AESE Jaime no se había engañado en sus presunciones: Juan Oullier no había muerto.
La bala que Courtin le envió a la ventura en el matorral, le dio en el pecho, y la viuda Picaut, cuyo carro oyeran el colono y su acólito, creyó al llegar que levantaba un cadáver.
Por un sentimiento de caridad, muy natural en una campesina, no quiso que el cuerpo de un hombre por quien su marido manifestara tan marcada simpatía, a pesar de sus contrarias opiniones políticas, fuese pasto de las aves de rapiña o de los animales carnívoros; y deseosa de que el infeliz vendeano descansara en tierra sagrada, púsolo en el carro para llevárselo a su casa. No obstante, en vez de ocultarle debajo de la litera que a este efecto había traído, colocóle encima, y varios labriegos que encontró por el camino pudieron ver y tocar el cuerpo aún caliente y ensangrentado del viejo servidor del marqués de Souday.
He aquí cómo se esparció por la comarca la noticia de la muerte de Juan Oullier, cómo llegó a oídos del marqués de Souday y sus hijas, y, finalmente, por qué a la mañana siguiente, queriendo Courtin cerciorarse por sí mismo de que ya no existía el hombre a quien más temía, creyó, como todos, que había muerto.
La viuda Picaut condujo el cuerpo de Oullier a la casa en que había vivido con su esposo, y de la cual se había trasladado a la posada de San Filiberto, donde residía sola su abuela.
Aquella casa estaba más cerca de Machecoul, parroquia de Juan Oullier, y del erial de Bouaimé, donde le encontró, que la posada donde había pensado ocultarle, si le hubiese hallado vivo.
En el momento en que la carreta atravesaba la encrucijada que ya sabemos y de donde arrancaba el camino que llevaba a la casa de los dos hermanos, el fúnebre cortejo encontróse con un hombre a caballo que seguía el camino de Machecoul.
El señor Roger, médico de Legé, que tal era aquel hombre, interrogó a uno de los pilludos que con la persistencia y curiosidad de sus años seguía el carro, y habiendo sabido que este conducía el cuerpo de Juan Oullier, lo acompañó hasta la morada de los Picaut.
La viuda Picaut puso a Oullier en el mismo lecho mortuorio donde había colocado, uno junto a otro, a su marido y al pobre conde de Bonneville, y mientras limpiaba el rostro del vendeano, cubierto de sangre y de polvo, vio al médico.
—¡Ah!, señor Roger —exclamó la infeliz—, no necesita ya vuestros cuidados, y es lástima; hay tantos que valen menos que él y aún viven, que su muerte causa doble sentimiento.
Pidió el médico a la viuda que le refiriera lo que sabía de esa muerte. La presencia de su cuñada y de los niños y mujeres que habían acompañado el carro, impidió a la viuda referir que pocas horas antes había hablado con Juan Oullier, y que al volver con la carreta había oído un tiro y pasos de hombres que huían, por lo cual presumía que Oullier había sido asesinado. Por el contrario, díjole simplemente que al volver del erial había encontrado el cadáver en el camino.
—¡Pobre hombre! —exclamó el doctor—. Bien mirado, vale más esta muerte, que a lo menos es la del soldado, que la suerte que le aguardaba si hubiese vivido: estaba gravemente comprometido, y a caer en manos del Gobierno seguramente hubiera ido a parar, como los otros, en los calabozos del monte San Miguel.
Diciendo esas palabras, acercóse maquinalmente el médico a Juan Oullier, asió su inerte brazo y aplicóle la mano al pecho. El doctor se estremeció.
—¿Qué hay? —interrogó la viuda.
—Nada —repuso fríamente el médico—; este hombre ha muerto, y sólo reclama los últimos deberes.
—¿Qué necesidad teníais —dijo ásperamente la mujer de José— de traer acá ese cadáver, que puede acarrearnos una visita de los azules?
—¿Qué os importa, cuando ni vos ni vuestro marido habitáis la casa? —replicó la viuda.
—No la habitamos, precisamente —dijo la esposa de José—, por temor que vengan los azules y nos expusiéramos a perder lo poco que nos queda.
—Haríais bien en hacerlo reconocer antes de enterrarlo —interrumpió el médico—, y si eso ha de causaros alguna molestia, yo me encargaré de su trasladación a casa del marqués de Souday, cuyo médico soy.
En seguida, aprovechando el instante en que la viuda pasaba por delante de él, díjole el doctor en voz baja:
—Despedid a toda esa gente.
Como era cerca de medianoche, eso no fue difícil.
Cuando estuvieron solos, el médico le dijo:
—Juan Oullier no ha muerto.
—¡Cómo! ¿No ha muerto?
—No; y si he callado delante de todos, es porque opino que lo primero que hay que hacer es asegurarse de que nadie vendrá a molestaros en la asistencia que le prestéis.
—¡Dios os oiga! —repuso gozosa la buena mujer—, y si puedo coadyuvar a su voluntad, creed que lo haré con muchísimo gusto, pues nunca olvidaré la amistad que mi difunto esposo le profesaba y siempre me acordaré de que no quiso que yo fuese víctima de la bala de un asesino, a pesar de que yo estaba haciendo mal a los suyos.
Y cerrando la puerta y las ventanas de su cabaña, la viuda encendió lumbre, calentando agua, y mientras el doctor sondaba la herida para ver si estaba afectado algún órgano necesario a la vida, ella despidióse de algunas mujeres que venían demasiado tarde, pretextando que regresaban a San Filiberto.
En seguida, rodeando el camino, se internó en el bosque y volvió por el huerto.
La casa de José Picaut estaba cerrada. Escuchó a la puerta y nada oyó. Era evidente que la mujer y los hijos de su cuñado se habían retirado al lugar donde se ocultaban mientras el marido y el padre continuaban guerreando, según hemos visto.
La viuda entró en su casa por la puerta del patio. El médico había vendado la herida, y los síntomas de existencia eran cada vez más manifiestos.
Ya no latía solamente el corazón, sino también el pulso, y poniendo la mano en su boca, se la sentía humedecida por el aliento.
La viuda escuchó esos detalles con alegría.
—¿Le salvaréis? —preguntó ella.
—En cuanto a eso, es un secreto de Dios —respondió el médico—. Lo que puedo deciros es que no ha sufrido ningún órgano esencial; no obstante, ha perdido muchísima sangre, y no he podido extraerle la bala.
—Yo he oído decir —prosiguió la viuda—, que algunos hombres han vivido largos años con una bala en el cuerpo.
—Es muy posible —le respondió—; pero, ahora, ¿qué haréis con él?
—Mi intención es de conducirle a San Filiberto y ocultarle hasta que muera o se cure.
—A estas horas es difícil. Se habrá salvado por lo que nosotros llamamos el coágulo, y todo sacudimiento pudiera serle fatal: además, en San Filiberto, en la posada de vuestra madre, en medio de tantas idas y venidas, os será imposible ocultar su presencia en vuestro aposento.
—¡Dios mío! ¿Creéis que le prenderían en este estado?
—No le meterían en la cárcel, eso no; pero sí en un hospital, en donde saldría para ir a esperar en algún calabozo una sentencia de muerte, o, a lo menos, infamante. Juan Oullier es uno de esos jefes oscuros, por su extremada modestia, pero peligroso por su influjo en el pueblo, y para quienes el Gobierno obrará con todo el rigor de la ley.
¿Por qué no confiáis el secreto a vuestra cuñada? ¿No profesan las mismas opiniones?
—¿No lo habéis oído?
—Sí, y comprendo que desconfiáis de su compasión; no obstante, Dios sabe si debiera ser caritativa con el prójimo, sobre todo ella, pues si prendiesen a su marido podría salirle la cuenta todavía peor que a Oullier.
—Sí, ya lo sé —repuso la viuda con voz sombría—: Corre peligro de muerte.
—Veamos —prosiguió el médico—, ¿podréis ocultarle aquí?
—Sí, por cierto; y aun estaría aquí mejor que en otra parte, pues todos suponen la casa inhabitada; ¿pero quién le cuidará?
—Juan Oullier no es una mujercilla delicada, y dentro de dos o tres días, cuando la fiebre haya calmado un poco, podrá quedarse solo durante el día. En cuanto a mí, prometo visitarle cada noche.
—Bien; y yo pasaré a su lado todo el tiempo que pueda, sin infundir sospechas.
Y, ayudada del doctor, la viuda trasladó el herido al establo, contiguo al cuarto; cerró cuidadosamente la puerta, puso el colchón sobre la paja, y, habiendo citado al médico para la siguiente noche, como el herido sólo necesitaba agua fresca en los primeros momentos, echóse sobre un montón de paja a su lado, esperando que Oullier manifestara volver en sí con algunas palabras o bien con algún suspiro.
Al día siguiente, fue a San Filiberto y todos los que se interesaban preguntáronle por Oullier; a todos respondió que había seguido el consejo de su cuñada, volviendo el cadáver al erial por temor de que le molestaran. Al instante, regresó a su casa con el pretexto de arreglarla, y al anochecer cerró la puerta con afectación y volvió a San Filiberto antes de que se hiciera de noche, a fin de que la viesen bien.
Por la noche, regresó al lado de Juan Oullier.
De este modo, le veló tres días y tres noches, encerrada con él en el establo, temiendo hacer el menor ruido que descubriese su presencia; y aunque al cabo de aquellos días se encontrase todavía Oullier en el estado de entorpecimiento consiguiente a las grandes conmociones físicas y a los copiosos derrames de sangre, el médico la exhortó a permanecer en San Filiberto durante el día y a no venir a cuidar al enfermo sino de noche.
Era la herida tan grave, que Juan Oullier estuvo quince días entre la vida y la muerte. Algunos fragmentos de ropa que con la bala se habían clavado en el cuerpo, enconaban la llaga, y cuando, al fin, la fuerza de la naturaleza los hubo rechazado, el doctor respondió a la viuda de Picaut de la vida del vendeano.
La buena mujer le asistió con la mayor solicitud a medida que le veía convalecer, y aunque el herido estaba tan débil que apenas podía articular algunas palabras, manifestaba su mejoría con las muestras de agradecimiento que daba a la viuda.
Entretanto, apenas el pecho de Juan Oullier quedó desembarazado de los cuerpos extraños que en la herida se habían introducido, comenzó una supuración regular, y el herido fue restableciéndose rápidamente; pero, a medida que recobraba sus fuerzas, preocupábase por las personas que amaba, y habiendo suplicado a la viuda que procurase averiguar la suerte del marqués de Souday, de Berta y María, y hasta de Michel, que al fin había triunfado de la antipatía que el vendeano le profesaba, captándose su afecto, la bondadosa enferma pidió noticia a los viajeros realistas que se hospedaban en la posada de su madre, y pronto pudo asegurarles que todos vivían y estaban libres, participándole que el marqués de Souday se encontraba en el bosque de Touvois, y Berta y Michel en casa de Courtin, y María, según todas las probabilidades, en Nantes.
Pero apenas la viuda hubo pronunciado el nombre de Courtin, cuando se demudó extraordinariamente la fisonomía de Oullier, quien se pasó la mano por la frente como para aclarar sus ideas, incorporándose por vez primera.
Su primer pensamiento había sido de amistad y cariño, pero ahora le asaltaban ideas de odio y de venganza, sobreexcitándole con tanta violencia como largo había sido su entorpecimiento.
La viuda, aterrorizada, escuchó a Oullier repetir frases que en su fiebre pronunciaba, y que ella había tomado por desvarío; oyóle acusar a Courtin de traidor, infame y asesino; oyóle hablar de sumas fabulosas que habrían sido el precio del crimen, y hablando de este modo se hallaba poseído de la más viva exaltación; con ojos centelleantes de furor y con voz trémula de emoción, rogó Oullier que fuese a buscar a Berta.
La pobre mujer creyó que sobrevenía un recargo de fiebre, y entró en gran zozobra, porque el médico había dicho que no volvería hasta la noche subsiguiente. Sin embargo, prometió hacer cuanto el herido solicitaba.
Juan Oullier, algo tranquilizado, durmióse poco a poco, rendido por la violencia de las impresiones recién experimentadas.
Sentada la viuda en la paja junto al lecho del enfermo, y abrumada de fatiga, iba también a dormirse, cuando de repente creyó oír un ruido insólito en el patio.
Prestó atención y percibió las pisadas de un hombre, y al mismo tiempo que una mano movía el pestillo de la puerta de la casa, oyó una voz, que reconoció ser la de su hermano, que decía:
—¡Por aquí!, ¡por aquí!
Y los pasos se dirigieron al aposento de José.
La viuda de Picaut sabía que la casa de su cuñado estaba desocupada, y aquella visita nocturna llamó vivamente su curiosidad, dándole a sospechar que se trataba de maquinar algún golpe de mano, a los que tan aficionado era el chuán.
Abrió silenciosamente una de las ventanillas por donde las vacas, cuando las había en el establo, sacaban la Cabeza para comer el pienso en el mismo piso del cuarto, y por aquella estrecha abertura pasó a la pieza principal de la casa; en seguida, subiendo con grandes precauciones la escala en que el conde de Bonneville recibiera la herida mortal, penetró en el granero, que como sabemos era común de las dos casas, y aplicando el oído al suelo, que daba sobre el cuarto de su cuñado, púsose a escuchar.
Llegaba en medio de una conversación ya entablada.
—¿Y tú has visto la suma? —decía una voz que, sin serle completamente desconocida, no pudo ella calcular de quién era.
—Como os veo a vos —repuso Picaut—; era en billetes de Banco, pero él ha pedido oro.
—Mejor, pues los billetes no son muy de mi gusto, y aunque circulan mucho, tienen muy poca aceptación en nuestra comarca.
—Os digo que traerá oro.
—¡Bueno! ¿Y dónde deben avistarse?
—En San Filiberto, mañana, al anochecer; así, pues, os sobra tiempo para avisar a vuestra gente.
—¿Estás en tu juicio? ¡Mi gente! ¿Cuántos has dicho que serían?
—Dos: el infame y su compañero.
—Pues bien, dos contra dos en guerra, como decía Jorge Cadoudal, de gloriosa memoria.
—Ved que sólo tenéis una mano, maese Jaime.
—¿Qué importa cuando es buena? Yo me encargaré del más fuerte.
—Alto, no consiento en esa condición.
—¿Por qué?
—Yo quiero habérmelas con el alcalde.
—Exigente eres.
—¡Oh!, he jurado que el malvado me pagaría lo que me ha hecho sufrir.
—Si tienen la suma que dices, no faltará con qué indemnizarte, aunque te hubiesen vendido como un negro. ¡Veinticinco mil francos! Tú no los vales, amigo, créeme.
—Es posible, pero yo quiero además vengarme y hace mucho tiempo que le tengo ojeriza a ese vil labriego; él ha sido la causa…
—¿De qué?
—Nada, nada: Dios me entiende.
José Picaut había contestado de un modo ininteligible para todos, menos para la viuda, quien se estremeció al suponer que el recuerdo ante el cual retrocedía el chuán se relacionaba con la muerte de su infeliz marido.
—Corriente —dijo el interlocutor de José Picaut—; te las entenderás con él; pero antes de poner manos a la obra, júrame que has dicho la verdad, y que el dinero en cuestión es del Gobierno, pues de otro modo no me convendría el negocio.
—¡Por Cristo! ¿Creéis, por ventura, que aquel sujeto sea bastante rico para hacer semejantes regalillos a un villano de aquel jaez? Y aun no es más que una cantidad a cuenta, lo he oído perfectamente.
—¿Y no has podido saber lo que pagan tan caro?
—No, pero lo sospecho.
—Habla, pues.
—Paréceme, maese Jaime, que, desembarazando la tierra de esos dos pícaros a un tiempo, haremos dos buenos negocios: uno privado y otro político. Mañana os daré más detalles.
—¡Por vida de…! ¿Sabes que al oírte se me hace la boca agua? Retiro mi palabra: te entenderás con él, si puedes.
—¿Cómo si puedo?
—Sí; antes de que ajustes cuentas con él, quiero que ambos tengamos un momento de conversación.
—¿Acaso creéis que os revelará su secreto?
—¡Oh!, cuando sea mi prisionero, estoy seguro de ello.
—¡Es muy taimado!
—¡Cómo! ¿No sabes que hay medios de hacer hablar a los que no quieren por taimados que sean? —preguntó maese Jaime con siniestra sonrisa.
—¡Ah!, sí, el fuego a las plantas de los pies. ¡A fe que tenéis razón!, de ese modo mi venganza será más sabrosa.
—Y de ese modo sabremos fácilmente por qué envía el Gobierno esos cincuenta mil francos al alcalde, lo cual acaso valga más que el oro.
—Poco a poco, que el oro es muy precioso, sobre todo para los que vivimos en la Vendée y nos arriesgamos a dejar la cabeza en el Bouffay. De mí sé decir que con mi parte de veinticinco mil francos iré a vivir a donde nos acomode.
—Como gustes. Pero sepamos: ¿dónde han de verse estos dos sujetos? Tengo interés en que no se nos escapen.
—En la posada de San Filiberto.
—Pues mejor que mejor: ¿no es de tu cuñada la posada? Entrará a la parte, y todo se quedará en casa.
—¡Oh!, no, no allí —replicó José—; ella no es de los nuestros, y no nos tratamos desde…
—¿Desde cuándo?
—Desde la muerte de mi hermano.
—¡Ah!, ¿con que es cierto lo que me dijeron? ¿Es cierto que si no le diste la puñalada, a lo menos ayudaste a…?
—¿Quién lo dice? —gritó José—, ¿quién lo dice? Nombradle, maese Jaime, y lo haré trizas como este escabel.
Y la viuda oyó que al terminar su cuñado esas palabras, Estrellaba el taburete contra la piedra del hogar, haciéndole mil pedazos.
—Cálmate, hombre —dijo maese Jaime—. ¿Qué me importa? Ya sabes que nunca me entremeto en asuntos de familia. Volvamos a los nuestros; ¿qué decía?
—Decía que no conviene dar el golpe en casa de mi cuñada.
—Lo daremos en el campo; pero falta saber dónde, pues sin duda llegarán por dos caminos diferentes.
—Sí, pero se irán juntos. Para regresar a su casa, el alcalde seguirá el camino de Nantes hasta el Tiercet.
—Pues bien; embosquémonos en el cañaveral que hay contiguo al camino de Nantes.
—Conforme. ¿Dónde nos veremos? Yo me voy de aquí mañana a la madrugada.
—Entonces acude al bosque de Machecoul, encrucijada de los Ragots —dijo el jefe de los lapins.
José aceptó el lugar de la cita, prometiendo no faltar, y la viuda le oyó ofrecer su casa por aquella noche; pero el viejo chuán prefería a todas las casas del mundo las guaridas que tenía en los bosques de los alrededores, donde estaba más seguro, si no más cómodo. Salió, pues, y la casa de José Picaut quedó sumida en el más profundo silencio.
La viuda bajó al establo, y viendo que Juan Oullier dormía profundamente no quiso despertarle; la noche estaba muy avanzada, y como para ella era hora de volver a San Filiberto, luego de preparar todos los objetos que el vendeano podía necesitar al siguiente día, salió, como solía, por la ventana del establo.
La viuda Picaut caminaba pensativa.
Convencida de que su cuñado era cómplice en la muerte de su hermano, profesábale un odio profundo y abrigaba un deseo de venganza que su viudez y aislamiento enardecían hasta el frenesí.
Parecióle que al llamarle el cielo de un modo tan providencial a descubrir el secreto de una nueva fechoría de José, participaba de sus sentimientos, creyó que se asociaría a sus planes, si al par que se saciaba el odio, impedía que se consumara el crimen, y evitaba la ruina y la muerte de los que suponía inocentes: de modo que, renunciando a la primera idea de delatar a Jaime y a José, bien a la justicia, bien a los mismos que ellos querían asesinar y robar, decidió mediar ella sola entre la Providencia y las víctimas de la proyectada fechoría.