O único que pudo traslucir Courtin de la carta de Pedrito a Berta, era que aquel le aguardaba en Nantes; pues ni en ella se citaba el domicilio ni se indicaba el medio de reunirse con Pedrito.
Pero el colono poseía un dato de importancia con el descubrimiento de la casa con dos puertas, y al principio tuvo la idea de continuar su espionaje, de seguir a Berta cuando esta se trasladara a Nantes como Pedrito se lo prevenía, y sacar partido de la turbación que en el ánimo de la doncella produciría la noticia del desenlace que iban a tener los amores de María y Michel, desenlace que él se proponía hacerlo presentir como su interés lo exigiera; mas el labriego había llegado a dudar de la eficacia de los medios que hasta entonces empleara, y comprendiendo que perdería sin remedio la última probabilidad de alcanzar su objeto si la casualidad o la vigilancia de los que iba a espiar burlaba una vez más su sagacidad y astucia, resolvió probar otro medio y tomar la iniciativa.
¿La casa que tenía una puerta a un callejón sin nombre y otra a la parte del Mercado, estaba habitada? ¿Quién era la persona que en ella vivía? ¿No se podría llegar hasta Pedrito mediante aquella persona? Tales fueron las primeras preguntas que en pos de sus reflexiones se hizo el alcalde de La Logerie.
Para resolver el problema que esas preguntas entrañaban, era indispensable quedarse en Nantes, y Courtin renunció desde luego regresar a su granja, donde era probable que ya habría ido Berta para reunirse con Michel, y donde estaba casi cierto de que ella le esperaría.
Tomó, pues, resueltamente su partido. Al día siguiente a las diez de su mañana, llamó a la puerta de la misteriosa casa, esto es a la que daba a la calle del Mercado, y no a la que él había hecho la señal, cuando siguió y espió a Michel. Al presentarse por aquella puerta, trataba de cerciorarse de que por ambas se entraba a la misma casa. Cuando el que acudió al aldabazo vio por su postiguillo enrejado que el sujeto que había llamado venía solo, entreabrió la puerta. Los dos personajes se encontraron frente a frente.
—¿De dónde venís? —prosiguió el hombre que había abierto la puerta.
Sorprendido por la aspereza de la pregunta, Courtin respondió:
—¡Diantre!, de Touvois.
—A nadie esperamos de allá —repuso el otro.
Y empujó la puerta, a la cual se agarraba el colono.
Acordándose este entonces de las palabras que Michel había pronunciado en el mesón del Alba para que le diesen los caballos, adivinó que era una consigna, y dijo:
—¡Esperad, pues, esperad! Cuando he dicho que venía de Touvois, era para asegurarme de que estabais en el secreto. Nunca se toman bastantes precauciones ¡qué diablo!, y bien sabéis que no vengo de Touvois, sino del Sur.
—¿Y adónde vais? —continuó el interlocutor, sin abrir una línea la puerta.
—¿A dónde queréis que vaya, sino a Rosny, viniendo del Sur?
—En buena hora —repuso el doméstico—; habéis de saber, amigo de mi alma, que aquí nadie entra sin enseñar su patita blanca.
—A los que todo lo tienen blanco, poco les cuesta —replicó Courtin.
—¡Mejor!, tanto mejor —contestó el hombre, especie de bajo bretón, que tenía un rosario en la mano.
Y como Courtin había contestado según la consigna a las preguntas hechas, introdújole con cierta repugnancia en una piececita, y, mostrándole una silla, le dijo:
—El señor está ocupado, y os llevaré a su presencia apenas haya despedido a la persona que está en su despacho. Sentaos, pues, a menos que tengáis el medio de pasar el tiempo más provechoso.
Courtin no había contado, como vulgarmente se dice, con la huéspeda, pues ocupada la casa por algún agente subalterno de quien confiaba recabar las noticias que necesitaba, bien por astucia, bien por cohecho; y al oír que el que le había abierto la puerta, trataba de introducirle a presencia de su amo, conoció que el caso era mucho más serio, y que debía forjar un cuento para hacer frente a las exigencias de la situación, renunciando desde luego a interrogar al criado, cuya grave y austera fisonomía denotaba ser la de uno de los fanáticos acérrimos que aún se encuentran en la península céltica.
Courtin, que comprendió en seguida el papel que debía representar, tomando una actitud humilde y edificante, dijo:
—Sí; aguardaré que el señor haya terminado, y orando aprovecharé el tiempo. ¿Me permitís que tome uno de esos breviarios? —preguntó, indicando los volúmenes que había sobre la mesa.
—No toquéis esos libros, si tan sanas intenciones abrigáis, pues son profanos —repuso el bretón—. Voy a prestaros mi Ejercicio Cotidiano —continuó el criado, sacando del bolsillo de su bordada chupa un librito cuyas tapas y corte estaban mugrientos por el uso y el tiempo.
Y en el ademán que hizo para llevar la mano al bolsillo, descubrió el colono la reluciente culata de dos pistolas, atravesadas en un ancho cinto, y alegróse infinito Courtin de no haber atentado a la fidelidad del bretón, por parecerle hombre capaz de responder con alguna puñalada.
—Gracias —dijo recibiendo el libro, y arrodillándose tan devotamente, que el bretón, edificado se quitó el sombrero, santiguóse, y cerró poquito a poco la puerta para no distraer de su meditación a tan santo hombre.
Al verse solo, si bien experimentó el colono la necesidad de examinar minuciosamente la estancia en que se hallaba, contúvole el temor de que le observaran por el ojo de la llave, y permaneció como absorto en sus oraciones.
No obstante, al paso que rezaba a media voz, Courtin lo miraba todo con disimulo. La piececita en que se hallaba tendría unos doce pies cuadrados, y separábale de otro aposento un tabique con una puerta; componían su ajuar modestos muebles de nogal, y recibía luz por una ventana que daba al patio y cuyos cristales inferiores estaban guarnecidos de un finísimo enrejado de alambre pintado de verde, el cual impedía que desde el exterior pudiesen ver quién había dentro.
Escuchó por si oía algún rumor de voces; mas sin duda se habían tomado bien las precauciones, pues aunque Courtin aplicó sucesivamente el oído a la puerta de comunicación y a la chimenea, junto a la cual estaba arrodillado, no percibió el más leve ruido.
Al inclinarse sobre la chimenea para escuchar, vio Courtin en medio de la ceniza un montón de papeles estrujados y dispuestos a ser entregados a las llamas. Tentáronle aquellos papeles: alargó insensiblemente el brazo, y apoyando la cabeza en la campana, recogió uno por uno todos los papeles, desdoblóles sin abandonar su postura, seguro de que la mesa colocada en medio de la estancia bastaba para ocultar por completo todos los movimientos que hacía, dado caso de que le estuviesen observando.
Había ya examinado y desechado muchos que ningún interés le ofrecían, cuando al dorso de un papel que sólo contenía notas insignificantes, vio algunas líneas de una letra elegante que le llamó la atención, y leyó estas palabras:
«Si os molestan, venid en seguida; por encargo de nuestro amigo os participo que podéis disponer de un aposento en nuestro asilo».
La esquela llevaba la firma de M. de S. Por las iniciales, no había que dudar; la había escrito María de Souday.
Guárdesela Courtin en el bolsillo, comprendiendo la importancia de semejante dato, y por las cuentas que entre los demás papeles halló, supo que el personaje que habitaba en aquella casa estaba encargado de pagar los gastos de Pedrito.
En esto, oyó rumor de voces y pasos en el corredor.
Levantóse Courtin apresuradamente, asomóse a la ventana y vio que el lacayo acompañaba un hombre a la puerta, el que antes de salir plegó su ancho talego vacío, y guardólo en el bolsillo.
Courtin conoció a maese Loriot.
—¡Hola!, ¡hola! ¡Ese también, y les trae dinero! ¡Cuánto me alegro de haber venido a esta casa!
Y, diciendo eso, situóse Courtin otra vez en la chimenea, creyendo que había llegado el turno de audiencia.
Cuando el criado abrió la puerta, encontró a Courtin inmóvil, y como entregado a sus oraciones, y acercándose le dio un golpecito en el hombro, diciéndole que le siguiera. Levantóse el colono, santiguándose, en lo cual le imitó devotamente el bretón, y fue introducido en el aposento donde maese Pascal había recibido a Michel la primera tarde.
Maese Pascal tenía ante sí una mesa atestada de papeles, y Courtin creyó haber visto relucir oro bajo un montón de cartas abiertas. Sorprendió Pascal la mirada del labriego, y aunque la atribuyó a la curiosidad y asombro con que suelen los campesinos contemplar el oro y la plata, no quiso que aquella curiosidad tomara creces, y aparentando que buscaba algo en el cajón dejó caer el tapete de bayeta verde que hasta el suelo llegaba.
Volviéndose en seguida al de la visita, preguntóle con aspereza:
—¿Qué queréis?
—Vengo a cumplir un encargo —repuso Courtin.
—¿Quién os envía?
—El señor de La Logerie.
—¡Ah!, ¿sois su criado?
—Su colono, su confidente.
—Entonces, hablad.
—Pero no sé si puedo —replicó Courtin con aplomo.
—Y, ¿por qué?
—El señor de La Logerie no me envía a vos.
—¿A quién, pues, buen hombre? —interrogó Pascal frunciendo el ceño con inquietud.
—A otra persona a quien debéis presentarme.
—Ignoro lo que queréis decir —respondió Pascal sin poder disimular la impaciencia que le causaba lo que tenía por una imperdonable ligereza de Michel.
Observó Courtin su contrariedad, y si bien comprendió que se había precipitado, consideró peligroso efectuar una brusca retirada.
—Concluyamos —dijo Pascal—, ¿queréis decirme el encargo que traéis? No puedo perder tiempo.
—¡Diantre!, yo no sé, respetable señor —dijo Courtin—, quiero tanto a mi amo, que por él me arrojaría al fuego. Cuando me dice: «Haz esto o aquello» trato de cumplir sus órdenes merecer su confianza, y no me ha dicho que debía hablar con vos.
—¿Cómo os llamáis, buen hombre?
—Courtin, para serviros.
—¿De qué parroquia sois?
—De La Logerie, ¡por Cristo!
Maese Pascal hojeó su agenda, y después clavó una escrutadora mirada tan recelosa sobre el colono, preguntándole:
—¿Sois alcalde?
—Sí, desde mil ochocientos treinta.
Y observando la creciente frialdad de maese Pascal, Courtin agregó:
—Hízome nombrar mi ama, la señora baronesa.
—¿No os ha dado el señor de La Logerie más que una comisión verbal para la persona a quien os envía?
—Sí, aquí tengo algunos renglones; pero van dirigidos a otra.
—¿Puedo verlos?
—¿Por qué no? La esquela no está cerrada.
Y Courtin tendió a maese Pascal el papel que le entregara Michel para Berta, y en el cual Pedrito le indicaba que pasara a Nantes.
—¿Por qué está aún en vuestras manos esta esquela? Paréceme que tiene más de veinticuatro horas de fecha.
—No todo puede hacerse a un tiempo, y cumplida esta mi última diligencia, volveré a nuestra granja, donde he de hallar a quien debo entregarla.
Pascal no separaba los ojos del alcalde de La Logerie, desde que había visto no figuraba el nombre de Courtin entre los que se habían señalado por su realismo, el cual afectaba el idiotismo que le diera tan buen resultado con el capitán del Joven Carlos.
—Buen hombre —dijo el labriego—, no puedo designaros a otro que a mí para recibir el recado que traéis. Hablad, pues, si lo creéis conveniente, o sino, id a decid a vuestro amo que venga en persona.
—No haré tal, querido señor —repuso Courtin—, mi amo está condenado a muerte, y Dios me libre de traerle a Nantes; mejor está en nuestra casa. Voy a decíroslo todo, vos haréis lo que os acomode, y si el señor no está satisfecho se enojará conmigo. Prefiero esto.
La aparente ingenuidad de esas palabras tranquilizó un tanto a maese Pascal, inquieto en extremo por las primeras respuestas del colono.
—Hablad, pues hablad, buen hombre, y os respondo de que vuestro amo no os reñirá.
—Poco tengo que decir. El señor Michel me ha encargado que os diga, o mejor, que diga al señor Pedrito, pues así se llama la persona a quien me envía…
—Bien —interrumpió sonriéndose Pascal.
—Que había descubierto al que hizo partir el buque pocos momentos antes de que Pedrito, la señorita María y él acudiesen a la cita.
—¿Quién es?
—Un tal José Picaut, que últimamente era mozo de la posada del Alba.
—Sí, ese hombre que habíamos colocado allí desapareció ayer por la mañana —dijo Pascal—; proseguid, buen Courtin.
—Que se desconfíe de ese Picaut en la ciudad, y que él iba a hacer que le vigilaran en el Bocage y en la Plaine; nada más.
—Bien. Dad gracias de la noticia al señor de La Logerie, y ahora que la he recibido, puedo confirmaros que no habéis equivocado la dirección.
—Pues, es cuanto deseaba —repuso Courtin levantándose.
Maese Pascal acompañó al colono hasta la puerta de la calle con mucha urbanidad y cortesía, haciendo así por él lo que este no le había visto hacer por maese Loriot.
Courtin era demasiado listo para tomar en serio aquella distinción, y cuando hubo dado algunos pasos, ninguna extrañeza le causó oír abrirse y cerrarse tras él la puerta de la casa de Pascal; en consecuencia, seguro de que le seguían, sin volver la cabeza anduvo lentamente como un hombre ocioso, parándose embobado delante de todas las tiendas, leyendo todos los rótulos y evitando con cuidado cuanto podía confirmar las sospechas que no había logrado desvanecer por completo en el ánimo de Pascal.
Poco sentía esa contrariedad: daba por bien empleada la mañana, y veíase al fin a punto de recoger el fruto de sus afanes.
En el momento que llegaba frente a la fonda de las Colonias, divisó a maese Loriot que hablaba a la puerta con un forastero.
Andando de esta manera, Courtin burló de medio a medio al criado bretón que le seguía.
Este le siguió hasta la otra margen del Loire sin que él alcalde de La Logerie se volviera una sola vez para manifestar la inquietud tan natural de las personas que no tienen tranquila la conciencia, de modo que el bretón retrocedió y dijo a su amo que sin razón había sospechado del digno campesino, el cual dedicaba sus ratos de ocio a las distracciones más inocentes y a las más devotas prácticas; en consecuencia, Pascal comenzó a hallar a Michel menos culpable por haber depositado toda su confianza en tan fiel criado.