ARA seguir al judío en su casi milagrosa fuga, hemos abandonado a nuestro antiguo conocido Courtin, tendido en el suelo, atado de pies y manos, rodeado de una oscuridad profunda, y entre los dos bandidos heridos.
El rumor de la anhelosa respiración de maese Jaime, y los gemidos de José le causaban tanto pavor como antes sus amenazas: temiendo de que uno u otro se acordara de que él también estaba allí y quisiera matarle no osaba respirar por temor de que le oyeran.
Sin embargo, prevalecía en él otro sentimiento más poderoso que el instinto de conservación, quería hasta el último instante ocultar a los que podían ser sus verdugos el precioso cinto que continuaba apretado contra su corazón, y para ello se atrevió a lo que quizá no habría hecho para salvar su vida. Dejándolo resbalar poco a poco sobre el pecho, ahogando el rumor metálico que podía producir gracias a una presión hábil y a un instinto magnético, como si sus nervios hubieran comunicado con el oro, hízolo llegar al suelo, y arrastrándose insensiblemente consiguió cubrirlo con su cuerpo.
Apenas acababa de realizar tan difícil maniobra, oyóse la puerta de la torre que rechinaba al girar en sus mohosos goznes, y volviendo los ojos hacia aquella parte vio una especie de fantasma vestido de negro, que avanzaba pálido, con una tea en la mano y arrastrando con la otra por la bayoneta un pesado fusil, cuya culata resonaba al chocar en las baldosas.
Al través de las sombras de la muerte que ya se extendía ante sus ojos, José Picaut vio la aparición, y exclamó con angustiada voz:
—¡La viuda! ¡La viuda!
La viuda de Picaut, pues ella era, en efecto, adelantóse despacio, y sin mirar al alcalde de La Logerie ni a maese Jaime, quien, aplicada la mano izquierda a la herida que le traspasaba verticalmente el pecho, procuraba incorporarse sobre la derecha, detúvose delante de su cuñado y le contempló con expresión amenazadora.
—¡Un sacerdote!, ¡un sacerdote! —exclamó el moribundo espantado por aquel sombrío fantasma, y sintiendo a su vista un remordimiento.
—¡Un sacerdote!… ¿De qué te serviría un sacerdote? ¿Devolvería, por ventura, la vida del hermano que asesinaste?
—No, no asesiné a Pascual —exclamó Picaut—, lo juro por la eternidad a donde voy a pasar.
—No le asesinaste; pero dejaste obrar a los asesinos, si no les impulsaste al crimen, y no contento con eso, hiciste fuego sobre mí, en términos que, a no ser la mano de un buen hombre que desvió el tiro, en una sola noche habrías sido dos veces fratricida. Pero has de saber que no he vengado el mal que quisiste hacerme, sino que la mano de Dios te hiere por la mía, Caín.
—¡Cómo! —exclamaron a la vez José Picaut y maese Jaime—, ¿ese tiro?…
—Yo lo he disparado; yo, que estaba segura de sorprenderte otra vez en el crimen: sí, José, sí, tú, tan valiente y seguro de tu fuerza, humíllate ante el decreto de la Providencia: mueres por mano de una mujer.
—¡Qué me importa la mano que me hiere!, puesto que muero, de Dios viene el golpe. Te suplico, mujer, que me dejes aprovechar mi arrepentimiento; haz qué pueda reconciliarme con el Cielo que he ofendido; tráeme un sacerdote, mujer, te lo suplico.
—¿Tuvo tu hermano un sacerdote en su última hora? ¿Le diste tiempo para reconciliarse con Dios, cuando cayó asesinado por tus cómplices en el vado de Boulogne? No: ojo por ojo, diente por diente. Muere de muerte violenta, muere sin auxilio espiritual ni temporal, como ha muerto tu cómplice; y todos los malhechores que en nombre de cualquier bandera labran la ruina de su patria y llevan el luto al seno de las familias, bajen contigo a lo más profundo del infierno.
—¡Mujer! —exclamó maese Jaime, incorporándose—: Cualquiera que sea su crimen y por más daño que os haya hecho, no es prudente que le habléis de esa manera; perdonadle, por el contrario, a fin de que también os perdonen.
—¿A mí? —exclamó la viuda—, ¿quién puede acusarme?
—El que habéis muerto sin quererlo, el que ha recibido la bala que destinabais a él, el que os habla, en fin, yo, herido por vuestra mano.
Exhaló la viuda una exclamación de asombro y casi de espanto, al oír lo que acababa de decir Jaime.
Como se adivinará fácilmente, habiendo sorprendido la viuda el proyecto de los dos cómplices, había acechado la llegada de Courtin, y viéndole entrar en la torre, fue por la galería exterior a la plataforma, donde, por la abertura del techo, hizo fuego sobre su cuñado.
Ya hemos visto que, a causa del movimiento que hizo maese Jaime para proteger a Courtin, aquel había recibido el tiro.
Por el pronto, la viuda quedó aturdida al saber que había equivocado el blanco de su odio; pero recordando luego con quién se las había, dijo:
—Aunque así fuese, aunque hubiese herido a uno por otro, ¿no os he herido cuando ibais a ejecutar un nuevo crimen? ¿No he salvado la vida de un inocente?
A esta última palabra una siniestra sonrisa crispó los descoloridos labios de maese Jaime, cuya mano buscó en el cinto la otra pistola.
—Tenéis razón —dijo—, ahí hay un inocente en quien yo no pensaba. ¡Pues bien!, puesto que me lo recordáis, voy a expedirle el diploma de mártir; no quiero morir sin dejar mi obra terminada.
—No mancharéis de sangre vuestra última hora, como habéis manchado toda vuestra vida, maese Jaime —exclamó la viuda, poniéndose entre Courtin y el chuán—; yo sabré impedirlo.
Y caló a maese Jaime la bayoneta del fusil.
—¡Bien! —dijo el jefe de los lapins, como resignándose—. Si Dios me concede tiempo y fuerzas, pronto os diré quiénes son los dos bribones que tomáis por inocentes. Por ahora, dejo la vida a este; pero, en cambio, perdonad a vuestro pobre hermano y mereceréis el perdón que os he otorgado hace un momento. ¿No oís su respiración? Dentro de diez minutos, tal vez sea tarde.
—No, no; ¡jamás!, ¡jamás! —replicó sordamente la viuda—. No a mí, sino a Dios, hay que implorar perdón.
—No —repuso el moribundo con débil voz y moviendo la cabeza—; no me atrevo a rogar a Dios, mientras sobre mí pese vuestra maldición.
—Pues ruega a tu hermano y pídele perdón.
—¡Mi hermano!… —murmuró José, cerrando los ojos, como si entreviera la terrible sombra—, ¡mi hermano!, ¡voy a verle, voy a encontrarme cara a cara con él!
Y trataba de rechazar con la mano el sangriento fantasma qué parecía atraerle.
En seguida, en voz apenas inteligible, dijo:
—¡Hermano!, ¡hermano!, ¿por qué apartas la cabeza, cuando te imploro?, en nombre de nuestra padre, Pascual, déjame abrazar tus rodillas; acuérdate de las lágrimas que juntos vertimos en la niñez, combatiendo ya contra los primeros azules; perdóname por haber seguido la terrible senda a que nos arrastró nuestro padre. ¡Ay de mí!, yo no sabía entonces que algún día nos encontraríamos en ella como enemigos. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, no respondes, Pascual, y continúas desviando la cabeza. ¡Oh, dios mío!, ¡oh!, ¡pobre Luisito, que ya no te veré más —continuó el chuán—, ruégale por mí, ruégale por tu padre! Él te amaba como a hijo propio: suplícale en nombre de tu padre moribundo, que permita llegar hasta el trono de Dios a un pecador arrepentido. ¡Oh, hermano, hermano! —balbuceó con una expresión de gozo que rayaba en éxtasis—; te enterneces, perdonas, y tiendes la mano al niño. ¡Dios mío, disponed ahora de mi alma, que ya mi hermano me ha perdonado!
Y cayó inerte al suelo, del cual se había levantado con un supremo esfuerzo, para tender los brazos a la visión.
Durante aquel tiempo, habíanse calmado poco a poco el odio y la sed de venganza que respiraba la fisonomía de la viuda; cuando José habló del niño a quien el desventurado Pascual amaba como a un hijo, asomáronsele las lágrimas a los ojos; y cuando al resplandor de la tea vio que el rostro del moribundo se iluminaba con cierta aureola divina, cayó de rodillas y asiendo la mano del herido le dijo:
—Ya te creo, ya te creo, José. Dios abre los ojos del moribundo y entreabre ante ellos las celestes alturas. Como Pascual te ha perdonado, yo te perdono; cómo él ha olvidado, yo olvido; sí, y lo olvido todo, para acordarme solamente de que eres hermano suyo; hermano de Pascual, muere en paz.
—Gracias, gracias —balbució José, cuya voz se enronquecía más y más, y cuyos labios empezaban a teñirse de rojiza espuma—; gracias. Pero ¿y mi mujer?, ¿y mis hijos?…
—Tu esposa es mi hermana, y tus hijos son mis hijos —dijo solamente la viuda—. Muere en paz, José.
Llevóse el chuán la mano a la frente como para santiguarse: sus labios aún murmuraron algunas palabras que nadie comprendía, y abriendo desmesuradamente los ojos, exhaló el último suspiro.
—¡Amén! —dijo maese Jaime.
La viuda permaneció un rato arrodillada y orando junto al cadáver; pero admirada de que sus ojos tuviesen lágrimas que derramar, por quien tanto le había hecho llorar a ella.
Al cabo de una larga pausa, que sin duda a maese Jaime no le convenía, rompió el silencio, exclamando:
—¡Voto al diablo! Nadie diría que aquí hay todavía un cristiano vivo; y digo uno porque no llamo cristianos a los judas.
Estremecióse la viuda, pues al lado del muerto habíase olvidado del moribundo.
—Me voy a casa y os enviaré socorro —le dijo.
—¡Socorro!, ¡para qué lo quiero! Me curarían para llevarme a la guillotina; gracias, pues, viuda Picaut, prefiero la muerte del soldado: la tengo y no la suelto.
—¿Quién os dice que yo piensos entregaros?
—¿No sois azul y mujer de azul? ¡Diantre!, la captura de maese Jaime vale la pena de figurar en vuestra hoja de servicios, viuda.
—Mi marido era patriota, y heredé sus opiniones, no lo niego; pero ante todo me repugnan los traidores y la traición, y por todo el oro del mundo no entregaría a nadie, ni a vos siquiera.
—Os repugna la traición, ¿oyes tú, bellaco? ¡Pues bien!, esa es también mi opinión.
—Vamos, Jaime, dejad que llame.
—No —respondió este—, tengo lo que me basta, lo siento y lo sé; he causado tantas heridas como esta, que las entiendo: dentro de dos o tres horas a lo más, habré pasado al grande erial, al último, el bueno y magnífico, al erial de Dios. Pero, oídme: este que aquí veis —continuó empujándole con el pie—, este infame, por un puñado de oro ha vendido una cabeza que para todos debía ser sagrada, no sólo por ser una de las destinadas a ceñir corona, sino porque su corazón es noble y generoso.
—Esa cabeza se refugió en mi casa —dijo la viuda conociendo a Pedrito en el retrato que Jaime acababa de trazar.
—Sí, vos la salvasteis una vez, y eso os engrandece a mis ojos, viuda Picaut, inspirándome la idea de pediros una cosa.
—Veamos, decidla, hablad.
—Acercaos y prestad oído; vos sola debéis oír lo que voy a deciros.
Pasó la viuda al lado opuesto de Courtin e inclinóse hacia el herido, quien la dijo en voz baja:
—Es preciso que aviséis al hombre que tenéis en casa.
—¿A quién? —preguntó la viuda con estupor.
—Al que ocultáis en vuestro establo, al que cada noche asistís y consoláis.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—¡Toma!, ¿creéis, acaso, que se oculta algo a maese Jaime? Os digo la pura verdad, viuda Picaut, y maese Jaime el chuán, maese Jaime el bandido, os dice que a pesar de la manera que tratáis a vuestros parientes, se envanecería de serlo.
—Ved que está convaleciente, y apenas puede tenerse en pie.
—Es hombre, y no hay cuidado, ya tendrá fuerzas; es hombre, repito, y habrá pocos o ninguno que se le parezcan —dijo el vendeano con fiero orgullo—. Seguro estoy de que sabía el infame proyecto de esos dos pícaros, y creyendo vivir, proponíase hacer con ellos un escarmiento; pero el hombre propone y Dios dispone: en cuanto a este, el dinero le ha tentado; a propósito, en alguna parte lo hallaréis.
—¿En qué lo emplearemos?
—Dad la mitad a los huérfanos de los blancos y los azules que han muerto en la guerra: esa es mi parte, lo que a mí me corresponde; la otra es de José y podéis entregarla a sus hijos.
Exhaló Courtin un suspiro de angustia, pues las últimas palabras fueron pronunciadas demasiado altas para que dejara de oírlas.
—No —dijo la viuda—, no, es el oro de Judas y les sería fatal; gracias, no quiero ese dinero para los niños, por más inocentes que sean.
—Tenéis razón, dadlo todo a los pobres; las manos que reciben la limosna lo purifican todo, incluso el crimen.
—¿Y él? —interrogó la viuda señalándole con el dedo, pero sin mirarle.
—¿Él?, está bien sujeto, bien atado, ¿no es verdad?
—Así parece.
—Pues el otro decidirá de su muerte.
—Corriente.
—A propósito, tomad, viuda Picaut, regaladle este tabaco que ya no necesito. Creo que lo recibirá con mucho gusto. ¡Vaya! —continuó el jefe de los lapins—, no parece sino que voy a morir de mala gana. ¡Ah!, diera mis veinticinco mil francos por asistir a su entrevista. ¡Será graciosa! ¡Pero!… lo mismo da un millón que cuatro sueldos cuando uno se muere.
—No permaneceréis aquí —dijo la viuda—; os trasladaremos a una estancia del castillo, y allí a lo menos podréis recibir a un sacerdote.
—Como queráis, viuda; pero antes hacedme el favor de mirar si el perillán está bien atado, pues aseguro que moriría muy descontento a la sola idea de que pudiera escaparse del zafarrancho que le espera.
La viuda inclinó la tea hacia Courtin: estaba este tan estrechamente atado que tenía las carnes hinchadas y amoratadas, y en su rostro, más lívido que el de maese Jaime, se retrataba la angustia que sufría.
—No, no puede moverse —repuso la viuda—; por otra parte, le encerraré bajo llave.
—Sí ¿pero, no obstante, volveréis pronto? Idos en seguida.
—Estad tranquilo.
—¡Gracias! ¡Oh!, las gracias que os doy no son tan expresivas como las que va a daros el otro, ya veréis.
—Bueno, dejad que os traslade al castillo, donde recibiréis los auxilios que vuestro estado reclama. Descuidad; tanto el médico como el confesor no dirán una palabra.
—¡Qué me place! No dejará de ser chistoso que Maese Jaime muera en una cama, siendo así que toda su vida ha dormido sobre la hierba o entre la maleza.
Tomó la viuda en brazos al vendeano, y llevándolo al aposento de que hemos hablado, acostóle en una cama.
Maese Jaime, a pesar de los dolores que debía experimentar, permanecía alegre y burlón al aproximarse la muerte; su carácter era muy diferente al de sus compatriotas, y no se desmentía un solo momento.
Sin embargo, en medio de los sarcasmos que dirigía tanto a lo que había defendido como a lo que había atacado, no cesó de rogar a la viuda Picaut que cuanto antes llevara a Juan Oullier el recado que le diera.
Instada de este modo por él, apenas la viuda hubo encerrado a Courtin en la antigua frutería, atravesó el huerto y entró en la posada, donde encontró a su anciana madre llena de susto por los tiros que había oído, y temerosa de que su hija hubiese sido víctima de alguna asechanza de su cuñado.
La viuda Picaut no la dijo nada de lo acontecido, y rogóla que no dejara entrar a nadie en las ruinas. Disponíase a salir cuando llamaron suavemente a la puerta.
—Madre —dijo entonces—, si algún forastero pide posada para esta noche, decid que no tenemos ningún aposento; nadie debe entrar aquí esta noche. La mano de Dios está sobre la casa.
Llamaron otra vez.
—¿Quién va? —interrogó la viuda abriendo la puerta y cerrando el paso con su cuerpo.
Apareció Berta en el dintel y dijo:
—Señora, esta mañana me habéis dicho que teníais que comunicarme un asunto de importancia.
—¡Ah!, tenéis razón —dijo la viuda—; lo había olvidado.
—¡Jesús! —exclamó Berta al ver grandes manchas de sangre en el vestido de la viuda—, ¿ha. Sucedido tal vez alguna desgracia a María, a mi padre o a Michel?
Y a pesar de la fortaleza de ánimo de la doncella, trastornóla tanto esta última idea, que hubo de apoyarse en la pared para no caer.
—Tranquilizaos —repuso la viuda—, no quería participaros una desgracia; al contrario, quería deciros que un amigo vuestro a quien creíais muerto, vive y desea veros.
—¡Juan Oullier! —exclamó Berta adivinando en seguida de quien se trataba—; ¡Juan Oullier!, de él queréis hablar, ¿no es cierto? ¡Vive!, ¡oh!, ¡bendito sea el Cielo! ¡Cuánto se alegrará mi padre!, llevadme al instante a su lado, señora, os lo suplico.
—Esa era mi intención esta mañana; pero desde entonces han pasado muchas cosas, y tenéis que cumplir un deber más urgente.
—¡Un deber!, ¿cuál? —preguntó Berta admirada.
—El de ir a Nantes sin demora, pues dudo de que, encontrándose tan postrado el pobre Juan Oullier pueda hacer lo que esperaba maese Jaime.
—¿Para qué he de ir a Nantes?
—Para decir a la que llamáis Pedrito que han vendido el secreto de su refugio. ¡Ojalá lleguéis a tiempo para que pueda encontrar otro asilo!
—¿Quién ha sido el traidor? —preguntó Berta.
—El que una vez ya mandó los soldados a mi casa para prenderle; el alcalde de La Logerie.
—¡Courtin!, ¿le habéis visto?
—Sí —repuso lacónicamente la viuda.
—¡Oh! —exclamó Berta juntando las manos—, ¿no podría verle?
—¡Joven, joven! —exclamó la viuda sin responder a la pregunta—; los partidarios de aquella mujer me dejaron viuda, y os digo que os apresuréis: ¿vacilaríais en partir, vos que os preciáis de servir su casa?
—Tenéis razón: no vacilo y parto.
Y en efecto, la doncella hizo ademán de salir.
—No podéis ir a pie, pues no llegaríais a tiempo: id al establo y decid al mozo que os ensille el caballo que queráis.
—Lo ensillaré yo misma —dijo Berta—. ¿Y qué podrá hacer por vos, pobre viuda, la que por segunda vez habéis salvado?
—Decidla que se acuerde de lo que la dije en mi cabaña, junto al lecho donde yacían dos hombres que por ella murieron; decidla que es un crimen traer el desorden y la guerra a un país donde sus mismos enemigos la defienden de los traidores. ¡Id, pues, señorita, id con Dios y que él os guíe!
Y así diciendo, salió la viuda de la casa, dirigióse a la del cura de San Filiberto, suplicándole que pasara al castillo, y en seguida encaminóse apresuradamente al cortijo.