URANTE la semana que acababa de transcurrir, Courtin había permanecido quieto y tranquilo detrás de las paredes del cortijo de La Logerie.
Como buen diplomático sentía poquísimas simpatías por la guerra, y calculando razonablemente que el tiempo de los sablazos y de los tiros pasaría en breve, no se cuidaba sino de conservar su cuerpo ágil y robusto para obrar en pro de la causa y de sí mismo, según los débiles recursos que a la Naturaleza debía.
Por lo demás, no dejaban de alarmarle las consecuencias que podían tener el papel que representó en el arresto de Juan Oullier y en la muerte de Bonneville, y creía lógicamente que cuando tantas armas salían al campo en defensa y apoyo de tantos odios y opiniones diversas, no era político salirles al encuentro.
Tanto le preocupaban estas ideas, que hasta su amo, el barón Michel, a pesar de un carácter apacible e inofensivo, le intimidaba desde la noche aquella en que cortó la cincha del caballo, y al día siguiente en que llevó a cabo esta hazaña, metióse en cama, pareciéndole que el mejor medio de evitar la muerte era pasar por casi difunto, haciendo cundir la voz por los alrededores de que le había atacado una fiebre maligna, como la que llevara al sepulcro al desventurado Tinguy.
Sucedió entonces que la señora de La Logerie, inquieta y pesarosa por la prolongada y extraña ausencia de su hijo, llamo dos veces al colono, y como la enfermedad de este paralizaba sus buenos deseos, la altiva baronesa, impulsada por la inquietud, fue en persona a visitar al labriego. Díjole que había llegado a su conocimiento que acababan de prender a Michel; que partía para Nantes con objeto de emplear toda su influencia para libertarle, y toda su autoridad para llevárselo consigo, pues de todos modos no pensaba ya regresar a La Logerie, por parecerle sitio muy peligroso en tan críticas circunstancias, y había ido a casa de Courtin para encomendarle la mayor vigilancia durante su ausencia.
Prometió el colono acceder a sus deseos con acento tan triste y bondadoso, que la baronesa salió del cortijo animada de los mejores sentimientos hacia él, y compadeciéndole con toda su alma.
Tuvieron lugar más tarde los combates de Chéne y de la Pénissiére, y al oír el colono desde su aposento el estrépito de los tiros, aumentó singularmente su sobresalto y llegaron al colmo los recelos que le atormentaban; es cierto que al saber los resultados de aquellos encuentros, se levantó de la cama curado enteramente de su dolencia.
De tal modo fue así, que, desoyendo el día siguiente los prudentes consejos de su criada, partió para Montaigu, cabeza de su distrito, a fin de ponerse a las órdenes del subprefecto y preguntarle cuál debía ser en lo sucesivo su conducta.
El buitre había olido la carnicería, y reclamaba su parte de presa.
Al llegar a Montaigu, supo Courtin que había hecho el viaje en balde, pues la autoridad militar acababa de tomar el mando del departamento, y, en consecuencia, díjole el subprefecto que debía dirigirse a Aigrefeuille, para recibir instrucciones del general que allí se encontraba.
Traíale a este muy preocupado el movimiento de una columna y, como a fuer de valiente y honrado militar miraba con repugnancia a los entes bajos y miserables como Courtin, escuchó muy distraído las denuncias que este consideró oportuno hacerle a guisa de informe, y tratóle con tal frialdad, que el alcalde de La Logerie quedó mohíno y confuso.
No obstante, aceptó el general la proposición que Courtin le hizo de colocar un destacamento en el castillo, pareciéndole este un buen punto para dominar aquella comarca, desde Machecoul hasta Saint-Colombin.
El Cielo debía al colono una compensación por la poca simpatía que el general le había mostrado, y como se verá, su justicia no se la hizo esperar mucho tiempo.
Al pasar Courtin los umbrales de la casa, transformada por las circunstancias en cuartel general, salióle al encuentro un personaje para él desconocido, y que, no obstante, le trató con exquisita cortesía y afectuosa obsequiosidad.
Era el tal un hombre de unos treinta años y vestía un traje completamente negro, cuyo corte se parecía bastante al de los que usan los clérigos de las ciudades. Su frente era estrecha, su nariz encorvada como el pico de las aves de rapiña, labios delgados y muy salientes a causa de la conformación especial de las mandíbulas, barba puntiaguda, pelo negro y pegado a las sienes, y ojillos grises que pestañeaban incesantemente.
Bastóle al desconocido decir a Courtin cuatro palabras en voz baja, para que este depusiera al parecer todo recelo; de modo que sin hacerse de rogar aceptó una comida que le ofreció el incógnito en el mesón de San Pedro, donde pasaron dos horas en tan amistoso coloquio, que uniendo la simpatía sus corazones, acabaron por tratarse como antiguos camaradas; y al salir, después de darse grandes y cordiales apretones de manos, el alcalde de La Logerie se puso en camino, renovando su compañero la promesa de que no pasaría mucho tiempo sin que tuviese noticias suyas.
Serían las nueve de la noche; Courtin, montado en su cabalgadura, de cara a La Logerie y vuelta la grupa a Aigrefeuille, caminaba henchido de regocijo, aguijoneando de continuo al jaco con un desembarazo y travesura en él poco comunes.
Era indudable que cruzaban por la mente del alcalde ideas de color de rosa.
Ante todo, halagábale la de que el día siguiente, al despertar, tendría a un tiro de fusil del cortijo cincuenta soldados que no podían venir en ocasión más oportuna, pues semejante vecindad le quitaba toda inquietud, no sólo respecto a las consecuencias que podían tener sus actos pasados, sino además por sus acciones futuras, pensando que, atendido su cargo de alcalde, tal vez dispondría de aquella fuerza para satisfacer sus odios personales, lo cual lisonjeaban sus rencores al par que su amor propio.
Sin embargo, por lisonjera que fuese la perspectiva de esa guardia pretoriana, que podía ser suya, valiéndose de su maña y destreza habituales, esta idea no bastaba por sí sola para comunicar un gozo tan expansivo a un hombre tan positivo como Courtin.
Evidentemente, el desconocido había hecho brillar a sus ojos algo más que el resplandor de una gloria pasajera y en efecto, Courtin veía al través de las nieblas del porvenir rutilantes cascadas de oro y plata hacia las cuales tendía maquinalmente las manos, en tanto que le contraía los labios la sonrisa de la codicia.
Así caminaba el colono entregado a tan deleitosas ilusiones, con el cerebro entorpecido por los vapores del vino con que el desconocido le había regalado el paladar con magnífica esplendidez; y tanto se dejó llevar por los ensueños que embargaban su mente, que se apoderó de él un sopor invencible, empezando su cuerpo a columpiarse, siguiendo los movimientos que le comunicaba la caprichosa andadura del jaco. De repente, tropezando este en una piedra, cayó Courtin hacia adelante, y quedó con el cuerpo doblado y sobre el pomo de la silla.
No obstante lo incómodo de la postura, no hizo el colono ningún esfuerzo para salirse de ella. Precisamente en aquel momento embargaba su imaginación un sueño tan delicioso, que por nada del mundo hubiera querido despertarse.
Parecíale que su amo, el barón, extendía la mano sobre la hacienda de La Logerie, diciéndole:
—¡Todo esto es tuyo!
Y ese regalo era mucho más considerable de lo que a primera vista parecía, pues Courtin contemplaba deslumbrado un inagotable y prodigioso manantial de riquezas.
Los manzanos del vergel hallábanse cargados de frutos de oro y plata, y todos los varales del país no bastaban para apuntalar las ramas que se doblaban, amenazando romperse bajo su peso.
Los rosales silvestres y los escaramujos, en lugar de sus bayas encarnadas y negras, ostentaban piedras preciosas de todos colores que chispeaban a los rayos del sol como carbunclos, y abundaban tanto, que a pesar de estar bien convencido de que eran valiosísimas, Courtin veía sin enojo a un pilludo[41] que se llenaba de ellas los bolsillos.
Entraba después en el establo, y contemplaba una larguísima fila de vacas que se dilataba hasta perderse de vista, de manera que mientras la más próxima a la puerta le parecía del tamaño de un elefante, la última apenas podía distinguirse.
Junto a las vacas había una porción de muchachas que las ordeñaban, las cuales se asemejaban exactamente a las dos Lobas, a las dos hijas del marqués de Souday.
Bajo sus dedos, de la ubre de las dos primeras vacas, manaba un líquido alternativamente blanco y amarillo, y siempre brillante como metal fundido.
Al caer este líquido en las vasijas que las muchachas tenían en la mano, producía el sonido, para él deleitoso sobre toda ponderación, de una cascada de monedas de oro y plata, que se apilaban unas sobre las otras.
Tendía las manos codicioso para apoderarse de aquellas riquezas, cuando de pronto le arrancaron de su estático arrobamiento una fuerte sacudida, y un angustioso quejido.
Abrió los ojos el colono, miró en torno suyo, y vio en la oscuridad a una aldeana con el semblante y vestido descompuestos, desmelenado el cabello, que tendía hacia él las suplicantes manos.
Courtin la miró de hito en hito, levantó el palo con ademán amenazador, y con voz robusta y airado gesto, preguntóle:
—¿Qué queréis?
—Que me prestéis ayuda, buen hombre —repuso la aldeana—; os lo pido por el amor de Dios.
Viendo Courtin que era una débil mujer quien imploraba su auxilio, recobró en seguida su tranquilidad de espíritu y, ya sereno, le dijo:
—¿Sabéis, buena mujer, que es un delito detener a la gente en mitad del camino para pedirles limosna?
—¿Quién os habla de limosna? —replicó la desconocida con un acento cuya altivez dejó sorprendido al alcalde—. Solamente os ruego que me ayudéis a socorrer a un infeliz que está muriéndose de hambre y de fatiga, y me prestéis el caballo para llevarle a algún cortijo de estas cercanías.
—¿Y quién es el hombre a quien se trata de socorrer?
—Creo adivinar por vuestro traje que sois campesino, y del país; por lo tanto, no vacilaré en decíroslo, pues estoy segura de que, aunque no fueseis de los nuestros, seríais incapaz de traicionarnos: es un oficial realista.
Excitada la curiosidad del colono por el timbre de la voz de la desconocida, hacía vanos esfuerzos para sondear las tinieblas, y viendo la ineficacia de sus tentativas, resolvió salir de dudas a toda costa:
—¿Quién sois?
—¿Qué os importa? —contestó la aldeana.
—¿Pues qué, queréis que preste mi caballo a quien no conozco?
—Desgraciadamente, tengo esta noche mala estrella; vuestra pregunta me prueba que he hecho mal en dirigirme a vos como a un enemigo leal, y que, en consecuencia, me veré en la precisión de valerme de otros recursos. Entregarme el caballo al momento.
—Buena voz de mando tenéis.
—Os doy dos minutos de tiempo para pensarlo.
—¿Y si pasado este, me niego a complaceros?
—Os haría saltar la tapa de los sesos —contestó la aldeana apuntándole una pistola en el pecho, para probarle que era tan capaz de hacerlo como de decirlo.
—Está bien —respondió Courtin—; en esa acción os conozco como si os hubiese visto: sois la señorita de Souday.
Y sin aguardar que su interlocutora insistiera de nuevo, el alcalde de La Logerie echó pie a tierra.
—¡Bien! —dijo Berta, pues ella era en efecto—, decidme cómo os llamáis y mañana se os devolverá el caballo.
—No necesito decirlo, porque quiero ayudaros.
—¿Vos? Me admira ese cambio.
—He adivinado que la persona a quien queréis socorrer es el dueño del cortijo que tengo en arrendamiento.
—¿Cómo se llama?
—El señor Michel de La Logerie.
—¡Ah!, ¿sois por ventura, uno de sus colonos? ¡Mejor!, vuestra casa podrá servir de asilo.
—Sí, pero… —y prosiguió balbuceando— ¡habéis de saber que yo soy alcalde!
De pronto, le alarmó la idea de encontrarse cara a cara con el baroncito, sobre todo la de que cuando este y Berta se encontrasen en su casa, Juan Oullier no dejaría de ir a ella.
—¿Teméis comprometeros por vuestro amo? —dijo Berta con menosprecio.
—No lo creáis; por el contrario, estoy dispuesto a derramar por él toda mi sangre; mas dentro de poco tendremos en el castillo de La Logerie una buena compañía de soldados.
—Mejor: nadie sospechará que un vendeano haya ido a refugiarse al lado de sus enemigos.
—Paréceme, sin embargo, y lo digo en bien del señor barón, que Juan Oullier podría encontrar un albergue más seguro que mi casa, donde los soldados entrarán y saldrán como en la suya.
—¡Ay!, mucho me temo que la lealtad de Juan Oullier a estas horas sea completamente inútil a sus amigos.
—¿Qué estáis diciendo?
—Esta madrugada hemos oído muchos tiros hacia el erial, y a pesar de que, según sus instrucciones, no nos hemos movido de nuestro sitio, en vano le hemos aguardado. Seguramente ha muerto o ha caído prisionero, pues Juan Oullier es incapaz de abandonar a sus amigos.
Si hubiese sido de día, difícil le habría sido a Courtin disimular la alegría que le causaba esa noticia, la cual desvanecía los temores que más cruelmente le atormentaban; pero si no era dueño de su fisonomía éralo por lo menos de sus palabras, y al oír las que Berta acababa de pronunciar con voz conmovida, respondió con una interjección tan lastimosa que bastó para reconciliarle algún tanto con la doncella, la cual dijo:
—Aceleremos el paso.
—Como queráis… ¡Diantre! ¡Aquí todo huele a chamusquina!
—Como que han pegado fuego a las zarzas.
—Es muy singular que el señor barón haya salido ileso del incendio, pues este corría donde él se encuentra.
—Juan Oullier nos había llevado a los juncales del estanque de la Frémuse.
—He ahí por qué al asiros del brazo cuando tropezasteis, observé que estabais empapada en agua.
—En efecto, al ver qué Oullier no volvía, atravesé el estanque para ir a pedir auxilio, y no hallando a nadie volví al islote, me eché a Michel a cuestas y trasládele a la orilla, creyendo poderle llevar así hasta la primera casa; pero me faltaron las fuerzas, y déjele sobre la hierba para venir sola al camino. Hace veinticuatro horas que no hemos comido.
—¡Oh!, sois una joya, hermosa niña —dijo Courtin, quien ignorando la cara que le pondría su amo deseaba simpatizar con la señorita de Souday—. Os digo que escasean muchos ejemplos semejantes, y que vos sois digna de hacer feliz al señor barón.
—¿Acaso mi vida no le pertenece? —preguntó Berta.
—Sí —dijo con énfasis Courtin—, pero estoy pronto a juraros ante Dios, que nadie entiende como vos el deber de sacrificar la existencia. Tranquilizaos, y no andéis tan aprisa.
—Sí, pues sufre y estoy segura de que me llama si ha vuelto de su desmayo.
—¡Estaba desmayado! —exclamó Courtin viendo en esta circunstancia una probabilidad de evitar una explicación inmediata.
—Sí, ¡pobre joven! Está herido.
—¡Herido! ¡Dios mío!
—Figuraos que ha estado veinticuatro horas sin recibir más que auxilios casi inútiles.
—¡Cielos!
—Además, todo el día ha estado expuesto a los ardorosos rayos del sol entre esos juncales; y como esta noche, a pesar de todas mis precauciones, se ha mojado hasta los huesos, está muerto de frío…
—¡Dios divino!
—¡Ah! Si le sucediese alguna desgracia, consagraría toda mi existencia a expiar la falta de haberle expuesto a tantos peligros sabiendo cuan poco podía resistirlos —exclamó Berta con un profundo sentimiento causado por los sufrimientos de Michel.
En cuanto a Courtin, la noticia de que su amo se hallaba en un estado que debía privarle del uso de la palabra, parecía haber doblado la longitud de sus piernas. Berta no necesitaba estimularle, pues marchaba siempre a su lado y tirando de la brida con todas sus fuerzas para obligar al caballo a seguirles, mal de su grado, con desusada ligereza. Alegrábale también al colono la noticia de la desaparición de Oullier, y ocupábase durante el camino en forjar pretextos para cohonestar su conducta a los ojos del barón con objeto de llegar fácilmente a un arreglo.
Poco tardaron Berta y Courtin en llegar al sitio donde se hallaba Michel, y encontráronle apoyado de espaldas en una piedra, con la cabeza sobre el pecho, y si no completamente desmayado, aletargado a lo menos, con la postración general que entorpece los sentidos y permite ver sólo confusamente cuanto pasa alrededor. Por lo tanto, no reparó en Courtin, y cuando este, ayudado de Berta, le montó en el caballo, el mancebo estrechó maquinalmente del mismo modo la mano del alcalde que la de la doncella.
Berta y Courtin colocáronse cada uno a un lado del enfermo, y anduvieron sosteniéndole durante el camino, pues sin esta precaución de seguro se habría venido al suelo.
De esta manera llegaron a La Logerie, donde Courtin llamó en seguida a la criada asegurando a Berta que podía fiar de ella como de todas las criadas del Bocage; quitó de su lecho el único colchón que había en la casa, y colocó al barón en una especie de camaranchón[42] situado debajo de su aposento, acompañando sus acciones con tales protestas y demostraciones de celo y abnegación, que Berta acabó por arrepentirse del juicio que de él formó al detenerle en el camino.
Vendada la herida de Michel y tendido en el improvisado lecho, Berta fue a acostarse en la cama de la criada para dar a su cuerpo el corto descanso que reclamaba imperiosamente.
En cuanto se vio solo Courtin, restregóse las manos alegremente pensando en lo útil que era para él aquella noche.
Hasta entonces había empleado en vano la violencia de sus fines, y lisonjeábase de que en lo sucesivo debían reportarle grandes beneficios la hipocresía y la astucia, pues no tan sólo acababa de penetrar en el campo enemigo, sino que lo había traído a su casa, y ninguna duda le quedaba que, gracias a esta singular y feliz combinación, no tardaría en poseer todos los secretos de los blancos, y especialmente los que concernían a Pedrito.
Acordóse de las recomendaciones que el desconocido le había hecho en Aigrefeuille, siendo la principal la de avisarles directamente si conseguía descubrir el paradero de la heroína de la Vendée, sin comunicarlo a los generales, que, además de ser personas poco aficionadas a los ardides diplomáticos, eran ineptos para las grandes maquinaciones políticas.
Parecióle a Courtin que por conducto de Berta y Michel lograría su objeto; comenzó a creer que todos sus sueños eran puras realidades y que merced a los dos jóvenes, con facilidad: podría adquirir los frutos de oro y de plata, y que las visiones, que le habían acariciado durante el camino, no tardarían en hacerse tangibles.