LXVI

AUNQUE era casi imposible que los soldados descubrieran a Juan Oullier en la guarida que Trigaud le había proporcionado con sus hercúleas fuerzas, muerto este y su compañero Aubin, el vendeano no había hecho más que cambiar la cárcel donde le hubieran encerrado los azules a caer en sus manos, por otra más espantosa todavía; y la muerte que sus balas le hubieran dado, por otra, aún mucho más terrible.

Estaba enterrado en vida, y en aquel vasto desierto no era de esperar que nadie oyese sus clamores.

A las pocas horas de haberse separado de él Courte-Joie y Piojoso, y cuando vio que a pesar de ser tan entrada la noche no venían a buscarle, creyó que habían muerto o caído prisioneros.

La sola idea de la posición en que se hallaba Juan Oullier, era capaz de helar la sangre en las venas del hombre más valeroso; pero el vendeano era de aquellos varones llenos de fe que siguen luchando mientras los más valientes desesperan.

Encomendó su alma al Creador, en una breve y fervorosa oración, y puso manos a la obra con tanto afán como en medio de los abrasados escombros de la Pénissiére.

A causa de lo reducido de la excavación había estado hasta entonces en cuclillas; quiso cambiar de postura, y después de prolongados esfuerzos logró ponerse de rodillas, tratando de levantar la piedra con las espaldas; pero todo fue en vano. Lo que hacia Trigaud jugando, era imposible a los demás. Reconoció Oullier el suelo y vio que era de piedra. ¡Fatalidad!

Reconociendo detenidamente la posición en que se encontraba, Oullier observó que la granítica piedra, que cual pesada losa cerraba el hueco, se descubría una rendija por la cual penetraba el aire; aprovechando esta circunstancia, rompió la punta del cuchillo para transformarlo en cincel, y con la culata de la pistola por martillo, trabajó para agrandar la abertura.

Veinticuatro horas empleó en este trabajo, sin otro sustento que el aguardiente que en su calabacilla tenía, y con el cual reparaba sus fuerzas a intervalos, en cuyo tiempo no decayeron un punto su valor y su firmeza de ánimo.

Por último, a la noche del segundo día consiguió sacar la cabeza por el agujero que había practicado en la base de su prisión.

Ya era hora: sus fuerzas se hallaban agotadas. Púsose de rodillas, luego de pie, y por último intentó andar; mas como el pie que se dislocara se había hinchado de una manera espantosa durante las últimas treinta y seis horas, al dar el primer paso sintió un retortijón de nervios y cayó exhalando un grito de dolor.

Acercábase la noche, y no oyendo Oullier rumor alguno, creyó que aquella iba a ser la última de su vida. Encomendó su alma a Dios, rogándole que velara por las dos niñas a quienes tanto amaba, y no queriendo que la conciencia le acusara de haber omitido algún medio de salvación, arrastróse más que anduvo hacia el Occidente, donde se encontraban las casas más próximas.

De este modo anduvo unos tres cuartos de legua, y llegó a una loma desde la cual divisaba las luces de las casas aisladas que rodean el erial, luces que para él eran tantos faros de vida y de salvación; pero, a pesar de sus esfuerzos, no le fue posible adelantar un solo paso.

Hacía cerca de sesenta horas que no había comido.

Los troncos de los brezos y de las aliagas cortadas al bisel de la podadera en el año anterior habíanle maltratado las manos y el pecho, y la sangre que derramaba acababa de extenuarle.

Entonces renunció a ir más lejos, y echóse rodando a una zanja que había a la orilla del camino, resuelto a exhalar allí el último suspiro.

Acosábale la sed y bebió el agua cenagosa que halló en el fondo de la zanja.

Era tanta su debilidad, que a duras penas pudo llevar la mano a la boca; cubríale los ojos un tupido velo sobre el cual corrían millares de chispas que se apagaban y volvían a encenderse como si fueran ráfagas fosforescentes. Comprendió que se moría, y quiso gritar, sin curarse poco ni mucho que le oyeran amigos o enemigos; pero la voz se le anudó en la garganta, y apenas pudo oír él mismo el ronquido gutural que exhalaba.

Permaneció cerca de una hora en esa especie de agonía, y después de esperarse poco a poco el velo que le cubría los ojos y de afectar el zumbido de su cabeza extrañas modulaciones, perdió el sentimiento de lo que sucedía en torno suyo.

No obstante, era muy poderosa su organización para sucumbir sin luchar de nuevo, y la letárgica calma en que estuvo por algún tiempo permitió que el corazón regularizara sus movimientos y se le templara algún tanto la sangre; como su entorpecimiento no disminuía en lo más mínimo la agudeza de sus sentidos, oyó entonces el vendeano un rumor inequívoco para un batidor del campo como él: eran las pisadas de una persona que bajaba por la maleza, y por ellas vino a entender que pertenecía al sexo bello.

Aquella mujer podía salvarle, y así lo comprendió Oullier en medio de su crítica postración; pero, cuando quiso llamar o hacer algún movimiento para que le avistara, conoció aterrado que ya sólo vivía su inteligencia, mientras su cuerpo, paralizado por completo, se negaba a obedecerle.

Como el hombre que encerrado en vida en un ataúd hace esfuerzos sobrehumanos para romper el muro de bronce que le separa del mundo, puso Oullier en juego todos los recursos que la Naturaleza le había otorgado para domar la materia.

Vano fue su empeño.

Y, entretanto, los pasos se acercaban; a cada minuto, a cada segundo los percibía más distintos. Parecióle al desventurado Oullier que cada guijarro que aquellas pisadas hacían rodar, le hería el corazón, y a medida que iban aumentando sus esfuerzos, aumentaba también su angustia, erizábanse sus cabellos y bañábale la frente un sudor helado; situación más cruel que la muerte, porque los muertos no sufren.

Pasó la mujer. El vendeano oyó que los abrojos rozaban con su zagalejo rasgándolo como si hubiesen querido detenerla: vio su negra sombra en la zarza y cesó de oír sus pasos, que se confundieron con el susurro de la brisa en las secas aliagas.

El infeliz se dio por perdido, y cejando en la horrible lucha que consigo mismo empeñara, calmóse un tanto y mentalmente encomendó su alma al Altísimo.

Absorto en su plegaria, no advirtió la aproximación de un perro, hasta que oyó su ruidosa respiración entre el zarzal, y volviendo penosamente los ojos vio un gozquecillo[43] que le miraba con inteligentes y despavoridos ojos.

Al ver el animal el leve movimiento de Juan, empezó a ladrar.

Parecióle entonces al vendeano que la mujer llamaba al perro, pero este no quiso moverse y continuó ladrando.

Eso le infundió nueva esperanza, que esta vez no quedó defraudada.

Cansada de llamar y deseosa de saber lo que detenía al perro, la aldeana, que casual o providencialmente era la viuda Picaut, aproximóse a la zarza y vio a un hombre, en quien conoció a Juan Oullier.

En un principio, creyóle muerto; mas luego vio que le miraba de hito en hito con los ojos desmesuradamente abiertos; púsole la mano en el corazón y sintió que aún latía; sentóle en la hierba, rocióle el rostro con agua, y dióle a beber unas gotas del mismo líquido, introduciéndosela en los apretados dientes.

Poco a poco, como si por una persona viviente volviese a la vida, sintió que se le quitaba de encima el gran peso que le oprimía, cobrando grato calor sus entumecidos miembros; y vertiendo algunas lágrimas de gratitud, asió la mano de la viuda y llevóla a los labios, mientras la regaba con su llanto.

La buena mujer estaba enternecida, pues aunque felipista, apreciaba mucho al viejo chuán.

—¿Qué es eso, amigo Oullier? —preguntó—. Creo que es muy natural lo que hago; lo mismo hubiera hecho por un cualquiera, y con más razón por vos, Juan, que sois un verdadero cristiano.

—Es cierto pero… —dijo Oullier no pudiendo acabar la frase.

—No hay pero que valga —contestó la viuda.

—¡Oh!, os debo la vida, os lo aseguro; sin vos, iba a perecer aquí.

—Sin mi perro, queréis decir, Juan; así, pues, sólo a Dios debéis dar las gracias.

Al decir esas palabras, hizo un ademán horroroso al observar que Oullier estaba bañado en sangre, y prosiguió:

—Pero ¿estáis herido?

—No; rasguños y nada más. Mi mayor mal es tener el pie dislocado y no haber comido en sesenta y cuatro horas, siendo la debilidad la que aniquilaba mi vida.

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío!… Pero, aguardad un momento: precisamente llevaba ahora de comer a los que siegan hierba para mí en el erial, y vais a probar un bocado.

Y dejando la viuda en el suelo lo que en la mano llevaba, desató las cuatro puntas de un mantel que contenía sopa y cocido caliente y dio algunas cucharadas a Oullier, el cual cobraba fuerzas a medida que engullía la suculenta sopa.

—¡Ah! —exclamó el vendeano y respiró con brío.

Brilló entonces una sonrisa de satisfacción en el grave y triste semblante de la viuda, quien, sentándose frente de Oullier le interrogó:

—¿Qué haréis ahora, perseguido como sois por los azules?

—¡Ay! —respondió el chuán—, con mi pobre pierna he perdido todo mi vigor, y pasarán muchos meses antes de que pueda correr por los bosques como me convendría, si no quiero consumirme en algún calabozo. Mirad —agregó suspirando—, lo mejor sería ir a buscar a maese Jaime, que me proporcionaría un asilo donde restablecerme.

—¿Y vuestro amo y sus hijas?

—Mi amo no volverá tan pronto a Souday, y hará perfectamente.

—Pues, ¿a dónde irá?

—Seguramente se embarcará con las señoritas.

—¡Pobre idea la vuestra, Juan, de ir a curaros entre aquella cáfila de bandidos que acompañan a maese Jaime! ¡Vaya que estaréis bien servido!

—Es el único que puede acogerme sin comprometerse.

—Pues, ¿y yo? Veo que no os acordáis de mí, y hacéis mal en ello.

—¿No sabéis, acaso, las penas en que incurren los que dan asilo a un chuán?

—¿Qué me importan a mí las penas? Amigo Juan, la gente honrada no debe temerlas.

—Además —añadió Oullier—, vos odiáis a los chuanes.

—No, yo odio a los malvados de todos los partidos, y entiendo por malvados los que asesinaron a mi pobre Pascual, y contra ellos vengaré su muerte, si puedo; pero vos, Juan, blanca o tricolor, lleváis la escarapela de la gente honrada, y por esa circunstancia os salvaré.

—¡Pero no puedo dar un paso!

—Ni aun que pudierais, me atrevería yo a estas horas a introduciros en mi casa, no por miedo de comprometerme, sino porque desde la muerte del pobre mancebo, vivo preparada contra las traiciones. Ocultaos lo mejor que podáis, y de noche vendré a buscaros con un carro; mañana, el cirujano de Machecoul os pasará la mano por los tendones del pie, y dentro de tres días correréis como un galgo.

—Eso sería lo mejor, indudablemente; pero…

—¿No haríais lo mismo por mí?

—¡Oh!, ya sabéis que por vos me arrojaría al fuego.

—Pues, asunto concluido: por la noche vendré a buscaros.

—Gracias, acepto, y creed que no favorecéis a un ingrato.

—No lo hago por merecer vuestra gratitud, Oullier, sino por cumplir mi deber de mujer honrada.

—¿Qué buscáis? —interrogó Juan viendo que la viuda miraba a todos lados.

—Pensaba que entre la maleza estaríais más seguro que en esta zanja.

—No puedo moverme —repuso el chuán enseñando a la viuda sus destrozadas manos, su rostro surcado de cicatrices y su pie hinchado—. Por otra parte, aquí no estoy mal: vos habéis pasado junto sin sospechar que ocultaba un hombre.

—Sí; pero puede pasar un perro y olfatearos como el mío. Pensad, Oullier, que en pos de la guerra vienen las delaciones y las venganzas.

—No os digo lo contrario, pero Dios es bueno y nos ayudará.

La piadosa viuda no replicó, y habiendo dado un pedazo de pan a Oullier, púsole después en un lecho de hojas, apartó de su lado los abrojos, y segura de que no podía ser visto de los transeúntes, se fue, encargándole que no se impacientara.

Acomodóse el chuán lo mejor que pudo, elevó frecuentes acciones de gracias al cielo, y habiéndose comido el pedazo de pan, cayó luego en el profundo sueño que originan las grandes postraciones.

Hacía algunas horas que descansaba cuando un rumor de voces le sacó de la especie de soñolencia posterior al entorpecimiento en que yaciera: creyó oír el nombre de sus señoritas, y desconfiado en su cariño como lo son los hombres de su temple, pensó que algún peligro amenazaba a las niñas que tanto amaba, y cobrando a esta idea fuerzas para sacudir su postración, incorporóse sobre el codo, apartó con cuidado las espinosas ramas que le rodeaban, y miró al camino.

Había anochecido, pero no eran tan densas las tinieblas que no pudiese el vendeano distinguir dos bultos humanos sentados en un tronco derribado a la otra parte del camino.

—¿Por qué no continuasteis siguiéndola, ya que la habíais conocido? —preguntaba uno de ellos que por su acento alemán muy marcado daba a entender que era extranjero.

—¡Demonio! —respondió el otro—, no la tenía yo por tan loba, y con el chasco que me ha dado me prueba que soy un majadero.

—Podéis estar seguro que la que buscamos se hallaba en el grupo de aldeanas de que se apartó María de Souday para reunirse con vos.

—¡Oh!, en cuanto a eso tenéis razón, pues cuando pregunté a aquellas mujeres por la moza que con ellas iba, respondiéronme que ella y su compañera se habían quedado rezagadas.

—¿Qué hicisteis entonces?

—¡Toma!, dejé el jamelgo en la posada, y las esperé oculto al extremo del Pyrmille, pero inútilmente, y eso que estuve allí más de dos horas.

—Tomarían algún atajo para entrar en Nantes por otro puente.

—Sin duda alguna.

—Y es sensible, porque tal vez vuestra buena suerte nunca os depare una ocasión tan propicia.

—Sí, me la deparará, os lo fío.

—¿De qué modo?

—¡Oh!, como diría mi vecino el marqués de Souday, o mi buen amigo Juan Oullier, que en paz descanse, en casa tengo el sabueso que necesito para esa caza.

—¿Un sabueso?

—Sí, y excelente: tiene algo lastimada una pata, pero en cuanto esté curada le atraillaré y nos pondrá en pista, sin que nos tomemos otra molestia que contenerle para que no rompa la traílla a fuerza de tirar de ella para alcanzar el venado.

—Ea, dejaos de broma, que el asunto es muy grave.

—¡Bromas! ¿Por quién me tomáis? ¿Pues qué, gastaré yo bromas cuando se trata de cincuenta mil francos?

—Sí, hombre sí, ya me lo habéis preguntado más de veinte veces.

—Es que jamás me cansaría de oírlo ni de contar el dinero, si lo tuviera.

—Entregadnos la persona y lo tendréis.

—¡Oh!, ya oigo sonar los amarillos: ¡tin!, ¡tin!

—Pero explicadme qué significa lo del sabueso.

—¡Oh!, ya os lo diré, y de muy buena gana; pero… toma y daca.

—¿Qué significa toma y daca? Acabad.

—Os he dicho, si mal no recuerdo, que deseo servir al Gobierno, primero porque le tengo simpatías, y después porque sirviéndole vejo a los nobles, a quienes aborrezco; pero, al cabo, no me desagradaría recibir dinero del Gobierno, ya que hasta hoy le he dado poco o mucho. Además ¿quién os dice que cuando tenga en su poder a la persona por quien nos promete montes de oro, nos dé lo que nos ha… o mejor dicho, lo que os ha prometido?

—¿Estáis loco?

—Lo estaría, si no os dijera lo que os digo: me gustan más dos precauciones que una, y diez más que dos; y si he de hablaros francamente, en este negocio no veo que sobre ninguna precaución.

—Corréis los mismos riesgos que yo: un gran personaje me tiene prometido que si cumplo el compromiso que con él contraje, recibiré cien mil francos.

—¡Cien mil francos! Muy poco es para que hayáis venido de tan lejos; vamos, confesad que son doscientos mil, y que solamente me dais la cuarta parte porque no necesito ausentarme del país. ¡Caramba!, ¡doscientos mil! ¡Cuán feliz sois! Es una suma redonda, y suena muy bien. Corriente, tengamos confianza con el Gobierno; pero ¿puedo también tenerla en vos? ¿Quién me asegura que no os marcharéis con el dinero, y que a vos lo entregarán? Y en ese caso, ¿a qué tribunal acudiré contra vos?

—Amigo mío, en las asociaciones políticas la fe firma los contratos.

—Por eso, pues, se cumplen tan fielmente; pero, dicho sea con franqueza, más me agradaría otra firma.

—¿Cuál?

—La vuestra o la del ministro con quien os entendéis.

—Está bien; se procurará complaceros.

—¡Chitón!

—¿Qué hay?

—¿No habéis oído?

—Sí, alguien viene; me parece que es un carro.

Ambos se levantaron a un tiempo, y a la claridad de la luna que entonces dio en sus personas, violes Juan Oullier el rostro, después de haber oído toda su plática.

—Vámonos —dijo el desconocido.

—No —replicó Courtin—, todavía tengo que deciros muchas cosas; ocultémonos en el matorral, y cuando haya pasado el importuno concluiremos nuestro negocio.

Y ambos se encaminaron a la zarza.

Oullier comprendió que estaba perdido; pero no queriendo ser agarrado como un conejo en su gazapera, púsose de rodillas y sacó su navaja, la cual, aunque despuntada, podía serle muy útil en una lucha a brazo partido.

No tenía ninguna otra arma y creía que los dos hombres no llevaban ninguna; pero al ver el colono que se levantaba un hombre de entre los arbustos, retrocedió algunos pasos sin perder de vista la especie de fantasma que se le aparecía, y recogiendo el fusil que junto al tronco había dejado, hizo fuego sobre el bulto.

Tras el tiro oyóse un grito ahogado.

—¿Qué habéis hecho? —interrogó el desconocido.

—Nos espiaba un hombre —dijo Courtin pálido y temblando.

El extranjero fue a examinar la zarza.

—Id con cuidado, que si es un chuán y no ha muerto, va a responder.

El colono se mantuvo apartado y con el arma preparada.

—Es un campesino —dijo el desconocido—, y parece muerto.

Asiendo entonces del brazo a Oullier sacóle de la zanja, y al observar Courtin la inmovilidad cadavérica de aquel hombre, acercóse más tranquilo.

—¡Juan Oullier! —exclamó reconociendo al vendeano—. ¡Juan Oullier! Nunca me hubiera podido figurar que moriría en mis manos, pues jamás he muerto a nadie; pero ya que ha llegado ese caso, prefiero a ese y no a otro. Os juro en verdad que es un tiro bien aprovechado.

—Pero, entretanto el carro se va acercando.

—Es cierto, ha subido ya la cuesta, y el caballo va al trote. Vámonos, no hay que perder un instante. ¿Estáis bien seguro de que ha muerto?

—Así parece.

—En marcha, pues.

Soltó el desconocido el cuerpo de Juan Oullier, que durante este diálogo había estado sosteniendo, y el herido dio con la cabeza en el suelo produciendo un ruido siniestro.

—No hay duda, muerto está —dijo Courtin. Y luego, sin atreverse a acercarse al cadáver y señalándolo con el dedo, agregó—: Sabed, por muy extraño que os parezca, que ese cadáver nos asegura el negocio mejor que la mejor firma del mundo: repito que ese cadáver vale doscientos mil francos.

—¿Cómo? Explicaos.

—Era el único hombre capaz de arrebatarme el sabueso de que os hablaba hace poco. Creíle muerto, y acabo de ver que me equivocaba; pero ahora ya podemos estar seguros de que no nos estorbará; por consiguiente, ¡a la caza!, ¡a la caza!

—Sí, que ya está cerca la carreta.

En efecto, sólo distaba unos cien pasos del matorral.

Los dos hombres se precipitaron en la espesura, desapareciendo en la oscuridad, mientras la viuda Picaut, que había oído el tiro, iba por Oullier, conforme se lo había prometido, llegaba despavorida corriendo al lugar de la escena que acabamos de relatar.