NCONTRÁNSOSE María sin apoyo alguno y a discreción de su amante, comprendió que la Providencia venía en su auxilio y acudiendo precipitadamente al encuentro de Rosina, le preguntó:
—¿Qué ocurre, muchacha?
Y llevóse las manos a los ojos para enjugar las lágrimas y a la frente para ocultar su rubor.
—Señorita —repuso Rosina—, me pareció oír el rumor de unos remos.
—¿Hacia San Filiberto?
—Creí que sólo había una lancha y que esta era la de tu padre.
—Hay, además, la del molinero de Grandlieu, y aunque está medio desfondada, de ella se habrán servido para llegar hasta aquí.
—Bueno —dijo María—, ya te sigo.
Y sin hacer caso de Michel, que le tendía las suplicantes manos, salió María de la choza para afirmarse en su primera resolución, y tras ella Rosina.
Quedóse sólo y anonadado Michel, comprendiendo que al alejarse María perdía su felicidad, puesto que no le quedaba esperanza alguna de retenerla, y que nunca más semejante embriaguez daría lugar a la declaración que acababa de oír.
En efecto, cuando María volvió, después de haber escuchado en todas direcciones, sin oír más que el murmullo del agua lamiendo mansamente la orilla, halló al Barón sentado encima de los juncos con la cabeza apoyada en las del agua lamiendo mansamente la orilla, halló al barón; acercóse al barón, quien, al oír sus pisadas, alzó la cabeza, y viéndola tan reservada como exaltada había estado antes, le tendió la mano, diciendo tristemente:
—¡María, María!
—¿Qué sucede, amigo mío?
—¡Oh, María!, en nombre del cielo, repetidme estas tiernas y embriagadoras palabras; repetidme que me amáis.
—Os lo repetiré cuantas veces queráis, si la conciencia de que mi ternura sigue con solicitud vuestros sufrimientos y esfuerzos puede prestaros valor y energías.
—¡Cómo! —exclamó Michel desesperado—. ¿Aún pensáis en esa cruel separación? ¿Queréis que después de estar seguro de mi amor con la certeza de que me amáis, me entregue a otra?
—Deseo que los dos llevemos a cabo lo que juzgo nuestro deber, amigo mío, a cuyo efecto os he abierto mi corazón, para que me imitéis a sufrir conformándoos con la voluntad del Altísimo. Estamos separados por un conjunto fatal de circunstancias, las cuales imposibilitan nuestro enlace.
—¿Por qué? Yo no he contraído compromiso alguno, y jamás he dicho a Berta que la amase.
—Pero ella me dijo que os amaba la noche en que os encontrasteis en la cabaña de Tinguy.
—Las tiernas palabras que aquella noche le dirigí, iban encaminadas a vos.
—Amigo mío, Berta podía engañarse muy fácilmente, y por consiguiente, no es extraño que cuando regresó al castillo me dijese en alto voz: «le amo». Amaros no es más que un tormento; ser vuestra sería un crimen.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—Él nos dará fuerzas para soportar las consecuencias de nuestra mutua timidez. No os la echo en cara, pues no estoy resentida de vuestra pusilanimidad cuando era tiempo de reparar el error, pero no me causéis el remordimiento de haber contribuido a labrar la desgracia de mi hermana.
—Sin embargo, ese proyecto es insensato, pues lo que tanto queréis evitar sucederá fatalmente. Berta notará algún día que no la amo, y entonces…
—Oíd, amigo mío —dijo la joven dejando caer la mano sobre el hombro del barón—; aunque cuento pocos años, ya tengo idea formada respecto de lo que llamáis amor, pues aunque mi educación haya sido distinta de la vuestra, tiene sus defectos y cualidades, y la mayor parte de estas es ser realista. Estoy habituada a oír conversaciones, en las cuales se evoca el pasado en toda su desnudez, y por lo que he sabido de la vida de mi padre he llegado a comprender lo efímero de las pasiones como la vuestra. No dudo, por consiguiente, que Berta llegará a reemplazarme en vuestro corazón antes que se advierta de vuestra indiferencia: es la única esperanza que me resta; no me la quitéis.
—Me pedís una cosa imposible, María.
—Entonces, no cumpláis la palabra que tenéis empeñada con mi hermana, desoíd los ruegos que a vuestros pies os he dirigido y será una mancha más para dos desgraciados criaturas demasiado vilipendiadas, y con sobrada injusticia, por el mundo; juntas sufriremos, y exacerbadas por nuestro mutuo dolor tal vez llegue el día que os maldigamos.
—María, en nombre del Cielo, no pronunciéis esas palabras.
—Michel, el tiempo vuela, y no tardará en amanecer, tenemos que separarnos, y mi resolución es irrevocable. Ambos hemos tenido un hermoso sueño, que nos es preciso olvidar; ya os he dicho cómo podéis haceros digno, no de mi amor, pues ya lo tenéis, sino de mi gratitud eterna. Os juro —añadió con acento aún más suplicante, que si me otorgáis lo que os ruego y hacéis feliz a mi hermana, toda mi vida pediré al Señor que os haga dichoso; pero si me rechazáis, si vuestro corazón no puede alcanzar hasta donde raya mi abnegación, renunciad a verme, pues repito, y a la faz de Dios os juro, que nunca seré vuestra.
—María, no juréis; dejadme al menos una esperanza, los obstáculos que nos separan pueden vencerse.
—Daros una esperanza sería una falta; y puesto que la certidumbre de que comparto vuestro pesar, no puede infundiros la resignación y la fortaleza con que yo lo sufro, añadiré que siento muchísimo lo que esta noche ha mediado y que no debemos dejarnos alucinar por nuestras ilusiones. Ahora, Michel, despidámonos para siempre.
—¡No volver a veros, María!, prefiero la muerte. ¿Qué queréis de mí? Ordenad…
La emoción enmudeció a Michel.
—Nada mando; os he pedido de rodillas que ya que me habéis destrozado el corazón no hagáis otra víctima; y os lo suplico de nuevo.
E hincó una rodilla en el suelo.
—Alzad, María; haré cuanto queráis, pero vos no os alejéis de mí: cuando sufra demasiado, vuestras miradas me infundirán valor.
—Gracias, amigo mío: si pido y acepto ese sacrificio, es porque lo creo necesario para vuestra dicha y la de Berta.
—¿Y vos?
—No penséis en mí. Dios ha dado a la abnegación inefables consuelos: me bastará vuestra dicha.
Ocultóse María el rostro con las manos como temiendo que la desmintiera.
—¡Dios mío! —exclamó Michel, desesperado, mesándose los cabellos—. Estoy condenado, no me queda ninguna esperanza.
En esto penetró Rosina en la choza diciendo:
—Señorita, ved que ya amanece.
—¿Qué tienes, Rosina? —interrogó María—; estás demudada.
—Es que, así como antes me pareció oír ruido de remos en el lago, me ha parecido ahora que me seguían.
—Lo habrás soñado; ¿quién puede haberte seguido en este islote?
—Esa es la pregunta que me he hecho yo, pues por más que he observado, a nadie he visto.
Los sollozos de Michel hicieron volver el rostro a María, quien le dijo:
—Nos iremos solas; dentro de una hora, Rosina vendrá a buscaros con el bote. No deis al olvido vuestra promesa; cuento con ella.
—Contad con mi amor. La prueba que acabáis de exigirme es terrible, y crudísimo el sacrificio que me imponéis. No permita Dios que sucumba.
—Pensad que Berta os ama; pensad que está pendiente de vuestras miradas, y que prefiero la muerte antes que ella conozca el estado de vuestro corazón.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—¡Ea!, ¡valor! ¡Adiós, amigo mío!
Y aprovechando la oportunidad de que Rosina abría la puerta para mirar, inclinóse y estampó en la frente del mozo un beso muy diferente del que media hora antes recibiera: uno, era la ardiente llama que va del corazón del amante al de la amada y el otro el casto adiós de la hermana al hermano. Comprendió Michel la diferencia, y sintió oprimírsele el corazón y saltársele las lágrimas. Acompañó a la doncella hasta la orilla, y cuando entraron en la barca, sentóse en una piedra y la estuvo contemplando hasta que la niebla de la mañana las envolvió completamente.
Oía el rumor de los remos como un fúnebre tañido que anunciaba lo efímero de sus lisonjeras ilusiones, las cuales se desvanecían como otros tantos fantasmas, cuando sintió que le tocaban ligeramente en el hombro. Era Juan Oullier, cuyo rostro, más triste que de costumbre, no conservaba la expresión de odio que siempre había notado el Barón: tenía húmedos los ojos y gruesas gotas de agua en la barba. ¿Era el rocío de la noche o las lágrimas del veterano de Charette? Oullier tendió la mano a Michel, lo cual nunca había hecho; y este se la tomó titubeando y mirándole con extrañeza.
—Lo he oído todo —dijo Juan Oullier.
Bajó Michel la cabeza exhalando un suspiro.
—Sois dos excelentes corazones —prosiguió el vendeano—, tenéis razón, os habéis impuesto una tarea espantosa. ¡Dios os recompense esa abnegación! En cuanto a vos, si alguna vez sentís que vuestro ánimo decae, acordaos de mí, y os probaré que si Juan Oullier sabe odiar a sus enemigos, también sabe amarles.
—Gracias —respondió Michel.
—¡Ea!, no lloréis, que las lágrimas no sientan bien al hombre; y si fuere preciso, trataré de hacer entrar en razón a esa testaruda Berta, aunque os declaro previamente que no es empresa muy fácil.
—Hay una cosa que lo será, si ella no cede, por poco que me ayudéis.
—¿Qué es ello?
—Hacerme matar.
Dijo el barón estas palabras con tanta naturalidad, que no dejaba la menor duda de su propósito.
—¡Diantre! —murmuró Juan Oullier— parece que lo hará como lo dice. Corriente —dijo al barón—; en ese caso, veremos.
A pesar de lo triste de la promesa, Michel se animó al oírla.
—Vámonos —agregó Oullier—, no podéis quedaros aquí; tengo un bote en bastante mal estado; pero con algunas precauciones podrá llevarnos a la opuesta orilla.
—Rosina vendrá a buscarnos dentro de una hora.
—Será inútil; eso le enseñará a no contar los asuntos de los demás en las carreteras, como lo ha hecho con vos esta noche.
Al decir estas palabras que revelaban los motivos de Juan Oullier para seguirle, entraron ambos en el bote, y poco después alejáronse por el lado de San Filiberto, apartándose del camino que seguían María y Rosina.