LXVII

ALGUNAS semanas habían bastado para cambiar por completo la existencia de los personajes que tomaron parte en los sucesos que venimos relatando.

Acabábase de promulgar el estado de sitio en los cuatro departamentos de la Vendée. El general que los gobernaba publicó un edicto invitando a los montañeses a entregar las armas y a someterse al Gobierno, prometiendo que serían tratados con indulgencia y benignidad.

El fracaso de la insurrección había sido tan completo, que la mayor parte de los vendeanos temían sus consecuencias. Algunos se presentaron a las autoridades y otros, no creyendo en la fe de estas, fueron a engrosar las filas de maese Jaime. Aprovechando tan propicia ocasión, el jefe de la pandilla, diose tal maña en explotar la errada conducta de sus adversarios, que al cabo de poco tiempo, se encontró con fuerzas suficientes para resistirles en los bosques mientras la Vendée entera se entregaba a discreción.

Entretanto, Gaspar, Juan Renaud, Brazo de Acero y demás caudillos de la insurrección, excepto el marqués de Souday, pasaban el mar para ponerse a cubierto de las iras del Gobierno. Desde que había dejado a Pedrito, el desgraciado hidalgo había perdido el humor festivo y jovial con el cual se impusiera el deber de combatir la tristeza de sus compañeros. La derrota del Chéne, además de herirle en el corazón por sus simpatías políticas, desvanecía los hermosos ensueños que su mente se había complacido en forjar, quedábanle solamente de aquella aventurera vida cuyos pintorescos recuerdos le sonreían pocos días antes, los reveses y contrariedades imprevistas, las penas ignoradas, las privaciones mezquinas y triviales que constituyen la vida del presente. Tal era el aburrimiento y pesar, que aquel hombre que poco antes encontraba monótona y pesada la residencia del castillo, llegó a echar de menos aquellas veladas que tan agradables hacían el cariñoso agasajo y la amena conversación de Berta y María; halló a faltar ante todo sus entretenidos coloquios con Juan Oullier, y apesadumbrábale de tal modo su ausencia que constantemente preguntaba por él y trataba de averiguar su paradero con un afán tan laudable como poco habitual en el anciano marqués.

En tal disposición de ánimo se encontraba, cuando un día halló a maese Jaime, que andaba por las cercanías de Grandlieu, observando la marcha de una columna.

El marqués de Souday nunca había sentido grandes simpatías por el amo de los lapins cuyo primer acto de disciplina había sido emanciparse de su autoridad; este espíritu de independencia y aquel carácter revoltoso era un ejemplo fatal para los vendeanos. Este, por su parte, aborrecía al marqués como a cuantos le eran superiores en alcurnia o jerarquía social. Sin embargo, no pudo menos de conmoverse al ver el lamentable estado de miseria en que se encontraba el anciano en la choza donde se había refugiado el día siguiente de la partida de Pedrito para Nantes. Maese Jaime le ofreció un asilo en la selva de Touvois, en la cual, además de la abundancia que reinaba en el reducido campamento, podía distraerse, batiéndose de vez en cuando con los soldados de Luis Felipe.

La última de estas consideraciones le decidió a aceptar la oferta de maese Jaime, pues ardía en deseos de vengar la ruina de sus esperanzas, haciendo pagar a algunos las desgracias que experimentaba, el tedio que le consumía desde la ausencia de sus hijas, y el pesar de verse privado de la compañía de Juan Oullier.

En consecuencia, siguió el jefe de los lapins, quien de subordinado, o mejor de insubordinado, se trocó en protector, y conmovido por la bondad y llaneza del marqués, tratóle con más miramiento y deferencia de lo que era de esperar de su rudeza y malos precedentes.

En cuanto a Berta, después de dos días de permanencia en la casa de Courtin, algo recobradas sus fuerzas, comprendió que su estancia bajo el mismo techo que su novio, lejos de su padre y de Oullier, que en rigor hubiera podido reemplazarle, se prestaba a comentarios y salió por lo tanto del cortijo, yéndose a vivir con Rosina en casa de Tinguy. Distaba esta media legua de la de Courtin, y la joven iba todos los días a ver a Michel, prodigándole los cuidados de una hermana con la ternura y el tacto exquisito le una amante.

El cariño y la completa abnegación que Berta le daba tantas pruebas, le conmovía hondamente; pero no alteraban por esto los sentimientos que le animaban respecto a María, antes al contrario, contribuían a embarazar más su posición.

Aunque no podía habituarse a la idea del sacrificio que María le exigía, a pesar de estar bastante resignado, contestaba a los cariñosos cuidados de Berta con sonrisas forzosamente afectuosas, y cuando esta le dejaba, exhalaba un doloroso suspiro, único intérprete de su pesar, suspiro que oía Berta como la expresión de un sentimiento muy diferente. No obstante, a no ser por Courtin, que en cuanto veía desaparecer a Berta entre los árboles del vergel subía a la estancia de su amo y sentábase a la cabecera de su cama hablándole de María, el alma tierna e impresionable de Michel hubiera acabado acaso por resignarse a las exigencias de su situación, aceptando el destino que la fatalidad le imponía. ¡Pero el colono hablaba tan a menudo de María, demostrándole tan vivos deseos de verle feliz con el logro de lo que su corazón anhelaba!

Courtin hacía un trabajo análogo al de Penélope[44]: deshacía de noche lo que Berta con tanto trabajo hiciera de día.

Teniendo en cuenta la debilidad y postración en que se encontraba Michel, poco le costó a Courtin alcanzar el perdón respecto de la conducta que con él había observado, disculpándose con la viveza de su cariño y la inquietud que le causara la fuga de su amo. En seguida, aprovechándose de la circunstancia de conocer su secreto, descubrimiento que había hecho con suma facilidad, de este modo logró adquirir nuevamente su perdida confianza, y como Michel sufría por no poder desahogar los pesares que le amargaban, y supo su colono fingirse tan compadecido de ellos, halagando sus ilusiones, mostrándose tan admirador de María, que fue poco a poco induciendo a Michel, si no a confiarle abiertamente sus secretos, a dejarle adivinar lo que había sucedido entre él y las dos hermanas.

Courtin se guardó muy bien de mostrarse hostil a Berta, procurando, por el contrario, obrar de modo que esta le creyese de su parte en el proyecto por el cual debía unirse con el joven barón.

Cuando le hablaba lo hacía en términos, como si fuera su futura ama.

Fue tal la habilidad del colono, que, ignorando la doncella sus antecedentes, no cesaba de ponderar a Michel la adhesión que le tenía, y designábale siempre con estas palabras: «Nuestro buen Courtin».

Pero, por otra parte, cuando se encontraba este con su amo, volvía como hemos manifestado, a lisonjearle sus más recónditos sentimientos: hacía constante alarde de compadecerle en su infortunio, y animado entonces el mozo por la conmiseración del colono, desahogaba su corazón relatándole los incidentes de sus amores con María. Decíale: «María os ama», insinuándole que debía violentar en algún tanto el sentimiento de María, seguro de que esta no podía menos de agradecerle semejante violencia. Anticipándose luego a sus deseos, prometíale que tan pronto como le viera restablecido, se consagraría por completo a realizar su dicha, y que él sabría arreglar las cosas de manera que sin faltar Michel a la gratitud que a Berta debía, renunciase esta espontáneamente al proyecto de enlace.

La prolongada convalecencia de su amo, desazonaba extraordinariamente al colono, viendo que pasaban los días sin poder adquirir la menor noticia de Pedrito, y esperaba con impaciencia el momento de hacer seguir al barón las huellas de Pedrito.

Suponemos que ya se habrá comprendido que Michel era el sabueso del cual contaba servirse para lograr su objeto.

Viéndose Berta libre de los temores que al principio le inspiraba la herida de su novio, había ido varias veces acompañada de Rosina a la selva de Touvois, en donde la había hecho saber su padre que se hallaba oculto. Dos o más veces habían tratado al regreso entablar conversación sobre las personas por quienes las dos muchachas debían interesarse más vivamente; pero Berta había permanecido siempre muy reservada, y el alcalde se dio cuenta de que era aquel un terreno muy resbaladizo, y que la menor imprudencia podía despertar mal dormidas sospechas, provocando un conflicto; en consecuencia, aprovechó la mejoría de Michel, que adelantaba de un modo sensible, para instalarse de continuo a tomar una determinación, dándole a entender que, si quería confiarle un recado para María, él se encargaba de obtener de ella una respuesta y hasta un cambio favorable a sus ideas, haciéndola desistir de su propósito, excesivamente generoso.

En este estado siguieron las cosas por espacio de seis semanas, transcurridas las cuales Michel se encontró ya visiblemente mejorado. Privábale de salir durante el día la proximidad del destacamento que a la sazón hallábase colocado en La Logerie; pero, por la noche, paseábase bajo los árboles del vergel, apoyado en el brazo de Berta.

Estos paseos nocturnos contrariaban sobremanera a Courtin, pues cuando los diálogos de Berta y el barón tenían lugar en la casa, había más probabilidades de que pudiese alcanzar alguna palabra equivalente a un indicio de los que tanto anhelaba adquirir; y, por lo tanto, hacía todo lo posible para impedir que se verificasen, acostumbrándose entre otras cosas, para logro de su objeto, a leerles cada noche la lista de los condenados inserta en los periódicos que como alcalde recibía.

Un día, les participó que era absolutamente preciso renunciar a los paseos nocturnos, y al preguntarle la causa, comunicóles una sentencia en virtud de la cual condenábase por contumaz al señor barón Michel de La Logerie a la pena de muerte.

Esta sentencia, que afectó muy poco al barón, dejó aterrada a Berta, quien tuvo tentaciones de echarse a los pies del joven pidiéndole perdón por haberle arrastrado a semejantes desatinos.

Salió tan agitada del cortijo, que toda la noche estuvo soñando cosas tanto más terribles, cuanto que las soñaba con los ojos abiertos; veía a Michel descubierto, preso y fusilado.

En consecuencia, al día siguiente estuvo en el cortijo dos horas antes de lo acostumbrado.

No había novedad, ni se notaba ningún síntoma que acrecentara los temores ordinarios.

El día transcurrió como de costumbre: lleno de delicias y angustias para Berta, de melancolías y aspiraciones exteriores para Michel. Llegó la tarde, hermosa tarde de verano, y reclinada Berta en el alféizar de la ventana que daba al vergel, contemplaba cómo se ponía el sol por encima de los corpulentos árboles de la selva de Machecoul, cuyas verdes copas ondulaban como un mar.

Michel se hallaba sentado en su lecho, aspirando las suaves emanaciones de la tarde, cuando de pronto oyeron el ruido de un coche que venía por la alameda. El mancebo se abalanzó a la ventana.

Entonces vieron penetrar un carruaje en el patio del cortijo. Acudió Courtin con el sombrero en la mano, y asomó una cabeza por la portezuela: era la baronesa de La Logerie.

Estremecióse el joven al ver a su madre, no dudando de que venía por él.

Berta dirigió una mirada a Michel, como consultándole, y este le señaló un oscuro hueco, especie de gabinete sin puerta, en el cual podía esconderse y oírlo todo sin ser vista.

Confiaba Michel en que la ignorada presencia de la joven le infundiría aliento. No se había equivocado: cinco minutos después, oíase crujir la escalera bajo el peso de la baronesa.

Corrió Berta a esconderse, y Michel se sentó junto a la ventana, cual si nada hubiese oído.

Abrióse la puerta y entró la baronesa.

Tal vez había venido resuelta a ser áspera y severa, como de costumbre, mas al ver a Michel a la luz del crepúsculo, pálido como sus moribundos reflejos, olvidó sus propósitos, y no pudo hacer otra cosa que tenderle los brazos, exclamando:

—¡Desventurado!, ¡por fin te vuelvo a hallar!

No esperaba Michel tal recepción, y arrojóse conmovido a sus brazos, exclamando:

—¡Madre querida; madre mía!

Ella, por su parte, hallábase también muy demudada: su rostro llevaba impresas las huellas de un llanto continuo y de muchas noches de insomnio.

Sentóse, o, mejor dicho, cayó en un sillón, tomando y besando la frente de Michel, que a sus pies estaba arrodillado.

La baronesa logró, al fin, serenarse, y le dijo:

—¿Cómo te encuentro aquí tan cerca del castillo lleno de soldados?

—Cuanto más cerca me encuentre de ellos, madre mía, menos me buscarán.

—¿Ignoras, por ventura, lo que ha sucedido en Nantes?

—¿Qué es lo que ha sucedido?

—Los consejos de guerra están fallando sin interrupción.

—Eso no me atañe, pues yo no estoy preso —dijo riéndose Michel.

—Atañe a todos —respondió la baronesa—, pues los que no lo están, pueden estarlo de un momento a otro.

—Menos los refugiados en casa de un digno alcalde conocido por sus opiniones felipistas.

—A pesar de todo, no dejas de estar…

Interrumpióse la baronesa, como si sus labios se negaran a proseguir.

—Acabad, madre mía.

—No dejas de estar condenado…

—Condenado a muerte, ya lo sé.

—¡Cómo, desventurado!, ¿lo sabes y estás tranquilo?

—Os repito que mientras esté en casa Courtin, me parece que no corro peligro.

—¿Se porta, pues, muy bien contigo?

—Es una segunda Providencia. Me amparó encontrándome herido y muerto de hambre. Me ha traído a su casa y hasta ahora me ha encubierto y alimentado.

—Debo confesarte que no confiaba mucho en el tal Courtin.

—Pues no teníais razón, madre.

—Así sea; hablemos de nuestros asuntos, querido hijo. Por oculto que aquí estés, no puedes quedarte.

—¿Y por qué?

—Porque basta una imprudencia, una indiscreción para perderte.

Hizo Michel un gesto de duda.

—Tú no quieres que muera de espanto, ¿no es cierto?

—No, proseguid.

—Pues has de saber que mientras permanezcas en Francia no viviré tranquila.

—¿Habéis meditado en las dificultades de abandonarla?

—Sí; y las he vencido.

—¿De qué modo?

—Fletando un buque holandés que te está esperando en el río, enfrente de Coueron. Embárcate en él y parte. ¡Ah, quiera Dios que tengas fuerzas para resistir la travesía!

Michel no contestó.

—Irás a Inglaterra, ¿no es cierto? Saldrás de esta tierra maldita que ya regó la sangre de tu padre. Hijo mío, mientras te vea en Francia, no tendré un momento de sosiego. Siempre me parece ver la mano del verdugo que te agarra para arrancarte de mis brazos.

Michel continuó silencioso.

—Aquí tienes una carta para el capitán, y cincuenta mil francos en letras a tu orden sobre Inglaterra y América. Y, además, escríbeme donde quiera que estés y te mandaré cuanto me pidas; o, por mejor decir, a donde vayas, hijo mío, iré a reunirme contigo. Pero ¿qué tienes?, ¿por qué no respondes?

En efecto, Michel escuchaba estas palabras con una insensibilidad que casi rayaba en estupor. Partir, era alejarse de María, y a la idea de esa separación se le oprimió el corazón de tal manera que prefería oír la sentencia de muerte. Desde que Courtin había alentado su pasión, desde que gracias a él había concebido nuevas esperanzas, Michel pasaba noche y día pensando en el momento de unirse con la encantadora joven, sin comunicar nada al colono. No podía sufrir la idea de renunciar de nuevo a sus proyectos e ilusiones, y en vez de responder a lo que su madre le decía, afirmábase más y más en su propósito de casarse con María.

Tal era la causa del silencio que tan justificadamente inquietaba a la baronesa.

—Madre —díjole el joven—, si callo, es porque temo no responder a vuestro gusto.

—¿Qué quieres decir?

—Oíd, madre mía —dijo su hijo con una firmeza que dejó admirada a su madre, y de la cual en otra ocasión él se hubiera creído incapaz.

—¿Confío que no te negarás a partir?

—No; pero con ciertas condiciones.

—¡Condiciones, cuando se trata de salvarte la vida! ¡Condiciones, cuando se trata de calmar las angustias de tu madre!

—Madre mía —dijo Michel—, desde que no nos hemos visto, he sufrido y he aprendido mucho: ahora sé que hay ciertos momentos que deciden de la felicidad o desgracia de toda la vida, y en uno de ellos me encuentro, madre mía.

—¡Y vas a decidir mi desgracia!

—No; voy a hablaros como un hombre, y nada más. No os admiréis, madre; yo entré en la lid niño aún, y salgo de ella hombre. No ignoro cuáles son mis deberes con vos: os debo respeto, ternura, gratitud, y estos deberes nunca los olvidaré. Pero, cuando el niño pasa a ser hombre, ve horizontes desconocidos que van ensanchándose a medida que adelanta, y al aparecer estos horizontes, aparecen también otros deberes que suceden a la mocedad, y le ligan, no ya exclusivamente a la familia, sino a la sociedad. Al llegar a este período de la existencia, si el hombre presenta todavía la mejilla a su madre, tiende ya la mano a la otra mujer que debe ser, a su vez, la madre de sus hijos.

—¡Ah! —exclamó la baronesa, retrocediendo al oír estas palabras, por un impulso superior a su voluntad.

—Ahora bien —prosiguió el joven, levantándose—, yo he tendido ya la mano, y otra la ha estrechado. Ambas están unidas indisolublemente, y si parto, no partiré solo.

—¿Partirás con tu novia?

—Con mi esposa.

—¿Y crees, por ventura, obtener mi consentimiento para realizar ese enlace?

—Dueña sois, madre mía, de otorgármelo o no, pero yo también lo soy de partir o quedarme.

—¡Infeliz! ¡Infeliz!, ¿ese es el pago que das a veinte años de cuidados, de ternura y de cariño?

—Sí; esta recompensa, madre mía —repuso Michel con una firmeza aumentada por la conciencia de que no perdía ninguna de sus palabras para los oídos que ocultamente le escuchaban—; esta recompensa la encontráis con el respeto que os tengo, en la cariñosa abnegación que confío en probaros cuando llegue el momento oportuno. El verdadero amor maternal no exige una recompensa usuraria, nos dice: seré tu madre durante veinte años, y después seré tu tirano. No dice: te daré la vida, la fuerza, la juventud y la inteligencia, para que con estos dones me obedezcas ciegamente. No, madre, el verdadero amor maternal, dice: te sostuve cuando eras débil, te instruí en tu ignorancia, y te guie en tu ceguedad.

»He ahí cómo comprendo la autoridad que tiene una madre sobre su hijo, he ahí cómo comprendo el respeto que el hijo debe a su madre.

La baronesa quedó petrificada al oír esas razones: menos la hubiera sorprendido la ruina del universo que aquel lenguaje firme y resuelto.

Miróle con profunda sorpresa, mientras Michel, ufano y satisfecho de sí, contemplábala tranquilo y con la sonrisa en los labios.

—¿Es decir, que nada te hará desistir de tu insensato propósito?

—Nada, madre mía, podrá hacerme faltar a mi palabra dada.

—¡Ah! —exclamó la baronesa, tapándose los ojos—, ¡madre desventurada!…

Arrodillóse Michel a sus pies, diciendo:

—¡Dichosa y muy dichosa la madre que hace feliz a su hijo!

—¿Qué tienen esas Lobas que de ese modo cautivan los corazones? —exclamó la baronesa.

—Como quiera que llaméis a mi amada —dijo su hijo—, os responderé: la mujer que amo, a pesar de las calumnias, reúne las cualidades para hacer dichoso a cualquier hombre.

—No, no —dijo la baronesa—, nunca consentiré en ese enlace.

—Entonces, madre, tomad las letras y la carta que me habéis dado para el capitán del Joven Carlos, pues para nada me sirven.

—Pero ¿qué piensas hacer, desventurado?

—¡Oh!, una cosa muy sencilla; prefiero morir a vivir separado de la mujer a quien amo; como ya estoy bueno y me siento con sobradas fuerzas para empuñar el fusil, me reuniré con los últimos insurrectos que en la selva de Touvois capitanea el marqués de Souday, y batiéndome con ellos pereceré. Dos veces la muerte ha venido en mi busca y no me ha encontrado —añadió con amarga sonrisa—; confío en que a la tercera tendrá el ojo más certero y el pulso más seguro.

Y el joven dejó caer la carta y las letras en el regazo de su madre.

Comprendiendo esta la inutilidad de esforzarse en persuadirle, cedió mal de su grado y repuso:

—Hágase tu voluntad, y Dios quiera olvidar que has violentado la de tu madre.

—Lo olvidará, y vos también, cuando veáis a vuestra hija.

La baronesa movió la cabeza con aire dudoso.

—Vete —replicó—, y cásate lejos de mi presencia con una extraña a quien no conozco, ni jamás he visto.

—Espero casarme con una mujer a quien vos sabréis conocer y apreciar, y ese gran día será para mí consagrado por vuestra bendición. Acabáis de decirme que vendréis a encontrarme doquiera que me encuentre, y prometo aguardaros, madre mía.

Levantóse la baronesa y se encaminó a la puerta.

—¿Os vais sin decirme adiós, sin abrazarme? ¡Ah!, ¿no teméis, madre mía, que semejante despedida sea funesta para mí?

—Ven, pues, hijo desventurado, ven a mis brazos, a mi corazón.

Pronunció la baronesa esas palabras con aquel grito que tarde o temprano exhala siempre el corazón de una madre.

—¿Cuándo partirás, hijo mío? —le preguntó.

—Eso depende de ella —contestó Michel.

—Lo más pronto posible, ¿no es cierto?

—Creo que será esta noche.

—Abajo hallarás un traje de aldeano, disfrázate lo mejor que puedas, y parte pronto, pues de aquí a Coueron sólo hay ocho leguas, y puedes llegar allá a las cinco de la mañana. No olvides el nombre del buque: el Joven Carlos.

—Nada temáis, madre mía; sabiendo que encontraré la felicidad al término de mi viaje, haré todo lo posible para efectuarlo cuanto antes.

—Yo vuelvo a París, donde emplearé todo mi valimiento para lograr que se revoque esa fatal sentencia. Conserva la vida, no la expongas imprudentemente, y no olvides que, velando por ella, velas también por la mía.

A fuer de fiel servidor, estaba Courtin vigilando al pie de la escalera. Al volver Michel de cerrar la puerta, vio a Berta que, sonriendo de gozo y radiante de amor, estaba esperando el momento de encontrarse a solas con el barón para arrojarse en sus brazos.

Recibióla en ellos Michel; pero si el aposento no hubiera estado en aquel instante a oscuras, Berta no hubiera dejado de notar seguramente el embarazo que en su rostro se retrataba.

—Ahora, amigo mío —dijo la joven—, ya nada puede separarnos; nada nos falta, pues ya tenemos el consentimiento de mi padre y tu madre.

Michel no contestó.

—Esta noche partimos, ¿no es cierto?

El barón continuó silencioso, como momentos antes lo había hecho con su madre.

—¿Calláis? —dijo Berta—; ¿por qué ese silencio, amigo mío?

—Porque nuestra partida dista mucho de ser segura —repuso, al fin, Michel.

—Pero ¿no acabáis de prometer a vuestra madre que partiríais esta noche?

—Yo la he dicho: eso depende de ella.

—¿Y ella, no soy yo, por ventura?

—¡Cómo! Berta, tan realista, tan leal y generosa, ¿sería capaz de ausentarse de Francia, sin acordarse de los que en ella deja?

—¿Qué queréis decir?

—Que pienso llevar a cabo una acción mucho más grande, mucho más útil que mi propia libertad, que mi propia salvación.

Miróle Berta, sin llegar a comprender lo que estaba oyendo.

—Pienso en la manera de alcanzar la libertad y la salvación de madame —añadió el joven.

Berta lanzó un suspiro, pues principiaba a conocer la causa del silencio en que había estado sumido el barón, y este agregó:

—El buque que mi madre ha fletado para mí, ¿no podría acaso llevarse de Francia a la princesa, a vuestro padre?…

Y añadió luego, en voz baja:

—¿Y a vuestra hermana?

—¡Ah! ¡Michel! —exclamó Berta—, perdonad que no me haya acordado de eso: hace poco os amaba, y ahora os amo y admiro. Sí, tenéis razón, la Providencia ha inspirado a vuestra madre; olvido las duras y crueles palabras que contra mí ha pronunciado, y veo solamente en ella un instrumento de que se ha valido el Altísimo para salvarnos a todos. ¡Oh!, ¡cuán bueno, o mejor, cuán grande sois, amigo mío, por haberlo pensado!

El joven balbuceó algunas palabras ininteligibles.

—¡Ah!, bien sabía yo —prosiguió Berta entusiasmada—, que erais el hombre más bravo y leal de la tierra; pero hoy, Michel, habéis superado mis esperanzas. ¡Pobre muchacho!, herido y condenado a muerte, se olvida de sí mismo y sólo piensa en salvar a los demás. ¡Oh, amigo mío!, si mi amor antes me llenaba de contento, ahora me colma de orgullo.

Si en aquel instante hubiese habido luz en la estancia, Berta habría visto ruborizado al joven.

En efecto, no era tan desinteresado el sacrificio del barón, como Berta creía.

Después de obtener el permiso de su madre para casarse con la mujer a quien amaba, habíale ocurrido una idea feliz, la cual consistía en hacer a Pedrito el servicio más importante que en aquel momento podía prestarle el más adicto de sus partidarios, y aprovechar tan buena ocasión para revelárselo todo, pidiéndole en recompensa la mano de María.

Fácilmente se comprenderán ahora el embarazo y el rubor de Michel.

En consecuencia, permanecía frío a pesar suyo a las demostraciones de la joven, limitándose a contestar:

—No perdamos un tiempo precioso, Berta.

—Tenéis razón, amigo —repuso la joven—; disponed, estoy pronta a obedeceros, pues acabo de conocer la superioridad de vuestro corazón y talento.

—¡Bien! —dijo Michel—, pues debemos separarnos.

—¿Por qué? —interrogó Berta.

—Vos iréis a la selva de Touvois, y después de participar a vuestro padre lo que ocurre, os dirigiréis a la bahía de Bourgneuf para embarcaros en el Joven Carlos en cuanto esté a la vista. Entretanto, yo iré a Nantes, para avisar a la duquesa.

—¡Vos a Nantes!, ¿olvidáis acaso que estás sentenciado a muerte y que os están buscando? Yo soy quien debe ir a Nantes; id vos a Touvois.

—El Joven Carlos me espera, Berta, y no es probable que el capitán haga lo que otro diga. Podría suceder que, viendo llegar una mujer en vez de un hombre, temiese alguna asechanza, y nos viésemos en algún apuro.

—Reflexionad en los peligros a que os vais a exponer.

—Bien reflexionado, Berta, comprenderéis que quizás es el lugar más seguro para mí. ¿Quién irá a sospechar que condenado a muerte en Nantes, me atreva a presentarme en aquella ciudad? Por otra parte, no ignoráis que hay momentos que la audacia es prudencia; y debéis saber que ahora nos encontramos en uno de estos casos. Dejadme hacer.

—Os he dicho que os obedecería, Michel, y cumpliré mi palabra.

Y la arrogante joven aguardó sumisa como un niño las órdenes del que gracias a su aparente abnegación acababa de tomar a sus ojos gigantescas proporciones.

Nada más sencillo que el plan que se había propuesto, y más aún la manera como pensaba ejecutarlo. Berta debía indicar a Michel el asilo de la duquesa en Nantes, y las contraseñas necesarias para llegar hasta ella. Luego, disfrazada con el traje de Rosina, debía ir a la selva de Touvois, mientras Michel se encaminaba a Nantes con el vestido de aldeano que le había traído la baronesa.

A no ocurrir algún percance que lo estorbara, el Joven Carlos podía zarpar a las cinco de la mañana siguiente llevándose con Pedrito los últimos vestigios de la guerra civil.

A los diez minutos, cabalgaba Michel en el jaco de Courtin, y Berta, por su parte, se dirigía a la cabaña de Tinguy, para ir enseguida por senderos poco frecuentados al bosque de Touvois.