LXXII

SI largo debía parecer el día a Michel, no se lo pareció menos a Courtin, quien en su aburrimiento llegó a creer que nunca llegaría la noche, y aunque tuvo gran cuidado de no ir a la calle del Mercado ni a ninguna de las adyacentes, no pudo menos de buscar distracción en las cercanías.

Llegada la noche, Courtin no olvidó la cita de Michel y María, regresó al mesón del Alba, donde encontró al barón que impaciente le aguardaba.

En viendo el mozo al labriego, le dijo:

—Me alegro mucho de verte, Courtin; he descubierto al hombre que nos siguió anoche.

—¿Qué decís? —interrogó el colono retrocediendo a pesar suyo.

—Te digo que le he descubierto —repitió Michel.

—¿Y quién es ese hombre?

—Un sujeto de quien creí que podía fiarme y de quien también te hubieras fiado tú en mi lugar: José Picaut.

—¿José Picaut? —repitió Courtin, aparentando suma extrañeza—. ¿Y dónde le habéis encontrado?

—En esta posada, querido Courtin, pues sirve de mozo en ella.

—¡Bueno! ¿Y por qué os ha seguido? ¿Habríais cometido la ligereza de confiarle vuestro secreto? ¡Ah, joven!, ¡cuán cierto es que la juventud y la imprudencia se dan la mano! A un expresidiario…

—Precisamente por eso. ¿Sabes tú por qué fue a presidio?

—¡Toma!, por robo a mano armada en el camino real.

—En fin, yo le había hecho un encargo.

—Si yo os preguntara cuál, diríais que soy curioso, y no obstante sólo hablo por interés.

—¡Oh!, ninguna razón tengo para ocultarte el encargo que le hice: encomendéle que fuese a decir al capitán del Joven Carlos que a las tres de la madrugada me tendría a bordo; y nadie ha vuelto a ver al hombre ni el caballo, de manera que si es Picaut quien nos siguió, estará de acecho en los alrededores.

—¿Para qué?, si hubiese querido entregaros, nada más fácil que enviar aquí a los gendarmes.

Michel hizo con la cabeza un ademán negativo.

—¿Cómo que no?

—No se trata de mí, Courtin, ni por mí nos espió ayer.

—¿Por qué?

—Porque no han puesto a mi cabeza tan alto precio que baste para pagar una traición.

—¿Pues a quién espiaban? —preguntó el labriego, apelando a toda la candidez que podía prestar a su acento y a su rostro.

—A un jefe vendeano, que yo desearía salvar conmigo —repuso Michel, notando que se propasaba en la conversación; pero congratulándose de enterar a medias de su secreto al colono para servirse de él en un momento dado.

—¡Ah!, ¿por ventura ha descubierto el refugio de ese jefe vendeano? Sería una desgracia, señor Michel.

—No; hasta ahora sólo ha vencido la primera dificultad, y es una felicidad para nosotros; pero me temo que si vuelve a espiarnos sea más afortunado que la primera vez.

—¿Y por qué había de espiaros?

—¡Toma!, si esta noche me siguiera, vería que tengo una cita con María.

—¡Diantre!, tenéis razón.

—Así es que estoy inquieto.

—Haced una cosa: llevadme con vos esta noche, y si veo que alguien os sigue, os lo avisaré con un silbido, y podréis emprender la fusca.

—¿Y tú?

Echóse a reír Courtin y respondió:

—¡Oh!, yo nada arriesgo; conocidas son mis opiniones, a Dios gracias, y a fuer de alcalde no he de temer que mis amigos y conocidos sean gente sospechosa y comprometida.

—Por mucho pan, nunca es mal año —dijo riendo a su vez Michel—; pero, dime: ¿qué hora es?

—El reloj de Bouffay está dando las nueve.

—Sígueme, pues, Courtin.

—Marchemos, pues.

Tomaron ambos el sombrero, salieron, y en breve llegaron a la esquina, donde Michel había encontrado al colono.

Tenía Courtin a la derecha la calle del Mercado, y a la izquierda la callejuela a la que daba salida la puerta que él había señalado con una cruz.

—Quédate aquí, Courtin —dijo el Barón—, mientras yo permanezco al otro extremo de esta callejuela; no sé todavía por qué lado vendrá María: si viene por el tuyo, encamínala a mí; si por el mío, acércate a fin de auxiliarnos si es preciso.

—Perded cuidado —dijo Courtin.

Y situóse en su puesto.

El colono estaba que no cabía en sí de contento al ver que su plan salía a las mil maravillas, pues de uno o de otro modo iba a ponerse en contacto con María, a quien seguiría cuando dejara a Michel, y creía firmemente que no abrigando la doncella ninguna sospecha de que la siguiesen, descubriría el retiro de la Princesa al reunirse con ella.

Oyendo Courtin ligeras pisadas, adelantóse a reconocer quién venía, y vio a María transformada en una moza aldeana con manta y con un lío en la mano envuelto en un pañuelo.

Viendo la joven un hombre que al parecer guardaba la calle, detúvose titubeando; mas llegándose a ella, Courtin se dio a conocer.

—Bien, bien, señorita María —dijo en respuesta a las alegres demostraciones de la doncella—; ya sé que no me buscáis a mí, sino al señor barón, ¿no es cierto?, allá os está aguardando.

Y señaló con el dedo al otro extremo de la callejuela. Agradecióselo la joven con un ademán, y aceleró el paso en la dirección inmediata.

En cuanto a Courtin, creyendo que la plática sería larga, sentóse filosóficamente en un guardacantón, desde el cual podía ver a los dos jóvenes, mientras pensaba en su próspera fortuna que en tan buen camino suponía.

En efecto, con María tenía un cabo del hilo del laberinto, y confiaba que este hilo ya no se rompería.

Pero no pudo mecerse mucho tiempo en las doradas nubes de su imaginación, porque, habiéndose dicho los amantes algunas palabras, se acercaron a donde estaba. El baroncito daba alborozado el brazo a su novia, y tenía en la mano el lío que el colono había visto llevar a María.

Michel le hizo una seña con la cabeza.

—¡Oh! —dijo entre sí el colono—: Muy fácil se presenta la cosa, y realmente no tendrá mérito.

Mas como esa prisa le venía de perlas, no se hizo de rogar para obedecer la seña de su amo, y siguió a los dos amantes a corta distancia.

No obstante, en breve se apoderó cierta inquietud del digno colono.

En vez de subir a lo alto de la ciudad, donde Courtin conocía instintivamente que debía estar el nido, los dos jóvenes bajaban al río.

El colono seguía con grande inquietud todos sus movimientos; pero ocurriósele de pronto que María tenía que evacuar alguna diligencia por aquella parte, y que Michel la acompañaba; pero al ver que los dos jóvenes se dirigían al mesón del Alba y luego penetraron por su puerta cochera, fue tal su zozobra, que no pudo contenerse, y alcanzó corriendo al baroncito.

—¿Qué hay? —preguntó Courtin.

—Amigo mío —repuso el mancebo—, soy el hombre más dichoso del mundo.

—¿Sí?

—¡Pronto!, ¡pronto!, ayúdame a ensillar dos caballos.

—¡Dos caballos! ¿Y la señorita no vuelve allá?

—No, Courtin, me la llevo.

—¿A dónde?

—A la Banloeuvre, donde procuraremos arreglarnos para huir todos juntos.

—Y la señorita María abandona de esa manera…

Courtin no quiso decir más, comprendiendo que se propasaba.

Michel sentíase demasiado feliz, para mostrarse desconfiado, y respondió:

—La señorita María no abandona a nadie, Courtin; Berta irá en su lugar, pues ya comprenderás que no seré yo quien diga a Berta que no la amo.

—¿Pues quién se lo dirá?

—Uno u otro, Courtin; no te dé cuidado.

—¡Pronto!, ¡pronto!, ensillemos dos caballos.

—¡Ah!, ¿tenéis caballos?

—No son míos; pero ya se sabe que los que viajan por las necesidades de la causa, como nosotros, tienen caballos a su disposición.

Y Michel condujo a Courtin a la cuadra, donde los caballos estaban comiendo avena, como si efectivamente les hubiesen preparado para los dos mozos.

El barón estaba ensillando uno, cuando bajó el posadero acompañado de María.

—Vengo del Sur y voy a Rosny —díjole Michel, en tanto que Courtin ensillaba lentamente el otro caballo.

—Está bien —repuso el mesonero, haciendo una señal de asentimiento.

Y ayudó a Courtin.

—Pero, señor —dijo este, haciendo otro esfuerzo—, ¿por qué hemos de ir a la Banloeuvre y no a La Logerie?… Creo que en La Logerie no os ha ido tan mal.

Michel interrogó a María con la vista.

—¡Oh!, no, no —repuso esta—, no vayamos a La Logerie. Considerad, amigo, que Berta volverá pronto allá para saber de vos y para averiguar por qué el buque se ha dado a la vela sin ellos, y no quiero verla antes de que la persona que sabéis le haya hablado. Me moriría de vergüenza y de dolor al encontrarme delante de ella.

Al nombre de Berta, por segunda vez pronunciado, irguió Courtin la cabeza como un caballo al oír el clarín.

—Sí, la señorita tiene razón —observó—; no vayáis a La Logerie.

—Hay un inconveniente, María —dijo Michel.

—¿Cuál? —interrogó la joven.

—¿Quién entregará a vuestra hermana la carta en que se le encarga que venga a Nantes?

—No será difícil encontrar un mensajero —dijo el colono—, y si no hay otro obstáculo que ese, señor Michel, yo me encargo de llevar la carta.

El barón titubeaba; lo mismo que María, temía presenciar los primeros arrebatos de Berta, y consultó con los ojos a la doncella, quien respondió con un ademán afirmativo.

—Vamos a la Banloeuvre —dijo Michel, entregando la carta al colono—. Si algo tienes que decirnos, Courtin, allí nos encontrarás.

—¡Pobre Berta! —exclamó María, montando a caballo; nunca me consolaré de mi dicha.

Michel también acababa de montar, y después de encomendar una vez más la carta a Courtin, saludaron ambos jóvenes con la mano al posadero, saliendo del mesón del Alba.

Al llegar al extremo del puente de Rousseau, por poco derriban a un hombre que, a pesar del calor de la estación, estaba embozado en una manta.

Esa sombría aparición asustó a Michel, que hizo apretar el paso a su caballo diciendo a María que hiciera lo mismo.

A corta distancia el barón volvió el rostro, y a pesar de la oscuridad vio que el hombre se había detenido y les estaba mirando.

—Nos espía, nos espía —dijo Michel, adivinando instintivamente que acababa de salvarse de un peligro.

Perdióles el hombre de vista y siguió camino de Nantes.

Detúvose a la puerta del mesón, y buscando a alguien con los ojos, vio a un hombre que en la cuadra y a la luz del farol leía una carta.

Acercóse, y al rumor de sus pisadas volvió la cabeza.

—¡Ah!, sois vos —exclamó Courtin—, por vida mía que si llegáis un momento antes me hubierais encontrado en compañía que os habría gustado.

—¿Quiénes son los dos jóvenes que de poco me hacen medir el suelo a la entrada del puente?

—Los mismos que hacen poco rato estaban conmigo.

—¿Qué hay de nuevo, sepamos?

—Bueno y malo; pero más que malo, bueno.

—¿Es para esta noche?

—Todavía no; se ha demorado el golpe.

—Frustrado, queréis decir, torpe.

Sonrióse Courtin, y repuso:

—Cierto, desde ayer estoy de desgracia; pero ¡qué diablo!, caminemos y no corramos, que quien menos corre vuela, y por más infructuosos que en cuanto al resultado inmediato han sido mis pasos de hoy, valen, cuando menos, veinte mil libras.

—¿Estáis seguro de lo que decís?

—Sí, y la prueba es que ya tengo algo.

—¿Qué?

—Esto —repuso Courtin, enseñando la esquela que había abierto y leído.

—¿Una esquela? ¿Y qué dice? —preguntó el de la manta, alargando el brazo, para apoderarse del escrito.

—No, la leeremos juntos, pues debo guardármela yo para llevarla a su destino.

—Veamos —dijo el hombre.

Aproximáronse ambos al farol y leyeron:

Servíos pasar a mi lado cuanto antes. Ya sabéis las señas.

Vuestro afectísimo,

Pedrito

—¿A quién va dirigida esta carta?

—A la señorita Berta de Souday.

—No veo su nombre en el sobre ni al pie del escrito.

—Porque esa esquela puede extraviarse.

—Tenéis razón, ¿sois vos quién está encargado de entregársela?

—Sí.

El hombre examinó la esquela por segunda vez, y dijo:

—Es su misma letra.

Guardó un instante de silencio, y luego preguntó a Courtin:

—¿Cuándo os veré?

—Pasado mañana.

—¿Aquí o en el campo?

—En San Filiberto de Grandlieu, que se halla a la mitad del camino de Nantes y de mi casa.

—¿Y entonces nada me impedirá obrar como quiera?

—Os lo prometo.

—Procurad hacer honor a vuestra palabra; yo sé cumplir la mía, y aquí tenéis el dinero que no os hará esperar.

Y diciendo eso, abrió el hombre su cartera y enseñó al colono un legajo de billetes de Banco cuyo valor era de unos cien mil francos.

—¡Ah! —dijo este—, ¡papel!

—Sí, papel, pero con la firma de Garat, que es muy buena.

—No importa —replicó Courtin—, prefiero el oro.

—Bien, os pagaré en oro —dijo el otro metiéndose la cartera en el bolsillo y terciándose la manta al hombro.

Si los dos interlocutores no hubiesen estado tan preocupados en su conversación, habrían visto indudablemente que hacía dos o tres minutos les estaba escuchando un aldeano que, con el auxilio de una carreta, se había encaramado a la pared y miraba los billetes con un aire que significaba que en el puesto de Courtin no estaría tan disgustado como él y se concentraría con la firma de Garat.

—Con que, hasta pasado mañana en San Filiberto —repitió el de la manta.

—¿A qué hora?

—Al anochecer.

—Fijemos las siete: el que llegue primero aguardará al otro.

—¿Creéis que pasado mañana habremos logrado nuestro intento?

—¡Toma!, siempre es bueno creer, pues nada cuesta.

—Pasado mañana, a las siete, en San Filiberto —dijo el aldeano saltando de la pared a la calle—… No faltaré.

Y con sardónica sonrisa, agregó:

—Ya que estoy marcado… debo ganar la marca.