LXVIII

A pesar de los mil defectos y alifafes de que la edad y el trabajo habían dotado al caballo de Courtin, el pobre animal era todavía bastante fuerte para que a Michel le fuese dado llegar al término de su viaje antes de las nueve de la noche.

La primera parada debía efectuarse en el mesón del Alba.

Apenas hubo cruzado el barón el puente de Rousseau dióse a buscarlo.

Al conocerle por la muestra, que figuraba un cometa pintado con el ocre más hermoso que el artista pudo encontrar, detuvo el jamelgo delante de un poste de madera destinado a dar agua a las caballerías que iban de paso.

Nadie se presentaba a la puerta ante la cual acababa de detenerse Michel, y como olvidando el humilde traje que vestía y acordándose solamente de la amabilidad con que salían a recibirle los criados de La Logerie en cuanto llegaba, dio el barón repetidos golpes en el pilar con la vara que llevaba en la mano.

Al oír aquellos golpes, salió del patio de la casa un hombre en mangas de camisa, con un gorro de algodón azul metido hasta los ojos. Aquella cara parecióle a Michel que no le era completamente desconocida.

—¡Diantre! —dijo murmurando el hombre del gorro azul—, a lo que veo, sois muy señor para llevar vos mismo el caballo al establo; pues bien, vais a ser servido como un señorito.

—Servidme como queráis, pero decidme…

—Hablad —dijo el hombre cruzando los brazos.

—Deseo hablar al padre Eustaquio —agregó Michel a media voz.

A pesar de lo quedito que el barón habló, el del gorro hizo un gesto de impaciencia mirando en torno suyo, y aunque sólo vio algunos chiquillos que con las manos cruzadas a la espalda contemplaban al joven aldeano con ingenua curiosidad, asió vivamente del diestro al caballo y dirigióse al patio.

—Os he dicho que quería ver al padre Eustaquio —repitió Michel al apearse, y cuando llegaron al sotechado que servía de establo en la posada, volvióse el hombre que le guiaba y le dijo:

—De sobra que lo he oído, ¿creéis acaso que le tengo en la caja de la avena a vuestro padre Eustaquio? Pero, antes de deciros dónde le hallaréis, ¿de dónde venís?

—Del Sur.

—¿A dónde vais?

—A Rosny.

—Corriente; siendo así, tenéis que pasar por la iglesia de San Salvador. Id con Dios, señor de La Logerie, y cuando habléis en la calle otra vez, tratad de bajar más la voz, si deseáis llegar al término de vuestro viaje.

—¡Ah!, ¡ah! —exclamó un tanto admirado el barón—, ¿me conocéis?

—¡Sería lástima! —respondió el interlocutor.

—Haced, pues, que lleven el caballo a mi casa.

—Seréis complacido.

Puso Michel un luis de oro en la mano del mozo de la cuadra, quien, muy contento de la propina, le ofreció sus servicios; y en seguida entró en la ciudad sin vacilar un momento.

Cuando llegó a la iglesia de San Salvador, el sacristán estaba cerrando las puertas. La lección que el mozo de cuadra acababa de darle, la tenía aún impresa en su memoria y el barón se decidió a observar algunos momentos antes de hacer a nadie la menor pregunta.

Había cinco o seis mendigos que antes de dejar el pórtico donde pasaban el día entero implorando la caridad de los fieles, se habían arrodillado bajo el órgano para hacer la oración de la tarde.

No cabía duda que el padre Eustaquio se hallaría entre ellos, pues estaba encargado de presentar el hisopo.

—Sin embargo, era bastante difícil conocerle por esta circunstancia, pues además de dos o tres mujeres cubiertas con abigarradas mantas, había tres pordioseros, ninguno de los cuales llevaba hisopo.

Cualquiera de aquellos podía ser el que buscaba Michel. Por fortuna, el barón tenía otro medio para conocerle.

Tomó la ramita de acebo que llevaba en el sombrero, y que Berta le había indicado como una señal por la cual sería conocido por el padre Eustaquio, y dejóla caer en el umbral de la puerta.

La pisaron dos mendigos sin detenerse en ella. El tercero, que era un anciano de estatura baja, enjuto y de nariz descomunal, y llevaba un gorro de seda negro, hizo un movimiento al ver sobre las losas las verdes hojas de acebo, y tomó la rama mirando con inquietud en torno suyo.

Entonces apartóse Michel de la columna detrás de la cual se había ocultado.

El padre Eustaquio, pues él era, efectivamente, le dirigió una significativa mirada y, sin decir palabra, volvió a entrar en la iglesia andando como si se dirigiera al claustro.

Conociendo Michel que aún no le bastaba la seña de la rama al padre Eustaquio, llegóse a él diciendo:

—Vengo del Sur.

Estremecióse el mendigo.

—Y, ¿a dónde vais? —le preguntó.

—A Rosny —repuso Michel.

Detúvose el mendigo, retrocedió y, dirigiéndose a la calle, hizo una seña a Michel para indicarle que se habían comprendido, siguióle el barón a corta distancia.

Pasaron otra vez por delante de la iglesia y cruzaron parte de la población. Al atravesar un lóbrego y estrecho callejón, detúvose el mendigo algunos instantes ante una puerta baja y oscura practicada en la tapia de un jardín, y después siguió andando.

Observando entonces Michel que su guía había puesto la rama de acebo en la argolla que servía de aldabón, diose cuenta que había llegado al término de su viaje, y llamó a la puerta.

Abrióse un postigo que en la misma había y una voz masculina le preguntó qué deseaba.

Repitió Michel la contraseña, y fue introducido en una sala baja, donde estaba sentado un caballero envuelto en una bata y con los pies apoyados en los morillos de la chimenea, leyendo tranquilamente un periódico, a quien conoció en seguida recordando haberle visto en el castillo de Souday la noche en que el general Dermoncourt se comió la cena destinada a Pedrito, y también la víspera del combate del Chéne, en cuya ocasión le vio con un fusil en la mano.

A pesar de sus pacíficas apariencias, aquel caballero tenía un buen par de pistolas de dos tiros al alcance de la mano, sobre una mesita en la cual había recado de escribir.

Conoció desde luego a Michel, y levantándose a recibirle:

—¿Creo haberos visto en nuestras filas, caballero? —le dijo.

—Sí, caballero —repuso Michel—, me visteis sin duda la víspera del combate del Chéne.

—¿Y al día siguiente? —preguntó el de la bata sonriéndose.

—Me encontraba en el de la Pénissiére en donde fui herido.

El desconocido inclinándose le preguntó:

—¿Queréis hacerme el obsequio de decirme vuestro nombre?

Michel le dijo su nombre, y consultando el interlocutor una agenda que sacó del pecho, dio muestras de satisfacción.

—Y ahora, caballero, ¿puedo saber el objeto de vuestra venida?

—Deseo ver a Pedrito para prestarle un gran servicio.

—Dispensad, caballero: pero a Pedrito no puede vérsele tan fácilmente; sé que sois de los nuestros y merecéis toda nuestra confianza, pero ya comprenderéis que las frecuentes idas y venidas en esta casa, que hasta ahora ha guardado felizmente su secreto, llamarían en breve la atención de la policía. Hacedme, pues, el favor de relatarme vuestros proyectos, y os daré la respuesta que deseáis.

Explicóle entonces Michel lo que con su madre había sucedido; que esta había fletado un buque para libertarle, y que se le había ocurrido la idea de destinar este buque para libertar a Pedrito.

Escuchábale el de la bata con creciente atención, y después de haber hablado el barón, repuso:

—No parece sino que la Providencia es quien os envía; casi era imposible que, a pesar de las precauciones adoptadas y de las cuales vos mismo habéis podido juzgar, la casa en donde se oculta Pedrito pudiese por más tiempo escapar a las pesquisas de la policía. Interesa a nuestra causa, a Pedrito particularmente y a todos nosotros en general, en que parta cuanto antes, y puesto que la dificultad de encontrar un buque acaba de allanarse tan felizmente, voy ahora mismo a ver a Pedrito y a recibir sus órdenes.

—¿Debo seguiros? —interrogó Michel.

—No; el contraste de vuestro traje de aldeano con el mío os expondría a llamar la atención de los espías que nos rodean. ¿En dónde paráis?

—En la posada del Alba.

—Estáis en casa de José Picaut y nada tenéis que temer.

—¡Ah! —exclamó Michel—, bien decía yo que aquella cara no me era desconocida; pero yo creía que habitaba entre el Boulogne y la selva de Machecoul…

—No os equivocáis; es posadero sólo accidentalmente Id a esperarme en su casa; dentro de dos horas estaré allí solo o acompañado de Pedrito, según este acepte o no vuestro ofrecimiento.

—¿Confiáis por completo en José Picaut?

—Como en mí mismo: si tuviese que tacharle de algún defecto, le reprocharía, por el contrario, de entusiasmo exagerado. Recordad qué durante la excursión de Pedrito en la Vendée más de seiscientos aldeanos supieron los puntos donde se refugiaba, y que ninguno de ellos pensó en enriquecerse delatándole, rasgo de lealtad que es el mejor título de gloria de aquella pobre gente. Decid a José que esperáis a alguien, previniéndole que, en consecuencia, esté sobre aviso; bastará que le digáis estas palabras: «calle del Castillo, núm. 3» para obtener de él y de los demás comensales del mesón que os obedezcan ciegamente.

—¿Tenéis que decirme algo más?

—Tal vez sea prudente que las personas que acompañen a Pedrito salgan aisladamente de la casa donde se oculta, y entren de igual modo en la posada; pedid un aposento con ventana al muelle; no tengáis luz en él, y dejadla abierta.

—¿No se os ha olvidado nada?

—No; adiós, caballero, o mejor dicho, hasta la vista. ¡Si conseguimos llegar sin novedad a vuestra embarcación!, habréis prestado un gran servicio a nuestra causa. En cuanto a mí, os confieso que me aquejan vivos cuidados; hablase de importantes sumas ofrecidas a la traición y mucho temo que nos pierda la codicia de algún malvado.

Salió Michel por una puerta que daba a la otra calle y atravesando presuroso la ciudad, llegó al mesón, donde halló a Picaut, que estaba dando instrucciones a un muchacho para que llevase el caballo de Courtin a La Logerie, como el barón le había encargado.

Al entrar Michel en la cuadra, hizo a José una seña, que este comprendió perfectamente, y despidiendo al muchacho, le dijo que su comisión quedaba aplazada para el día siguiente.

—¿No me habéis dicho que me conocíais? —dijo Michel apenas estuvieron solos.

—Algo más dije, señor de La Logerie, puesto que os llamé por vuestro nombre.

—Pues tengo el gusto de decirte que no me llevas mucha ventaja, pues yo también sé el tuyo: te llamas José Picaut.

—No lo niego —repuso el aldeano con socarrona sonrisa.

—¿Puedo fiar en ti, José?

—Si sois azul, no; si sois blanco, sí.

—¿Conque, según eso, eres blanco?

Picaut se encogió de hombros.

—Si no lo fuera, ¿me hallaría aquí; estando sentenciado a muerte? Ni más ni menos: me han hecho el honor de condenarme por contumaz, y somos iguales ante la ley.

—Y estás aquí…

—Como mozo de cuadra y nada más.

—Preséntame al amo de la posada.

Este se hallaba durmiendo, y habiéndosele despertado, recibió a Michel con cierta prevención, por cuyo motivo se apresuró el mancebo a pronunciar las cinco palabras: «calle del Castillo, núm. 3».

Apenas las hubo oído el posadero, depuso toda su desconfianza, poniéndose en seguida y por completo a disposición de Michel, quien le preguntó:

—¿Tenéis viajeros en la posada?

—Uno —repuso el posadero.

—¿Qué clase de hombre es?

—De la peor posible; es un hombre de quien debemos desconfiar.

—¿Le conocéis?

—Es Courtin, alcalde de La Logerie y azul furibundo.

—¿Courtin? —exclamó Michel—, ¡Courtin aquí! ¿Estáis seguro?

—Yo no lo conocía; Picaut es quien me ha avisado.

—¿Y cuándo ha llegado?

—Hará poco más de un cuarto de hora.

—¿Dónde se encuentra?

—Ha salido después de tomar un bocado, diciéndome que no volvería hasta las dos de la madrugada, pues tenía que hacer en Nantes.

—¿Ignora que vos le conocéis?

—No lo creo; a menos que haya conocido a Picaut, lo cual dudo, pues la luz le daba de lleno en él rostro mientras Picaut permanecía en la sombra.

Michel reflexionó un instante.

—No creo a Courtin tan malo como suponéis —replicó Michel—, pero de todos modos, debemos recelarnos de él como decís, y conviene sobre todo que ignore mi presencia en la posada.

En esto, Picaut, que hasta entonces había permanecido en el umbral de la puerta sin tomar parte en la conversación, aproximóse a los dos interlocutores, y dijo al barón:

—Si os molesta demasiado, decidlo y haremos de modo que nada sepa, y si sabe algo, lo calle. Hace mucho tiempo que estoy quejoso de él y deseo ajustarle las cuentas.

—No, no —dijo vivamente Michel—; Courtin es mi colono, débole algunos favores y sentiría que le sucediera algún percance; por otra parte —añadió viendo que Picaut fruncía el entrecejo—, no es lo que suponéis.

Meneó José la cabeza sin que Michel lo viera.

—Nada temáis —dijo el posadero—, si vuelve le vigilaré.

—Bueno, tú, José, toma el caballo con que he venido, conviene que Courtin no le vea en la cuadra, pues es suyo y lo reconocería inmediatamente.

—Está bien.

—¿Conoces las riberas del río?

—No hay ningún sitio de la ribera izquierda que yo no conozca, aunque no suceda lo mismo con la derecha.

—No importa, basta que conozcas la izquierda, pues en ella es donde tienes qué hacer. Irás a Coueron, y frente a la segunda isla verás un buque anclado, el Joven Carlos, que tendrá izado el gallardete de mesana, ¿oyes?

—No lo olvidaré, estad tranquilo.

—Tomarás una lancha, irás a bordo y cuando te den el ¡«quién vive»!, responde ¡«Hermosa isla en el mar»! Entonces te dejarán subir, entregarás al capitán este pañuelo tal como está, (no por tres puntas), y le dirás que apareje para zarpar a la una de la madrugada.

—¿Nada más?

—¡Ah!, sí: me olvidaba decirte que si te portas bien te daré otra moneda como la de anoche.

—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo Picaut— aparte del peligro de ser ahorcado, no es un oficio tan malo el mío; y si pudiese mandar de vez en cuando algún balazo a los azules y vengarme de Courtin, aseguro que para nada echaría de menos a maese Jaime y sus gazaperas. ¿Y después?

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué haré después?

—Te ocultarás en la orilla para esperar hasta que te avisemos con un silbido. Si todo va bien, te acercarás imitando el canto del cuclillo; si, por el contrario, has notado algo, nos avisarás con el grito de la lechuza.

—¡Diantre!, señor de La Logerie —dijo José Picaut—, bien se ve que habéis estudiado en buena escuela: todo esto está bien claro, y mejor combinado. ¡Lástima que no podáis proporcionarme mejor cabalgadura! Entonces sí que despacharía el asunto pronto y bien.

Y José salió para cumplir su cometido.

Entretanto, el posadero condujo a Michel al primer piso, y habiéndole introducido en un aposento de humilde apariencia, accesorio al comedor, con dos ventanas que daban al camino, fue a ponerse en observación para acechar a Courtin.

Michel abrió una de aquellas ventanas, y sentóse en un taburete, de modo que no pudieron verle desde el camino por el cual tendía la vista.