LXXIII

HABIENDO Berta salido de La Logerie al mismo tiempo que Michel, a las dos horas de camino estuvo al lado de su padre.

Berta encontró a este profundamente abatido y fastidiado de la solitaria vida que llevaba en la madriguera que maese Jaime había dispuesto para su uso personal y en la que se instalara.

Lo mismo que Michel, si bien por un sentimiento puramente caballeresco, nunca se hubiera resuelto el marqués de Souday a salir de la Vendée mientras Pedrito corría en ella algún peligro; pero habiéndole Berta participado la marcha probable del jefe de su partido, el hidalgo vendeano se aventuró sin entusiasmo a seguir el consejo del general, e ir a vivir por tercera vez en suelo extranjero.

Salieron, pues, del bosque de Touvois, y maese Jaime, cuya mano estaba casi curada aunque con dos dedos menos, quiso acompañarles hasta la costa para favorecer el embarque.

Seguían los tres viajeros el camino de Machecoul, y a eso de la media noche encontráronse en una altura que dominaba el valle de Souday.

Al ver las cuatro veletas de su castillo, en las que rielaba la luna en medio de la verde alfombra que lo rodeaba, el marqués no pudo reprimir un suspiro.

Oyólo Berta, y aproximándose preguntóle:

—¿Qué tenéis, padre? ¿En qué pensáis?

—En muchas cosas, hija mía —respondió el marqués moviendo la cabeza.

—No os aflijáis, padre; todavía sois joven y robusto, y volveréis a ver vuestra casa.

—Sí —repuso el marqués suspirando—; pero…

Y anúdesele la voz en la garganta.

—Pero ¿qué?… —interrogó Berta.

—No veré más a mi pobre Juan Oullier.

—¡Ah! —exclamó la doncella.

—¡Oh, casa!, ¡oh, casa! —exclamó el marqués—; ¡pobre casa! ¡Cuán vacía me parecerás!

Aunque los ojos del marqués expresasen más egoísmo que cariño a su servidor, si el pobre Oullier hubiese oído aquel lamento de su amo, habríase conmovido profundamente.

—¿Pero, qué hacer, querido padre? No sé por qué, pero no puedo creer por más que digan que nuestro infeliz amigo haya muerto; algunas veces lo lloro, es verdad, pero paréceme que si realmente hubiese muerto lo lloraría más, y siempre me enjuga las lágrimas una secreta esperanza que no acierto a explicarme.

—Es singular —dijo maese Jaime—; yo también pienso lo mismo que la señorita. No, Juan Oullier no ha muerto, y tengo más que presunciones, pues vi el cadáver que decían ser el suyo y no lo conocí.

—Pues, ¿qué habrá sido de él? —preguntó el marqués.

—¡Pardiez!, no lo sé, a fe mía —repuso maese Jaime—; pero cada día espero tener noticias suyas.

El marqués exhaló otro suspiro. En este momento atravesaban un extremo del bosque, y tal vez pensaba en las hecatombes de caza que había hecho por sus frondosidades, las que ya no creía ver más; quizás las pocas palabras que había pronunciado maese Jaime le habían animado con la esperanza de ver un día a su fiel servidor. Esta es la suposición más probable, pues el anciano encargó varias veces al jefe de los lapins que tomara informes precisos sobre la muerte de Juan Oullier y le participara su resultado.

Llegados a la orilla del mar, el marqués no adoptó por completo el plan que Michel y su hija habían trazado para el embarque; temía que navegando la goleta de conserva para esperarles delante de la bahía de Bourgneuf, según estaba convenido, llaman la atención de los escampavías[47] que vigilaban la costa; y como no quería perjudicar a Pedrito por un sentimiento personal, decidió ir con su hija al encuentro del buque que debía conducirles.

Maese Jaime, que tenía relaciones en todo el litoral, halló un pescador que por algunos luises consintió en llevarles al Joven Carlos.

La barca estaba varada a la orilla del mar y, dirigido el marqués por maese Jaime, entró en ella con Berta, burlando la vigilancia de los aduaneros de Pornic que andaban por la costa. Una hora después puso la barca a flote el patrón, y sus dos hijos se embarcaron para hacerse mar a dentro.

Como aún faltaba media hora para amanecer, el marqués no aguardó que la embarcación estuviese lejos para salir del entrepuente, donde se encontraba peor que en la gazapera de maese Jaime.

Al verle el pescador le preguntó:

—¿Decís, señor, que el buque que esperáis ha de venir del río?

—Sí —contestó el marqués.

—¿A qué hora debe salir de Nantes?

—De las tres a las cinco de la mañana —repuso Berta.

El pescador consultó al viento, y dijo:

—Con este viento necesitará cuatro horas para llegar aquí —y calculando, continuó—: El viento es del Sudeste, la pleamar ha sido a las tres, y debemos verle a eso de las ocho; entretanto, para que no se nos eche encima el guardacostas, convendría tender de cuando en cuando las redes, que nos servirá de pretexto para correr bordadas delante del río.

—¿Cómo de pretexto? —exclamó el marqués—, lo mejor será pescar real y efectivamente; toda mi vida he anhelado dedicarme a este ejercicio, y ya que este año no puedo cazar en los bosques de Machecoul, quiero aprovechar la ocasión que el cielo me depara.

Y el marqués, a pesar de las observaciones de Berta, temerosa de que la alta estatura de su padre le diese a conocer de lejos, ayudó a los pescadores en su tarea. Tendieron la red, tuviéronla algún tiempo sumergida, y el marqués de Souday, que había halado vigorosamente para recogerla, experimentó una pueril alegría al contemplar los congrios, rodaballos, platijas y rayas de la redada.

Olvidó en seguida sus pesares, sus recuerdos y esperanzas, el castillo y el bosque de Machecoul, los pantanos de San Filiberto y los grandes páramos, y con ellos los jabalíes, corzos, zorros, liebres, perdices y becadas, para pensar solamente en la población de piel lisa o escamosa que a cada redada se ofrecía a sus ojos.

Amanecía ya, y Berta estaba meditabunda, sentada a proa y absorta en sus pensamientos, contemplando la luminosa estela de la barquilla; y al clarear subió a un rollo de cables para interrogar al horizonte.

Entre la niebla matinal, muy densa a la entrada del río, divisó los palos de algunos buques, ninguno de los cuales llevaba el gallardete azul en que debía conocerse al Joven Carlos, y habiéndolo hecho observar al pescador, tranquilizóla este jurando que si la embarcación había zarpado de noche de Nantes, no podía haber llegado tan pronto al mar.

Por otra parte, el marqués no dejó prolongar la conversación de su hija con el digno pescador, pues aficionábase de tal modo al oficio de aquella buena gente, que entre redada y redada no dejaba más que el tiempo estrictamente necesario, y hasta aprovechaba los intervalos de una a otra para oír de boca del marinero los primeros rudimentos de la ciencia náutica.

En esto, el pescador le advirtió que si continuaban tendiendo la red tendrían que desplegar las velas de modo que formaran con la quilla un ángulo tan pequeño como lo permitiera el aparejo, y estaban ambos en lo más embrollado de la demostración, cuando Berta exhaló un gran grito.

Acababa de ver la joven a pocas brazas de la barca un gran buque navegando a todo trapo, en el cual no había parado la atención porque no llevaba la señal convenida, y cuya aproximación le habían encubierto los foques.

—¡Cuidado!, ¡cuidado! —gritó—, ¡viene un buque sobre nosotros!

Volvióse el pescador, y dándose cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, del peligro que les amenazaba, arrancó bruscamente el timón de manos del marqués, quien rodó por la cubierta, y sin cuidarse de este, maniobró a toda prisa para ponerse a barlovento del buque que venía sobre ellos y salir ileso de sus aguas. Sin embargo, por rápida que fuese la maniobra, el guía de la cangreja rozó con el costado del buque y enredóse un momento con el bauprés: la barca se inclinó y si el pescador no la hubiese sacado pronto de allí, no se hubiera levantado tan ligera o tal vez se hubiera ido a pique.

—¡Vaya al diablo el barco! —exclamó el viejo pescador—. Medrados estábamos si no me doy tanta prisa.

—¡Virad!, ¡virad! —gritó el marqués, irritado por su caída—; alcanzadle, y que me emplumen si no subo a bordo para pedir satisfacción al capitán de su impertinencia.

—¿Cómo queréis que con nuestros dos foques y nuestra pobre cangreja alcancemos a esa especie de gaviota? —replicó el pescador.

—Pues, es preciso —exclamó Berta—, porque es el Joven Carlos.

Y mostró a su padre una ancha faja blanca en la ropa del buque, en la cual se leía en letras doradas: JOVEN CARLOS.

—Por vida mía, tienes razón, Berta; virad, virad, amigo. Pero ¿por qué no lleva la señal convenida con el señor barón de La Logerie? ¿Por qué dirige la proa al Oeste y no a la bahía de Bourgneuf, donde debíamos aguardarle?

—Tal vez ha sucedido algún percance —dijo Berta demudada.

—Con tal que no sea a Pedrito —murmuró el marqués.

Berta admiró el estoicismo de su padre, y dijo también para sí:

—Con tal que no sea a Michel.

—No importa —dijo el marqués—, sepamos a qué atenernos.

Entretanto la barquilla había orzado, y ganando el barlovento aumentó su celeridad. Esta rápida maniobra en una embarcación de tan poco porte no permitió que la goleta se alejara sensiblemente a pesar de la superioridad de su velamen.

El pescador llamó al buque, y el capitán apareció en el puente.

—¿Sois el Joven Carlos y venís de Nantes?

—¿Qué te importa? —replicó el capitán, que aún estaba de mal humor a pesar de haberse escapado, como creía, de las manos de la justicia.

—Es que aquí tengo gente para vos.

—¿Son comisionados también? ¡Voto a cribas! Si me los traes del calibre de esta noche, te echo a fondo antes de que subas a bordo, viejo gárrulo.

—No, que son pasajeros: ¿no esperáis a unos pasajeros?

—Sólo espero un buen viento para doblar al cabo de Finisterre.

—Dejadme atracar —dijo el pescador a instancias de Berta.

El capitán del Joven Carlos inspeccionó el mar, y no viendo, entre la costa y su buque, cosa alguna que legitimara sus recelos, deseoso, además, de saber si los pasajeros de que le hablaban eran los mismos cuyo embarque había sido el objeto de su viaje, accedió al ruego del pescador, mandando amainar las velas mayores a fin de disminuir la rapidez de la marcha.

Pronto estuvo el Joven Carlos bastante cerca de la barca para poderla echar un calabrote con que atracarla a la goleta.

—Y bien, ¿qué hay? —interrogó el capitán inclinándose hacia la barca.

—Rogad al señor de La Logerie que venga a hablaros —dijo Berta.

—El señor de La Logerie no está a bordo —replicó el capitán.

—Pues, si él no está —repuso Berta con voz turbada—, ¿están a lo menos dos señoras?

—En cuanto a señoras —respondió el capitán—, sólo tengo un perillán aherrojado que jura y blasfema como un condenado en la bodega.

—¡Cielos! —exclamó Berta con angustia—, ¿sabéis si ha sucedido alguna desgracia a las personas que debíais embarcar?

—A fe mía, hermosa señorita —dijo el capitán—, si podéis explicarme ese enredo me haréis un gran favor, pues lléveme el demonio si entiendo una jota. Anoche vinieron dos hombres de parte del señor barón de La Logerie, con dos encargos diferentes: el uno, que zarpase inmediatamente, y el otro me decía que me esperara. Uno de ellos era un honrado colono, un alcalde, según la banda tricolor que me enseñó; este me decía que levara anclas y me largara cuanto antes; y el otro, el que no quería que me diese a la vela, era expresidario. Di crédito a lo que me decía la persona más respetable, lo cual, después de todo, era lo que menos me comprometía, y zarpé.

—¡Gran Dios! —exclamó Berta—, Courtin es quien vino; habrá sucedido algún contratiempo al señor barón de La Logerie.

—¿Queréis ver a ese hombre? —interrogó el capitán.

—¿A cuál? —respondió el marqués.

—Al que está encadenado, tal vez le conozcáis, y lleguemos a saber la verdad, aunque ya sea demasiado tarde para que saquemos algún provecho.

—Podemos sacarle para partir —dijo el marqués—, y para salvar de algún peligro a nuestros amigos; dejadnos ver a ese hombre.

Dio el capitán una orden, y a poco trajeron a José Picaut, todavía aherrojado. A pesar de sus ligaduras y sus cadenas, en divisando Picaut las costas de aquella Vendée natal que estaba amenazado de no volver a ver, sin calcular la distancia y la imposibilidad en que estaba de nadar, hizo un movimiento para escaparse de los que le conducían y arrojarse al agua.

Eso pasaba a estribor, de suerte que los pasajeros de la barquilla, arrimada a la popa, no podían verlo; pero al grito que dio Picaut y al ruido que se promovió a cubierta, comprendieron que se trataba alguna lucha en el Joven Carlos.

El pescador impulsó la barca por el costado del buque, y vieron a José que luchaba entre cuatro hombres.

—Dejadme que me arroje al agua —gritaba—; prefiero morir en seguida a consumirme aquí.

Y, en efecto, quizá iba a conseguir precipitarse al mar, cuando conoció al marqués de Souday y a Berta, que presenciaban aquella escena estupefactos.

—¡Oh!, señor marqués, ¡ah!, señorita Berta —gritó José Picaut—, vosotros me salvaréis, pues por haber cumplido las órdenes del señor de La Logerie, este bestia de capitán me ha tratado de esta suerte; pero de todo tiene la culpa el infame Courtin.

—Veamos lo que hay de verdad en todo eso —dijo el capitán—, pues si me desembarazáis de ese bribón os declaro que me hacéis un gran favor. No soy fletado para Cayena ni para Botany-Bay.

—¡Ah! —dijo Berta—, todo es verdad, caballero; no sé qué motivo ha tenido el alcalde de La Logerie para haceros dar a la vela; pero aquí está indudablemente el que os decía la verdad.

—Pues desatadle, ¡mal rayo!, y vaya a que le ahorquen donde quiera, y ahora, ¿qué hacéis vosotros? ¿Sois de los nuestros o no? ¿Os quedáis u os vais? De buen grado os conduciría, pues me habían pagado anticipadamente, y en descargo de mi conciencia me alegraría de conducir a alguien.

—Capitán —dijo Berta—, ¿no podíais volver al río y diferir para esta noche el embarque que debía tener lugar la anterior?

—No, no, es imposible —repuso el capitán—; ¡y la Aduana! ¡Y la Sanidad! No; pero os repito que si queréis pasar con mi buque a Inglaterra, estoy a vuestra disposición: nada os costará.

Miró el marqués a su hija, la cual hizo con la cabeza una señal negativa.

—Gracias, capitán, gracias, es imposible.

—De ese modo, separémonos; pero antes permitidme que os pida un favor.

—Os lo haré con mucho gusto, capitán.

—Encargaros de dar una buena paliza al pícaro que se ha burlado de mí esta noche.

—Así se hará —asintió el marqués.

—No digo que no, si le quedan fuerzas para pegarme la cuenta que me debe.

Y oyóse al mismo tiempo el ruido de un cuerpo pesado que caía al agua, y a poca distancia apareció en la superficie del mar la cabeza de José Picaut, quien se puso a nadar vigorosamente hacia la barca.

Una vez libre el chuán de sus pesadas cadenas, temió que alguna circunstancia imprevista le obligase a permanecer en el buque, y al verse suelto se había arrojado al agua.

El patrón y el marqués le tendieron la mano y con su auxilio José Picaut subió a la barca.

Entretanto, el capitán mandó largar el calabrote que la detenía, y la goleta se alejó viento en popa.

Mientras el pescador hacía rumbo a la costa, Berta y su padre tuvieron consejo.

A pesar de las explicaciones de Picaut, no acertaban con el motivo de la Conducta del alcalde de La Logerie, la cual les parecía muy sospechosa; y aunque Berta describía a su padre la solicitud de Courtin por Michel y el cariño que le había oído expresar por su amo, el marqués creyó que aquella torcida conducta encubría un proyecto peligroso, así para la seguridad del barón como para la de sus amigos.

Tocante a Picaut, declaró simplemente que sólo respiraba venganza, y que si el señor de Souday quería proporcionarle un vestido de marinero, así para disfrazarse como para sustituir la ropa desgarrada en la lucha que había sostenido, se pondría en camino para Nantes apenas saltara a tierra.

Persistiendo el marqués que la traición de Courtin podía haber tenido por víctima a Pedrito, quería también trasladarse a la ciudad; mas no dudando Berta en que al ver Michel frustrada su evasión habría regresado inmediatamente a La Logerie con la idea de que ella iría a encontrarle allá, aplazó este proyecto para cuando se tuvieran más noticias de lo que había sucedido.

El pescador dejó sus aparejos al abrigo de la punta de Pornic, y uno de sus hijos entregó la blusa y el sombrero de hule a Picaut, quien se encaminó a Nantes a todo correr, jurando que se vengaría de Courtin.

Pero antes de despedirse del marqués, rogóle que enterara de su aventura al jefe de los lapins, no dudando que maese Jaime se asociaría fraternalmente a su venganza.

De este modo y gracias a su conocimiento del terreno, pudo llegar a Nantes a las nueve de la noche, yendo, naturalmente, a ocupar su puesto en el mesón del Alba. Al entrar, con las precauciones que exigía su posición, pudo presenciar la entrevista de Courtin y del hombre de Aigrefeuille, oír parte de lo que decían, y ver el dinero o los billetes de Banco a que Courtin prefería el oro.

En cuanto al marqués y su hija, por mucha que fuese la impaciencia de Berta, hasta la noche no pudieron ponerse en camino para el bosque de Touvois, y no sin profundo disgusto pensó el anciano hidalgo que no se repetiría la alegre mañana de aquel día, y que sólo Dios sabía el tiempo que debía permanecer encerrado en aquella gazapera.