O se engañaba Gaspar al decir a Pedrito en el cortijo de la Banloeuvre que el aplazamiento de la insurrección hasta el 4 de junio sería un golpe fatal para su éxito. No obstante la actividad con que los jefes del partido legitimista, tales como el marqués de Souday, sus hijas, Gaspar y otras caudillos presentes en la reunión de la Banloeuvre, recorrieron las aldeas que formaban parte de sus divisiones, a fin de comunicar la contraorden, llegó esta demasiado tarde para que pudiese alcanzar a todos los puntos comprendidos en la sublevación.
Habíanse reunido los realistas entre Niort, Fontenay y Luçon; Biot y Rober salido de los bosques de Deux-Sèvres al frente de las organizadas partidas, las cuales debían formar el núcleo de la sublevación; y advertidos los jefes de los destacamentos más cercanos, juntaron sus respectivas fuerzas y se encaminaron a la alquería de Armailloux, donde estaba el grueso de los labriegos, a quienes destrozaron por completo, cayendo en poder de las tropas muchos nobles y oficiales dimisionarios que habían acudido al fragor del combate, en tanto que otros experimentaban igual suerte cerca de Champ-Saint-Pére. Mientras tenían lugar estos sucesos, otra partida realista atacaba el destacamento de Port-la-Claie, y aunque rechazados, mostraron tal denuedo y bizarría, que claramente demostraron que no todos eran desertores, pues si no lograron su objeto, debióse solamente a su inferioridad numérica.
Esos ataques a diferentes puntos a una misma hora, una lista encontrada a uno de los prisioneros de Champ-Saint-Pére, de mozos para formar un cuerpo escogido, los arrestos practicados en personas exaltadísimas, alarmaron a las autoridades, las cuales, en vista de la gravedad de las circunstancias, adoptaron prudentes precauciones.
Si la contraorden no hubiese llegado a tiempo a algunos puntos de la Vendée y Deux-Sèvres, Bretaña, Maine y Bocage, habríase enarbolado a la luz del día el estandarte de guerra.
En la primera de dichas provincias se batió la división de Vitré; alcanzó un triunfo en Bretoniéres-en-Breal, triunfo que al día siguiente en la Gaudiniére trocóse en desastre. Gaullier en la Maine recibió también demasiado tarde la contraorden, y empeñó en Chanay un sangriento combate que duró seis horas. En varios puntos había diariamente escaramuzas entre las columnas y los aldeanos que no habían querido regresar a sus hogares.
Debemos confesar que la contraorden del 22 de mayo, los movimientos intempestivos y aislados que originó la falta de confianza y unidad de miras, que fue su resultado inmediato, favorecieron más al Gobierno de Julio que el celo de todos sus agentes. Habíanse entibiado los bríos de las divisiones que en algunas provincias estaban sobre las armas desde el primer llamamiento; las poblaciones sublevadas tuvieron tiempo para contarse y reflexionar, y la reflexión suele ser tan favorable al cálculo como funesta al sentimiento.
Despertadas las sospechas del Gobierno, los caudillos fueron presos al regresar a sus hogares, y viéndose los aldeanos sin el apoyo de las divisiones con que contaban, gritaron «¡traición!», y volviéronse irritados a sus casas; de manera, que abortada en embrión la insurrección legitimista, la causa de Enrique V perdía dos provincias antes de tremolar su bandera, y la Vendée iba a verse reducida a sus propias fuerzas, llegando a tal punto el esfuerzo de aquellos hijos de gigantes, que como se verá, aún les alentaba la esperanza.
Ocho días habían transcurrido desde que acaecieron los sucesos referidos en el capítulo precedente, y había sido tal la agitación política, que varios de nuestros personajes se vieron envueltos en ellos, a pesar de las distintas opiniones que los dominaban.
Inquieta Berta por la ausencia de Michel, tranquilizóse al verle otra vez a su lado, manifestando tan claramente su satisfacción, que el barón no pudo menos que mostrarse alegre para cumplir la promesa hecha a María; y ocupada cerca de Pedrito con los numerosos detalles de la correspondencia de que estaba encargada, apenas le quedaba tiempo para notar el abatimiento de Michel y el embarazo con que este se prestaba a la familiaridad que los hábitos varoniles de Berta autorizaba con respecto al que consideraba novio suyo.
María evitaba encontrarse a solas con el barón, y cuando las obligaciones domésticas no le permitían esquivar su presencia, nunca desaprobaba la ocasión de realzar a la vista de Michel los encantos de su hermana; cuando sus ojos tropezaban con los del barón, miraba con una expresión suplicante que le recordaba tierna y cruelmente a la vez la promesa que le había hecho, y si por casualidad autorizaba al mozo con su silencio las atenciones de que le colmaba Berta, fingíase María tan gozosa, que a Michel se le destrozaba el corazón.
Por más que hiciera la infeliz, no podía disimular los estragos que aquella lucha interna causaban en ella, y su desfigurado rostro habría llamado la atención de cuantos la rodeaban a no hallarse embebidos Berta en su felicidad y Pedrito y el marqués en los trabajos políticos, pues sus profundas ojeras, sus macilentas mejillas y las leves arrugas de su hermosa frente, antes tan tersa, desmentían la sonrisa que casi siempre afectaban sus labios.
Muy difícil habría sido engañar a Juan Oullier, pero este, por desgracia, estaba ausente, pues el mismo día que regresó de la Banloeuvre, fue enviado con una comisión al Este por el marqués de Souday; y como no era muy ducho en los achaques del corazón, marchóse tranquilizado sin sospechar que el mal fuese tan grave.
Había llegado el 3 de junio, y advertíase gran movimiento en el Moulin-Jacques, camino de Saint-Colombin: notábase desde la mañana que las mujeres y los mendigos iban y venían continuamente y al anochecer el vergel que precedía al cortijo parecía un verdadero campamento; a cada paso acudían hombres vestidos con blusas o chupas de caza, armados con escopetas, sable y pistolas, daban el santo a los numerosos centinelas apostados al efecto, y, formando pabellones con las armas a lo largo del vallado, sentábanse o se tendían debajo de los manzanos.
Aunque no tan numerosa como en las afueras, no estaba menos animada la concurrencia del Moulin-Jacques, donde los jefes recibían sus últimas instrucciones y concertaban las medidas que para el día siguiente debían adoptarse, en tanto que algunos nobles referían los acontecimientos del día, los cuales consistían en la reunión de los insurrectos en el erial de los Urgeins, y en algunas escaramuzas parciales con la tropa.
El marqués de Souday iba de grupo en grupo exaltado y elocuente como en los mejores tiempos de su juventud, y pareciéndole que nunca asomaría el sol del día siguiente, aprovechaba el tiempo dando algunas nociones de estrategia a los mozos que le escuchaban.
Michel, sentado junto al hogar, era el único a quien no interesaban aquellos preparativos, por cuanto habiéndole felicitado varios vecinos y amigos del marqués por su próximo enlace con la señorita de Souday, comprendía que no podía dar un paso sin enredarse cada vez más en la espesa red que le aprisionaba; y como a pesar de la promesa hecha a María, no podía borrar de su alma la imagen de su amada, aumentaba considerablemente su melancolía contrastando con la animación de cuantos le rodeaban.
En consecuencia, no pudiendo soportar tanta algazara, se escabulló entrando en el huerto del molinero, y siguiendo el curso del agua, fue a sentarse en el pretil de un arrójatelo a buen trecho de la casa. Allí estaba desde hacía una hora, cuando se le aproximó un hombre y le dijo:
—¿Sois vos, señor Michel?
—¡Juan Oullier! El Cielo os envía. ¿Hace mucho que habéis regresado?
—Apenas media hora.
—¿Habéis visto a María?
—Sí; la he visto.
Alzó Juan Oullier los ojos al cielo, y exhalando un suspiro dio a entender que conocía las causas del grave estado de María. Comprendiéndole Michel se cubrió el rostro con las manos, diciendo con voz apagada:
—¡Pobre María!
Escuchóle Oullier complacido, y luego le preguntó:
—¿Habéis tomado alguna determinación?
—No; confío que mañana una bala me ahorrará esté trabajo.
—No lo creáis; las balas son muy caprichosas, y nunca van a donde las buscan.
—Somos muy desdichados, Juan.
—Mucho os desazona eso que llamáis amor y que para mí es locura. ¡Ah!…, ¡quién hubiera dicho que cuando esas muchachas sólo pensaban en correr por el bosque con su padre y conmigo, se enamorarían del primer mozo con que tropezaran!
—Todo ha sido obra de la fatalidad.
—No acuséis a la fatalidad, sino a mí… Veamos: si os falta valor para hablar claramente a eso loca de Berta, lo tendréis a lo menos para portaros con cordura.
—Haré cuanto sea posible para unirme con María.
—¿Quién os dice tal cosa? ¡Pobre niña!, es más sensata que nosotros: comprende que no puede casarse con vos, y no se engañaba cuando así os lo decía la otra noche; pero extraviada por su cariño a Berta, se condenaba al suplicio de que desea librar a su hermana, y eso ni vos ni yo debemos consentirlo.
—¿Qué haremos, pues?
—Una cosa muy sencilla: no pudiendo casaros con vuestra amada, renunciad a la que no amáis, y de esa manera me parece que María acabará por consolarse, pues por más que diga, los celos también avasallan los corazones más puros.
—¡Renunciar a la esperanza de ser suyo y al placer de verla! ¡Jamás!, para acercarme a María atravesaría el fuego del infierno.
—Esas son razones muy pobres, señor Michel; cuando los que salieron del Paraíso se consolaron, bien podéis a vuestra edad olvidaros de vuestra amada; además, lo que acaso os separaría de María no sería el fuego del infierno, sino el cadáver de su hermana, pues vos no conocéis todavía el indomable carácter de Berta y de lo que es capaz. Yo, pobre campesino, no me explico vuestros grandes sentimientos: pero, a mi entender, los más resueltos deben cejar ante semejantes obstáculos.
—¿Qué debo hacer? Aconsejadme, amigo.
—Creo que todo el mal dimana de vuestra flaqueza de carácter: ya que no supisteis dominar la situación en que os colocó la casualidad, debéis abandonarla.
—¡Abandonarla! ¿No me ha dicho María que si yo renunciaba a su hermana, no volvería a verla jamás?
—¿Qué importa, si os ama?
—¿Y lo que sufriré?
—Lo mismo sufriréis de lejos que de cerca.
—Aquí, a lo menos, la veo.
—¿Creéis que el corazón conoce distancias? No, ni aun las que nos separan de los que para siempre se fueron. Mirad, hace ya treinta años que murió mi mujer, y hay días que la veo como os estoy viendo ahora: llevaréis en el corazón la imagen de María, y hasta creeréis oírla y que os da las gracias por todo lo que hayáis hecho.
—Preferiría que hablarais de mi muerte.
—Vamos, señor Michel, haced un esfuerzo; y, si es preciso, a pesar de la ojeriza que con justo motivo abrigo contra vos, me arrojaré a vuestros pies, diciendo: os lo ruego, devolved en cuanto quepa el sosiego a esas dos criaturas.
—En fin, ¿qué queréis que haga?
—Partid: ya os lo he dicho, y os lo repito.
—Ved que mañana será día de combate, y ausentarme hoy sería una deserción deshonrosa.
—No quiero yo deshonraros; si partís, no desertaréis.
—Explicaos.
—Por ausencia de su capitán, debo mandar una compañía de la división de Clisson, y vos me acompañaréis.
—¡Ojalá me hiriera la primera bala!…
—Combatiréis a mi lado, y si alguien duda de vos, yo le contestaré. ¿Lo queréis?
—Sí —repuso Michel con voz casi imperceptible.
—Corriente; dentro de tres horas nos pondremos en camino.
—¡Sin despedirme de ella!
—Es necesario; en estas circunstancias, tal vez no tendría valor para dejaros marchar. ¡Valor, señor Michel!
—Lo tendré, Juan.
—¿Puedo contar con vos?
—Os doy mi palabra.
—Dentro de tres horas os esperaré en la encrucijada de la Belle-Passa.
—No faltaré.
Despidióse Oullier con un gesto casi amistoso, y atravesando el puente fue a reunirse en el vergel con los demás vendeanos.