LXX

MALA velada fue para maese Courtin aquella en que la señora de La Logerie le obligó a pasarla a su lado.

Con el oído pegado a la puerta, escuchó toda la conversación de la madre y del hijo, y, por consiguiente, toda la historia de la partida.

La marcha de Michel estorbaba todos los proyectos que durante tanto tiempo había acariciado; poco satisfecho de la honra que la baronesa le dispensaba, hubiera querido regresar pronto a La Logerie. Confiaba en que, evocando el recuerdo de María, retardaría a lo menos la fuga de su amo, pues no debemos olvidar que partiendo el barón, perdía el hilo con cuyo auxilio pensaba penetrar en el misterioso laberinto donde se ocultaba Pedrito. Sin embargo, al verse de nuevo en su casa la señora de La Logerie, había cambiado de ideas; al traer consigo a Courtin, sólo pensaba en ocultarle la marcha de su hijo y librar a este de sus preguntas y espionaje: pero era tal el desorden en que halló su casa, abandonada por algunas semanas a una compañía de soldados, que en vista de lo que a sus ojos tomaba proporciones de catástrofe, olvidó sus primeras ideas respecto la poca confianza que el alcalde de La Logerie le merecía, y detúvole con empeño a su lado para que se hiciera eco de sus quejas.

Tanta era la desesperación de la señora de La Logerie, que expresándose con sincera energía, impidió a Courtin dejarla bajo cualquier pretexto para ir a ver lo que sucedía en la granja.

Por otra parte, el campesino era demasiado sagaz para dejar de comprender que la baronesa quería alejarle de su hijo; sin embargo, pareció tan verdadero el pesar que le causaba la vista de los platos hechos añicos, los espejos rotos, las alfombras manchadas, y el salón trocado en cuerpo de guardia e ilustrado con expresivos, aunque toscos dibujos, que dudó de su primera impresión, pensando por lo mismo que no habrían inspirado de desconfianza contra él a su ingenuo amo, y que con facilidad sabría alcanzarle antes de que se hubiese embarcado.

Serían las ocho de la noche cuando la baronesa volvió a subir a su coche, después de lamentar por última vez los atropellos cometidos en su habitación de La Logerie, y apenas Courtin hubo dicho al postillón: «Camino de París», dio vuelta al coche y echó a correr con dirección al cortijo, sin escuchar las últimas recomendaciones que su ama le hacía desde la portezuela. Al llegar, supo por su criada que a eso de las dos los señoritos Michel y Berta se habían marchado a Nantes, y creyendo alcanzarlos, corrió al establo para ensillar el caballo; su criada le enteró, a pesar de la precipitación, del modo que había salido el señorito. Viendo el establo vacío, animóse Courtin al pensar en el moderado paso de su cabalgadura, y proveyéndose de dinero y a todo evento de las insignias de su dignidad de alcalde, echó a andar más que de prisa tras el que consideraba como fugitivo y casi como ladrón de ciertos cien mil francos que su imaginación contaba ganar con el auxilio del novio de las Lobas.

Courtin corría, pues, como un hombre que ve arrebatados del viento sus billetes de Banco, lo cual equivale a decir que iba casi tan ligero como el viento, sin dejar de preguntar a cuantos encontraba en el camino.

Nuestro alcalde solía ser preguntón hasta la impertinencia, y claro está que en esta ocasión lo era en grado superlativo.

En San Filiberto de Grandlieu le dijeron que a las siete y media habían visto pasar su caballo, y preguntando quién lo montaba, el tabernero con quien hablaba no pudo darle razón por haber llamado toda su atención la resistencia del animal negándose obstinadamente a pasar más allá de la rama de acebo a la cual solía Courtin pagar tributo cuando iba a Nantes.

Algo más lejos tuvo mejor suerte, pues diéronle tan exactas señas del jinete, que no dudó de que era el joven barón aunque le afirmasen que iba solo.

Astuto en demasía, el alcalde de La Logerie creyó que los dos mozos se habían separado por prudencia para juntarse en otro punto. La fortuna estaba, pues, en su favor, ya que se los entregaba separados: si alcanzaba a Michel en Nantes había ganado la partida.

De consiguiente, siguió creyendo que el baroncito no se había desviado del camino, y estaba tan seguro de que había entrado o iba a entrar en Nantes, que al llegar a la posada del Alba, no se tomó la molestia de pedir informes al mesonero, sino que comió apresuradamente un bocado, y en vez de entrar en la ciudad, donde no hubiera podido encontrar a Michel, repasó el puente de Rousseau y se encaminó a la derecha con dirección al Pelerin.

Maese Courtin tenía un proyecto.

—Ya hemos dicho las esperanzas que en Michel fundaba. ¿Enamorado este de María?, un día u otro confiaría a él con una mira personal el secreto del retiro de su amada, y como María se hallaba al lado de Pedrito, al descubrir el barón el secreto de María, revelaría el de la duquesa, y si Michel salía de Francia llevábase las esperanzas de Courtin; conque era preciso a todo evento que Michel no partiese. Si Michel no encontraba en el lugar convenido al Joven Carlos, tendría que quedarse.

En cuanto a la señora de La Logerie, como entonces se encontraba camino de París, transcurriría mucho tiempo antes de saber que la fuga de su hijo no había podido efectuarse, y de encontrar otro medio de sacarle de la Vendée, plazo más que suficiente para Michel, gracias al estado de convalecencia, proporcionara al astuto colono el medio de conseguir sus fines.

Aunque Courtin ignoraba aún de qué modo llegaría hasta el patrón del Joven Carlos, cuyo nombre oyera pronunciar por la baronesa, confiaba en su buena estrella sin sospechar que en esto se asemejaba a un grande hombre de la antigüedad.

En efecto, la suerte le fue propicia.

Al llegar a la altura de Coueron, divisó entre las copas de los álamos de la isla los palos de la goleta.

La vela de gavia se mecía al soplo de la brisa.

No cabía duda, era el bergantín que buscaba.

Al débil resplandor del crepúsculo que comenzaba a confundir los objetos, al mirar Courtin la orilla vio a diez pasos una larga caña horizontal a la superficie del agua, de cuyo extremo pendía un bramante atado a un corcho que flotaba a la ventura.

La caña parecía salir de una prominencia, y aunque no se veía nada, suponía un brazo para asirla y un pescador, dueño de este brazo.

Encaminóse el colono al altillo y vio a un hombre agachado en una sinuosidad de la orilla absorto en la contemplación de las evoluciones que la corriente imprimía al pedazo de corcho.

Aquel hombre vestía de marinero, esto es, con pantalón de lienzo, blusa encarnada y una especie de gorro escocés.

A dos pasos de él mecíase blandamente en el río la popa de un bote cuya proa descansaba en la orilla.

Al oír las pisadas de Courtin, no alzó el pescador la cabeza y aunque aquel tuvo la precaución de toser para anunciar su presencia y hacer de su tos significativa el prólogo de la conversación que entablar deseaba, no sólo guardó el pescador el más absoluto silencio, sino que permaneció inmóvil.

—Es, muy tarde para pescar —dijo el alcalde de La Logerie.

—Bien se conoce que no lo entendéis —respondió el pescador haciendo un ademán desdeñoso—; yo opino que es demasiado temprano, pues el pez que vale la pena sólo anda de noche, y solamente de noche se puede sacar otra cosa que pescado menudo.

—Sí; pero luego será tanta la oscuridad que no veréis el corcho.

—¿Qué importa? —replicó el pescador encogiéndose de hombros—, aquí tengo mis ojos nocturnos —añadió mostrando la palma de la mano.

—Ya entiendo: en el tacto conocéis cuando el pez muerde el cebo —dijo Courtin sentándose al lado del pescador—, a mí también me agrada la pesca, y, aunque digáis lo que se os antoje, tengo la pretensión de entender en la materia.

—¿Vos entendéis la pesca con caña? —preguntó el aficionado con aire dudoso.

—No, no, la pesca con red, a ella me dedico en los ríos de La Logerie.

Courtin aventuró ese detalle local con la esperanza de que lo recogería al vuelo el hombre de la caña, a quien tomaba por algún marino enviado por el capitán para conducir a Michel a bordo; pero el pescador no se dio por entendido, y repuso:

—Por más que me ponderéis vuestros conocimientos en el grande arte de la pesca, los pongo en duda.

—¿Por qué?, ¿creéis acaso que lo monopolizáis?

—Porque, disimulad, mi querido caballero, me parece que ignoráis los primeros principios del arte…

—¿Qué principios son esos? —interrogó Courtin.

—En primer lugar, el buen pescador debe guardarse de cuatro cosas, y son: del viento, de los perros, de las mujeres y de los parlanchines: bien es verdad que pudiéramos decir de tres —agregó filosóficamente el de la blusa—, pues mujer y parlanchín son una misma cosa.

—¡Bueno!, luego veréis que no he dicho nada de más, cuando trate de haceros ganar un escudito.

—Dejad que pesque media docena de merluzas y habré ganado más de medio escudo y me habré divertido por añadidura.

—Bien, pues os daré cuatro o cinco francos —prosiguió Courtin—, y al mismo tiempo habréis hecho bien al prójimo, ¿es algo eso?

—Veamos —dijo el pescador—. Menos circunloquios; ¿qué queréis de mí? Hablad.

—Que me llevéis con el bote al Joven Carlos, cuyas jarcias se ven desde aquí.

—¡El Joven Carlos! —exclamó el marinero con el aire más inocente del mundo—; ¿qué es el Joven Carlos?

—Esto —dijo el labriego presentando al pescador su sombrero que había recogido de la orilla y en cuya cinta veíase escrito en letras doradas: JOVEN CARLOS.

—Vamos, pescador sois, no lo niego, amigo; pues ¡qué diablo!, para haber leído esto en la oscuridad es necesario que tengáis como yo la vista en los dedos. Veamos: ¿qué queréis del Joven Carlos?

—¿No os he dicho hace poco una palabra que os ha sorprendido?

—Buen hombre —respondió el pescador—, yo soy como los perros de caza, nunca ladro cuando me muerden; con que, largad vuestra corredera sin cuidaros de lo que sucede en mi carena.

—Sabed, pues, que soy el colono de la señora baronesa de La Logerie.

—¿Y qué?

—Y vengo de su parte —prosiguió Courtin cobrando audacia a medida que entraba en materia.

—¿Y qué? —replicó el marinero casi en el mismo tono, pero con marcada impaciencia—. Venís de parte de la señora baronesa de La Logerie, bueno: ¿y qué es lo que venís a decirnos de su parte?

—Vengo a deciros que todo se ha frustrado, sorprendido, descubierto, y conviene que os alejéis cuanto antes.

—Basta —repuso el pescador—; eso no me incumbe, pues no soy más que el segundo del Joven Carlos, pero me habéis dicho lo bastante para concederos lo que me pedís, y vamos a navegar de conservar para arribar a las aguas del capitán, a quien relataréis vuestra historia.

Y el segundo del Joven Carlos arrolló tranquilamente el sedal a la caña, arrojó esta a la barca, y, empujándola vigorosamente, púsola a flote.

Hizo en seguida seña a Courtin de que se sentara en la popa, y de un golpe de remo estuvo a quince varas de la orilla y a los cinco minutos la doblaba y luego se hallaron al costado del Joven Carlos, que estando en lastre salía unos doce pies del agua. Al rumor de los remos partió un silbido modulado de un modo particular, al cual respondió el pescador con otro silbido semejante; presentóse a proa un bulto, el bote atracó a estribor, y echaron un cabo a los que llegaban.

El hombre de la blusa trepó por el costado del buque con la agilidad de un gato, y luego izó a Courtin, menos acostumbrado a aquella escalera náutica.

Cuando, con gran satisfacción de su parte, se vio de pie a bordo, el alcalde de La Logerie se halló delante de una forma humana, cuyas facciones no podía distinguir por estar ocultas bajo los dobleces de una gran corbata de lana arrollada al cuello de su capote de encerado, si bien conoció que sería el capitán, atendida la humildad y sumisa actitud de un grumete que a su lado se encontraba.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó el capitán al pescador aproximando al rostro del colono un farolito que tomó de manos del grumete.

—Viene de parte de quien sabéis —repuso el segundo.

—¡Voto a Satanás! —exclamó el capitán—. Pues, ¿para qué te sirven los ojos cuando has podido creer que este era un mozo de veinte años?

—En efecto, no soy el señor de La Logerie —repuso Courtin—, sino su colono y confidente.

—¡Bueno!, eso ya es algo, pero no todo.

—Me ha encargado…

—No te pregunto lo que te ha encargado, cotorra —replicó el capitán escupiendo para desfogar más libremente la cólera que comenzaba a animarle—, digo que ya es algo, pero no todo.

Contempló Courtin al capitán con extrañeza.

—¿Comprendes o no? —preguntó este—; si no comprendes dilo pronto y te volveremos a tierra con todos los honores que mereces, o sea con las costillas molidas a palos.

Comprendió entonces Courtin que, según toda probabilidad, la señora de La Logerie había convenido con el capitán del Joven Carlos en una señal que acreditaría a su enviado, y como la ignoraba diose por perdido, viendo frustrados sus proyectos y defraudadas sus esperanzas, amén de que, cazado en la trampa como un zorro, iba a manifestarse tal como era a los ojos del joven barón.

El alcalde de La Logerie intentó salir del aprieto aparentando aquella rústica candidez que a veces raya en idiotismo.

—¡Vaya! —dijo, yo no sé más, señor; mi buena ama me ha dicho: amigo Courtin, ya sabes que el señorito está condenado a muerte; me he entendido con un buen marino para sacarlo de Francia, y tengo motivos para creer que algún traidor nos ha denunciado: corre a decirlo al capitán, que está en Coueron, detrás de las islas. He venido, y no sé más.

En esto oyóse un agudo grito procedente de proa, y distraído el capitán de la enérgica respuesta que probablemente meditaba, volvióse al grumete que, con el farol en la mano, escuchaba boquiabierto el diálogo de su patrón y de Courtin.

—¿Qué haces aquí. Lascar, canalla, perro condenado? —exclamó acompañando estas palabras de una pantomima que debido a la rápida evolución del joven aspirante al almirantazgo le alcanzó las partes carnosas y le envió a rodar hasta la escotilla. ¿Así cumples tu obligación? ¡A tu puesto!

Y volviéndose al segundo, añadió:

—No dejes abordar sin haber reconocido al que viene.

Aún no había acabado, cuando saltó inopinadamente a bordo el recién venido, que se sirvió del cabo con que habían izado a Courtin.

El capitán tomó la linterna que había soltado el grumete y que por una casualidad providencial no se había apagado, llegóse al desconocido, y asiéndole por el cuello, exclamó:

—¿Con qué derecho subís a bordo sin pedir permiso?

—Subo a bordo porque conviene —repuso el hombre con el aplomo de una persona que ha cumplido su deber.

—¿Qué quieres, pues?, habla y pronto.

—Soltadme primero; ya comprenderéis que no huiré, habiendo venido espontáneamente.

—¡Qué te he de soltar! —dijo el capitán— tenerte agarrado por el cuello no es taparte la boca.

—No puedo hablar cuando me aprietan de tal modo —replicó el recién venido sin intimidarse por el tono de su interlocutor.

—Capitán —dijo el segundo terciando en la cuestión—, entiendo que no sois justo. Al que se viene con andanadas le pedís pabellón, y al que está dispuesto a izar su bandera le amarráis la driza.

—Es cierto —respondió el capitán soltando a José Picaut, que tal era el recién venido.

Sacó este del bolsillo el pañuelo que le había entregado el baroncito, y presentólo al patrón del Joven Carlos, el cual lo desdobló y contó los tres nudos con tanto escrúpulo como si se tratara de una suma de dinero.

Courtin estaba muy atento.

—Bien —dijo el capitán—; estás en regla: después hablaremos; antes quiero despachar al sujeto de popa. Tú, Antonio —dijo al segundo—, lleva a este mozo a la despensa y dale un vaso de ginebra.

El capitán volvió a popa y encontró a Courtin sentado en un rollo de jarcias y con la cabeza apoyada en las manos, como si no hubiese prestado la menor atención a lo que acababa de pasar en la proa. El alcalde de La Logerie parecía estar abrumado, aunque a decir verdad no se le había ocultado ningún detalle de la escena habida entre el capitán y José Picaut.

—¡Oh!, ordenad que me lleven a tierra, señor capitán —exclamó al verle venir—; no sé lo que tengo, hace rato que me siento muy malo, y paréceme que me voy a morir.

—¿Estas tenemos?, si te quejas ya de mareo, ¡qué será antes de que hayas atravesado la línea!

—¡La línea! ¡Jesús!

—Sí, buen hombre; encuentro muy sabrosa tu conversación, y quiero tenerte a bordo durante el viajecito que voy a emprender.

—¡Quedarme aquí! —exclamó el labriego, aparentando más terror del que realmente experimentaba—. ¿Y mi granja?, ¿y mi buena ama?

—En cuanto a tu granja, te prometo que verás países donde podrás estudiar granjas modelos, y tocante a tu buena ama, yo me encargo de reemplazarla ventajosamente.

—¿Por qué, buen señor?, ¿a qué obedece la súbita resolución de llevarme con vos? Ved que sólo por este mareillo, ya se me va la cabeza.

—Así aprenderás a burlarte del capitán del Joven Carlos, gran bribón.

—¿En qué os he ofendido, señor capitán?

—¡Ea! —dijo el marino, decidido a cortar el diálogo—, responde francamente, y así no tendrás que ir a mil leguas de aquí para que te almuercen los tiburones. En fin, ¿quién te envía?

—La señora de La Logerie, ¡caramba! ¡Cuando os digo que soy su colono!, ¡tan cierto como hay Dios!

—Acabemos —respondió el capitán—, si te envía la señora de La Logerie, te habrá dado algo para darte a conocer: una esquela, una carta, un pedazo de papel. Si nada de eso tienes, no vienes de su parte, eres un espía, y, en ese caso, ¡cuidado!, porque te trataré como se trata a los espías.

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó el labriego, afectando afligirse más y más—; yo no quiero que formen de mí tan mal concepto. Mirad, aquí tenéis unas cartas dirigidas a mí que por casualidad llevo encima, y ellas os probarán que soy el mismo colono que os he dicho; aquí está mi banda de alcalde… ¡oh!, ¿qué más deseáis para convenceros de que os he dicho la verdad?

—¡Tu banda de alcalde! —exclamó el capitán—. ¿Cómo es posible bellaco, que si eres funcionario público y has prestado juramento al Gobierno, seas cómplice de un hombre que ha hecho armas contra él y está sentenciado a muerte?

—¡Ah, señor!, porque quiero tanto a mis amos, que por ellos falto a mi deber. Y si he de confesaros toda la verdad, a mi dignidad de alcalde debo el haber sabido que esta noche iban a molestaros, y habiendo advertido a la señora de La Logerie el peligro que corríais, me ha dicho: «Toma este pañuelo, ve a ver al capitán del Joven Carlos…».

—¿Te ha dicho: toma este pañuelo?

—Eso me dijo; a fe de hombre honrado.

—¿Dónde está ese pañuelo?

—En mi bolsillo.

—¡Imbécil!, ¡idiota!, ¡gaznápiro!, dame ese pañuelo.

—¿Qué os lo dé?, ¡oh!, con mucho gusto, tomad, tomad.

Y Courtin sacó el pañuelo.

—¡Pero condenado! —exclamó el capitán—. ¿No te ha dicho la señora de La Logerie que me dieses este pañuelo?

—Si, tal —repuso Courtin con aire más y más estúpido.

—Pues, ¿por qué no me lo has dado?

—¡Toma!, porque al llegar a bordo he visto que os sonabais las narices con los dedos, y he dicho entre mí: ¡Bueno!, si el capitán se suena con los dedos, no hay para qué darle el pañuelo.

—¡Ya! —dijo el capitán, rascándose la cabeza con aire cada vez más dudoso—; o eres un solemne trapacero o muy cerrado de mollera; en todo caso, prefiero tenerte por un imbécil. Vamos a ver, dime la causa de tu venida y el encargo que te ha dado para mí la persona que te envía.

—He aquí, palabra por palabra, las de mi buena ama, señor; me ha dicho:

»—Courtin, puedo fiarme de ti, ¿no es cierto?

»—¡Oh!, sí, sí —la he respondido.

»—Has de saber, pues, que mi hijo a quien recogiste y ocultaste en tu casa arriesgando tu vida, debía fugarse esta noche a bordo del Joven Carlos; pero como he oído decir, y como tú mismo dices, parece que todo se ha descubierto. Corre sin tardanza a prevenir al digno capitán que no espere a mi hijo y huya cuando antes, pues esta noche deben prenderle por haber contribuido a la evasión de un condenado político, y también por otras muchas causas.

Courtin ponía ese apéndice a la frase que había preparado, presumiendo, a juzgar por la fisonomía del capitán del Joven Carlos, que tal vez tendría cargada la conciencia de algunos otros pecadillos; y acaso no iba errada su perspicacia, pues el digno marino permaneció pensativo algunos instantes.

—Sígueme —dijo por fin a Courtin.

El colono obedeció pasivamente, condújole el capitán a su camarote y guardóle en él bajo llave.

Quedó Courtin a oscuras, bastante inquieto por el sesgo que tomaba el asunto, y a poco oyó pasos que se dirigían al camarote.

Abrióse la puerta y entró el capitán seguido de José Picaut y del segundo, que llevaba un farol en la mano.

—Vamos a ver —dijo el patrón del Joven Carlos—, concluyamos de una vez, desenredemos esa enmarañada madeja, o por el casco de mi buque os mando dar una de chicotazos[45] hasta que el mismo diablo llore de compasión.

—Yo he dicho cuanto que decir tenía, capitán —repuso Courtin.

Estremecióse Picaut al oír esta voz, no sabiendo que el colono estuviese a bordo, y dio un paso para ver que era él.

—¡Courtin! —exclamó—; ¡el alcalde de La Logerie! Cáspita, si este hombre sabe nuestro secreto estamos perdidos.

—¿Y por qué? —interrogó el capitán.

—Es un traidor, un espía, un soplón.

—¡Voto al diablo! —dijo el capitán—, no me lo habrás de repetir muchas veces para que te crea. El pícaro tiene una cara de camastrón que me da mala espina.

—No os engañáis —continuó Picaut—; yo os aseguro que es el tunante más descarado del país de Retz.

—¿Qué respondes a eso? —preguntó el capitán—. Di, ¡voto a bríos!

—¡Oh!, nada —dijo Picaut—, le desafío a ello.

Courtin quedó silencioso.

—Está visto —dijo el capitán—, habré de emplear otros medios para sacarte el alma del pecado, buena pieza.

Y con un silbato de plata suspendido a una cadena del mismo metal, despidió el patrón un agudo y prolongado sonido.

Entraron en el camarote dos marineros y asomó Una diabólica sonrisa en los labios de Courtin.

—¡Bueno! —exclamó este, ahora sí que hablaré.

Y llevando al capitán a un rincón del camarote, le dijo dos palabra al oído.

—¿Es verdad lo que decís? —preguntó el patrón.

—Fácil es averiguarlo —respondió el colono.

—Tienes razón.

Y a una señal del capitán, el segundo y los dos marineros asieron a José Picaut, quitáronle la chupa y le rasgaron la camisa.

Aproximóse entonces el capitán, dióle una fuerte palmada en el hombro, y las dos letras con que habían marcado al chuán al entrar en el presidio, aparecieron del todo visibles en sus carnes.

Tanta había sido la violencia y rapidez de los tres hombres, que Picaut no había podido defenderse, y no bien advirtió de qué se trataba, hizo inauditos esfuerzos para rechazar a los que le sujetaban; pero, domado por aquella triple fuerza, ya sólo podía retorcerse y blasfemar.

—Atadle de pies y manos —gritó el capitán, juzgando de la moralidad del hombre por el certificado que en el hombro llevaba—; y encerrádmelo en la bodega entre dos toneles.

Y volviendo a Courtin, que ya respiraba con desahogo, díjole:

—Perdonad, digno magistrado, si os he confundido con un bribón de ese jaez; perded cuidado, yo os prometo que si antes de tres años pegan fuego a vuestra granja, no será él quien lleve a cabo tal hazaña.

En seguida, sin perder un momento, subió a cubierta, donde Courtin le oyó dar la orden de aparejar.

Una vez convencido del peligro que corría, dábase tanta prisa el digno marino para huir de la justicia, que pidiendo mil perdones al alcalde de La Logerie por no haberle siquiera agasajado con un vasito de aguardiente, hízole bajar al bote deseándole un feliz viaje y dejándole dueño de tocar tierra en el punto que más tuviese por conveniente.

Courtin cruzó como pudo la corriente del río, y cuando la lancha tocaba la arena de la orilla, vio que el Joven Carlos iba ya desplegando velas.

Ocultóse entonces Courtin en la misma sinuosidad de la margen donde había visto al pescador, y después de una espera de media hora escasa, vio que llegaba Michel, extrañado que no le acompañase Berta, sino María, y al mismo tiempo alegrándose con doble motivo de su astucia, tan felizmente favorecida por la casualidad, la cual había llevado allí a José Picaut como para contribuir al logro de sus fines.

Dispuesto, pues, a aprovechar la buena suerte que el Cielo le deparaba, es de concebir que no perdiera de vista a Michel, María y Pedrito, mientras permanecieron en la orilla, que cuando los tres se embarcaron en busca del buque, observara todos los rodeos y vueltas que dieron con el bote; y que al regresar a Nantes les siguiera con tanta cautela que ninguno de los tres fugitivos notó que les espiaban.

No obstante, a pesar de todas sus precauciones, él era el que Michel había visto en la esquina de la plaza de Bouffay, pues él era quien había seguido a los proscriptos hasta la casa donde entraron.

Cuando hubieron desaparecido ya no tuvo la menor duda de que sabía dónde se ocultaba Pedrito, y al pasar por delante de la puerta sacó un pedazo de yeso, hizo una cruz en la pared, y seguro de tener el pez en la red, creyó que ya sólo faltaba tomarlo y tender la mano para cobrar los cien mil francos.