AESE Courtin estaba muy conmovido: al desaparecer por la puerta el último de los tres personajes a quienes seguía desde Coueron, tuvo como en el páramo, cuando regresaba de Aigrefeuille, una visión que le pareció la más hermosa de todas. Había visto relucir a sus deslumbrados ojos una pirámide de monedas amarillas y blancas, que despedían brillantes y embelesados reflejos, con la diferencia, no obstante, de que la pirámide era mucho más elevada que la que antes concibiera, pues cumple confesar que al ver su presa en la red, lo primero, lo único en que pensó Courtin, fue que sería un gran majadero si hacía partícipe de tan magnífica recompensa al hombre de Aigrefeuille, y un torpe insigne si no despreciaba su cooperación. En consecuencia, resolvió no avisarle, como habían convenido, e ir inmediatamente a dar parte a las autoridades del descubrimiento que acababa de hacer.
Sin embargo, preciso es hacerle justicia; en medio de su alegría y satisfacción pensó Courtin en su joven amo, a quien sus interesadas miras iban a cortar la libertad y acaso la vida, si bien es cierto que ahogó in continenti[46] este intempestivo remordimiento, y, para que su conciencia no levantara otro grito, apretó a correr en dirección a la prefectura.
Pero, apenas había dado veinte pasos, cuando al doblar la esquina de la calle del Mercado, dio con él con tanta violencia un hombre que corría en dirección opuesta que le derribó contra la pared.
Maese Courtin lanzó un grito, no de dolor, sino de sorpresa; era nada menos que el barón de La Logerie, a quien creía haber dejado tras la puerta verde que señaló con una cruz.
Era tal su asombro, que Michel de seguro lo hubiera advertido a no estar tan sumamente preocupado; mas en aquel momento, alegrándose el barón de ver al que tomaba por amigo y creer por consiguiente que le llegaba un auxilio, hablóle en esta forma:
—Dime, Courtin, ¿has seguido la calle del Mercado?
—Sí, señor barón.
—¿Habrás visto, pues, un hombre que huía?
—No, señor barón.
—Pero sí, Courtin, sí; es imposible que no le hayas visto; un hombre que al parecer estaba espiando.
Courtin púsose como la grana, y serenándose luego, dijo decidido a no perder aquella inesperada probabilidad de alejar de sí toda sospecha:
—Sí, sí, es cierto: delante de mi iba un hombre que se ha detenido en frente de aquella puerta verde que desde aquí veis.
—¡Eso es! —exclamó el mozo poseído de la idea de descubrir a quien los había espiado—. Courtin, es absolutamente preciso encontrar a ese hombre, y necesito que me pruebes tu fidelidad y adhesión; ¿qué dirección ha tomado?
—Creo que por aquella —dijo Courtin, indicando con la mano la primera que se le ocurrió.
—Ven, pues, y sígueme.
Michel echó a correr precipitadamente en la dirección que su colono le indicara, y este, siguiéndole, se puso a reflexionar. Por un momento, tuvo la idea de dejar que el señorito corriese a su placer e irse a donde se había propuesto; pero después se alegró de no haber seguido esta primera inspiración.
Era evidente para Courtin que la casa tenía dos puertas, y pues Michel había notado que espiaban sus pasos, estaba seguro de que se habían servido de ellas para desorientar al espía, y que Pedrito había salido, como Michel, de la casa de la calle del Mercado, en cuya esquina tropezó con el baroncito.
Maese Courtin encontraba a Michel, a Michel que probablemente ya sabía el retiro de su amada. Con Michel, el alcalde de La Logerie estaba seguro de conseguir el objeto que se proponía. Atropellando las cosas podía malograrlas, y por lo tanto resignóse a perder el lucro de tan buena redada y tener un poco de paciencia.
Apresuró el paso, y alcanzando al joven, díjole:
—Señor barón, os encargo la prudencia; ya es de día, las calles van llenándose de gente, llamáis la atención de todos con vuestro vestido salpicado de fango y humedecido por el rocío, y si os vieran los agentes de la autoridad, podrían concebir sospechas y prenderos. ¿Qué diría entonces vuestra señora madre, que ha querido que yo la acompañe hasta aquí para darme sus últimas instrucciones?
—¿Mi madre? A estas horas me cree embarcado para Inglaterra.
—¿Debíais partir para Inglaterra? —preguntó Courtin con el aire más cándido del mundo.
—Sí. ¿No te lo había dicho ella?
—No, señor —respondió el labriego fingiendo amarga y honda tristeza—, no, ya veo que a pesar de todo lo que por vos he hecho, la baronesa desconfía de mí, y esto me destroza el alma.
—¡Vaya!, ¡vaya! No te aflijas, buen hombre; es que, bien mirado, se advierte en ti una mudanza tan brusca y repentina que apenas se explica, y cuando recuerdo que una noche cortaste las cinchas de mi caballo, extraño a fe que te hayas vuelto tan bueno, tan atento y leal.
—¡Caramba!, señor, eso se concibe; entonces yo defendía mis opiniones políticas; hoy que ya han triunfado, hoy que ya no me cabe duda de que no se cambiará el gobierno veo solamente en las Lobas y los chuanes a los amigos de mi amo, y siento que me paguen tan mal.
—Vamos, no te apesadumbres, buen Courtin —repuso Michel—, me alegro de que abrigues ya ideas más generosas, y voy a probártelo confiándote un secreto que tenías presentido. Courtin, es probable que la baronesa de La Logerie no sea la que hasta ahora has creído.
—¿No os casáis ya con la señorita de Souday?
—Sí, pero en vez de llamarse Berta, mi esposa se llamará María.
—¡Oh!, ¡cuánto me alegraría por vos!, pues ya sabéis todo lo que he hecho para que así fuese, y si no he hecho más es porque no habéis querido. Pero, sin embargo, ¿habríais visto a la señorita de Souday?
—Sí, la he visto, y los pocos minutos que he permanecido en su compañía creo que serán suficientes para asegurar mi dicha —dijo Michel en el colmo de la alegría—. ¿Tienes que regresar hoy mismo a La Logerie?
—El señor barón sabe que estoy a sus órdenes.
—Bien; pues también la verás, Courtin, porque esta noche debo ir a verla.
—¿A dónde?
—En el sitio donde me has encontrado.
—Mejor —dijo el colono, en cuyo semblante brilló una satisfacción igual a la de su amo—; mejor: me alegraré infinito de veros casado a vuestro gusto, pues ya que vuestra madre consiente, vale más que sea con la que amáis. Ahora podéis juzgar si eran acertados mis consejos.
Y restregóse el labriego las manos como si no cupiera en sí de gozo.
—Querido Courtin, ¿dónde te veré esta noche? —preguntó Michel profundamente conmovido por los simpáticos ademanes del colono.
—Donde gustéis.
—¿No te hospedas en el mesón del Alba, como yo?
—Sí, señor barón.
—Tanto mejor, allá pasaremos el día, y por la noche me esperarás mientras vaya a ver a María, pues saldremos juntos.
—Es que yo —repuso Courtin bastante confuso—, he de hacer varias diligencias en la ciudad.
—Yo te acompañaré, y eso me ayudará a matar el tiempo, que me parecerá largo de aquí a la noche.
—¡No haréis tal cosa! Mi cargo de alcalde me obliga a presentarme en las oficinas de la prefectura, y no podéis ir conmigo; no, volveos a la posada y descansad, que esta noche, a las diez, nos pondremos en camino, vos muy alegre probablemente y yo también al ver que vos lo estáis.
Courtin quería deshacerse por el momento de Michel. La idea de que la recompensa prometida a quien entregara a Pedrito podría ganarla él solo, andábale de continuo por la mente y estaba resuelto a no marcharse de Nantes sin saber a qué atenerse acerca de la misma ofrenda y de los medios de no compartirla con nadie.
Comprendiendo Michel el peso de las razones que el colono le daba, y mirando además el estado de su traje, decidió despedirse de él para volverse a la posada.
Apenas se separó de su amo, Courtin se encaminó a casa del general, dijo su nombre al ordenanza, y a poco le introdujeron a presencia de aquel.
Hallábase el general muy descontento del giro que tomaban los negocios políticos: había enviado a París unos planes de pacificación sugeridos por los que tan buenos resultados dieron al general Hoche, y habían sido desaprobados; veía por todas partes que la autoridad civil se arrogaba las facultades que el estado de sitio concedía a los militares, y herida la susceptibilidad del veterano a la par de sus sentimientos patrióticos, estaba altamente disgustado.
—¿Qué quieres? —dijo a Courtin, fijando en él toda su atención.
El labriego hizo la mayor reverencia que pudo y contestó:
—Mi general, ¿os acordáis de la velada de Montaigu?
—¡Diantre!, como si fuera ayer, ¡y sobre todo de la noche inmediata! Poco faltó para que mi expedición tuviese feliz éxito, y a no ser por un pícaro guarda que sobornó a uno de mis cazadores, yo hubiera sofocado la insurrección en sus comienzos. A propósito, ¿cómo se llama aquel hombre?
—Juan Oullier.
—¿Qué ha sido de él?
Courtin no pudo menos de inmutarse y dijo:
—Ha muerto.
—Es lo mejor que podía hacer; y, no obstante, es lástima porque era un valiente.
—Si os acordáis de quien hizo abortar la expedición, ¿por qué habéis olvidado, mi general, a quién os facilitó los informes?
El general miró al colono.
—Porque Juan Oullier era soldado, era camarada, y en esos siempre pensamos; mientras que a los otros, los espías y traidores, les olvidamos apenas podemos.
—Bien —dijo Courtin—; en ese caso, mi general, permitid que os ayude a hacer memoria, y os diga que soy aquel hombre que os descubrió el albergue de Pedrito.
—¡Ah!, sí. Y hoy, ¿qué deseas? Habla y sé breve.
—Deseo prestaros exactamente el mismo servicio que entonces.
—¡Ah!, muy bien; pero los tiempos han cambiado mucho; ya no estamos en las hondonadas del país de Retz, donde se observa un piececito, un cutis blanco y una voz suave, atendida la escasez de todas estas cosas. Aquí todas las mujeres parecen más o menos grandes señoras, y hace un mes que más de veinte bribones de tu calaña han venido a venderme la piel del oso. Nuestros soldados están ya cansadísimos, hemos registrado cinco o seis barrios, y el oso todavía no ha parecido.
—General, tengo derecho a que deis crédito a mis noticias, ya que una vez os probé que las que doy son ciertas.
—A la verdad —dijo el general a media voz—, sería chistoso que yo sólo encontrase lo que el personaje de París no ha conseguido descubrir con toda su cáfila de soplones, espías y agentes de policía. ¿Estás seguro de lo que dices?
—Estoy seguro de que mañana a estas horas tendré lo que deseáis saber, la calle y el número.
—Pues, ven a verme.
—Es que yo desearía, general…
Courtin se detuvo.
—¿Qué? —preguntó el veterano.
—Se ha hablado de una recompensa y desearía…
—¡Ah!, sí —dijo el general apartándose y mirando al colono con el mayor desprecio—; me había olvidado de que, aunque funcionario público, eres de los que miran mucho por sus intereses privados.
—¡Caramba!, vos lo habéis dicho, general: a nosotros pronto se nos olvida.
—Y el dinero que os dan lo consideráis como la gratitud pública; realmente, es lógico; con que, tú no das; tú vendes, traficas, eres negociante en carne humana, digno colono, y siendo hoy día de mercado, has venido al mercado como los otros y con los otros.
—Soy todo eso. ¿Qué le hemos de hacer, general?, los negocios son negocios, y no me abochorno de cuidar de los míos.
—Mejor; pero no debes dirigirte a mí: ha venido de París una persona a propósito para arreglar ese asunto, y con ella habrás de entenderte cuando tengas tu presa.
—Así lo haré, mi general; pero ya que una vez os di tan buenos informes, ¿no tendríais la bondad de recompensarme?
—Buen hombre, si crees que te debo alguna cosa, estoy pronto a satisfacerte. Habla.
—Y os será muy fácil, pues no pido mucho. Decidme la suma destinada a quien ponga a Pedrito en vuestras manos.
—Unos cincuenta mil francos, según creo —dijo general.
—¡Cincuenta mil francos! —exclamó Courtin como si le hubiesen herido en el corazón—; cincuenta mil francos son muy poca cosa.
—Tienes razón, no vale la pena de ser infame por tan poco. Estás pagado, ¿no es verdad? Pues, quítate de mi presencia; anda con Dios.
El general continuó el trabajo que había interrumpido para recibir a Courtin, sin prestar la menor atención a las reverencias que al salir le hacía él alcalde de La Logerie, quien se iba la mitad menos satisfecho de lo que había venido.
Convencido estaba el colono de que el general sabía la suma destinada al precio de la traición, y no conciliando lo que acababa de oír con lo que le había dicho el sujeto de Aigrefeuille, y figurándose, además, que este sujeto era el mismo hombre que el Gobierno había enviado a París, renunció por completo a la idea de obrar sin él y propúsose enterarle cuanto antes de lo que había sucedido.
Hasta entonces este hombre se había presentado siempre a Courtin sin que este le llamara; pero el colono había recibido sus señas por si tenía que escribirle para comunicarle alguna cosa de importancia.
Courtin no escribió, sino que fue en persona, y con algún trabajo halló una tienda en el barrio más bajo de la ciudad, y en el fondo de un callejón húmedo, lleno de barro, poblado de casas sucias y lleno de baratillos, en cuya tienda, habiendo preguntado por el señor Jacinto, según se lo tenía prevenido, hiciéronle subir una escala y le introdujeron en una pieza más aseada de lo que prometía la apariencia exterior de la casa.
Allí encontró maese Courtin al hombre de Aigrefeuille, quien le recibió mucho mejor que el general, y con el cual tuvo una larga conferencia.