LXIII

CONVENÍA que los tres chuanes se alejasen, cuando antes mejor, de las orillas del pantano: las llamas se acercaban a él con prodigiosa rapidez, y cual vistosas aves de dorado y purpúreo plumaje, volaban rasando la florida cima de las aliagas, como si antes de consumirse hasta la raíz, sólo hubiesen querido chamuscar sus tallos.

El rumor del fuego, semejante al sordo rugido del Océano, aumentaba gradualmente es torno de los tres fugitivos, y el humo iba haciéndose por momentos más espeso y sofocante; pero las nervudas piernas de Juan Oullier y Trigaud iban más veloces que el incendio, y en breve lo dejaron muy atrás.

Se dirigieron a la izquierda, y llegaron a un punto del valle donde estaban casi libres de las espesas nubes que tanto les habían servido para ocultar su número y la dirección que seguían, así como la hábil estratagema merced a la cual Berta y Michel se hallaban en seguridad.

—Agachémonos, Trigaud —dijo Oullier—; conviene que los soldados no nos vean hasta que sepamos qué hacen y a dónde se dirigen.

Obedeció el mendigo esta indicación, y bien pudo felicitarse por ello, pues apenas acababa de ocultarse, cuando por encima de su cabeza silbó una bala que de seguro habría recibido en medio del pecho, si no hubiese obedecido a su camarada.

—¡Caramba! —dijo Aubin—; el consejo ha sido tan breve como bueno.

—Han adivinado nuestro ardid —dijo Oullier—, y nos cercan, a lo menos por este lado.

Efectivamente, veíase una fila de soldados a cien pasos uno de otro, que empezando en las druídicas piedras, ocupaban una extensión de media legua, aguardando que reapareciesen los vendeanos, como acechan los ojeadores la aparición de la caza.

—¿Marchémonos de aquí? —preguntó Aubin.

—Opino —dijo Oullier—, que antes debo causarles alguna baja.

Y sin dejar su posición horizontal, hizo fuego sobre el soldado que había disparado y estaba cargando el fusil, el cual recibió la bala en medio del pecho, cayendo de bruces, mientras Oullier apuntaba de nuevo con tanta calma como si cazase perdices; salió el tiro y cayó otro soldado.

—Y van dos —exclamó Aubin—. ¡Bravo, amigo Oullier, bravo!

—¡Adelante! —dijo este, y levantándose con la agilidad de la pantera, agregó—: Apartémonos un poco, porque van a llover balas.

No se había equivocado el vendeano, pues al instante se oyeron siete u ocho tiros sucesivos, y una bala fue a dar en la clava que Trigaud llevaba en la mano. Por fortuna, los soldados que de distintos puntos acudían al ver caer a sus compañeros, llegaban sin aliento, y disparaban con pulso inseguro; pero no por eso dejaban de cerrar el paso, y no era probable que Oullier y sus compañeros pudiesen atravesar aquella línea sin trabar con ellos una lucha cuerpo a cuerpo. En efecto, cuando aquel se disponía a saltar un barranco de poca profundidad, vio que al lado opuesto se alzaba un soldado que le esperaba con la bayoneta calada. La velocidad de su carrera no había permitido a Oullier cargar de nuevo el fusil; pero al ver que su adversario se limitaba a amenazarle con la bayoneta, calculó que probablemente se encontraba en el mismo caso, y como se trataba por el momento de jugar el todo por el todo, tiró del cuchillo, púsosele en la boca, y siguió avanzando a todo correr; al llegar a dos pasos del barranco, detúvose de repente y apuntó al soldado, cuyo pecho apenas distaba seis pies del fusil. Entonces sucedió lo que Oullier había previsto: creyendo su enemigo que el arma estaba cargada, se echó al suelo, e instantáneamente saltó Juan la quebrada como si en nada hubiese disminuido su vigor la evolución que acababa de hacer, pasando por encima del soldado rápido como una exhalación. Piojoso, por su parte, había atravesado fácilmente la línea, sin más daño que una leve lesión que en el hombro le causó una bala. Los dos fugitivos huyeron diagonalmente, el uno por la derecha y el otro por la izquierda, de modo que debían juntarse al extremo del ángulo. Al cabo de cinco minutos, hallábanse ya al alcance de la voz.

—¿Cómo va eso? —preguntó Oullier.

—¡Admirable! —repuso Aubin—. Dentro de veinte minutos, si alguna bala de esos tunantes no nos lo impide, habremos salido del erial, y una vez hayamos pasado el primer vallador, trabajo les mando para que se apoderen de nosotros. Mala idea, amigo Oullier, hemos tenido al venir aquí.

—Sin embargo, los muchachos están mucho más seguros que en la selva más espesa. ¿Estás herido?

—No; ¿y tú, Piojoso?, me parece haber sentido un estremecimiento en tu cuerpo.

Mostró el coloso la mella que el balazo había hecho en su maza, mostrándose más pesaroso del detrimento que esta había sufrido, que del experimentado por su vestido y su músculo deltoide.

—¡Magnífico! —exclamó Aubin—, ahí están los sembrados.

En efecto, a una corta distancia de los fugitivos y al extremo de una cuestecilla, asomaban las mieses sus doradas espigas, ondulando suavemente al soplo del viento.

—Deberíamos detenernos un poco para cobrar aliento —dijo Aubin—, pues me parece que Trigaud empieza a estar cansado.

—Está bien —dijo Oullier—; vigila tú, mientras yo cargo el fusil.

Hízolo su compañero, y mientras Oullier atacaba la segunda bala, exclamó:

—¡Mil rayos!

—¿Qué sucede? —interrogó Oullier.

—En marcha ¡voto a Satanás!, ¡en marcha!, nada veo, pero acabo de oír un ruido que no es de buen agüero.

—¡Caramba! —dijo Oullier—, ¿vas a hacernos el honor de cargar la caballería?, ¡alerta!, ¡alerta!, ¡holgazán!… —añadió luego, dirigiéndose a Piojoso.

Este, para aliviar sus pulmones y responder a la vez a aquel llamamiento, lanzó una especie de mugido, que hubiera enviado el toro más fuerte del departamento.

Y de un brinco salvó un peñasco que le obstruía el paso, deteniéndole un quejido de Oullier.

—¿Qué tienes? —preguntóle Aubin, al ver que acababa de hacer alto, apoyándose en el fusil y con la pierna al aire.

—Nada —dijo Oullier—, no os preocupéis de mí.

Quiso andar otra vez, y exhalando un doloroso grito, vióse obligado a sentarse.

—¡Oh! —dijo Aubin—, no podemos irnos sin ti. ¿Qué tienes?

—Repito que nada.

—¿Estás herido?

—¡Diantre! —dijo Oullier—, buena falta nos hace el cirujano de Montbert.

—¿Qué dices?

—Que he metido el pie dentro de un agujero y me he descoyuntado, de modo que no puedo dar un paso.

—Trigaud te llevará sobre un hombro y a mí sobre otro.

—No puede ser; de esa manera nunca llegaríamos a las cercas.

—Si te dejamos te matarán.

—Podría ser —dijo el vendeano—; pero antes caerán algunos; si quieres convencerte de ello, mira: ¿ves aquel que baja del cerro?

En efecto, se había adelantado a los demás un joven oficial de cazadores, mejor montado que los otros; aparecía por una pequeña colina, que se alzaba a un tiro de piedra de los fugitivos; apuntóle Oullier, disparó, y abriendo los brazos el oficial, cayó el desgraciado de espaldas.

El vendeano volvió acto continuo a cargar el fusil, y Aubin le preguntó:

—¿De veras no puedes andar?

—No creo que pueda continuar andando más de quince pasos, y eso, cojeando.

—Si es así, alto, Piojoso.

—Nada de locuras.

—No; donde tú mueras, moriremos nosotros; pero, como hace poco dijiste, antes morderán el polvo algunos.

—No, Aubin; conviene que vivas para velar por los que hemos dejado en el islote… ¿qué diablos haces, Piojoso? —preguntó, al observar que este había bajado a una zanja y levantaba una enorme peña.

—Déjale —dijo Aubin—, ya sabe lo que se hace.

—Aquí, aquí —gritó el mendigo, indicando una pequeña excavación que las aguas habían abierto debajo de la piedra.

—¡Toma, es verdad!, hoy está más ladino que un mono. Anda, métete ahí, Oullier, aprisa, no hay que perder un instante.

Juan se llegó a la zanja, metióse en ella, y Trigaud volvió la colocar la piedra en su primitivo estado, de modo que pudiese penetrar en el interior la luz y el aire, para que una vez ocultado no se encontrase sepultado en vida. Casi inmediatamente aparecieron en la cumbre algunos jinetes, y al ver que el oficial había muerto, cargaron con furor a los fugitivos.

No obstante, quedaba aún alguna esperanza, pues a cincuenta pasos de Trigaud y su compañero estaba un vallado, a la otra parte del cual se hallarían en salvo, con tanta mayor razón, cuanto que, al parecer, la infantería había ya dejado de perseguirles. Aubin oyó de repente los cascos de un caballo que les perseguía muy de cerca, y sintió en las espaldas un ardiente hálito. Era un teniente que llevaba alguna ventaja a sus camaradas, el cual, alzándose sobre los estribos, dio tal cuchillada al lisiado, que sin duda le habría hundido la cabeza, si aquel no hubiese tenido la precaución de recoger las riendas, ladeando el caballo, mientras Trigaud saltaba instantáneamente hacia la derecha, lo cual hizo errar el golpe.

—¡De frente! —gritó Aubin a Piojoso.

Obedeció este como impulsado por un resorte; pasó el caballo rozándole con el pecho, y disparando Aubin el fusil, mató al jinete.

—Uno —dijo Piojoso, en quien la inminencia del peligro acababa de desarrollar una inusitada locuacidad.

Duró este episodio un minuto, durante el cual los otros jinetes habían ido acercándose a los vendeanos, quienes apercibieron entre el ruido de los cascos el de los gatillos de las carabinas y pistolas que para ellos amartillaban. Bastáronle a Aubin dos segundos para sacar partido de los recursos que podía ofrecerle el sitio en que se hallaban.

Habían llegado a un extremo del erial de Bouaimé, y a corta distancia de una encrucijada de la cual partían diferentes caminos. Esta tenía, como todas las encrucijadas vendeanas y bretonas, una cruz de piedra en muy mal estado, cuya base podía proporcionar un abrigo que muy pronto sería insuficiente; aunque a la derecha estaban las primeras vallas del sembrado, no había que pensar en ellas, pues tres o cuatro soldados les cerraban el paso por aquella parte. A la izquierda corría el Maine, formando en aquel punto un recodo; pero el río tampoco podía ofrecer un refugio, pues en la orilla opuesta se levantaban gigantescos peñascos cortados a pico, y antes de encontrar un vado para salir del agua, los dos vendeanos habrían sido acribillados a balazos. Hechas rápidamente estas reflexiones, Aubin optó por la cruz, y mandó a Trigaud que se encaminara a ella.

Cuando la rodeaba este para resguardarse de los tiros, una bala fue a dar en el improvisado parapeto, hiriendo de rebote la mejilla de Aubin, quien, no obstante, contestó con un tiro. Desgraciadamente, la sangre que manaba de su herida cayó en las manos de su compañero, y lanzando este un rugido como si sólo fuese sensible al mal de su amigo, apartóse de la cruz, y arremetió a los soldados, cual jabalí que acomete a los cazadores. Viéronse en seguida cercados, alzáronse diez sables sobre sus cabezas, diez pistolas les apuntaron, y un gendarme alargó la mano para asir a Courte-Joie. Blandió entonces Trigaud la clava y rompió con ella la pierna del gendarme, quien lanzó un grito terrible, cayendo del caballo, en tanto que este se escapaba a galope tendido por la llanura. Estallaron diez detonaciones; el mendigo recibió un balazo en el pecho, y el brazo izquierdo de Aubin cayó inerte, roto por dos partes. A pesar de todo, el mendigo parecía insensible e hizo con su garrote un molinete que rompió dos o tres sables, apartando a los restantes.

—¡A la cruz, a la cruz! —gritó Aubin—, allí debemos morir.

—Sí —repuso su compañero con voz sorda, oyendo que su amigo hablaba de la muerte, y levantando el garrote descargó tan fuerte golpe en la cabeza de un cazador, que le derribó del caballo.

Poniendo en práctica en seguida la orden que acababa de recibir, dirigióse retrocediendo hacia la cruz.

—¡Voto al diablo! —exclamó un cabo—: Perdemos mucho tiempo, mucha gente y mucha pólvora, para acabar con un par de mendigos.

Hizo dar al caballo un salto prodigioso el cual chocó con el pecho de Piojoso, quien con la violencia del golpe cayó de rodillas, y aprovechando el jinete esta oportunidad, hendió de una cuchillada el cráneo de Aubin.

—Déjame al pie de la cruz, y huye si puedes —dijo este con voz desfallecida—: Todo acabó para mí. Y, acto continuo, empezó a rezar la oración: —Dios mío, recibid mi alma…

Pero el gigante no le escuchaba; ebrio de sangre y loco de furor, lanzaba roncos e inarticulados gritos, como el león acosado de cerca; sus ojos, ordinariamente fijos y empañados, centelleaban; sus crispados labios descubrían una dentadura apretada y amenazadora, capaz de destrozar un tigre. El empuje del caballo había arrastrado a alguna distancia al jinete que había herido a su compañero, y no pudiendo Trigaud alcanzarle, hizo voltear la tranca, midió con la vista la distancia, y se la arrojó con tanta violencia como lo hubiera hecho una catapulta. El jinete encabritó el caballo para evitar el golpe; pero el animal lo recibió en la cabeza y cayó hacia atrás, rodando por el suelo caballo y caballero.

Lanzó el mendigo un grito de júbilo más terrible que si hubiera sido de dolor, al ver que la pierna del jinete había quedado cogida bajo su cabalgadura; arremetióle, paró la cuchillada que le tendía su enemigo, asióle de una pierna, y haciéndole voltear en el aire, como hubiera podido hacerlo un niño con su honda, aplastóle la cabeza contra la cruz. La bizantina piedra vaciló en su base y se inclinó teñida en sangre.

Toda la partida prorrumpió en un grito de horror y de venganza: no obstante, como aquella muestra de la prodigiosa fuerza de Trigaud les había quitado las ganas de acercársele, los soldados cargaron las armas.

—Entretanto, exhalaba Aubin el último suspiro, diciendo en alta voz:

—¡Amén!

Viendo entonces Trigaud que su querido amo había muerto, como si nada le importasen los preparativos que estaban haciendo los cazadores, sentóse al pie de la cruz, desató el cuerpo de su amigo, tomólo en brazos, y contemplando su rostro lívido, con la manga le enjugó la sangre, vertiendo abundantes lágrimas, quizá las primeras que en su vida había derramado.

Una gran detonación, dos nuevas heridas, el ruido sordo de tres o cuatro balazos que penetraron en el cadáver que Trigaud mantenía estrechamente abrazado, le arrancaron de su dolor e inmovilidad.

Irguióse cuan alto era, y creyendo los soldados, al ver este movimiento, que les iba a embestir, recogieron las bridas de sus caballos, y un repentino estremecimiento recorrió sus filas; pero el mendigo ni les miró siquiera, pues su única idea era no separarse de los inanimados restos de su amigo, para lo cual se dirigió al Maine, considerándole evidentemente un lugar muy a propósito para su objeto.

Derecho y con paso firme andaba el mendigo, a pesar de las cinco o seis heridas que había recibido, las cuales manaban copiosa sangre, regando el espacio que recorría; llegó a la orilla del río sin que a ningún soldado le hubiese ocurrido la idea de impedírselo, detúvose en un paraje donde el ribazo dominaba una agua negra y tranquila, indicios de su mucha profundidad, abrazó estrechamente el cadáver de su compañero y reuniendo todas sus fuerzas, arrojóse al río sin decir una palabra.

Oyóse un gran estruendo, hirvió espumeante el agua, y en seguida volvió a recobrar su calma anterior, formando en torno del lugar por donde había desaparecido el pordiosero una multitud de anchos círculos que iban a estrellarse en las riberas.

Acudieron los soldados, creyendo que el vendeano se había arrojado al Maine con intento de ganar la opuesta orilla y esperaban con las armas amartilladas que sacase la cabeza para respirar; pero aquel no volvió a aparecer; su alma había ido a reunirse a la del único ser a quien había amado en la tierra, y sus cuerpos descansaban blandamente en el fondo del Maine, sobre un lecho de verdes y movedizas algas, sitio al cual denominan los aldeanos el abismo, porque no conocen su fondo.