N tanto que los vendeanos combatían en la Chéne con gloria aunque sin resultado, cuarenta y dos de los suyos sostenían en el patio de la Pénissiére una lucha de que la historia conservará un glorioso recuerdo. Esos pocos realistas pertenecían a la división de Clisson, y habiendo partido de este punto con el propósito de desarmar la milicia nacional de la aldea de Cujan, una tempestad espantosa asaltóles por el camino, obligándoles a refugiarse en el castillo de la Pénissiére, acudiendo en seguida para atacarles un batallón del 29 de línea.
La Pénissiére es un antiguo castillo, compuesto de bajos, un piso y el granero, con quince aberturas irregulares y un oratorio contiguo: los vendeanos aspilleraron una pared que rodeaba la casa, desde la que se extiende, hasta el próximo valle, una pradera cruzada de setos vivos, que se convierte en lago en la época de las lluvias.
El comandante del batallón, cuando hubo reconocido la posición, ordenó el ataque. Después de una corta defensa, abandonaron los realistas el muro exterior, replegándose en la habitación, formando en cada puerta una barricada; una vez preparados para la última defensa, se distribuyeron los vendeanos entre los bajos y el granero con un corneta arriba y otro abajo, que no cesaron de hacer oír sus ecos durante la lucha: entonces, comenzaron desde las ventanas un fuego tan bien dirigido que encubría su escasez numérica al enemigo. Sosteníanlo los mejores tiradores y sus camaradas iban cargando con diez o doce balas sus pesadas espingardas, disparando cinco o seis a la vez, de modo que causaban el estrago de una batería de cañones cargados con metralla.
Dos veces llegaron los soldados a veinte pasos del castillo, y otras tantas fueron rechazados: El jefe ordenó un nuevo ataque, y en tanto que se preparaban a ejecutar un movimiento, avanzaron cuatro hombres con un albañil hacia una pared sin defensa, pues no tenía ninguna abertura que diese al jardín: arrimáronle una escala, y subiendo al tejado arrojaron al granero materias inflamadas, de manera que a poco se levantó del tejado una densa humareda, a la cual siguieron luego las llamas.
Los soldados prorrumpieron en gritos de júbilo y atacaron de nuevo la casa, que parecía haber arbolado un estandarte de fuego. Aunque los sitiados advirtieron el incendio, no tenían tiempo para apagarlo, y como el fuego tiende siempre a elevarse, confiaban que se extinguiría cuando hubiese consumido el tejado, y respondieron al vocerío de los soldados con un terrible fuego mientras que los dos cornetas no cesaban de animar la pelea con alegres y bélicos sonidos.
Los blancos oían que sus enemigos decían:
—No con hombres, sino con demonios, estamos luchando.
Este elogio aumentaba sus bríos.
No obstante, habiéndoles llegado a los sitiadores un nuevo refuerzo de cincuenta hombres, el jefe ordenó el asalto, y los soldados se arrojaron con ímpetu a la casa: esta vez llegaron hasta la puerta, y los gastadores empezaron a derribarla. Los jefes de los vendeanos mandaron subiesen al granero los de abajo, y mientras la mitad de los sitiados continuaban haciendo fuego, los otros arrancaban los ladrillos del pavimento: de modo que al penetrar los soldados en la casa, fueron recibidos por una descarga a quema ropa, viéndose obligados a retroceder por cuarta vez.
El jefe dispuso que se hiciese con el piso bajo lo que se había hecho con el granero: arrojáronse haces de leña y teas encendidas dentro, y a los diez minutos los vendeanos tenían fuego sobre sus cabezas y bajo sus plantas. No obstante, seguían batiéndose; a cada segundo los fogonazos cruzaban el humo que por las ventanas salía, si bien aquello antes era la venganza de la desesperación que la lucha de la defensa. Bajo sus pies crujían las vigas y empezaban ya a brotar del suelo las llamas, amenazando desplomarse de un instante a otro sobre sus cabezas el tejado, no pudiendo resistir el humo que les ahogaba; su muerte parecía inevitable.
Los jefes tomaron un partido desesperado, y concertaron una salida; pero como para verificarla con alguna probabilidad de éxito era necesario protegerla con un fuego que distrajese a los soldados, preguntaron quiénes se querían sacrificar por sus camaradas, y ocho se ofrecieron a ello. Dividióse la partida en dos pelotones: treinta y tres hombres y un corneta debían dirigirse a un extremo del huerto, cerrado tan sólo por un valladar, y los otros ocho, entre quienes se quedaba el segundo corneta, debían proteger la tentativa. En consecuencia de estas disposiciones, mientras los últimos hacían un fuego bastante vivo, corriendo de ventana en ventana, los otros se abrieron paso por la pared opuesta a la que los soldados atacaban, y salían en buen orden con el corneta a la cabeza, corriendo al valladar. Observando este movimiento, la tropa disparó sobre ellos, tratando de cercarles; pero los vendeanos la recibieron a tiros, derribando cuanto les cerraba el paso, dejando cinco muertos junto al cercado y dispersándose por el campo. El corneta, a pesar de haber recibido tres balazos, no había cesado de tocar un momento.
Los ocho que se habían quedado en la casa continuaban resistiéndose, y cada vez que los soldados intentaban acercarse, salía de aquel gran brasero una descarga que aclaraba sus filas. De esta manera se defendieron durante media hora, mezclándose el toque de la corneta con el estruendo de las detonaciones, el sordo rumor de las llamas y el chisporroteo del incendio, como un reto sublime que aquellos hombres enviaban a la muerte.
Oyóse, al fin, un espantoso crujido: elevóse por los aires una nube de chispas y pavesas, calló el clarín, y cesó el tiroteo. El piso había desaparecido, y la escasa guarnición quedaba, sin duda, sepultada bajo sus escombros, pues a menos de que se hubiera efectuado un milagro, los sitiados debían haber perecido en aquella hoguera.
Esta fue la creencia de los soldados, quienes después de contemplar un breve rato aquellas candentes ruinas sin oír ningún grito ni gemido que indicara la presencia de un vendeano vivo, alejáronse de aquella hoguera que devoraba a la vez amigos y enemigos; de manera que en breve no quedó en el teatro de tan animado y ruidoso combate, sino el abrasado y humeante cortijo, que iba apagándose silencioso, y algunos cadáveres iluminados por los últimos resplandores del incendio.
Todo permaneció en silencio hasta la una de la noche, a cuya hora llegó a las cercanías del cortijo un hombre de alta estatura; deslizándose a lo largo de los vallados y arrastrándose al través de los senderos, dio la vuelta a la casa, examinó todos los cadáveres que encontró, y en seguida desapareció en las tinieblas. A poco, volvió con otro hombre a cuestas y acompañado de una mujer vestida de aldeana.
El lector habrá reconocido ya a Berta, Aubin y Piojoso. La doncella estaba pálida; su firmeza y resolución se habían trocado en una especie de desvarío, y a veces se adelantaba a sus guías a pesar de las exhortaciones de Aubin Courte-Joie.
Cuando llegaron los tres a la pradera que habían ocupado los soldados y divisaron las quince aberturas que destacándose rojizas de la ennegrecida fachada semejaban respiraderos del infierno, la joven sintió que las fuerzas la abandonaban y cayendo de rodillas trató de pronunciar un nombre que el dolor trocó en sollozos. Levantóse como una leona, echando a correr por las abrasadas ruinas, y tropezó en un cadáver: llena entonces de congoja, alzó por los caballos la cabeza del muerto, miróle el lívido rostro, y viendo luego más cadáveres, echó a correr como una loca de uno a otro.
—¡Ay, señorita! —dijo Aubin, siguiéndola—, no está aquí el que buscáis, separad la vista de este aterrador espectáculo. Ya había mandado a Piojoso, quien se nos ha anticipado a examinar los cadáveres, y aunque sólo haya visto una o dos veces al señor de La Logerie, mi pobre compañero, a pesar de ser idiota, le habría reconocido si hubiese estado entre los muertos.
—Sí, sí, tenéis razón —repuso Berta, señalando la Pénissiére, y si está en alguna parte…
Y antes que los dos hombres pensaran siquiera en detenerla, saltó a una ventana del piso bajo; de pie en aquella vacilante piedra, dominaba, el abismo de fuego que aún mugía sordamente bajo sus pies, y al cual quería, al parecer, arrojarse.
A una señal de Aubin, Trigaud tomó en brazos a la doncella y la dejó en el suelo, sin que ella hiciese la menor resistencia, pues acababa de cruzar por su mente una idea que parecía haber paralizado su voluntad.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó, como si exhalara el postrer suspiro de sus expirantes fuerzas—; no me has permitido estar a su lado para defenderle o morir con él, y ahora me niegas hasta el consuelo de sepultar su cadáver.
—Vamos, señorita —intervino el bodegonero—, confórmemonos con la voluntad de Dios.
—¡Oh!, ¡nunca, nunca! —exclamó Berta con el frenesí de la desesperación.
—¡Ah! —replicó el lisiado—, yo también tengo un gran pesar, pues si el señor de La Logerie se encuentra aquí, también debe encontrarse el pobre Juan Oullier.
Berta lanzó un gemido al recordar que en el egoísmo de su dolor no había pensado en el buen vendeano.
—Es cierto —continuó Aubin—, que ha muerto con las armas en la mano, como deseaba; pero eso no me consuela.
—¿No queda ninguna esperanza? —preguntó Berta—. ¿No puede haberse salvado de algún modo? ¡Oh!, busquemos, busquemos.
Aubin movió la cabeza, diciendo:
—Difícil me parece, después de lo que nos ha contado uno de los treinta y tres que han salido: cinco de ellos han sido muertos.
—Pero, Juan Oullier y Michel estaban entre los ocho que se quedaron —observó Berta.
—Por eso tengo tan poca esperanza. Mirad —añadió Aubin, señalando las paredes y el piso bajo, donde ardían los techos del primero y del granero con los escombros del tejado y paredes que amenazaban ruina—. Valor, señorita; porque hay cien probabilidades contra una de que vuestro novio y el desgraciado Oullier yacen sepultados bajo estos escombros.
—No, no —exclamó Berta, levantándose—, no, no puede ser, no debe haber muerto. Si ha sido preciso un milagro para salvarlo, Dios lo ha hecho. Quiero registrar estas ruinas, sondear estas paredes, quiero verle muerto o vivo, lo quiero, ¿oís, Aubin?
Y asiendo con sus blancas manos una viga, cuyo extremo carbonizado asomaba por una ventana, hizo Berta sobrehumanos esfuerzos para sacarla, como si con aquella viga hubiese podido levantar la inmensa masa de materiales y ver lo que ocultaba.
—¡No penséis en tal cosa! —exclamó Aubin con frenesí—; esa empresa es superior a vuestras fuerzas, a las mías, a las de Trigaud mismo, y además tampoco nos la dejarían llevar a término, pues al rayar el alba vendrán los soldados, y no conviene que nos encuentren aquí. ¡Señorita!, en nombre del Cielo, vámonos.
—Idos, si queréis —repuso Berta con un acento que no admitía réplica—; yo me quedo.
—¡Os quedáis!… —exclamó Aubin, asombrado.
—Ya lo he dicho: si los soldados vienen, seguramente será para visitar las ruinas, y entonces me arrojaré a los pies de su jefe, y con mis lágrimas y súplicas lograré que los soldados me ayuden, y le encontraré. ¡Oh!, le encontraré.
—¿Estáis soñando, sin duda, señorita?, los soldados verán que sois la hija del marqués de Souday, y si no os fusilan, cuando menos os prenderán, venid, y si es preciso —añadió Aubin asustado por la exaltación de la joven—, os prometo que mañana por la noche os volveré a acompañar a este sitio.
—No, no, por última vez —respondió Berta—; él me llama, me necesita: me lo dice el corazón.
Viendo luego que a una señal de Aubin, Trigaud disponíase a sujetarla, subió de nuevo a la ventana, añadiendo:
—Si dais un paso más me arrojo al fuego.
Comprendiendo Courte-Joie que nada obtendría de Berta por fuerza, iba a recurrir a los ruegos, cuando a una indicación de Piojoso, no desplegó los labios, pues sabía por experiencia la prodigiosa agudeza de los sentidos del pobre idiota.
—¿Vienen, por ventura, los soldados? —preguntó Aubin.
—No es eso —repuso Piojoso.
Y desatando a Aubin, a quien como de costumbre llevaba en hombros, echóse de bruces y pegó el oído al suelo.
Berta, sin bajar de la ventana, volvióse al mendigo instintivamente, y, al ver el movimiento y oír las palabras de Trigaud se quedó presa de la mayor ansiedad.
—¿Oyes alguna cosa extraordinaria? —preguntó Aubin.
—Sí —contestó el mendigo.
Hizo en seguida seña a Aubin y Berta de que escucharan como él: tendióse Aubin, pegando el oído al suelo, y saltando la joven de la ventana imitó la acción de Courte-Joie; pero apenas aplicó el oído, cuando exclamó, levantándose con presteza:
—¡Viven!, ¡viven! ¡Oh, Dios mío!, os doy gracias.
—No confiemos tan pronto —dijo Courte-Joie—; en efecto, oigo un ruido sordo, que, al parecer, sale del centro de las ruinas; pero como eran ocho, no podemos asegurar que ese ruido lo hagan precisamente los ocho que buscamos.
—Me lo dicen mis presentimientos, Aubin, mi corazón que no me ha permitido alejarme de aquí como queríais… Ellos son, no lo dudéis: ellos que se habrán refugiado en algún sótano, y la caída de estos escombros les obstruye la salida.
—Es posible —murmuró Aubin.
—¡Oh!, es cierto —dijo la joven—. ¿Y cómo los auxiliaremos?, ¿cómo llegaremos al sitio en que se encuentran?
—Si están en un subterráneo, ese subterráneo tendrá una abertura; y si en un sótano, ese sótano tendrá un tragaluz. Busquémosles y si es necesario, cavaremos la tierra hasta encontrarlos.
Al concluir estas palabras, las cuales fueron pronunciadas con una viveza imposible de describir, echó a correr en torno de la casa, apartando furiosa y frenética las vigas, piedras y tejas que, habiendo caído a lo largo de la pared, encuitaban el cimiento. De pronto, dio un grito, y Trigaud y Aubin acudieron presurosos, andando este como una rana, arrastrándose sobre sus manos.
—Escucha —dijo Berta, con ademán de triunfo.
Efectivamente, desde el punto donde se había detenido, oía claramente un rumor que salía de las profundidades de la casa, rumor sordo, continuo y parecido al de una herramienta que golpeara a compás los cimientos de la granja.
—Ahí —dijo Berta, indicando unos escombros, arrimados a la pared—; hay que buscar ahí.
Puso Trigaud manos a la obra, apartando un trozo de tejado y los morrillos allí amontonados por la caída de toda la parte superior de una ventana del primer piso; y después de prodigiosos esfuerzos descubrió una abertura por donde llegaba hasta ellos el ruido del trabajo de los infelices sepultados. Al verla, Berta quiso penetrar por ella; pero Trigaud la detuvo, y tomando una lata desprendida del techo, la encendió en las ruinas, sujetó luego por la cintura a Aubin con la correa que servía para afirmarle en sus hombros, y lo descolgó por la abertura. Berta y Trigaud contenían la respiración, y oyeron que Aubin hablaba con los trabajadores. A una señal del lisiado, el mendigo subió con la prontitud de una máquina bien sentada.
—¡Vivos, vivos!, ¿no es cierto? —preguntó Berta con angustia.
—Sí, señorita; pero, por favor, no entréis en el subterráneo, pues no están en el sótano donde he bajado, sino en una especie de nicho contiguo, cuya abertura se hallaba obstruida, y para llegar a ellos es absolutamente forzoso horadar la pared; mucho me temo que al hacerlo se venga abajo una parte de la bóveda que amenaza desplomarse. Dejadme dirigir a Piojoso.
Berta se arrodilló y púsose a orar. Aubin se proveyó de astillas y dijo a su compañero que le bajase al sótano y le siguiera.
A los diez minutos, que a Berta parecían siglos, oyó esta un gran ruido de piedras que se desplomaban: escapósele del pecho un grito de angustia, y abalanzándose al respiradero vio a Trigaud que subía llevando sobre los hombros un cuerpo inerte, cuya pálida cabeza colgaba sobre el pecho del mendigo. Berta reconoció a Michel y se sintió acongojada:
—¡Muerto!, ¡gran Dios, muerto! —exclamó la doncella, sin atreverse a dar un paso.
—No, no —gritó desde el fondo de la cueva una voz que Berta conoció ser la de Juan Oullier—; no ha muerto, no.
Al oír estas palabras, la doncella se lanzó hacia Piojoso, tomó en brazos a Michel, dejóle en el suelo, y tranquilizada por haber sentido latirle el corazón, esforzóse para hacerle volver en sí refrescándole la frente con el agua de un charco inmediato.