LXII

MIENTRAS Berta trataba de hacer recobrar el sentido al desdichado barón, cuyo desmayo debíase, en gran parte, a la falta de respiración, Juan Oullier salía de la cueva con ayuda de Courte-Joie, a quien Trigaud sacaba de igual modo que le había bajado.

En aquel instante, estaban ya todos en salvo, y preguntó Aubin a Oullier:

—¿Estabais solos allá dentro?

—Sí.

—¿Y los demás?

Se habían refugiado en la bóveda de la escalera, y el desplome del techo les sorprendió sin darles tiempo para llegar hasta nosotros.

—¿Han muerto acaso?

—No lo creo; al marcharse los soldados hemos oído rumor de piedras y voces; hemos gritado, y no nos habrán oído.

—¡No ha sido poca suerte que hayamos venido!

—Y tanto; a no ser vosotros, no hubiéramos logrado horadar la pared, sobre todo en el estado en que se hallaba el barón.

—¡Oh brillante campaña!, a fe mía —añadió Oullier mirando a Berta, quien con la cabeza de Michel en su regazo le había hecho volver en sí y le manifestaba el gozo que sentía al verle.

—Y todavía no ha terminado —dijo Aubin sin comprender el sentido de las palabras del vendeano con los ojos fijos en levante, donde una ancha faja purpúrea anunciaba la próxima salida del sol.

—¿Qué quieres decir? —interrogó Oullier.

—Quiero decir que no nos hubieran venido mal dos horas más de noche, pues con un herido, un inválido y una mujer, no es fácil andar sin tropiezos; eso sin tener en cuenta que los vencedores de ayer explorarán hoy los caminos.

—Sí; pero desde que no tengo sobre la cabeza aquella bóveda de fuego, respiro con más libertad y desahogo.

—Aún no estás completamente en salvo, amigo Juan.

—Por lo mismo, tomemos precauciones.

Y Oullier extrajo de la cartuchera de los muertos las municiones que contenían, cargó el fusil con tanta serenidad como lo hacía antes de salir a caza, y aproximándose a Michel, que estaba con los ojos cerrados, preguntóle:

—¿Podéis andar?

Michel no contestó: al abrir los ojos había visto a Berta y los cerró comprendiendo cuan difícil iba a ser la situación en que de nuevo se encontraba.

—¿Podéis andar? —repitió Berta a Michel de modo que este no pudiera dudar de que a él iba dirigida la pregunta.

—Me parece que sí —contestó el barón.

En efecto, sólo tenía en el brazo una herida sin fractura de hueso. Berta la había examinado, y con la corbata planea de seda que llevaba le puso el brazo en cabestrillo.

—Si no podéis andar —dijo Oullier—, yo os llevaré.

A esta nueva prueba del cambio efectuado en los sentimientos del viejo vendeano con relación al barón, acercósele Berta diciendo:

—¿Me explicarás por qué te llevaste a mi novio (y recalcó el acento a estas dos palabras), haciéndole abandonar su puesto y exponiéndole, a pesar de los peligros que ha corrido, a graves e ignominiosas acusaciones?

—Si la reputación del señor barón de La Logerie ha sido lastimada por culpa mía —dijo Oullier amablemente—, yo la pondré en el lugar que le pertenece.

—¡Tú! —exclamó Berta, cuya admiración aumentaba.

—Sí, y diré el tesón y valentía que ese mozo ha desplegado a pesar de sus femeniles apariencias.

—¿Eso dirás, Oullier?

—No solamente lo diré, sino que si no basta mi palabra, apelaré a la de uno que a su lado combatía, pues ahora tengo empeño en que su nombre sea respetado y honrado.

—¡Y eres tú quién habla de ese modo!

Oullier se inclinó, y continuó Berta:

—¡Tú, que preferías mi muerte a verme llevar ese nombre!

—Sí, ahí veréis lo que son las cosas, señorita; ahora deseo con toda el alma que el señor Michel sea el yerno de mi amo.

Oullier pronunció esas palabras mirando a Berta con tanta expresión y con tan triste y tierno acento, que la joven sintió oprimírsele el corazón, y a pesar suyo pensó en María; iba a interrogarle cuando en alas de la brisa llegó a sus oídos el sonido de una trompeta por la parte de Clisson.

—Tenía razón Aubin —observó el vendeano—, la explicación que me pedís, Berta, os la daré cuando lo permitan las circunstancias. Ahora urge poneros en salvo. ¡Ea!, en marcha, el tiempo es corto.

Y viendo que Aubin estaba ya montado en hombros de Piojoso, dio el brazo a Michel y rompió la marcha.

—¿A dónde vamos? —preguntó Aubin.

—A la granja solitaria de San Hilario, pues el señor barón no podría andar las ocho leguas que distamos de Machecoul.

—Vamos, pues, a la granja —asintió Aubin avivando el paso de su cabalgadura.

Estaban ya los fugitivos a poca distancia de aquella granja, cuando el mendigo enseñó con aire triunfante a su compañero una especie de maza que por el camino había escamondado con su navaja: era un tronco de manzano silvestre que Trigaud había visto en el huerto de la Pénissiére y con el cual creyó que podría reemplazar la terrible hoz que en el encuentro del Chéne se le había hecho pedazos. Aubin exhaló un grito de rabia, lo cual demostraba que no compartía la satisfacción con que su compañero empuñaba el nudoso tronco.

—¡El diablo te lleve a los infiernos, bestia! —exclamó.

—¿Qué sucede? —preguntó Oullier; dejando a Michel junto a Berta y apretando el paso para alcanzar a Piojoso.

—Sucede —dijo Aubin—, que este cuadrúpedo habrá hecho que los azules den con nuestras huellas. ¡Lléveme el demonio por no haberlo advertido antes! Desde la Pénissiére acá, ha llenado el camino de ramas, hojas y despojos, y si los azules llegan a conocer que ha salido alguien de los escombros, no seguirán fácilmente por culpa de ese animal: ¡Bestia!, ¡mil veces bestia! —añadió Aubin por vía de peroración.

Uniendo la acción a la palabra, dio un tremendo puñetazo sobre la cabeza del mendigo, el cual, por su parte, hizo tanto caso como si le hubiesen pasado la mano por la cabeza para acariciarle.

—¡Diantre! —exclamó Oullier—, ¿qué haremos?

—Dejar de ir a la granja, donde nos agarrarían como en una ratonera.

—Es que Michel no puede ir más lejos —observó Berta—, mirad cuan pálido está.

—Tomemos a la derecha —dijo Oullier—, vámonos al erial de Bouaimé y nos ocultaremos entre las peñas: para ir más aprisa, llevaré al señor Michel a cuestas. Andemos uno tras otro, y los pies de Trigaud borrarán las huellas de los demás.

El erial de Bouaimé está situado a una legua escasa de San Hilario, y para llegar a él era necesario atravesar el Maine; es de mucha extensión, tocando por el Norte en Remouillé y Montbert. Oullier guio a sus compañeros por aquel sitio, compuesto de grandes trozos de granito con una piedra llana encima, a cuya sombra holgadamente podían cobijarse diez o doce personas. Michel se desmayó, y hubiera caído de espaldas a no sostenerle Berta: arrancó esta algunos puñados de hierba, extendióla bajo el monumento, y prescindiendo de la gravedad de la situación, apenas se tendió el mozo sobre aquel lecho, quedó profundamente dormido. Puesto Trigaud de atalaya sobre la roca, como rústica estatua sobre tosco pedestal, recordaba con sus colosales formas los gigantes que dos mil años atrás levantaron aquel altar, y mientras Aubin descansaba al lado de Michel, quien Berta quería velar a pesar de lo rendida que estaba, Juan Oullier se alejó para explorar el terreno así como para traer algunas provisiones, de que estaban los fugitivos en extremo necesitados.

Hacía dos horas que Trigaud permanecía de observación, y a pesar de la atención con que escuchaba, sólo oía el monótono zumbido de las avispas y abejas que chupaban las llores de los serpoles y aliagas, empezando los vapores que el sol levantaba de la húmeda tierra a tomar matizadas tintas, lo cual, unido con el ardor de los rayos que caían sobre los grandes mechones de pelo bermejo, único gorro del mendigo, entorpecíale la cabeza de modo que estaba para dejarla caer de sueño, cuando el estampido de una arma de fuego le sacó súbitamente de su estupor. Miró Trigaud hacia San Hilario y distinguió la blanca nubecilla que produce un fogonazo y un hombre que venía huyendo a todo correr. Saltó del pedestal, mientras Berta despertaba a Aubin, y levantóle a una altura de diez pies pronunciando estas dos palabras que no necesitan comentarios.

—¡Juan Oullier!

Aubin vio que este, en vez de aproximarse a ellos, había tomado a la derecha y seguía la cumbre de la colina opuesta a la del monumento druídico, dirigiéndose hacia Montbert, observando igualmente que en vez de hurtar el cuerpo, el viejo vendeano escogía los puntos más empinados para que pudieran verle los que exploraban aquellos lugares. Oullier era muy experto para obrar de ligero, pues había calculado que de aquella manera sólo él llamaría la atención del enemigo, apartándole de la pista que probablemente seguía; y habiendo el tabernero creído lo mismo, pensó que lo mejor era no moverse de aquel sitio y estar a la expectativa.

En aquel trance se necesitaba más inteligencia que sentidos. Aubin no fio ya en Trigaud y haciéndose subir a la piedra, tendióse boca abajo con la cara vuelta a la colina por donde corría Oullier. A poco rato vio aparecer en el punto por donde este último se presentara, uno, dos, tres, basta veinte soldados, que se escalonaron en el erial para cortar la retirada al fugitivo si este intentase retroceder: táctica equívoca que excitó más y más la atención de Aubin, pues indújole a suponer que aquellos no eran los únicos soldados que perseguían al vendeano. La colina cuya cuesta superior seguían, terminaba en una cima rocosa que dominaba un pantano, a medio cuarto de legua del paraje donde Oullier se encostraba; y creyendo Aubin que el vendeano iba a detenerse allí, concentró en ella toda su atención.

—¡Hum! —exclamó de repente Piojoso.

—¿Qué hay? —preguntó Aubin.

Siguió Aubin la dirección indicada por Piojoso, y vio el reflejo de un fusil entre los juncos, luego la forma de un soldado, seguido de otros veinte, los cuales se ocultaron entre los juncos como cazadores en acecho. La caza era Juan Oullier, el cual, al descender la cuesta, debía caer en la emboscada que le tendían.

Los momentos eran preciosos y no había que perderlos para avisarle. Aubin descargó el fusil poniendo la boca del cañón al ras de la maleza, procurando ocultarse detrás de las peñas. Oullier oyó la señal, conoció el estampido del fusil de Aubin, y comprendiendo al punto las razones que obligaban a sus amigos a descubrir su refugio, bajó volando más que corriendo la colina, evidentemente con ánimo de ejecutar sin dilación algún designio.

Sin embargo de que Aubin había querido ocultar el humo a los soldados, estos adivinaron de donde había partido el tiro, y así los de los matorrales como los del pantano se habían reunido y deliberaban o esperaban órdenes. Miró el tabernero en torno, alzó un dedo mojado en saliva, y viendo que el viento soplaba de la parte donde estaban los soldados, palpó la hierba para cerciorarse de si el sol y el viento la habían secado.

—¿Qué hacéis? —preguntó Berta que, atenta a las diversas fases de aquel prólogo, comprendía la inminencia del peligro y ayudaba a levantarse a Michel, el cual se hallaba, al parecer, más triste que enfermo.

—Voy a hacer una candelada[40], señorita —respondió el lisiado—, y podéis darla por bien empleada si esta noche os encontráis en seguridad. Pocas veces habréis visto otra igual.

Y dio a Trigaud algunos pedazos de yesca encendida que este fue metiendo en otros tantos montones de hierba seca, y cuando a su poderoso soplo se hubieron inflamado, los colocó a trechos hasta una distancia de treinta varas.

En esto, llegó Juan Oullier gritando:

—¡Arriba!, ¡arriba!, ¡no llevo diez minutos de ventaja!

—Así tendremos veinte —respondió Aubin mostrándole las aliagas que chisporroteaban en tanto que se elevaban aquí y allá densas columnas de humo.

—Este fuego no tomará suficiente incremento, y quizá no sea bastante vivo para atajarles —dijo Oullier.

Y observando en seguida el estado de la atmósfera, añadió:

—Además, el viento impulsará las llamas en la dirección que vamos a seguir.

—Sí, pero con las llamas impulsará el humo, Oullier —dijo Aubin con aire triunfante—, y en eso confío, el humo les ocultará cuántos somos y a dónde vamos.

—¡Oh, Aubin, Aubin! —murmuró Juan—, si tuvieses fuerzas, qué gran cazador serías.

Y sin decir más, cargóse a Michel a cuestas no obstante su resistencia, pues el barón aseguraba que tenía bastantes fuerzas para andar, y no quería aumentar la fatiga del vendeano. Acto continuo siguió a Piojoso, que ya caminaba con su guía en hombros.

—Da la mano a la señorita —dijo Aubin a Oullier—. Cerrad los ojos y contened el aliento —añadió dirigiéndose a Berta—, pues dentro de diez minutos ya no veremos, y sólo respiraremos lo preciso para no ahogarnos.

En efecto, apenas transcurrieron diez minutos cuando las diez columnas de humo se reunieron en una gran sabana de fuego de trescientas varas de ancho, que tras ellos comenzaba a rugir sordamente.

—¿Ves lo suficiente para guiarnos? —preguntó Juan a Aubin—, ante todo importa que no nos extraviemos, y en seguida que no nos separemos.

—No tenemos más guía que el humo, el cual nos conducirá a donde queremos ir; sin embargo, no perdáis de vista a Piojoso.

Y como Juan Oullier era hombre que conocía el valor del tiempo y de la palabra, se limitó a decir:

—¡Adelante, pues!

Anduvieron durante un cuarto de hora sin que salieran de las nubes del humo que en torno de ellos amontonaba el incendio, propagándose con prodigiosa rapidez a impulsos del viento. De vez en cuando Oullier preguntaba a Berta, medio sofocada por el humo:

—¿Respiráis?

Y ella contestaba con un sí apenas articulado.

En cuanto al barón no se preocupaba de él, puesto que le llevaba a cuestas.

De pronto, Piojoso, que delante de todos y guiado por Aubin no miraba a dónde iba, retrocedió un paso; había metido el pie en un charco muy hondo que el humo le había ocultado, hundiéndose hasta el muslo.

Aubin Courte-Joie exhaló una exclamación de contento.

—Henos aquí; el humo nos ha guiado mejor de lo que hubiera hecho el perro de caza mejor enseñado.

—¡Ah! —exclamó Oullier.

—Comprendes, ¿no es verdad, muchacho? —preguntó Aubin ufano.

—Sí; pero ¿cómo llegaremos al islote?

—¿Cómo?, ¿y Piojoso?

—Ya, pero no encontrándonos los soldados, ¿no es posible que descubran el ardid?

—Sin duda, si no nos encuentran; pero nos encontrarán.

—Acaba.

—No saben cuántos somos: ponemos en seguridad a la señorita y al herido; luego, como si hubiésemos equivocado el camino y el estanque nos lo cortara, salimos tú, Trigaud y yo y probamos con algunos tiros que somos los mismos a quienes han visto hace poco; enseguida, sin estorbo ni impedimento llegamos a los bosques de Gineston, de donde nos será fácil volver a buscarles.

—¿Y víveres?… ¡Pobres niños!

—Nadie se muere por estar veinticuatro horas sin comer —dijo Aubin.

—Sea.

Y con una tristeza llena de desprecio por su debilitada inteligencia, Oullier añadió:

—Es preciso que la noche de ayer me trastornara la cabeza para que no haya pensado en todo eso.

—No os expongáis inútilmente —dijo Berta, casi gozosa de la entrevista que a solas tendría con su amado, merced a las circunstancias.

—Nada temáis —repuso el vendeano.

Trigaud tomó en brazos a Michel, sin dejar en el suelo al lisiado, lo cual le hubiera hecho perder tiempo, y entrando en el agua anduvo hasta que le llegó a la cintura; enseguida, como el agua subía levantó al mancebo sobre su cabeza para dejarle en manos de Aubin si el agua seguía subiendo; pero esta se detuvo al pecho del gigante, quien atravesó el estanque y llegó a un islote de unos doce pies cuadrados, que en las aguas muertas parecía un gran nido de ánades, y que se hallaba cubierto de un espeso juncal.

Dejó a Michel entre los juncos, y volvióse a buscar a Berta para transportarla de igual manera junto al barón de La Logerie.

—Agachaos en medio del islote —gritó Oullier desde la otra orilla—; enderezad los juncos que al pasar dobléis, y os prometo que nadie vendrá a buscaros aquí.

—Bien —repuso Berta—; ahora pensad en vosotros amigos.