándose y tapando con la mano la boca de Berta—, vais a haceros culpable de una de esas faltas que reprocháis a los demás: vais a divulgar un secreto que no os pertenece.
—¡Sea!, pero que hable este hombre, que el desprecio que me inspira le haga alzar la cabeza, y que halle en su vergüenza y su orgullo el valor de quitarme una vida que me es odiosa, que no será más que un largo delirio, un martirio eterno: que acabe a lo menos lo que ha empezado. ¡Dios mío! —dijo Berta, de cuyos ojos comenzaba a brotar lágrimas—; ¡y permites que los hombres desgarren de esta manera los corazones de tus criaturas! ¡Señor! ¡Señor!, ¿quién me consolará en adelante?
—Yo —dijo María—, yo, buena y querida hermana, si quieres oírme y perdonarme.
—¡Yo perdonaros a vos! ¡Jamás! —exclamó Berta rechazando a María—, sois la compañera de este hombre, y ni siquiera os conozco; pero mirad uno por otro, pues vuestra traición debe seros funesta.
—¡Berta! ¡Berta!, no hables de ese modo, no nos maldigas; no nos insultes.
—¿Y qué queréis? —dijo Berta—, ¿no han de tener razón los que nos apellidan las Lobas?, ¿qué queréis que digan? Las señoritas de Souday han amado al señor Michel de La Logerie, y luego de dar palabra de casamiento a entrambas[50] (pues como a mí, también os la habrá dado el señor de La Logerie) se ha casado con otra. Sabed que eso sería monstruoso hasta para unas lobas.
—¡Berta! ¡Berta!
—Si he desdeñado ese epíteto, como también la vana consideración del decoro superficial —continuó la doncella cada vez más exaltada—; si en mi salvaje independencia, me he burlado de las conveniencias de la sociedad, es porque ambas, ¿oís bien lo que digo?, ambas teníamos el derecho de levantar la frente en nuestra independencia virtuosa y llena de honradez; es porque nuestra conciencia nos colocaba a tal altura, que nuestro desdén dominaba siempre las miserables calumnias; pero hoy declaro que lo que no me dignaba hacer por mí, lo haré por vos, María, matando a ese hombre si no se casa con vos. Basta y sobra un baldón en el nombre de nuestro padre.
—Este nombre no será deshonrado, te lo juro, Berta —exclamó María, arrodillándose de nuevo a los pies de su hermana que, sucumbiendo por último, había caído en una silla.
—¡Mejor!, será un dolor menos para la que no veréis más.
Y, retorciéndose las manos con desesperado ademán, continuó:
—¡Dios mío!, ¡haberles amado tanto y tener que aborrecerles!
—No, no me aborrecerás, Berta; tu dolor y tus lágrimas me duelen más que tu ira. ¡Perdóname! ¡Oh! Dios mío, ¿qué digo? Vas a creerme culpable porque te abrazo las rodillas y te pido perdón. No lo soy, ¡te lo juro! Yo te diré… pero no quiero que sufras, no quiero que llores. Señor de La Logerie —prosiguió María, volviendo a Michel su rostro bañado en llanto—, señor de La Logerie, olvidad lo pasado que es un sueño; es de día, idos, alejaos y olvidadme; partir en seguida.
—Cuidado con lo que haces, María —dijo Berta, cuya mano besaba y cubría de lágrimas su hermana—, mira que es imposible.
—Sí, si, es posible, Berta —repuso María mirando a su hermana con desgarradora sonrisa—. Berta, ambas tomaremos un esposo, cuyo nombre desafiará todas las calumnias del mundo.
—¿Cuál, pobre niña?
—¡Dios! —exclamó María, señalando al cielo.
No pudo Berta responder, pues el dolor le ahogaba; pero estrechó fuertemente a su hermana contra su corazón, mientras que Michel, anonadado, se dejaba caer en un escabel que había en un rincón de la estancia.
—Perdónanos —murmuró María al oído de su hermana—; no le acuses. ¡Ah!, ¿tiene él la culpa de que su educación le haya hecho tan tímido que no se atrevió a hablar cuando debía hacerlo? Ha tiempo que quiso advertirte, y yo sola se lo impedí, con la esperanza de llegar a olvidarle. ¡Ay!, el corazón es más fuerte que la voluntad. Pero ya no nos separaremos, querida hermana. Muéstrame los ojos y deja que te los bese. Nadie puede ya interponerse entre nosotras, nadie vendrá nunca a turbar y a desunir dos hermanas. ¡Vamos, pues!, los extraños sólo son buenos para eso. No, no; estaremos solas, y solas nos amaremos, solas con Dios, a quien nos habremos consagrado. ¡Oh!, todavía seremos felices en nuestro retiro, rogaremos por él, sí, rogaremos por él.
María pronunció estas palabras con desgarrador acento. Michel se había arrodillado ante Berta, sin que esta le rechazara, distraída como estaba, oyendo a su hermana.
En esto se presentaron algunos soldados en el umbral de la puerta, que Berta había dejado abierta de par en par, y el oficial que hemos visto en el mesón de San Filiberto, aproximándose al barón le puso la mano en el hombro.
—¿Sois el señor Michel de La Logerie? —preguntó.
—Sí, señor.
—En nombre de la ley, daos preso.
—¡Gran Dios!… —exclamó Berta abriendo los ojos a la realidad—, ¡gran Dios!, yo lo había olvidado. ¡Ah!, ¡yo soy quién le mata! Y allá abajo, ¿qué sucede?
—¡Michel, Michel! —gritó María olvidándolo todo ante el peligro que corría—; Michel, si mueres, moriré contigo…
—No, no morirá, te lo juro, hermana; seréis felices. Paso, caballero, paso —prosiguió Berta, dirigiéndose al oficial.
—Señorita —replicó este con dolorosa cortesía—; ¿cómo queréis que transija con mis deberes? Aunque en San Filiberto fueseis para mí una desconocida sospechosa, nada tenía que deciros, pues no soy comisario de policía; pero aquí os encuentro en flagrante rebelión contra la ley y os prendo.
—¿Prenderme en este momento?, pues no me prenderéis viva, caballero.
Y antes de que el oficial hubiese vuelto de su sorpresa, saltó Berta por la ventana al patio y corrió a la puerta, guardada por los soldados. La doncella dirigió una rápida mirada en torno de la casa, y vio el caballo de Michel que, espantado por la aparición de la tropa y por el ruido, corría por el patio, y aprovechando la confianza del teniente en las medidas adoptadas para cercar la casa, saltó sobre el caballo y pasó como un rayo por delante del asombrado oficial, llegó a un punto donde la tapia estaba algo desmoronada, y aguijó tan fuertemente con la brida y los talones al animal, excelente caballo inglés, que le hizo franquear el obstáculo, el cual tenía cerca de cinco pies, y lanzóse en la llanura.
—¡No tiréis!, ¡no tiréis a esa mujer! —gritó el oficial, no considerando tan importante la captura que se decidiera a tomarla muerta no pudiendo hacerlo viva.
Los soldados que rodeaban la casa, no oyeron o no comprendieron la orden, y una granizada de balas silbó en torno de Berta, la cual, contando con la rápida carrera del caballo inglés, huía en dirección a Nantes.