LVIII

AL rayar el alba el día 4 de junio oíase tocar a rebato en los distritos de Clisson, Montaigu y Machecoul: el toque de rebato era la generala de los vendeanos, y en la época de la primera guerra, cuando retumbaba en el campo su áspero y siniestro clamor, corría el pueblo en persecución del enemigo.

Grandes cosas debió de realizar ese pueblo para que los demás se olvidaran de que su enemigo era la Francia; felizmente, empero, y esto prueba lo mucho que habíamos progresado en cuarenta años, en 1832 aquel toque parecía haber perdido su mágico poder, y si bien algún aldeano acudía a su impío llamamiento, dejando el arado para tomar el fusil oculto en el vecino seto, en cambio los más proseguían tranquilamente el comenzado surco, escuchando la señal del alzamiento con el aire grave y meditabundo que tan bien cuadra a la rústica fisonomía del labriego vendeano.

No obstante, a las diez de la mañana, una numerosa partida, fuertemente atrincherada en la aldea de Maisdon, sostuvo el ataque de la tropa hasta que hubo de ceder a la fuerza numérica de sus adversarios, retirándose con mucho orden, cosa inusitada en los vendeanos aun después de una insignificante derrota. Esto consistía en que ya no peleaban por un gran principio, sino por pura abnegación, y en aquellos hombres de ánimo generoso, que se creían encadenados por el pasado de sus padres, sacrificaban honra, hacienda y vida, fieles al antiguo proverbio: «Nobleza obliga». Sí, pues, la retirada se efectuó con tan buen orden, es porque los que la verificaron no eran ya simples aldeanos indisciplinados, sino esforzados y nobles campeones que combatían muy enorgullecidos de sus padres y algo, también, de sí mismos.

En Chateau-Thébaut fueron atacados por otro destacamento, y perdieron algunos hombres al pasar el Maine; después, lograron incorporarse con los nanteses que habían salido del molino, llenos de entusiasmo, reuniéndose con las divisiones de Legé y del marqués de Souday; este refuerzo elevaba a unos ochocientos hombres las fuerzas de la columna acaudillada por Gaspar.

A la mañana siguiente, encaminóse a Vicillevique con objeto de desarmar a la guardia nacional; pero habiendo sabido antes de llegar que guarnecían el punto fuerzas superiores a las suyas, y que en poco tiempo podían ser auxiliadas por las que el general tenía de reserva en Aigrefeuille, decidió atacar la aldea del Chéne, con ánimo de ocuparla y sostenerse en ella. Disemináronse, pues, los aldeanos, en los campos que la circuyen, y ocultos en las crecidas mieses molestaban a los azules con un vivo fuego graneado, siguiendo la táctica de sus padres; los nanteses y los nobles, formados en columna, dispusiéronse a tomar el pueblo por la calle principal que lo atraviesa. Separábales de la aldea un arroyo, cuyo puente habían destruido el día anterior, no dejando más que algunos maderos.

Atrincherada la tropa en las últimas casas de los pueblos, desde las ventanas parapetadas con colchones, rompieron sobre los blancos tan nutrido fuego, que estos hubieron de retroceder dos veces; pero, animados por el ejemplo de sus caudillos, echáronse al agua, y, atacando a la bayoneta a los azules, hiciéronles retroceder de casa en casa, hasta el extremo de la población, en donde se encontraron con un batallón de 44 de línea que el general acababa de enviar en auxilio de la reducida guarnición del Chéne.

El estruendo de la lucha llegaba al molino, donde aún se encontraba Pedrito paseándose demudado por su aposento, encendidos los ojos y con el corazón agitado: de cuando en cando, se detenía en el umbral, para escuchar el sordo estampido que cual lejano trueno en alas de la brisa llegaba, y entonces pasábase la mano por la sudorosa frente, dando grandes muestras de impaciencia, y sentábase con airado ademán frente al marqués de Souday, quien no menos impaciente se deshacía en hondos y dolorosos suspiros.

No estará demás explicar los motivos de hallarse el marqués de Souday en esa situación expectante, a pesar de sus vivísimos deseos de emprender hazañas como las de la gran guerra.

El mismo día en que tuvo lugar el encuentro de Maisdon, fiel Pedrito a la promesa que hiciera a sus amigos, disponíase a tomar parte en la lucha; pero arredrados los jefes realistas al considerar la gravísima responsabilidad que sobre ellos pesaría, no permitieron que Pedrito arriesgara la vida en un choque insignificante, ni saliera al campo con sus defensores hasta que estuviese reunido un verdadero ejército; y como vieran desatendidas sus respetuosas insinuaciones, acordaron que uno de ellos le tuviera, por decirlo así, prisionero, para impedirle la salida, aunque para ello fuese necesario emplear la violencia.

Por más que el marqués intrigó en favor de sus colegas, con gran pesar suyo fue elegido por unanimidad, y tuvo que permanecer en el molino junto al fuego del hogar, en vez de encontrarse entre el de los combatientes.

Al llegar a la casa los primeros rumores de la pelea, hizo Pedrito reiterados pero inútiles esfuerzos para que el marqués le dejara salir, y al ver que no podía ocultar el despecho que le dominaba, díjole:

—Señor de Souday, según parece, no agrada mucho mi compañía.

—¡Cómo! —exclamó el marqués fingiendo, en vano, una grande indignación.

—Lo dicho: poco os satisface, según veo, la honorífica misión que os han confiado.

—Por el contrario, os aseguro que me enorgullece altamente, pero…

—Ya veis que hay un pero —dijo Pedrito, deseoso de conocer la opinión del noble anciano.

—¿Acaso no le hay en todas las cosas de este mundo? —repuso el marqués.

—¿En qué consiste el vuestro?

—En que siento con toda mi alma no poder al mismo tiempo mostrarme digno de la confianza que en mí tienen mis camaradas, y derramar mi sangre por vos, como ellos lo están haciendo.

Exhaló Pedrito un suspiro, respondiendo:

—Con tanta mayor razón, cuanto que seguramente sentirán vuestra ausencia, pues por lo bravo y experto les habríais sido de gran provecho.

—No digo lo contrario —respondió el marqués, halagado en su amor propio.

—¿Queréis que os diga lealmente lo que pienso?

—Sí.

—Creo que recelan un tanto de nosotros.

—Es imposible.

—Dejadme acabar. ¿Sabéis qué habrán dicho? De fijo no me equivoco: Una mujer es un estorbo para la marcha, y sobre sernos sumamente embarazosa en una retirada, tendríamos que protegerla con fuerzas que pudiéramos emplear más útilmente. No se les alcanza que pueda yo dominar la flaqueza de mi cuerpo, ni que mi valor corresponda a la tarea que me he impuesto, y lo que de mí han creído, muy bien pueden haberlo creído de vos.

—¡De mí!, tendría que ver… —replicó enojado el marqués al oír tal suposición—. ¿No he probado, por ventura, quién soy?

—Nadie lo ignora, querido marquéis, pero tal vez han juzgado que por vuestra edad, lo mismo que yo por mi sexo, no tendríais tan esforzado el cuerpo como valeroso el ánimo.

—¡Voto a Satanás! —exclamó el marqués con un acento de indignación—; hasta hace poco tiempo he andado durante quince años seis u ocho horas diarias a caballo, y en ocasiones diez o doce; y a pesar de mis canas todavía no conozco el cansancio y soy capaz de…

Y asiendo el escabel en que estaba sentado, dio con él tan violento golpe a la campana de la chimenea, que le hizo astillas, dejando en ella una honda señal y levantando en seguida el pedazo que en la mano tenía, exclamó con ironía:

—¡Ah!, ¡ah! ¿Creéis, maese Pedrito, que haya muchos de esos petimetres capaces de hacer otro tanto?

—¡Dios mío! —exclamó Pedrito—, yo no dudo, os creo capaz de todo, querido marqués; y no me explico cómo esos camaradas os han tratado como a un inválido.

—¡Yo inválido! —repitió el marqués fuera de sí, y olvidando en presencia de quien estaba—. ¡Un inválido!, muy bien; esta misma noche voy a manifestarles que renuncio al honor de conservar un puesto más digno de un carcelero que de un noble como yo, pues nunca sufriré semejante ultraje.

—Os apruebo la determinación —repuso Pedrito.

—Hace ya dos horas que estoy reflexionando en ello —continuó el marqués paseándose agitado.

—¡Ah!, ¡ah!

—Mañana mismo verán de lo que es capaz un inválido.

—¡Ah!, ¿quién sabe lo que será de nosotros mañana?

—¿Qué queréis decir?

—Que el movimiento no se propaga como esperábamos, y tal vez los tiros que oímos en este instante son los últimos que saludan nuestra bandera.

—¡Voto a los diablos! —exclamó el marqués lleno de ira.

En aquel momento se oyó en el vergel un grito que les distrajo de su plática, y corriendo a la puerta vieron que Berta, a quien enviara el marqués a explorar los alrededores, regresaba con un joven aldeano herido en el hombro de un balazo y que apenas podía sostenerse.

A los gritos de Berta, acudieron María y Rosina: corrió Pedrito hacia el aldeano, hízole sentar, y el herido se desmayó en seguida.

—Retiraos, señora —dijo el marqués—; yo y mis hijas curaremos a este desgraciado.

—¿Por qué queréis que me retire? —interrogó Pedrito admirado.

—Porque no todos pueden ver semejantes heridas sin sentir flaquear su ánimo.

—¿Así, pues, suponéis que vuestros amigos tenían razón al formar de mí tan desventajoso concepto?

—¿Cómo?

—Naturalmente, puesto que también dudáis de mi valor.

Y al ver que Berta y María se disponían a curar al herido, díjoles:

—Dejad a ese valiente, que yo le vendaré la herida, ¿oís?

—En seguida asió Pedrito las tijeras para cortar en toda su longitud la manga de la chupa del vendeano, adherida ya al brazo por la sangre coagulada, descubrió la herida, lavóla, y aplicando las hilas, la vendó; y al ver el marqués que el aldeano abría los ojos, no pudo menos de preguntarle:

—¿Qué noticias traes?

—Al principio vencían los nuestros, pero acaban de ser rechazados.

Pedrito, que durante la operación no había perdido el color ni un solo momento, al oír esas palabras púsose tan blanco como la venda con que cubría la herida.

—Marqués —dijo asiéndole del brazo—, vos que visteis a los azules en la gran guerra, decidme, ¿qué se hace cuando la patria está en peligro?

—Todos corren a las armas.

—¿Todos?

—Hasta las mujeres, hasta los ancianos y también los niños.

—Marqués, hoy acaso caerá para siempre la bandera blanca: ¿me condenaréis a hacer estériles votos para su triunfo?

—¿Y si una bala os hiriera?

—¿Acaso quedaría comprometida la causa de mi hijo por ponerse mi vestido ensangrentado en la punta de una pica a la cabeza de nuestras huestes?

—No —repuso el marqués electrizado—; maldijera mi suelo natal si a semejante espectáculo no se alzaran hasta las piedras.

—¿Qué aguardáis, pues? Venid al combate.

—No obstante —replicó el marqués menos resuelto y cual si la idea de que le habían considerado como a un inválido hubiese quebrantado la firmeza con que cumplía su consigna—; no obstante, he prometido no dejaros salir del molino.

—Yo os relevo de la promesa; y como sé a dónde llega vuestro denuedo, os mando que me sigáis. Venid, marqués: si llegamos a tiempo, decidiremos la victoria en favor de nuestra bandera, y si es tarde, a lo menos moriremos con nuestros amigos.

Al acabar de decir estas palabras, atravesó presuroso el patio, salió del vergel seguido de Berta y su padre, quien, para cubrir el expediente, no cesaba de suplicarle que desistiera de su propósito, aunque en el fondo del corazón se alegraba extraordinariamente del giro que tomaban las cosas.

María y Rosina se quedaron pará asistir a los heridos.