LVII

DURANTE algunos minutos, permaneció el barón como anonadado, oyendo zumbar en sus oídos las palabras de Juan Oullier, cual si por su propia muerte doblaran las campanas; parecíale estar soñando, y para recordar su desdicha, repetía:

—¡Marchar!, ¡marchar!

La idea de la muerte que hasta entonces entreviera como un socorro del Cielo, pasóle pronto de la mente al corazón, helándole de espanto; viose separado de María por la insuperable barrera que encierra para siempre al hombre en su última morada, y fue tan agudo su dolor, que le pareció un presentimiento. Acusó a Oullier de duro e injusto, rebelándose a la idea de que el rígido vendeano le arrebataba el supremo consuelo de despedirse de su amada, y exasperado por esta exigencia, deseó verla a todo trance.

El barón estaba perfectamente informado de la distribución del molino; Pedrito ocupaba el cuarto del molinero, el cual era, naturalmente, la principal estancia de la casa; y las dos hermanas dormían en el aposento contiguo, cuya ventanilla daba sobre la rueda exterior del molino, parada a la sazón.

Cuando fue completamente de noche, acercóse Michel a la casa, y viendo luz en la ventanilla, puso una tabla sobre una pala de la rueda, trepó por ella, apoyóse en el puesto más alto, y levantando con precaución la cabeza, pudo mirar por los cristales. María se hallaba sola en su cuarto, sentada en su escabel, con el codo apoyado en el lecho y la cabeza en la mano, exhalando de vez en cuando un hondo suspiro, moviendo los labios como para murmurar una plegaria.

—Al oír el golpecito que el barón dio en el cristal, levantó ella la cabeza, y corrió a la ventana, exhalando una exclamación de asombro.

—¡Callad! —la dijo Michel.

—¡Vos aquí! —exclamó María.

—Sí, yo.

—¡Dios mío!, ¿qué queréis?

—Hace ocho días que no os he visto, y vengo con objeto de despedirme de vos antes de ir a donde me llama el destino.

—¡A despediros! ¿Por qué?

—Vengo a despedirme de vos, María —repitió el barón con tono firme.

—¡Oh!, supongo que ya no queréis morir, ¿no es verdad? Y no moriréis —prosiguió la doncella, viendo que Michel no respondía—; he orado tanto, que Dios me habrá oído; pero ahora que me habéis visto y hablado, idos, idos en seguida.

—¡Tan pronto! ¿Os repugna mi presencia?

—No lo digo por eso; Berta está en el aposento contiguo, puede haberos oído venir, puede oíros hablar; y, ¿qué sería de mí, cuando la he jurado que no os amo?

—Sí, sí, jurádselo; pero a mí me jurasteis lo contrario, y seguro de vuestro amor, consentí en ocultar el mío.

—Michel, os suplico que os vayáis.

—No, María, no me iré hasta que me hayáis repetido lo que me dijisteis en la Jonchére.

—Ved que ese amor es un crimen —exclamó María con desesperación—. Michel, amigo mío, me avergüenzo y lloro al pensar cuan débil fui en aquellos momentos.

—Yo os prometo, María, conducirme de manera que otra vez no tengáis semejantes pesar, ni derraméis más lágrimas por este motivo.

—¿Queréis morir? No me lo digáis ¡por Dios!, no me lo digáis, que en mis tormentos abrigo la esperanza de que tendréis mejor suerte que yo… ¿No habéis oído? Vienen; idos, idos.

—Un beso, María.

—No.

—Será el último.

—Nunca, amigo mío.

—María, lo daréis a un cadáver.

Exhaló la joven una exclamación, y aproximando los labios a la frente del mancebo, cerró la ventana; abrióse en seguida la puerta y apareció Berta, quien al ver a su hermana demudada y vacilante, corrió a la ventana, impulsada por el instinto de los celos; abrióla con violencia, y notando que se escurría una sombra por la pared, preguntó, con los labios trémulos de ira:

—¿Era Michel?

—Hermana mía —dijo María, cayendo de rodillas—, te juro…

—No juréis, no mintáis, que he conocido su voz.

Y Berta rechazó a María tan rudamente que esta cayó de espaldas; y pasando luego por encima de ella, furiosa como una leona a quien han robado los cachorros, salió y bajó precipitadamente al patio, a cuya puerta se hallaba el barón de La Logerie sentado junto a Juan Oullier.

—¿Desde cuándo estáis aquí? —preguntó a Michel con aspereza.

A un gesto del joven, el vendeano respondió:

—Hace unos tres cuartos de hora que el señor barón me dispensa el honor de conversar conmigo.

—Es muy extraño —repuso Berta, contemplando de hito en hito a Oullier.

—¿Por qué?

—Porque hace poco me parece haberle oído hablar en la ventana con María, y luego bajar por la rueda del molino.

—¡Caramba!, pocas trazas tiene el señor barón de arriesgarse a esos ejercicios gimnásticos.

—¿Pues quién habrá sido? —dijo Berta, impaciente.

—Algún borracho que habrá querido lucir sus habilidades.

—Sí; pero mi hermana estaba pálida, agitada, temblorosa…

—De miedo, señorita; la cosa no era para menos; ¿creéis que todos son tan valientes como vos?

Berta permaneció un momento pensativa, pues constábale que Juan Oullier no simpatizaba mucho con el barón y ni siquiera podía figurarse que se hubiese convertido en su cómplice; pensó en seguida en su hermana, y recordando que la había dejado casi sin sentido, agregó:

—Tienes razón, Juan; la pobre se habrá asustado, y yo con mi brutalidad he acabado de trastornarla. Este amor me vuelve loca.

Y volvió apresuradamente al molino.

—No creáis que vaya a regañaros —dijo el vendeano a Michel que bajaba los ojos; ya veis que camináis sobre un volcán. Medrados estábamos si yo no me hubiese encontrado aquí para mentir ¡Dios me perdone! Como si en mi vida hubiese hecho otra cosa.

—Tenéis razón, Juan, y en prueba de ello estoy pronto a seguiros: demasiado veo que no puedo permanecer aquí más tiempo.

—Perfectamente; los nanteses marcharán dentro de poco, y el marqués debe incorporársele con su división; partid con ellos, y rezagaos un poco para esperarme, que yo iré a buscaros en el lugar convenido.

Fue Michel a ensillar su caballo, y Juan Oullier a pedir al marqués las últimas instrucciones. Los vendeanos estaban ya formados en el vergel, y las armas brillaban en la oscuridad, reinando en las filas una impaciencia templada por el respeto.

Poco después, salió Pedrito de la casa y avanzó hacia ellos, seguido de los principales caudillos; apenas le hubieron conocido, cuando prorrumpieron todos en entusiastas aclamaciones, desnudando las espadas y saludando a la heroína por quien iban a verter su sangre.

—Amigos míos —dijo Pedrito—, prometí que me veríais en la primera formación, y cumplo mi palabra; cualquiera que sea vuestra suerte, feliz o adversa, estaré siempre a vuestro lado; y aunque no pueda agruparos en torno de mi penacho como lo haría mi hijo, sabré morir con vosotros. ¡Id a pelear, hijos de gigantes, id a dónde os llama el deber y el honor!

Frenéticos gritos de ¡Viva Enrique V! ¡Viva María Carolina!, acogieron estas palabras; y habiendo Pedrito dicho algunas frases a los jefes que conocía, el escaso ejército defensor de la monarquía más antigua de Europa marchó a Vicillevique. Entretanto, Berta cuidaba con tierna solicitud a su hermana; habíala acostado en la cama, y la humedecía la cara con el pañuelo empapado en agua fría, cuando abrió María los ojos sin ver nada en torno suyo, balbuciendo el nombre de Michel, claro indicio de qué antes se había despertado de corazón que de entendimiento. Estremecióse Berta a pesar suyo, aguijoneada por los celos, expirando en sus labios las palabras en el momento de ir a suplicar a María que le perdonase su arrebato.

En aquel instante llegaron a sus oídos los vítores con que acogían los vendeanos la arenga de Pedrito; asomóse a la ventana, vio desaparecer entre los árboles la columna; pero al reflexionar que con ella se iba Michel, sin despedirse, sentóse, triste, pensativa y desasosegada a la cabecera del lecho donde descansaba María.