LXIX

NO obstante la aparente tranquilidad de Michel, hallábase dominado por una intensa zozobra. ¡Iba a ver a María!

Y a esta idea se le oprimía el pecho, dilatábase su corazón, la sangre le circulaba agitada en las venas, y trémulo de emoción, apenas preveía la consecuencia de todo aquello; mas como la firmeza que contra su costumbre desplegara delante de su madre y de Berta le había dado tan excelentes resultados, le propuso mostrar igual entereza delante de María, comprendiendo muy bien que había llegado al paroxismo extremo de la situación, y que de su resolución dependía una felicidad eterna o una irreparable desventura.

Hacía cosa de una hora que estaba allí, observando ansioso todas las formas humanas que veía venir en dirección a la posada, hacíasele el tiempo tan largo, que cada minuto le parecía una eternidad, y preguntábase si su corazón no se rompería cuando se encontrara frente de su amada.

De pronto, divisó una sombra que venía de la calle del Castillo, andando ligera, y a pesar de su femenil vestido, seguramente no era Pedrito ni María, pues no parecía probable que ninguno de ellas viniera sola.

Sin embargo, parecíale que la que iba acercándose alzaba los ojos para reconocer la casa, y después la vio detenerse ante la posada, oyendo en seguida tres golpecitos que daban en la puerta.

Bajó Michel apresurado, y al abrir la puerta conoció a María que iba envuelta con un manto.

Y al reconocerse ambos, sólo pudieron pronunciar sus nombres. El barón asió del brazo a la doncella, llevóla al aposento del primer piso, y no bien hubo entrado, arrojóse a sus pies, exclamando:

—¡María! ¡María! ¿Conque sois vos? ¡Oh!, me parece un sueño. He pensado tantas veces en este venturoso instante, y tantas mi imaginación ha saboreado esta delicia, que aun me cuesta creer que no estoy soñando. ¡María!, ¡ángel, amor y vida mía! ¡Oh!, ¡dejad que os estreche contra mi corazón!

—¡Oh!, Michel, amigo mío —dijo la joven suspirando por no poder refrenar el sentimiento que la dominaba—. ¡Oh!, yo también me alegro de veros; pero, decidme, ¿fuisteis herido?

—Sí, sí; pero no sufría a causa de mi herida, sino por estar separado de cuanto amo en el mundo. ¡Oh!, creedme, María, muy sorda y tenaz es la muerte, pues no ha oído mi súplica.

—¡Michel!, no habléis de ese modo, amigo mío, no olvidéis lo que por vos ha hecho la pobre Berta, ya lo hemos sabido y no me canso de admirarla, ¡pobre Berta!, ¡yo que tanto la quiero, por los desvelos que os ha prodigado a cada momento!…

Al oír el nombre de Berta, decidido Michel a no acatar la voluntad de María, levantóse con presteza y anduvo por la estancia con agitado paso. Viendo María lo que en el corazón del joven pasaba, hizo un supremo esfuerzo, y prosiguió:

—Michel, os suplico en nombre de todo el llanto que he derramado en memoria vuestra, os suplico que me habléis como a una hermana: no olvidéis que pronto vais a ser mi hermano.

—¡Vuestro hermano!, ¡yo!, María —dijo el mancebo, moviendo la cabeza—, en cuanto a esto tengo tomado mi partido: jamás, os lo juro.

—¡Michel! ¡Michel!, ¿olvidáis el juramento que me habéis hecho?

—Juramento que yo no hice, y que me arrancasteis cruelmente, abusando de mi amor para exigirme que renunciara a vos. Pero toda mi voluntad se subleva contra ese juramento, y ninguna fibra de mi cuerpo quiere que me cumpla. Oíd, María, oíd; en los dos meses que hace que no os he visto, sólo en vos he pensado; cuando iba a morir sepultado bajo las abrasadoras ruinas de la Pénissiére, sólo en vos pensaba; cuando recibí un balazo en el hombro, sólo en vos pensé; y muerto de cansancio, de hambre y de debilidad, siempre, siempre he pensado en vos. Berta es mi hermana, María; vos sois mi amada, mi querida novia, porque vos, María, seréis mi esposa.

—¡Oh! ¡Dios poderoso, Dios mío!, ¿qué decís, Michel? ¿Habéis perdido el juicio?

—Lo perdí entonces, cuando creía que podría obedeceros; pero la ausencia, el dolor y la desesperación, han obrado en mí una gran mudanza. No contéis ya con el débil junco que a vuestro soplo se doblaba: por más que hagáis, María, seréis mía, porque os amo, porque me amáis, y, en fin, porque no quiero engañar por más tiempo a Dios y a mi corazón.

—Olvidáis, Michel, que mis resoluciones no cambian como las vuestras; yo juré, y cumpliré lo jurado.

—Conforme; de mí sé deciros que me he separado de Berta para siempre.

—¡Amigo mío!…

—Vamos, formalmente, María; ¿para que suponéis que he venido aquí?

—Para salvar a la princesa a quien somos adictos.

—Yo estoy aquí, María, para veros. Yo soy adicto a vos y a nadie más: ¿quién me inspiró la idea de salvar a Pedrito? Mi amor. ¿Quién sabe si hubiera pensado en él de no haber estado seguro de veros, salvándole? No veáis en mi un héroe ni un semidiós, sino un hombre que os ama apasionadamente y por vos expondría la vida. ¿Qué me importan, decidme, las cuestiones dinásticas?, ¿qué tengo que ver yo con los Borbones de la rama primogénita o con los de la segunda, cuando no reclaman mi nombre las páginas de la historia, ni me liga al pasado ningún recuerdo? Vos sois mi opinión y mi creencia; por vos hubiera defendido a Luis Felipe, como a Enrique V. Pedidme la sangre y os la daré; pero no pretendáis que me preste por más tiempo a una situación intolerable.

—Entonces, ¿qué pensáis hacer?

—Decir la verdad a Berta.

—¡La verdad!, ¡oh, Michel!, ¡imposible, no os atreveréis!

—María, os aseguro…

—¡No!, ¡no!

—¡Sí tal!, creed, María, que estoy muy lejos de ser el niño que un día encontrasteis herido y llorando, amedrentado al pensar en su madre; sí, y a mi amor debo mi fuerza: no hace mucho, he mirado sin bajar los ojos a la persona que con la vista me hacía humillar la cabeza y doblar la rodilla: todo lo he dicho a mi madre, y ella me ha respondido: «bien, veo que eres hombre, cumple tu voluntad». Y mi voluntad es consagrarme por completo a vos, y que seáis mi esposa: conque ya veis la cruel lucha en que me habéis lanzado. ¡Yo esposo de Berta! Suponedlo por un instante: no habría martirio igual al de la pobre criatura, a no ser el mío. Cuando niño, me refirieron los casamientos republicanos que hacía Carrier, de sangrienta memoria, atando un cadáver a un cuerpo vivo y arrojándolos al Loire. Pues bien, María, tal sería nuestra unión; y vos que veríais nuestra agonía, María, ¿seríais más dichosa que nosotros? No, resuelto estoy, o no veré más a Berta, o la primera vez que la vea le explicaré que mi insensata timidez engañó a Pedrito, y que me faltó valor para confesarle la verdad, cuando aún era tiempo, y si no le digo que no la amo, le diré, a lo menos, que os amo a vos.

—¡Dios mío! —exclamó María—; ved que la matará el dolor, Michel.

—No, Berta se resignará —dijo a sus espaldas Pedrito, que había subido sin que le oyeran.

Volviéronse ambos jóvenes, lanzando un grito, y Pedrito prosiguió, en estos términos:

—Berta es una noble y animosa doncella que comprenderá lo que le digáis y sabrá sacrificar su felicidad a las de los que ama; mas no tendréis que tomaros este trabajo; yo que cometí la falta o error, debo repararlo, rogando, no obstante, a Michel que otra vez sea más explícito en sus confidencias. Amaos sin remordimiento —añadió Pedrito—, pues habéis sido más generosos de lo que teníamos derecho a esperar de nuestra mísera especie humana, amaos sin reserva: ¡felices los que no llevan más allá su ambición!

Y asiendo del brazo a los dos jóvenes, juntóles las manos, y María bajaba ruborizada los ojos, estrechando la mano de Michel, e hincando este la rodilla ante Pedrito, dijo:

—Necesito toda la dicha que me prometéis, para alegrarme de no haber muerto por vos.

—¡Morir!, no digáis tal. ¡Ay!, ahora comprendo cuan inútil es la muerte. ¿De qué me ha servido la abnegación de Bonneville? No, señor de La Logerie, debéis vivir para los que os aman, y vos me habéis dado el derecho de ser uno de tantos. Vivid, pues, para María, y os respondo de que ella vivirá para vos.

—¡Ah, señora! —exclamó Michel—; ¡si todos los franceses os hubieran visto como yo, y si como yo os conocieran!…

—Sí, tal vez algún día les debería el triunfo de mi causa, sobre todo si estuviesen enamorados. Pero ocupémonos de otra cosa, si os place, y antes de hablar de un nuevo ataque, pensemos en la retirada. Mirad si vienen nuestros amigos, pues debo dirigiros otra reconvención; de tal manera había absorbido la señorita María vuestra atención, centinela amigo, que hasta mañana hubiera yo aguardado en la calle la señal convenida, a no ser que habíais tomado la precaución de no cerrar la puerta, pudiendo entrar aquí cualquiera que se le antojara.

Mientras hacía Pedrito, riéndose, estas reconvenciones llegaron las otras dos personas que debían acompañar a Pedrito en su fuga, y después de haber deliberado breves instantes, comprendieron que comprometerían su salvación si iban tantos y renunciaron a seguirle.

Cruzaron el puente sin novedad, y Michel siguió la orilla del río, precediendo a María y a Pedrito. Era la noche tan clara que no se atrevieron a andar tan al descubierto, y el barón propuso seguir el camino de la aldea de Pelerin paralelo al río, y así lo hicieron.

Con todos sus inconvenientes, la claridad de la luna ofrecía en cambio algunas ventajas, pues Michel estaba seguro de que, merced a ella, no se desviaría del camino, al propio tiempo que de más lejos podía divisar el buque.

Cuando hubieron pasado el pueblo de Pelerin, el joven barón ocultó a Pedrito y a María en una quebrada, y acercándose al río dio el silbido que debía servir de señal a José Picaut. Este no respondió con el grito de alarma, lo cual empezó a calmar la inquietud que hasta entonces experimentaba Michel, quien, aguardando al chuán por espacio de cinco minutos y viendo que no comparecía, dio otro silbido más agudo, el cual tampoco obtuvo respuesta.

Creyendo el mancebo que tal vez había equivocado el lugar de la cita, recorrió la orilla y hasta traspuso la isla de Coueron, más allá de la cual no existía ninguna isla donde pudiera abrigarse el buque, y sin embargo este no se veía.

En consecuencia, debía aguardar en el mismo punto donde había hecho alto, y retrocedió hacia la isla. No sabiendo a qué atribuir la ausencia de José Picaut, a menos que le hubiese acontecido algún percance, sospechó que tal vez lo crecido de la suma prometida al que entregara la persona que se ocultaba bajo el nombre de Pedrito había tentado al chuán, cuya fisonomía no le había predispuesto en favor suyo.

Comunicó sus recelos a Pedrito y a María, y el primero movió la cabeza diciendo:

—No es posible; si ese hombre nos hubiese vendido, ya estaríamos presos; por otra parte, eso no nos explicaría la ausencia del buque.

—Tenéis razón, el capitán debía enviar un bote, y no le veo.

—Tal vez no ha llegado la hora.

En aquel momento el reloj de la aldea del Pelerin dio dos campanadas, como si estuviese encargado de responder a la objeción.

—¿Oís?, las dos —dijo Michel.

—¿Había fijado hora el capitán?

—Como mi madre sólo pudo fundarse en probabilidades, le indicó las cinco.

—De ese modo, no ha podido impacientarse, puesto que llegamos tres horas antes.

—¿Qué hacemos? —interrogó Michel—; es tan grande mi responsabilidad, que no me atrevo a obrar por mi mismo.

—Tomemos un bote —repuso Pedrito— y busquemos ese buque, toda vez que sabe que conocemos su fondeadero, acaso confía que iremos a encontrarlo.

Anduvo Michel un buen trecho en dirección a Pelerin y vio delante una lancha amarrada a la orilla, y de la cual no hacía mucho rato que se habían servido, pues los remos estaban todavía húmedos.

Regresó a noticiarlo a sus compañeros e invitóles a ocultarse de nuevo mientras él atravesaría el río.

—¿Sabéis dirigir una lancha? —preguntó Pedrito.

—Confieso que no soy muy hábil para ello —repuso Michel, avergonzado de su ignorancia.

—Entonces —dijo Pedrito—, iremos con vos, y os serviré de piloto. Con frecuencia he ejercido por pasatiempo ese oficio en la bahía de Nápoles.

—Y yo —dijo María—, os ayudaré a bogar; con mi hermana, hemos atravesado a menudo el lago de Grandlieu.

Se embarcaron los tres, y cuando estuvieron en medio del Loire, Pedrito, que desde la popa miraba en dirección al curso del río, exclamó extendiendo el brazo en dirección a Paimboeuf:

—¡Miradlo!, ¡miradlo!, ¡ahí está!

—¿Qué?, ¿qué? —preguntaron María y Michel.

—¡El buque!, ¡el buque!, allí, miradle.

—No —replicó Michel—, no puede ser el que buscamos.

—¿Por qué?

—Porque se aleja en vez de acercarse a nosotros.

Pocos momentos después llegaron a la isla; saltó Michel a tierra, y después de ayudar a bajar a sus dos compañeros, corrió sin dilación al otro extremo.

—¡Es nuestro buque! —gritó volviendo adonde estaban Pedrito y María—. ¡A la lancha!, ¡a la lancha!, y rememos con todas nuestras fuerzas.

Entraron otra vez en ella, y mientras Pedrito empuñaba de nuevo el timón, María, y Michel pusiéronse a bogar con gran energía. Ayudado por la corriente, el bote avanzaba ligero, y había probabilidades de alcanzar la goleta si esta conservaba la misma marcha; pero de pronto vieron que el Joven Carlos desplegaba todas sus velas, aprovechando el viento que empezaba a soplar. Apoderóse Michel entonces de ambos remos y púsose a bogar con frenesí, pues en un segundo había calculado las consecuencias de la partida de la goleta. Quería llamar, gritar; pero Pedrito se lo impidió en nombre de la Providencia.

—Está visto —dijo este, cuya jovialidad triunfaba de todas las vicisitudes de la fortuna—, la Providencia no quiere que me ausente de mi Francia.

—¡Ah! —exclamó el barón—, ¡con tal que fuese la Providencia; pero temo alguna negra maquinación!

—Abandonad tales ideas —dijo Pedrito—, amigo mío; habránse equivocado de fecha u hora, y nada más. Por otra parte, ¿quién nos dice que hubiésemos podido burlar la vigilancia de los cruceros que hay en la boca del Loire?

Pero Michel, que no cedía a las razones de Pedrito, continuaba lamentándose; quería arrojarse al agua y llegar nadando a la goleta, que poco a poco iba desapareciendo entre las Sombras de la noche, y costóle trabajo a Pedrito calmar su afligido ánimo, para lo cual hubo de apelar a la mediación de María.

Al fin, Michel, desalentado, soltó los remos.

En aquel momento, el reloj de Coueron daba las tres, y dentro de una hora amanecería. Como no había tiempo que perder, dirigiéndose a la orilla y dejaron el bote casi en el mismo sitio donde le habían encontrado. Decididos ya a regresar a Nantes, importaba verificarlo antes de que clarease, y ya en camino golpeóse la frente Michel diciendo:

—Temo haber cometido alguna torpeza.

—¿Cuál? —preguntó la duquesa.

—La de no regresar a Nantes por la otra orilla.

—Todos los caminos son buenos cuando se siguen con prudencia; además, ¿qué hubiéramos hecho con el bote?

—Lo habríamos abandonado después de habernos servido de él.

—Y los pobres pescadores a quienes pertenece hubieran perdido un día buscándolo. Vale más molestarnos un poco que costar un pedazo de pan a unos infelices que tal vez no lo tienen de sobra.

Llegados al puente de Rousseau, Pedrito insistió para que Michel le dejara entrar en la ciudad acompañado sólo de María, pero el barón de ningún modo quiso consentirlo: quizá se consideraba muy dichoso al lado de María para decidirse a dejarla tan pronto, y todo lo que de él pudieron obtener fue que, en vez de ir delante o en la misma línea, fuese detrás y algo apartado.

Al cruzar la plaza de Mouffay, cuando Michel doblaba la esquina de la calle de San Salvador, creyó oír pasos detrás de él y volviéndose con presteza, a la débil luz de los faroles divisó a unos cien pasos un hombre que al notar su inesperado ademán arrimóse a una puerta. El primer impulso de Michel fue lanzarse en seguimiento de aquel hombre; pero reflexionando que entretanto Pedrito y María se alejarían y no sabría dónde hallarlos, corrió por el contrario, adelante y les alcanzó.

—Nos siguen —dijo a Pedrito.

—Bien, que nos sigan —repuso el joven con su serenidad acostumbrada—. No nos faltan medios de desorientar a cualquiera que nos aceche.

Entraron en una calle transversal, y a poco trecho se hallaron al extremo de la callejuela que Michel había seguido, lo cual conoció al ver la puerta donde el mendigo suspendiera la rama de acebo.

Dio Pedrito en dicha puerta tres aldabazos a intervalos desiguales, abrióse la puerta como por encanto, y cuando el barón, vio dentro a sus dos compañeros, dijo:

—Ahora veré si ese hombre nos espía.

—No, no —dijo Pedrito—, estáis condenado a muerte, no lo olvido, y como nos amenazan iguales peligros, tomemos iguales precauciones. Entrad pronto.

En esto apareció en la escalera el individuo que en la tarde anterior había recibido a Michel; llevaba la misma bata y casi podemos decir que aún dormía.

Al conocer a Pedrito alzó los brazos al cielo, y aquel le indicó la entreabierta puerta, diciendo:

—No la puerta de la casa, sino la del jardín; es probable que dentro de diez minutos esté cercada la casa. ¡A la campanilla!, ¡a la campanilla!

—Pues, seguidme.

—Os seguimos, y lamento en el alma haberos molestado tan temprano, amigo Pascal; tanto más cuanto que mi visita tal vez os obligue a mudar de habitación si no queréis que os prendan.

Abrióse la puerta del jardín, y antes de trasponerla, el baroncito alargó el brazo para asir la mano de María. Vio Pedrito el ademán, y empujando a la doncella hacia el mancebo, le dijo:

—Vamos, abrazadle, o a lo menos dejad que os abrace: delante de mí está permitido, pues os sirvo de madre, y veo que el pobre mozo lo merece. ¡Así! Ahora vos vais por un lado y nosotros por otro. Descuidad que mis asuntos no me impedirán mirar por los vuestros.

—¿No podré volver a verla? —preguntó tímidamente el mancebo.

—Es peligroso, os lo aseguro —respondió Pedrito—; pero ¡qué diantre!, dicen que hay un Dios que protege a los enamorados, y en él confío. Calle del Castillo, número tres. Os permito una visita, una sola ¿lo oís? Ya procuraré devolvérosla.

Y, tendiendo a Michel una mano, que este besó con respeto, dirigióse Pedrito con María a la ciudad alta, en tanto que el barón se encaminaba hacia el puente de Rousseau.