NTES de seguir adelante, necesitamos decir algunas palabras respecto a la situación topográfica de la aldea de San Filiberto, pues sin ellas sería difícil enterarse circunstancialmente de las escenas que vamos a referir.
La aldea que nos ocupa está situada al extremo del ángulo que forma el Boulogne al desembocar en el lago de Grandlieu, y a la margen izquierda de este río.
La iglesia y las principales casas del pueblo se encuentran a un kilómetro, próximamente, del lago. La ancha y única calle sigue el curso del río, y cuanto más se aleja, más diseminadas están las casas, siendo muy escasas y humildes, de modo que cuando se divisa la gran sabana de agua azul rodeada de cañaverales, adyacente a la calle, ya sólo se alzan en torno tres o cuatro chozas de paja y cañas donde se albergan algunos pescadores.
No obstante, hay, o entonces había, una excepción en aquel decremento del floreciente estado del lugar de San Filiberto.
A corto trecho de las mencionadas chozas, se encuentra una casa de piedra de sillería y ladrillo, con contraventanas verdes, rodeada de gavillas de paja y heno como un campamento lo está de centinelas, y poblada de un sinnúmero de vacas, cabras, gallinas y patos, que mugen y balan en el establo las unas, y los otros cacarean y parpan[48] delante de la puerta picando el polvo del camino.
Este camino sirve de patio a la casa, que si bien carece de esa útil dependencia, posee, en cambio, los huertos más hermosos y productivos del país.
Desde el camino, por encima de los tejados y al nivel de las chimeneas, divísanse copas de árboles cargados en la primavera de la rosada nieve de sus flores, en verano de frutos de todas clases, y de verdor durante nueve meses del año; y estos árboles, formaban, al Sur, un anfiteatro de unos doscientos metros, se extienden hasta una altura coronada de ruinas que al Norte dominan las aguas del lago de Grandlieu.
La casa es la posada propiedad de los parientes de la viuda Picaut, y las ruinas son las de San Filiberto de Grandlieu.
Los altos muros, las gigantescas torres de una de las más célebres Baronías de la provincia, edificada para imponer respeto y temor a la comarca y señorear las aguas del lago, con sombrías bóvedas cuyos ecos respondían al rumor de las espuelas del conde Gil de Retz cuando pisaba sus baldosas meditando sus monstruosas obscenidades, cubiertas entonces de hiedra y alelíes silvestres, y hendidas por todos lados, han llegado al más lamentable extremo de decadencia; de grandes, imponentes y terribles que eran, vinieron a degenerar humildemente a militares, viéndose por fin reducidas a hacer la fortuna de una familia de aldeanos, descendientes de pobres siervos que, en otra época, seguramente les miraban temblando.
Estas ruinas resguardan los huertos del cierzo, viento fatal a la florescencia, y hacen que aquel pedazo de tierra sea un verdadero paraíso donde todo brota, todo medra, desde el peral indígena hasta la vid, desde el serbal de áspero fruto hasta la higuera.
Y no era ese el único servicio que la antigua fortaleza feudal prestaba a sus nuevos propietarios: en los bajos, oreados por impetuosas corrientes de aire, tenían paseras[49] donde los productos del huerto, conservándose hasta pasada su estación ordinaria, adquirían doble precio; y en las mazmorras donde Gil de Retz sepultaba a sus víctimas, habían establecido una lechería cuya manteca y queso gozaban de merecida fama.
Esto es lo que el tiempo había hecho de la titánica obra de los señores de San Filiberto.
Ya que acabamos de ver lo que era en la época a que se refiere nuestra historia, digamos algo de lo que era en sus mejores tiempos.
El castillo de San Filiberto consistía primitivamente en un vasto paralelogramo cercado de muros, bañado de un lado por las aguas del lago, y por otro defendido por un ancho foso practicado en las rocas, el cual se inundaba con las propias aguas del lago.
Cuatro torres cuadradas flanqueaban los ángulos de aquella grandiosa mole de piedra, un castillejo con rastrillo y puente levadizo defendía la entrada, y frontero al castillejo, otra torre más elevada e imponente que las demás dominaba el edificio y el lago que por sus lados lo rodeaba. A excepción de esta última torre y del castillejo, la fortaleza estaba casi derruida, y aun el tiempo solamente había respetado a medias la torre, pues las vigas carcomidas del techo del primer piso, incapaces de sostener las piedras que de día en día se amontonaban sobre ellas, habían caído al piso bajo, no dejando otro paso a la torre que el de la plataforma.
En aquellos bajos había establecido su pasera principal el abuelo de la viuda de Picaut.
Las puertas y ventanas de aquella parte de la torre encontrábanse en muy buen estado, pero las otras y la muralla del principal cuerpo del edificio estaban en completa ruina.
El castillejo, casi intacto como la susodicha torre, hallábase coronado de espesa hiedra, la cual le servía de tejado, y encerraba dos piececitas, que, a pesar de la colosal apariencia del edificio, nunca habían tenido más de ocho o diez pies en todos sentidos, pues tal era el grueso de las murallas.
El patio interior, que antes sirviera de plaza de armas a los defensores del castillo, obstruido por los escombros que los años habían amontonado, sembrado de columnas, de almenas enteras, de arcos, estatuas y figuras, estaba completamente intransitable.
Huelga decir que, a excepción de la época en que estaba provista la frutería, nadie habitaba ni frecuentaba las ruinas de San Filiberto: sólo entonces se ponía un guardián que pernoctaba en la torre, permaneciendo la puerta cerrada el resto del año, tiempo durante el cual las ruinas quedaban a merced de los aficionados a recuerdos históricos y de los muchachos del pueblo que allí acudían en busca de nidos, flores y peligros, cosas todas que son gratas a la infancia.
Aquellas ruinas eran el lugar de la cita que Courtin había dado al extranjero, quien sabía que en aquella hora señalada estarían desiertas, pues al declinar el día, su mala reputación ahuyentaba a los que, mientras el sol brillaba en el horizonte, corrían como lagartos por sus dentelladas aristas.
El alcalde de La Logerie había salido a pie de Nantes a eso de las cinco, y caminaba tan aprisa, que una hora antes de anochecer atravesaba ya la selva que conduce a San Filiberto.
En aquel pueblo, maese Courtin era un personaje: verle faltar una vez al Santiago el Mayor, a cuya puerta solía dejar su caballo Jolicoeur, habría sido un suceso que todos habrían extrañado. El alcalde de La Logerie se detuvo, según costumbre, delante de la puerta de Santiago el Mayor, donde tuvo con los habitantes de San Filiberto, reconciliados con él desde el doble revés del Chéne y de la Pénissiére, una conversación que, en la situación en que se encontraba, no carecía de importancia.
—¿Es cierto lo que dicen, maese Courtin? —preguntó uno de ellos.
—¿Qué dicen, Mateo? —repuso el colono—; sepamos.
—¡Nada!, que os habéis vuelto la casaca y sólo mostráis el forro, por cuya razón, de azul se ha tornado blanca.
—¡Vaya una tontería! —exclamó Courtin.
—Es que así lo dais a conocer, buen hombre, y desde que vuestro amo se pasó a los blancos, ya no se os oye hablar como antes.
—¡Hablar! —exclamó Courtin con socarronería—, ¿y para qué? Deja hacer, que mejor es obrar, y… ya verás, muchacho, ya verás.
—¡Tanto mejor! Estos disturbios matan al comercio, Courtin, y si los patriotas no permanecen unidos, en vez de morir peleando como nuestros padres, moriremos de hambre y de miseria. Por el contrario, si conseguimos deshacernos de una cáfila de tunantes que vagan por ahí, los negocios seguirán adelante, y eso es todo lo que deseamos.
—¡Qué vagan! —repitió el alcalde—; paréceme que ya ahora sólo vagan como aparecidos.
—¡Ya!, decídmelo a mí: no hace diez minutos que he visto pasar el mayor pícaro del país con el fusil en el hombro y las pistolas al cinto, y eso tan audazmente como si no hubiese ningún soldado en toda la comarca.
—¿Quién era?
—José Picaut ¡diantre!, el que mató a su hermano.
—¡José Picaut aquí! —exclamó el alcalde poniéndose lívido—. ¡Diablo! ¿Sería posible?
—Tan cierto como vos estáis aquí, Courtin; tan cierto como no hay más que un Dios; aunque llevaba blusa y sombrero de marinero, le he conocido perfectamente.
Courtin reflexionó un momento: el plan que había meditado y se fundaba así en la existencia de la casa con dos puertas como en las relaciones diarias que maese Pascal tenía con Pedrito, podría frustrarse y en ese caso no le quedaba más recurso que Berta. Para descubrir el albergue de Pedrito no podía valerse de otro medio que el que le fracasó con María: seguir a la doncella cuando fuese a Nantes. Si Berta veía a José Picaut, todo estaba comprometido; pero peor era si ponía en contacto el chuán con Michel, pues entonces se descubría todo; el barón conocería el paso que su colono había dado en la noche de la partida abortada, y Courtin estaba perdido.
Pidió este papel y pluma, escribió algunas líneas, y entregando el papel a su interlocutor, le dijo:
—Toma, Mateo, aquí está la prueba de que soy un buen patriota y no una veleta que gira al viento de la voluntad de los amos. Tú me has acusado de que me he vuelto la casaca con mi amo el barón, y en prueba de que estás en un error, hace solamente una hora que sé dónde se oculta; mientras pueda, aprovecharé ocasión de perder a los perturbadores de la paz, sin mirar si lo hago en provecho o perjuicio propio, y sin cuidarme de si son amigos o enemigos.
El aldeano, que era un azul exaltado, estrechó con entusiasmo la mano de Courtin.
—¿Tienes piernas? —preguntó este.
—Ya lo creo —repuso el aldeano.
—Pues bien, lleva esto a Nantes al momento, y como todavía tengo muchas gavillas fuera, confío que guardarás el secreto, pues si supieran que soy yo quien hace prender al barón, mis gavillas correrían gran riesgo de no entrar en la granja.
El aldeano dio su palabra a Courtin, y como iba anocheciendo, este abandonó la posada y salió de la aldea, dio una vuelta por el campo, y retrocediendo, se encaminó a las ruinas de San Filiberto.
Llegado a la orilla del. Lago, siguió el foso exterior, y penetrando en el patio interior por el puente de piedra que había reemplazado al levadizo, silbó ligeramente.
A esta señal, un hombre que estaba sentado al abrigo de unas piedras desmoronadas se levantó y acercó al recién venido.
Era el desconocido.
—¿Sois vos? —preguntó aproximándose con cierta precaución.
—Sí —respondió Courtin—, no hay cuidado.
—¿Qué noticias traéis hoy?
—Buenas, pero no conviene decirlas aquí.
—¿Por qué?
—Porque está oscuro como boca de lobo, y de poco os piso sin veros, y alguien podría estar oculto a nuestros pies y oírnos sin que lo supiéramos: venid, pues el negocio va muy bien para echarlo a perder.
—Pero ¿dónde hallaremos un lugar más solitario que este?
—Necesitamos otro; creedme, si supiera que hay por ahí cerca un desierto, os llevaría a él, y aún allí os hablaría en voz baja; mas a falta de un desierto, hallaremos un sitio donde a lo menos tendremos la certeza de estar solos.
—Vamos pues, ya os sigo.
Courtin guio a su compañero a la torre del centro, no sin detenerse a escuchar una o dos veces, pues sea en realidad, sea preocupación, parecíale oír pasos y ver sombras; mas como el señor Jacinto le tranquilizaba a cada pausa, al cabo confesó que era un efecto de su medrosa imaginación, y llegado a la torre, empujó una puerta, entró primero, sacó del bolsillo una vela y una pajuela fosfórica, y encendida la vela, registró todos los rincones y escabrosidades para cerciorarse de que no había nadie escondido en la antigua frutería.
Una puerta que había en la pared de la derecha medio hundida en las ruinas del piso, despertó la curiosidad y la inquietud de Courtin, quien la empujó y hallóse delante de una abertura de donde salía un vapor húmedo.
—Mirad —dijo el desconocido, que se había acercado a la gran brecha abierta en la pared, y por la cual se veía el lago que relucía a los plateados rayos de la luna—, mirad.
—Ya lo veo —repuso Courtin, riendo—; la lechería del tío Campo necesita reparaciones: desde que estuve aquí la última vez se ha agrandado mucho este agujero, por el cual pasaría ahora una lancha.
Courtin dirigió entonces la luz hacia la bóveda, trató de iluminar las profundidades del sótano inundado, y no lo consiguió; arrojó una piedra al agua, y oyóse el rumor de la profundidad del lugar hacía siniestro, mientras las alteradas aguas respondían al rumor con el monótono murmullo de sus ondas que azotaba los muros y los peldaños de la escalera.
—Es evidente —dijo Courtin— que aquí sólo podrán oírnos los peces del lago, y hay un proverbio que dice: «Mudo como el pez».
En aquel momento, una piedra desprendida de la plataforma rodó a lo largo del muro exterior, y cayó al patio.
—¿Habéis oído? —preguntó a su vez el desconocido con inquietud.
—Sí —respondió Courtin, quien al contrario de su compañero que se intimidaba a la gigantesca sombra de las ruinas, había cobrado cierto valor al asegurarse de que no había nadie oculto en el patio—; mas no es la primera vez que veo semejantes cosas y oigo tales ruidos: yo he visto caer de estas viejas torres paredes al solo contacto del ala de un pájaro nocturno.
—¡Oh! —exclamó el desconocido, con su risa gangosa de judío alemán—, precisamente hemos de temer los pájaros nocturnos.
—Sí, a los chuanes —dijo el alcalde—; pero no, estas ruinas están muy próximas al pueblo, y aunque vague por estos contornos un bribón de quien me figuraba que nos habíamos desembarazado, y contra quien acabo de efectuar ciertas pesquisas aquí mismo, no se atrevería a venir.
—Apagad la luz, pues.
—No lo haré, porque si bien nos es inútil para hablar, paréceme que todo no ha de ser conversación.
—¿De veras? —preguntó el desconocido con muestras de alegría.
—Ni más ni menos. Vamos a aquella hondura, donde estaremos a cubierto y podremos ocultar la luz.
Y el alcalde de La Logerie llevó al desconocido al arco que conducía a la puerta del subterráneo, puso la vela delante de esta puerta junto a una piedra y sentóse en las gradas.
—¿Decíais, pues? —preguntó el desconocido, poniéndose enfrente de Courtin— ¿que ibais a comunicarme el nombre de la calle y el número de la casa dónde se oculta Pedrito?
—O cosa parecida —respondió el colono, cuyos ojos brillaban de codicia, desde que, a un movimiento del desconocido, había oído el metálico rumor de las monedas de oro que en el cinto llevaba.
—No perdamos el tiempo en vanas palabras. ¿Sabéis dónde vive?
—No.
—Entonces, ¿por qué me habéis molestado? ¡Ah!, cuánto siento haberme querido entender con un posma de vuestra calaña, os lo aseguro.
Por toda respuesta sacó Courtin el papel que había recogido en la chimenea de la casa de la calle del Mercado, mostrándolo al señor Jacinto, mientras le alumbraba, para que pudiese leer.
—¿Quién ha escrito esto? —preguntó el judío.
—La doncella de quien os hablé y que estaba con la que buscamos.
—Sí; pero ya no está con ella, y no veo qué partido podemos sacar de esta carta.
Encogió Courtin los hombros y dejó la vela, diciendo:
—Verdaderamente que, para un señor de la ciudad, no sois muy sagaz.
—¿Y por qué me decís eso?
—¡Pardiez! ¿No veis que Pedrito ofrece un asilo a la persona a quien va dirigida la carta, en el caso de que la persigan?
—Sí, y ¿qué más?
—Que basta perseguirla y registrar la casa donde se refugie para que todos caigan prisioneros.
El desconocido reflexionó.
—Sí, el medio es bueno —repuso, volviendo y revolviendo la esquela en sus manos, y mirándola al trasluz para asegurarse de que no contenía otro escrito.
—Vaya si es bueno —dijo Courtin.
—¿Y dónde vive esa persona? —interrogó con indiferencia Jacinto.
—¡Ah!, aquí está el quid. —Dijo Courtin—; ahora ya tenéis el medio, según decís vos mismo, y lo halláis bueno; pero no os diré el modo de emplearlo, hasta que…
—¿Y si ese sujeto no aprovecha el asilo que le ofrecen?, ¿si no se refugia al lado de la que buscamos? —preguntó el desconocido.
—¡Oh!, obrando de la manera que os indicaré, es imposible que deje de hacerlo. La casa tiene dos puertas; nos presentamos a una de ellas con soldados, huye él por la otra que, a propósito, le hemos dejado libre, y como nosotros estamos uno a cada extremo de la calle, le seguimos para no perderle de vista. Ya veis que el golpe no puede frustrarse; vamos, abrid el cinto.
—¿Vendréis conmigo?
—Seguramente.
—¿Y hasta entonces no me dejaréis un minuto?
—Ni soñarlo, puesto que sólo me dais la mitad.
—Os prevengo —dijo el desconocido, con una firmeza de que se le hubiera creído incapaz, atendida su pacífica apariencia—, os prevengo que, una vez recibida la mitad, si hacéis un ademán sospechoso, si advierto que me engañáis inmediatamente os hago saltar la tapa de los sesos. Y así diciendo, sacó del pecho una pistola, y la enseñó al alcalde de La Logerie; y aunque permaneció con rostro frío e impasible, el siniestro brillo de sus ojos daba a entender que no dejaría de cumplir su palabra.
—Como gustéis —repuso Courtin—, y os será fácil, pues voy sin armas.
—No tal —replicó el desconocido.
—¡Ea!, dadme lo que me prometisteis, y jurad que si el asunto sale bien me daréis otro tanto.
—Eso es sagrado, y podéis contar con ello; o somos o no somos honrados; pero ¿qué necesidad tenéis de cargaros con ese oro, ya que no debemos separarnos? —continuó el desconocido a quien al parecer le dolía tanto aflojar el cinto como a Courtin no recibir en seguida su precioso contenido.
—¡Cómo! —exclamó Courtin—, ¿no veis que deliro por tocar ese oro, y que me muero de impaciencia al saber que está ahí, sin poder tenerlo en las manos? Por el momento de gozo que voy a disfrutar al palparlo, pues me lo daréis o de lo contrario no hablo; por ese momento lo he arrostrado todo, me he armado de valor, yo que tenía miedo de mi sombra, yo que temblaba al atravesar de noche el bosque. ¡Dadme el oro!, ¡dádmelo!, señor, ved que todavía hemos de correr muchos peligros, y ese oro me dará ánimos. Dadme, pues, ese oro, si queréis verme tranquilo e implacable como vos.
—Sí —replicó el desconocido, que había visto brillar el descolorido y desmayado rostro del labriego al proferir esas palabras—; sí, os lo daré por las señas de ese nombre. ¡Vengan, pues, las señas!
Ambos deseaban con igual ansia la cosa esperada. Levantóse el desconocido, desató el cinto, y embargado Courtin por el metálico rumor que de nuevo oía, alargó la mano para asirlo.
—Poco a poco —dijo el desconocido—, toma y daca.
—Sí; pero, ante todo, veamos si es oro lo que contiene.
Encogió a su vez el judío los hombros y cediendo a los deseos de su asociado, tiró de la cadenita de hierro que cerraba la bolsa de cuero. Deslumbrado por el brillo del oro, estremecióse de pies a cabeza, y alargando el cuello, fijos los ojos, trémulos los labios, pasó con inefable fruición la mano por aquel montón de monedas, diciendo:
—Vive en la calle del Mercado, número veintidós y la segunda puerta da a la calle paralela a la del Mercado.
Soltó el desconocido la bolsa, y asióla Courtin, exhalando un hondo suspiro de satisfacción.
Pero, al propio tiempo alzó la cabeza con aire despavorido.
—¿Qué hay? —preguntó el desconocido.
—He oído pasos —dijo el labriego, con ademán trastornado.
—Yo no —dijo el judío—; veo que he hecho mal en daros el oro.
—¿Por qué? —exclamó Courtin apretando el cinto contra su pecho, cual si temiera que se lo arrancaran.
—Porque parece que aumenta vuestros temores.
Courtin apoyó rápidamente la mano en el brazo de su socio.
—¿Y bien? —preguntó el judío, comenzando a sentir zozobra.
—Os digo que oigo pasos encima de nosotros —replicó el alcalde, alzando los ojos a la oscura bóveda.
—¡Vaya!, parece que os ponéis malo —replicó el judío, esforzándose para reír.
—El caso es que no me siento bueno.
—Pues vámonos; nada tenemos que hacer aquí, y hora es ya de marchar a Nantes.
—No, ocultémonos y escúchenos; si han dado pasos, es porque nos acechan y nos aguardan a la puerta. ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Querrán ya robarme el oro? —murmuró el labriego, tratando de apretar el cinto en medio del temblor que le agitaba.
—Vamos, está visto que perdéis el juicio —dijo el desconocido, más animoso que su compañero—; apaguemos la luz y escondámonos en el subterráneo, desdé donde veremos si os equivocáis.
—Tenéis razón, tenéis razón —dijo Courtin, soplando la bujía.
Abrió luego la puerta del inundado subterráneo y bajó el primer peldaño.
Pero sin ir más lejos, lanzó un grito de espanto, en el cual se percibieron estas palabras.
—¡A mí, socorro, señor Jacinto!
Llevaba este la mano a su pistola, cuando un robusto brazo asió el suyo, retorciéndole con fuerza.
Fue, tan agudo el dolor, que el judío cayó de rodillas, bañada en sudor la frente y gritando:
—¡Perdón!
—Ni una palabra, ni un gesto, o te mato como un perro que eres —dijo la voz de maese Jaime—. ¿Y bien? —preguntó—, ¿le tienes?, ¡habla! —añadió dirigiéndose a Picaut que le acompañaba.
—¡Oh!, ¡malvado! —respondió este con voz entrecortada y fatigosa a causa de los esfuerzos que hacía para sujetar a Courtin, a quien había agarrado en el instante de abrir la puerta del subterráneo, y quien forcejeaba, no para salvar su persona, sino su oro—; ¡oh!… ¡malvado!, me muerde, me araña… ¡Ah!, si no me hubiereis prohibido matarle, ya no resollaría.
Acto continuo oyóse el ruido de dos cuerpos que caían juntos al suelo.
—Si respinga por más tiempo, mátale, mátale —repitió maese Jaime—. Pues sé lo que quería saber, ya no me opongo.
—¡Ah! ¡Dios mío!, haberlo dicho antes, maestro, y no hablaríamos más de ello.
Y, en efecto, José Picaut no deseaba otra cosa: gracias a un esfuerzo supremo había derribado a Courtin, y poniéndole la rodilla sobre el pecho, sacó un afilado puñal cuya hoja vio el colono brillar en las tinieblas.
—¡Perdón!, ¡perdón! —gritó Courtin—, lo diré todo, no me matéis.
La mano de maese Jaime detuvo el brazo de José en el momento que iba a herir, a pesar de la promesa que acababa de hacer Courtin.
—No —dijo Jaime—, no es tiempo todavía; bien mirado, puede servirnos. Átale de pies y manos.
Era tal el terror del infeliz Courtin, que él mismo presentó las manos a José, quien se las ató fuertemente con un cordel; no obstante, aún no había soltado la bolsa repleta de oro, que, con ayuda del cordel, tenía apretada contra el estómago.
—¿Acabarás de una vez? —preguntó el chuán.
—Dejad que le sujete esta pata —respondió José.
—Bueno, y después harás otro tanto con este —continuó el jefe de los lapins, designando a Jacinto, que se había incorporado sobre una rodilla y permanecía mudo e inmóvil en aquella postura.
—Si yo pudiese ver, acabaría más pronto —dijo José, despechado de no poder desenredar el cordel.
—Bien considerado —dijo, maese Jaime—, no veo razón para molestarnos tanto y estar a oscuras. Encendamos, pues, la linterna, y veámosles la pinta a esos negociantes en reyes y príncipes.
Y sacando una linternita, púsose a encender luz con la misma tranquilidad que si estuviera en el bosque de Touvois, y en seguida acercó la luz al rostro del judío y de Courtin.
Entonces vio José el cinto de cuero que el colono tenía sobre el pecho, y echóse sobre él para quitárselo. Persuadido maese Jaime de que, cediendo el chuán a su odio contra el alcalde, quería asesinarle, abalanzóse para contenerle, al mismo tiempo que una línea de fuego, procedente de la bóveda superior, rasgaba la oscuridad, oyendo una sorda explosión: maese Jaime cayó sobre Courtin, bañándole el rostro con un licor caliente e insípido.
—¡Ah!, bandido —gritó el jefe de los lapins—, me has tendido, un lazo; te perdoné la mentira, pero pagarás la traición.
Y de un pistoletazo a boca de jarro, derribó al hermano de Pascual Picaut.
La linterna se había apagado, rodando por la escalera hacia el lago, y el humo de los dos tiros hizo aún más densas las tinieblas.
Al ver por tierra a maese Jaime, levantóse el judío, y pálido, mudo, aterrado, huyó corriendo en torno de la torre sin hallar salida, hasta que por una estrecha ventana vio las estrellas que fulguraban en la oscura bóveda celeste: entonces, con el vigor que el terror presta, sin cuidarse de su cómplice, trepó a la ventana, y no calculando la altura ni el peligro, arrojóse de cabeza al lago.
El agua fría calmó la sangre que con gran violencia se le agolpaba a la cabeza, y devolvióle toda la razón.
Subió el judío a flor de agua, y nadando miraba a todos lados para ver a dónde debía dirigirse, cuando reparó en una lancha amarrada en la excavación por la cual penetraba en la torre el agua del lago: lancha de que, sin duda, se habían servido los dos hombres para entrar en el inundado subterráneo.
El judío, trémulo de espanto, se guardó muy bien de hacer el menor ruido cuando se asió a la barca, y, bogando como pudo, se dirigió a la orilla.
Encontrábase a corta distancia del sitio de la escena, cuando se acordó de su compañero.
—¡Calle del Mercado, número veintidós! —exclamó el judío—; ahora el éxito depende de la prisa que me dé en llegar a Nantes. ¡Pobre Courtin!, me parece que puedo ya considerarme como heredero de los cincuenta mil francos que debía entregarle; pero cometí una gran simpleza en entregarle el cinto: a estas horas tendría las señas y el dinero. ¡Qué falta!, ¡qué falta!
Y, para ahogar sus remordimientos, púsose a remar con una fuerza incompatible, al parecer, con su débil aspecto.