LIX

COMO el molino se hallaba situado a una legua escasa de la aldea del Chéne, Pedrito tuvo que recorrer la mitad del camino a todo escape para llegar a tiempo, costándole al marqués gran trabajo detenerle cuando se acercaban al lugar de la pelea, para encomendarle que tuviera la prudencia de no entregarse a un arrojo temerario. El fuego de las guerrillas servía en aquel trance de guía, y a campo traviesa llegaron Pedrito y sus compañeros a la retaguardia de la hueste vendeana, que había perdido todo el terreno que había ganado por la mañana.

Al ver a Pedrito que, suelta la cabellera, subía jadeante la colina donde estaba el grueso de sus partidarios, prorrumpieron estos en entusiastas demostraciones de júbilo; y Gaspar que, rodeado de sus oficiales, hacía fuego como un soldado raso, dijo irritado al marqués que por la rapidez de la carrera venía sin sombrero, y con los cabellos al aire:

—¿Así cumple el marqués de Souday su palabra?

—Caballero —repuso con bastante aspereza el marqués—, a un pobre inválido como yo, no se le han de pedir cosas imposibles.

Comprendiendo Pedrito que su partido no era bastante fuerte para que se pudiera permitir que entre los jefes reinara la discordia, intervino diciendo a Gaspar:

—Amigo mío, Souday debe obedecerme como vos, y aunque pocas veces reclamo este derecho, hoy reivindico mi título de generalísimo y os pregunto: ¿cómo están nuestros asuntos, mi teniente?

—Triste es decirlo —repuso Gaspar—, los azules son muchos, y a cada momento vienen mis exploradores a participarme que les llegan nuevos refuerzos.

—¡Mejor! —exclamó Pedrito—; cuantos más sean, tantos más habrá para decir a la Francia cómo hemos muerto.

—Desechad semejante pensamiento, señora…

—Aquí no soy señora, sino soldado; con que no os cuidéis de mí, y ordenad que avancen las guerrillas y redoble el fuego.

—Está bien; pero ante todo, ¡atrás!

—¿A quién lo decís?

—¡A vos! ¡Atrás, en nombre del Cielo!

—¡Adelante, queréis decir!

Y arrancándole la espada de las manos, clavó el sombrero en la punta y avanzó hacia la aldea, gritando:

—¡Sígame quién me ame!

En vano intentó Gaspar detenerla, pues Pedrito se escapó ágilmente, continuando su carrera hacia las casas, desde donde hacía la tropa un nutridísimo fuego, sobre todo al notar aquel rápido movimiento.

Al ver Gaspar el peligro que corría Pedrito, arrojáronse los suyos en masa, para escudarle con sus cuerpos, y efectuáronlo con tal ímpetu, que en un abrir y cerrar de ojos penetraron en la aldea, donde se trabó una encarnizada lucha, sin otro propósito que el de salvar a Pedrito; alcanzóle Gaspar y consiguió rodearle con los suyos, y en tanto que para proteger la preciosa vida cuya custodia creía haber encomendado el Altísimo, comprometía su seguridad, apuntábale un soldado desde una esquina inmediata; aquel habría sido su último momento, indudablemente, si el marqués no hubiese advertido el peligro que amagaba a su compañero, y si corriendo a lo largo de la pared no hubiese levantado el arma en el preciso acto de disparar; la bala dio en una chimenea; lleno de ira el soldado, asestó al señor de Souday un bayonetazo, que este esquivó hurtando el cuerpo con presteza. Iba el marqués a responder con un pistoletazo, cuando una bala fue a romperle el arma en la mano.

—¡Mejor! —gritó desnudando el sable y dando tan recia cuchillada al soldado que este cayó a sus pies—; prefiero el arma blanca. ¡General Gaspar! —gritó en seguida blandiendo el acero—, ¿qué decís del inválido?

Berta había seguido a Pedrito, a su padre y a los vendeanos, y sin preocuparse apenas de los soldados, buscaba a Michel en el arremolinado tropel de hombres y caballos que junto a ella hervía.

La impetuosidad del ataque hizo que, sorprendidos los soldados, comenzaran a perder terreno; la guardia nacional de Vicillevique, que estaba batiéndose, había tocado retirada, y el suelo estaba sembrado de cadáveres; a causa de todo esto, los azules apenas contestaban al fuego de los vendeanos, situados en guerrillas en las huertas y viñedos inmediatos al pueblo; maese Jaime los reunió, y conduciéndoles por una callejuela contigua a las huertas, acometió a los soldados, que sostuvieron con bizarría este nuevo e inesperado ataque. Notóse después un movimiento de vacilación en los vendeanos y los azules lo aprovecharon para tomar a la bayoneta la callejuela por donde habían venido las fuerzas de maese Jaime, resultando que este, Courte-Joie, Trigaud y algunos otros se viesen separados del grueso de la partida. Reunió Jaime los pocos chuanes que con él se hallaban, y arrimándose a la pared de una casa a medio edificar, preparóse a la defensa resuelto a vender cara su vida. Courte-Joie, con una escopeta de dos cañones no cesaba de disparar a los soldados matando uno a cada tiro, y Trigaud blandía con maravillosa destreza una hoz que hacía en sus manos las veces de lanza y sable.

El mendigo acababa de derribar de un revés a un gendarme cuando los soldados prorrumpieron en gritos de triunfo, y los blancos vieron una mujer vestida de amazona que los azules llevaban presa con grandes muestras de regocijo. Era Berta, que buscando continuamente a Michel, se había adelantado incautamente hasta que cayó en poder de los enemigos; y engañados estos por su vestido, creían haberse apoderado de la duquesa de Berry; error en que también incurrió Jaime.

Ansioso entonces de reparar la falta que pocos días antes cometiera en la selva de Touvois, hizo Jaime una seña a los suyos y precedidos de Piojoso, que abría paso con su terrible arma, llegaron hasta la prisionera y la rescataron. Los soldados arremetieron denodadamente a Jaime, quien había vuelto a ocupar su posición junto a la casa y el pequeño grupo se convirtió en centro al cual convergían la punta de veinticinco bayonetas y los radios de los fuegos que a cada momento partían de la circunferencia del círculo.

Habían caído ya muertos dos vendeanos, y herido Jaime de un balazo en la muñeca, solamente se defendía con el sable en la mano izquierda.

Como Aubin había agotado las municiones, la hoz de Trigaud era casi la única defensa con que contaban los cuatro vendeanos, hasta entonces eficaz, pues había hecho tantas víctimas que los soldados no osaban aproximarse al temible mendigo; sin embargo, queriendo este esgrimir la hoz contra un jinete, hízolo con tan poca suerte, que el arma chocó en una piedra y voló en mil pedazos: cayó el coloso de rodillas por la violencia del golpe y, rompiéndose la correa que a Aubin sujetaba, dio este consigo en el suelo, lo cual excitó la alegría de los enemigos, que la manifestaron con algazara estrepitosa. Iba un nacional a asestar un bayonetazo al lisiado, cuando Berta le disparó tan a tiempo la pistola, que aquel hombre cayó examine sobre el que había de ser víctima de su bayoneta.

Levantóse Trigaud rápidamente, derribó a un soldado con el mango de la hoz, hendióle a otro las costillas, apartó de un puntapié el cadáver de un nacional y, tomando en brazos a su amigo, reunióse con Berta y Jaime bajo el andamio de la casa.

Mientras Aubin permaneció tendido en el suelo, miró en torno suyo con la ansiedad del que estaba en peligro de muerte, buscando un medio de salvación, y vio unos montones de piedras que los albañiles tenían preparadas sobre el andamio.

—Arrimaos a la puerta —dijo a Berta cuando, merced a Piojoso, estuvo a su lado—, quizás voy a pagaros el servicio que acabáis de prestarme; y tú, Piojoso, deja que se acerquen.

A pesar de sus cortos alcances, comprendió el idiota el plan de su compañero, pues lanzó una sonora carcajada. Viendo la tropa desarmados a aquellos tres hombres, y queriendo a toda costa apoderarse de la amazona a quien tomaban por la duquesa, acercábanse diciéndoles que capitulasen; pero llegados debajo del andamio, Piojoso, que había dejado a su compañero junto a Berta, se arrojó a un madero en que aquel estribaba, y asiéndole con ambas manos, lo arrancó del suelo: en seguida bambolearon las tablas, y las piedras quejas cargaban cayeron cual espeso granizo, derribando a diez soldados. En esto llegaron los nanteses capitaneados por Gaspar, y el marqués de Souday y estos, a pesar de las súplicas y órdenes de Pedrito, mandaron retroceder y tomar de nuevo la posición que una hora antes ocupaban al otro lado de la aldea. Mesábase Pedrito los cabellos de ira, y pedía con insistencia explicaciones a Gaspar, quien no se las dio hasta que ordenó hacer alto.

—Estamos rodeados de cinco o seis mil hombres —dijo—, y nosotros apenas contamos seiscientos; limpio queda el honor de la bandera.

—¿Estáis seguro de ello? —interrogó Pedrito.

—Mirad —dijo Gaspar conduciendo al aldeanillo a lo alto de una lona.

Desde allí vio Pedrito unas masas oscuras entre las cuales brillaban las bayonetas a la luz del sol que al ocaso descendía, y oyó el eco de las trompetas y tambores que llegaban de todos los pueblos de la comarca.

—Ya lo veis —continuó Gaspar—, antes de una hora estaremos cercados y sólo nos quedará el recurso de morir matando, si estos valientes son tan poco aficionados como yo a los calabozos de Luis Felipe.

Pedrito permaneció un breve rato triste y con silenciosa actitud, y convencido luego de la realidad, viendo defraudadas en un momento todas sus esperanzas, sintió desfallecer el corazón, volviendo a ser lo que realmente era, una mujer; y él, que con heroica intrepidez acababa de arrostrar el hierro y el fuego, sentóse en una piedra y rompió a llorar, sin que ni siquiera tratara de ocultar las lágrimas.