ESDE la tarde en que Berta abandonó el Moulin-Jacques, manifestando a su hermana la resolución de buscar a Michel, María ignoraba lo que había sido de ella, y fluctuaba en un mar de conjeturas.
¿Habría hecho Michel alguna revelación? ¿En este caso, quién sabe si Berta, desesperada, había ejecutado algún acto funesto? ¿Quién sabe si el pobre mozo había sido herido o muerto; si Berta en alguna de sus correrías arriesgadas, había recibido algún balazo?
María reflexionaba que, con una vida tan errante como la que llevaba siguiendo a Pedrito, quien cada noche abandonaba el asilo que la noche anterior tuviera, no podía Berta hallarles tan fácilmente, pero también calculaba que a no privarles un grave percance, Berta no podía menos de averiguar su paradero.
Haciéndose estas reflexiones, sintió la infeliz que su corazón, demasiado postrado ya por los golpes que acababa de sufrir, se rendía agobiado a esta nueva pesadumbre; y se veía sola, privada de expansión, y de ver al joven que la fortaleciera con su sola presencia en el ardor de la lucha; dejóse dominar por su negra melancolía, y empezó a sucumbir lentamente al pesar que la devoraba. Las noches las pasaba sin descanso, y los días sin sosiego, aguardando siempre la llegada de Berta o de algún mensajero suyo; pero ni una ni otra llegaban, y María veía transcurrir las horas abismada en su dolorosa tristeza.
María amaba entrañablemente a su hermana, y nada lo probaba más que el cruelísimo sacrificio a que por ella se resignara; sin embargo, ruborizázase cada vez que trataba de sondear su corazón, pues entonces conocía que no era la muerte de su hermana lo que más la afligía, sino que, a pesar del profundo y sincero cariño que la profesaba, otro sentimiento mucho más fuerte e imperioso turbaba su corazón y dominaba su espíritu causándole tormentos espantosos.
En vano había hecho heroicos esfuerzos para desterrar de su corazón la imagen de Michel, creyendo al verse separada de él que podía muy bien tenerle en la memoria sin quebrantar la generosa resolución que de sacrificarse había formado, y complacíase tanto en su dolor y aislamiento al pensar que sufría por el objeto amado, que casi no se acordaba de la larga ausencia de su hermana.
Sumida en la desesperación, agotaba las más siniestras suposiciones sobre la suerte que podía haber cabido a aquellos dos seres idolatrados, experimentando las angustiosas alternativas de la incertidumbre en que la sumían las fugaces horas, después de contar con mortal ansiedad todos los minutos, comenzó María a sentir un pesar agudo no exento de remordimientos.
María recordaba los más insignificantes incidentes a que habían dado lugar sus relaciones con el barón y las de este con su hermana, y preguntábase si no había sido un crimen destrozar el corazón de Michel al destrozar el suyo; si tenía o no derecho a disponer de su amor, y si no era responsable de la desgracia que ocasionara, acaso, haciendo que el pobre joven compartiese con ella y mal de su grado el mismo sacrificio que se había impuesto.
Volaba en seguida su imaginación al islote de la Jonchére, veía de nuevo sus orillas cubiertas de juncos, oía aquella voz armoniosa y dulcísima que allí le dijera un día: «¡Te amo!».
Cerraba María los ojos y le parecía aún que el aliento del mancebo jugueteaba con sus cabellos, y sus labios ardientes tocaban los suyos al darla el único e inefable beso que de él había recibido.
Juzgaba entonces muy superior a sus fuerzas el sacrificio que su virtud y su amor fraternal le habían aconsejado; arrepentíase de haberse impuesto una tarea sobrehumana, y el amor volvía a esclavizarle de tal modo su corazón, que María, antes tan piadosa y acostumbrada a buscar la firmeza y la conformidad en la idea de la vida futura, no osaba ya levantar al cielo los ojos, rindiéndose agobiada al peso de su dolor.
Poco tardó el marqués de Souday en echar de ver la honda alteración que el pesar había hecho en la fisonomía de María; pero atribuyóla a las grandes fatigas que sobrellevaba. Pero no hacía caso porque el anciano estaba también bastante abatido y pesaroso viendo desvanecido uno tras otro sus dorados ensueños, a la par que realizadas las predicciones del general, y entristecióle sobre todo la idea de que acaso no tardaría en verse obligado a expatriarse de nuevo casi sin haber tenido el placer de combatir.
Pero el marqués se creía obligado a vencer con su fortaleza de ánimo a la adversidad; y adoptada esta resolución, antes había muerto que tratado de quebrantarla en lo más mínimo, pues consideraba esa fortaleza como un deber del soldado, y el buen hidalgo, tan descuidado en punto a conveniencias sociales, era intransigente y riguroso hasta lo sumo en lo que concernía a las exigencias del honor militar.
A pesar del profundo abatimiento que interiormente experimentaba, no podía leerse en su fisonomía el menor síntoma de desazón, y disimulando su pena, aprovechaba todos los incidentes de la vida aventurera, que él y sus compañeros políticos llevaban, para alegrar con agudos chistes los semblantes mohínos que le rodeaban.
Habíale participado María la partida de Berta, y el marqués no dejó de comprender desde luego que algo habrían influido en ella la conducta de su novio y la ignorancia del paradero de este. Luego supo por testigos oculares que el baroncito de La Logerie, lejos de haber faltado a su deber, había tomado parte muy activa en la heroica defensa de la Pénissiére, y creyendo que Juan Oullier, de cuya solicitud y prudencia no podía dudar, se hallaba con su hija y su futuro esposo, juzgó que no había para qué alarmarse por la ausencia de Berta, considerándola como la de un oficial a quien ha mandado su jefe a una expedición más o menos arriesgada. Lo único que le tenía un tanto meditabundo y un si es o no es resentido, era que Michel hubiese preferido señalarse por sus proezas al lado de Oullier y no al suyo.
La noche misma del día en que tuvo lugar el combate del Chéne partió Pedrito con algunos caudillos legitimistas del molino que hasta entonces les albergara, por no ofrecerles la seguridad conveniente. Encontrábase el camino a corto trecho de la casa, y gracias a esta circunstancia, pudiendo ver y oír a los soldados que pasaban con los prisioneros de la acción. Efectuóse la marcha durante la noche; pero, al querer atravesar la carretera, tropezaron los fugitivos con una partida, y viéronse obligados a ocultarse detrás de unos espesos matorrales, donde permanecieron más de una hora. Estaba todo él país tan atestado de columnas, que soló pudieron evitar su encuentro siguiendo los más intrincados senderos.
Al día siguiente, fue preciso ponerse otra vez en el camino. Habían subido de punto las zozobras de Pedrito, y aunque a pesar de sus heroicos esfuerzos revelábase en su fisonomía los temores que la agitaban, sus labios permanecieron cerrados, digna y serena su actitud.
Era tan tenaz la persecución que sufrieron los jefes legitimistas, que ni una sola noche pudieron entregarse al descanso, y al despuntar el día, con ellos se levantaban los peligros y fatigas. Aquellas marchas nocturnas que se veían precisados a hacer por la imposibilidad de atravesar el país durante el día, eran a veces muy peligrosas, y siempre fatigosísimas para Pedrito. Pocas eran las ocasiones que podía efectuarlas a caballo; las más de las veces iban a pie, cruzando campos surcados de setos que a menudo era preciso saltar, pues en la oscuridad no era posible encontrar escalas; atravesando las viñas, en cuyos sarmientos tropezaba a cada paso. Comenzaban ya a inquietarse por la salud de Pedrito los caudillos vendeanos y deliberaban para adoptar los medios más idóneos para preservarle de toda persecución. Varios y encontrados fueron los pareceres: unos querían que fuese a París donde era más fácil ocultarse atendido el inmenso número de habitantes, otros que debía ir a Nantes donde se le tenía ya preparado un asilo; otros, que se embarcara lo más pronto posible, considerando que no podía contarse seguro si no abandonaba el país, pues las pesquisas iban a ser tanto más activas, cuanto que disminuía el peligro.
De esta, última opinión era el marqués de Souday, y se les objetaba la rigurosa vigilancia ejercida en la costa, así como la imposibilidad de embarcarse sin pasaporte en un puerto de mar, por insignificante que fuese.
Cortó Pedrito la discusión declarando que se trasladaría a Nantes disfrazado de aldeana, entrando en la ciudad a pie y en medio del día.
El cambio y abatimiento de María, no había pasado desapercibido para él; suponiendo Pedrito, como lo hiciera el marqués, que lo causaba las fatigas y penalidades inherentes a tan singular género de vida, rogó al señor de Souday que le permitiese llevar consigo a su hija, reflexionando que semejante existencia no podía en modo alguno cambiar, hasta que hallaran un asilo completamente seguro.
El marqués accedió gustoso y agradecido a esta petición.
No causó, sin embargo, el mismo efecto a su hija, pues ocurrióle desde luego que en una ciudad, cualquiera que fuese, la sería mucho más difícil tener noticias de Berta y Michel, y la pobre María les estaba esperando a todas horas con indescriptible ansiedad. Con todo, como no había medio de negarse a ella, accedió también a los deseos de Pedrito.
Al día siguiente, que era sábado y día de mercado, Pedrito y María, vestidas de aldeanas, pusiéronse en camino a las seis de la mañana.
Tenían que andar tres leguas y media. Al cabo de media hora, tenía Pedrito lastimados los pies por los zuecos y más aún por las medias de lana a las cuales no estaba acostumbrado; sin embargo, quiso seguir la marcha resistiendo el dolor en cuanto le fuese dable, pero convencido al cabo de que le era completamente imposible avanzar un paso más con semejante calzado, quitóse zuecos y medias, y con aquellos en la mano y estas en el bolsillo, siguió descalzo el camino.
A poco, viendo pasar algunas aldeanas, notó que la tersura de su cutis y la blancura aristocrática de sus piernas podían descubrirla, y apartándose a un lado del camino tomó un puñado de tierra y oscurecióse con ella la piel, continuando en seguida la marcha.
Al llegar delante de Soriniéres, vieron la puerta de un mesón que había junto al camino a dos gendarmes de a caballo, conversando con un aldeano que también iba montado.
Iban entonces Pedrito y María acompañadas de cinco o seis aldeanas, y al parecer los gendarmes no se fijaron en ellas; pero María, que llevada de su incesante anhelo, fijaba la atención en todo el mundo, deseosa de encontrar quien la diese noticias de Berta y de Michel, creyó observar que el labriego las miraba con extraña instancia.
Volvió la cabeza al cabo de algunos momentos, y vio que este había dejado a los gendarmes y las seguía acelerando el paso para alcanzarlas.
—¡Alerta! —dijo entonces en voz baja a Pedrito—: He notado que un hombre a quien no conozco, nos miraba de una manera sospechosa, y ahora nos está siguiendo; no os acerquéis y ni deis a entender que nos conocemos.
—Bueno; ¿y si se dirige a vos?
—Ya sabré contestarle; perded cuidado.
—¿En dónde nos encontraremos, si nos vemos obligadas a separarnos?
—En la plaza del Mercado.
—¿Allí estarás?
—Sí; pero, creedme, alejaos, pues ya se acerca.
Oíase ya, en efecto, el trote del caballo. Separóse María de sus compañeras sin la menor afectación, y aflojó el paso.
Al oír la voz del labriego, estremecióse María a pesar suyo.
—¿Vamos a Nantes, hija mía? —dijo aquel deteniendo el caballo junto a María y examinándola con atenta curiosidad.
—No es difícil adivinarlo —respondió la joven.
—¿Queréis que os acompañe?
—Mil gracias —repuso María, imitando el acento de las aldeanas de la Vendée—: Voy perfectamente con mis amigas.
—¿Vuestras amigas? ¿Intentáis acaso hacerme creer que son todas de vuestra aldea aquellas lindas muchachas con quienes os he visto pasar?
—¿Y qué os importa que lo sean o no? —replicó María, para no contestar a tan insidiosa pregunta.
Comprendiólo Courtin y agregó:
—Permitid que os haga una proposición: ¿Queréis montar a la grupa de mi caballo?
—¡Vaya!, ¡tendría gracia que una pobre aldeana como yo anduviese con un hombre que tiene casi el aire de caballero!
—No sería esta la primera vez que os acompañaría un caballero.
—¿Qué queréis decir?… —preguntó María con cierta zozobra.
—Digo que podrá ser muy bien que a los gendarmes les parezcáis aldeana, mas yo creo que sois otra cosa. Os he conocido, señorita María de Souday.
—¿A qué nombrarme en alta voz, si no me deseáis ningún mal? —respondió deteniéndose la joven.
—¡Mal! ¡Toma! ¿Y qué mal hay en ello?
—Esas mujeres podrían haberos oído, y cuando visto este traje, bien se comprende que así lo exige mi interés y mi seguridad.
—¡Ya! —replicó el labriego, guiñando el ojo y fingiendo un aire bonachón—, esas mujeres estarán, seguramente algo enteradas del negocio.
—Os juro que no.
—Bien habrá una, a lo menos, ¿no es cierto?
María se estremeció a esas palabras, y respondió, haciendo un supremo esfuerzo:
—Ninguna; pero ¿por qué me hacéis tales preguntas? Os ruego me expliquéis.
—Porque, si vais efectivamente sola, os suplico que os detengáis algunos instantes.
—Y ¿con qué objeto?
—Con el de ahorrarme algunos pasos que mañana habría tenido que dar, sino llego a encontraros.
—¿Para qué?
—¡Caramba!, para buscaros.
—¿Quién os ha dado esa comisión?
—Los que os aman.
Y agregó, bajando la voz:
—La señorita Berta y el señor Michel.
—¡Berta!… ¡Michel!… Con que no ha muerto —exclamó María—. ¡Oh!, hablad, decidme por favor lo que ha sido de ellos.
La terrible ansiedad que denotaba el acento con que María pronunció esas palabras y la alteración de su semblante al esperar la respuesta, como un reo su sentencia de muerte, no se ocultaron por cierto a Courtin, en cuyos labios vagó una de aquellas sonrisas burlonas, peculiares a los campesinos, complaciéndose en prolongar su silencio, como deseoso de martirizar a la joven, mientras se esforzaba en leer en su semblante lo que pasaba en su corazón, difícil de disimular.
—Perded cuidado —añadió—, volverá.
—¿Está herido? —preguntó ansiosamente María.
—¡Cómo! ¿No lo sabíais?
—¡Dios mío!… ¡Herido! —exclamó María, con los ojos llenos de lágrimas.
Al reparar en ello, ya no necesitó Courtin hacer nuevas preguntas; bastábale lo que había visto.
—Es poca cosa, no creo que le haga guardar cama mucho tiempo, ni tampoco le privará de ir a la boda.
María se turbó, pues esas palabras le recordaban que aún no había preguntado por su hermana.
—¿Y Berta?, nada me habéis dicho de ella.
—¿Vuestra hermana? ¡Una joven valiente, por vida mía!
—¿No está enferma ni herida?
—Solamente algo indispuesta.
—¡Pobre Berta!
—Es que, a decir verdad, ha hecho travesuras, que a muchos hombres les habría costado la vida.
—¡Dios mío! —exclamó María—, ambos sufren y no tienen quien les cuide y consuele en su dolor.
—Eso no: se cuidan y consuelan mutuamente. Vuestra hermana, a pesar de hallarse enferma, le mima y le acaricia: hay hombres que nacen con muy buena estrella. Ahí tenéis el señor Michel, que toda su vida ha sido mimado y acariciado por su madre, y al salir de su regazo encuentra para reemplazarla una novia modelo. Mucho tendrá, que amarla, si no quiere que le tache de ingrato.
Turbóse de nuevo María al oír tales palabras, y viendo su interlocutor el efecto que producían en ella, sonrióse otra vez con su habitual socarronería.
—Vamos —dijo—, ¿queréis que os diga una cosa?
—Decid.
—He observado que el señor barón prefiere, en punto a cabellos, el rubio claro al negro más lustroso.
—¿Qué queréis decir?… —preguntó María con indecible ansiedad.
—Si me obligáis a explicarme claramente, os diré una cosa que de seguro no será muy nueva para vos, esto es, que os ama; Berta tiene su mano, María su corazón.
—¡Ah!… —exclamó María—, eso es invención vuestra, pues no es posible que el señor barón de La Logerie os haya dicho semejante cosa.
—No me lo ha dicho; lo he comprendido, y como le quiero en el alma, desearía verle dichoso. ¡Pobre muchacho! Cuando me llamó ayer vuestra hermana encargándome que os diese noticias de ellos, me propuso para descargo de mi conciencia deciros lo que pensaba sobre el asunto.
—Os engañáis, Courtin —dijo María—. El señor Michel no piensa en mí; es el novio de mi hermana, y la ama con todas veras, creedlo.
—Hacéis mal en desconfiar de mí, señorita María; puesto que acabáis de llamarme por mi nombre, ya sabéis que soy el principal colono del señor Michel, y puedo añadiros que tiene en mí ilimitada confianza. Si quisieseis…
—Señor Courtin —replicó interrumpiéndole—, ¿queréis hacerme el favor de mudar de conversación?
—Corriente, pero permitid que renueve mi ofrecimiento; montad a la grupa de mi caballo, y os ahorraréis mucha fatiga. ¿Vais a Nantes?
—Sí —repuso María, que a pesar de sus pocas simpatías por Courtin, no creía preciso ocultarle el verdadero objeto de su viaje.
—Pues yo también; podemos caminar juntos, a no ser que tengáis alguna diligencia que evacuar, en cuyo caso yo la haría por vos con el mayor gusto, y os ahorraríais esta molestia.
A pesar de la franqueza y rectitud de su carácter, María se vio precisada a responder con una mentira, pues importaba mucho que no llegase a traslucirse la causa de su viaje, y repuso:
—No puede ser; voy a reunirme con mi padre que está oculto en Nantes.
—¡Ah! —exclamó Courtin—, ¡bueno! Los otros, entretanto, andan buscándole y hablan de arrasar el castillo de Souday hasta dar con él.
—¿Quién os lo ha dicho? —interrogó María.
Vio Courtin que había cometido una torpeza, manifestando estar al corriente de los proyectos de los agentes del Gobierno, y procuró repararla del mejor modo posible.
—¡Diantre!, si vuestra hermana me envía en busca vuestra, precisamente es para preveniros que no volváis al castillo de Souday.
—Ya veis, pues, que a nadie encontrarán allí.
—Se me ocurre una idea —dijo Courtin, con una ingenuidad perfectamente fingida—; si vuestra hermana y el señor Michel quieren daros noticias suyas, será preciso que sepan vuestro paradero.
—Ni yo lo sé aún —respondió María—; al extremo del puente de Rousseau debo encontrar a un hombre que me acompañará a la casa donde reside mi padre: entonces les escribiré.
—Eso es —repuso Courtin—, y si tenéis que enviarles algún mensaje o ellos quieren venir aquí, estad tranquila, que yo me encargaré de todo.
Y sonriéndose luego de un modo significativo, añadió:
—Yo os aseguro que el señor Michel me hará repetir más de una vez el viaje.
—Ya os he dicho… —replicó María, interrumpiéndole.
—Perdonad, señorita, no creía que os incomodaseis tan fácilmente.
—Me incomodo, porque vuestras suposiciones ofenden tanto a vuestro amo como a mí.
—No tanto —repuso Courtin—. El señor barón es muy rico, y no creo que a diez leguas a la redonda haya ninguna señorita que desdeñara tan buen partido. Decid una palabra —prosiguió el colono, creyendo que todos tributaban culto al becerro de oro—, decir una palabra y la riqueza de mi amo es vuestra.
—Maese Courtin —dijo María, deteniéndose y contemplando al colono con inequívoca expresión de enojo y desprecio—; creed que a no ser por el afecto que profesáis al señor Michel me enfadaría de veras. Por última vez, os suplico no me habléis más del asunto.
Había creído Courtin hallar más frágil la virtud de María, atendida su reputación de Loba, así es que semejante respuesta le dejó confuso y sin saber qué decir, y temiendo frustrar sus propios planes si se propasaba demasiado, decidió que el pez cayese en la red antes de recogerlo.
Habíale dicho el desconocido de Aigrefeuille que los caudillos de la insurrección legitimista se refugiaron en Nantes, donde estaba el señor de Souday, según creía Courtin, y como María iba al mismo punto y Pedrito haría tal vez otro tanto, el amor de Michel a la doncella sería el hilo de Ariadna que le conduciría a su asilo y al de Pedrito, lo cual formaba el verdadero objeto de las preocupaciones políticas y ambiciosas del colono. Por consiguiente, insistir en acompañar a María era infundirle sospechas, y aunque deseaba llevar pronto a feliz cima su empresa, cedió a la prudencia, decidiéndose a dar a la joven alguna prueba que la tranquilizara por completo respecto de sus intenciones.
—¡Ah!, despreciáis mi caballo, y en verdad siento que os lastiméis los pies con los guijarros.
—Es preciso —dijo María—. Yendo a pie seré menos notada que en la grupa de vuestro caballo, y es tanto el miedo que tengo de ser conocida, que me haríais un obsequio si no me acompañarais; dejadme alcanzar a mis compañeras, que están a un cuarto de legua.
—Tenéis razón —repuso Courtin—; tanto más, cuanto que vienen los gendarmes.
En efecto, veíanse a lo lejos los gendarmes.
—Nada temáis —prosiguió Courtin, notando un movimiento de María—; yo les detendré en una taberna; pero antes de alejaros, sepa yo qué le he de decir a vuestra hermana.
—Decidla que todos mis pensamientos y oraciones son para su felicidad.
—¿No tenéis que hacerme ningún otro encargo? —insistió Courtin.
Titubeó la doncella, miró al colono, e inclinando la cabeza, repuso:
—Ninguno.
No obstante, interpretando Courtin el silencio de María, conoció muy bien que la última palabra de su corazón había sido para Michel, aunque sus labios no la hubiesen pronunciado.
El colono detuvo su caballo.
María aceleró el paso, y habiendo alcanzado a las aldeanas, refirió a Pedrito la anterior entrevista, suprimiendo, por supuesto, la parte concerniente al barón de La Logerie.
Sin sospechar Pedrito del colono, cuyo nombre no le evocaba ningún recuerdo, consideró prudente eludir su curiosidad.
Dejaron adelantar a sus compañeras, y sin perderlas de vista miraron dónde se había quedado el colono, el cual, conforme lo prometiera, acababa de detener a los gendarmes a la puerta de una taberna. No bien hubieron desaparecido las aldeanas en una hondonada, penetraron ambas fugitivas en un bosque poco distante del camino, y desde donde podían ver a los que las seguían.
Al cabo de un cuarto de hora, vieron llegar a Courtin, aguijoneando cuanto podía el paso de su caballo. Desgraciadamente pasaba el alcalde de La Logerie muy lejos del sitio en que se hallaban para que Pedrito pudiese conocer que el huésped de Berta y su novio era el mismo sujeto visto por ella en casa de Picaut, y el mismo que había cortado la cincha del caballo de Michel.
Cuando perdieron de vista al colono, continuaron su interrumpido viaje. Pedrito habíase acostumbrado a su traje y ninguno de los labriegos que pasaban por su lado dio muestras de sospechar que las ropas de aldeanilla encubrían toda una Princesa. Mucho era haber engañado el sagaz instinto de los campesinos.
Por último, llegaron a la vista de Nantes: al entrar en la población, calzóse Pedrito las medias y los zuecos.
Temiendo María que Courtin hubiese decidido aguardarlas, en vez de entrar por el puente de Rousseau, las dos fugitivas pasaron el Loire en un bote.
Al llegar frente a Bouffay, sintió Pedrito que le daban un golpecito en el hombro, y volvió la cabeza, estremeciéndose.
La persona que acababa de permitirse tal familiaridad, era una buena vieja que iba al mercado, y habiendo puesto en el suelo un cesto de manzanas/no podía volver a cargárselo.
—Hijas mías —díjoles—, ayudadme a levantar la cesta, y os daré una manzana a cada una.
Pedrito asió la cesta en seguida, haciendo una seña a María para que agarrara la otra asa, y colocáronla sobre la cabeza de la vieja, quien al ver logrado su objeto se iba sin cumplir su promesa; pero Pedrito la detuvo, asiéndola del brazo, y la dijo:
—Buena vieja, ¿y la manzana?
La anciana se la dio.
Pedrito clavó el diente en la manzana con un apetito excitado por tres horas de camino; comíase el joven las manos tras la manzana, cuando, al levantar la cabeza, vio un cartel, en el cual se leían estas tres palabras:
ESTADO DE SITIO
Era el decreto del Ministerio declarando en estado de sitio cuatro departamentos de la Vendée.
Acercóse Pedrito al edicto, y leyólo tranquilamente, a pesar de las instancias de María, quien le aconsejaba que fuesen sin dilación a la casa donde las estaban aguardando, a lo cual contestó que valía la pena de enterarse por completo de una cosa para él tan interesante.
A poco, siguieron las dos aldeanas su camino, entrando en el laberinto de calles estrechas y oscuras que posee aquella ciudad bretona.