LIV

AUNQUE María estaba decidida a conservar su imperio sobre sí misma, fue tan súbita la aparición de Michel, tan suplicante y amorosa su invocación, vibrando su voz con tal acento, que el seno de la niña palpitaba conmovido, sus manos temblaban, y las lágrimas que el joven creyó ver brillar en sus ojos se deslizaban y caían gota a gota, cual líquidas perlas, sobre las manos del barón, que estrechaba las suyas. Afortunadamente estaba Michel demasiado conmovido para observar la emoción de María, y reponiéndose esta antes que él la hablase, desvióle suavemente y miró en torno, mientras el barón fijaba en ella la vista inquieta e interrogadora.

—¿Por qué habéis venido solo? —interrogó María—. ¿Dónde está Rosina?

—Y vos —dijo el mozo con dolorido acento—, ¿por qué no os entregáis con todo corazón al júbilo de volverme a ver?

—Amigo mío —repuso la doncella, acentuando estas palabras, creo que ahora tenéis menos derecho que nunca a dudar del interés que por vos me tomaba.

—No —exclamó el barón, tratando de estrecharle otra vez las manos—; no, puesto que os debo la libertad y quizás la vida.

—No obstante —dijo María, haciendo un esfuerzo para sonreírse—, estamos solos, y por más Loba que sea, querido señor Michel, sé que no debo faltar a las leyes del decoro: con que hacedme el obsequio de llamar a Rosina.

Exhaló Michel un profundo suspiro y permaneció de hinojos derramando copiosas lágrimas, mientras María volvió el rostro para no verlas, y al ir esta a levantarse, él la detuvo. El pobre mancebo conocía muy poco el corazón humano para darse cuenta de que otras veces no había manifestado ningún recelo de tener con él una entrevista tan solitaria como aquella, y para deducir de esa desconfianza de una misma consecuencia favorable a sus amorosas esperanzas; muy al contrario, sus deliciosos sueños se desvanecían como el humo, y encontrando de repente a María tan fría e indiferente como pocos días antes, exclamó con acento de dolorosa reconvención:

—¡Ah!, ¿por qué me habéis salvado?, los soldados tal vez me habrían fusilado, y a lo menos hubiera muerto con la ilusión que ahora acabo de perder. ¿Qué me importa la vida, si no me amáis?

—¡Michel!, callad, por Dios.

—Lo he dicho y lo repito.

—Vamos, reportaos y no seáis niño —replicó María afectando un tono maternal—. ¿No veis que me estáis haciendo sufrir?

—Lo dudo —añadió Michel.

—¿Así, pues, dudáis de mi sinceridad?

—¿Creéis que me basta ese sentimiento?

—Amigo mío —dijo María, haciendo un poderoso esfuerzo—, lo que vos me pedís Berta os lo ofrece; estad convencido de que os ama como vos queréis y merecéis serlo.

La voz de María temblaba al decir esas palabras, y moviendo el barón la cabeza, respondió con un suspiro:

—¡Si no es ella!, ¡si no es ella!

—¿Por qué —prosiguió María fingiendo no haber reparado en aquella exclamación—; por qué le habéis escrito una carta que la hubiera desesperado?…

—¿Ha llegado, pues, a vuestras manos?

—Sí, y ha sido una gran felicidad, a pesar del dolor que me ha causado.

—¿La habéis leído toda?

—Sí —repuso la joven, tapándose los ojos ante la mirada suplicante del barón—; la he leído, y por lo mismo he querido hablaros antes de que vieseis a Berta.

—¿No habéis comprendido, María —exclamó el barón juntando las manos—, que a Berta solamente puedo amarla como a una hermana?

—No —contestó María—; lo que he comprendido es que sería para mí una gran desgracia al causar la de mi hermana, la de mi pobre hermana, a quien tanto amo.

—¿Qué queréis, pues de mí?

—Lo que quiero; lo que os suplico, es que sacrifiquéis un sentimiento que aún no ha tenido tiempo de echar hondas raíces en vuestro corazón; os pido que renunciéis a una predilección injustificada y a una pasión que labraría la desdicha de los tres.

—Pedidme la vida, María; puedo matarme o hacerme matar, nada más fácil, pero no me pidáis que deje de amaros, porque es imposible, María.

—No obstante, es necesario, Michel —dijo María, con acento cariñoso—; nunca alentaré el amor de que habláis en vuestra carta: lo he jurado.

—¿A quién?

—A Dios ya mí.

—¡Oh! —exclamó Michel, rompiendo en sollozos—. ¡Y soñé que me amaba!…

Parecióle a María que cuanto más crecía la exaltación del mancebo, tanto más fría y reservada debía mostrarse, y contestó:

—No creáis que os hablo solamente en nombre de la razón, sino como buena y leal amiga, rogándoos que olvidéis a la que no puede ser vuestra y consagréis vuestro corazón y cariño a la mujer con quien estáis, por decirlo así, desposado.

—¡Oh!, ya sabéis que esos desposorios son efecto de un error de Pedrito; por lo demás, no ignoráis cuáles son mis sentimientos, desde aquella noche en que los soldados penetraron en el castillo, y por cierto que entonces no los rechazasteis: vuestras manos apretaban las mías, yo estaba arrodillado ante veis como ahora vuestra cabeza se inclinaba hacia mí y vuestros hermosos cabellos me acariciaban la frente. Confieso el yerro que cometí al no revelar a Pedrito el nombre de mi amada; mas no podía suponer que se me creyese enamorado de otra que no fueseis vos, siendo mi maldita timidez la causa de que me vea separado para siempre de la mujer a quien idolatro, y para siempre unido a la que no puedo amar.

—La falta que tan ligera os parece, la encuentro irremediable, pues no puedo ser feliz a costa de la dicha de mi hermana.

—¡Dios mío! ¡Cuán desgraciado soy!

—Comprendo vuestro dolor; pero es forzoso tener entereza de ánimo en la adversidad. Valor, amigo mío, que ese amor irá desapareciendo poco a poco de vuestro tierno corazón, y si conviene me alejaré de vos.

—¡Separaros de mí!, ¡jamás! El día que os vayáis, me iré también yo.

—Entonces me quedaré, y cuando seáis dichoso, cuando estéis casado con Berta…

—¡Nunca!

—Sí, amigo mío; Berta os conviene más que yo, os ama mucho más de lo que podéis figuraros, y estad seguro de que no tardaréis en obtener la recompensa digna de ese sacrificio.

Fingió María una calma que estaba muy lejos de sentir; su agitación y palidez revelaban el estado real de su ánimo, y habiéndola Michel escuchado con febril impaciencia, replicó:

—¡No habléis así! ¿Creéis, acaso, que el curso de las afecciones es como el río que un ingeniero encauza entre las orillas de un canal, o como la parra, cuyas ramas se extienden en la dirección que les da el hortelano? No, mil veces no; os amo a vos sola, María; no puedo olvidaros, y aunque me lo propusiera no lo conseguiría. ¡Ah, desgraciado de mí, si os casarais con otro! —exclamó Michel, alzando las manos al cielo con desesperación.

—¡Michel! —exclamó María, con exaltación—, haced lo que os pido, y os juro por lo más sagrado no pertenecer más que a Dios; nunca me casaré; vuestro será mi cariño, no un cariño pasajero que pueda el tiempo disipar o un hecho destruir, sino el cariño engendrado por el agradecimiento, porque os deberé la felicidad de mi hermana, y os bendeciré toda mi vida.

—El amor que profesáis a vuestra hermana os extravía —respondió Michel—; vos sólo pensáis en ella sin imaginar que al unir mi existencia a la de una mujer que no amo equivale a imponerme un eterno suplicio: no puedo resignarme a semejante desdicha.

—Sí, amigo mío, es resignaréis, pues por amarga que sea la fatalidad, llevaréis a cabo una acción noble y generosa y Dios recompensará tan doloroso sacrificio. Esta recompensa será la felicidad de las dos pobres huérfanas.

—Os repito que no me habléis así; ignorando la fuerza del amor, queréis que renuncie a vuestra mano sin pensar que sois mi corazón, mi alma, mi vida, y exigiendo que me arranque el corazón, reniegue de mí mismo y aniquile con mis propias manos mi felicidad y mi existencia. Para mí sois el faro que me guía por el proceloso mar de la vida y si me faltáis, me faltará todo; me veré sumergido en un abismo sin fondo.

—No obstante —exclamó María con desesperado acento—, ¿y sí Berta os ama y yo no?

—¡Ah!, si no me amáis, si tenéis valor para decírmelo fijando vuestros ojos en los míos y estrechando en vuestras manos las mías, todo habrá terminado.

—¿Qué haréis?

—Una cosa muy sencilla; tan cierto como esas estrellas que brillan en el firmamento qué ven la pureza del amor que os profeso; tan cierto como Dios, que las huella, conoce lo eterno de este amor, ni vos ni vuestra hermana volveréis a verme.

—¿Qué decís, desdichado?

—Que atravesaré este lago, para lo cual necesitaré diez minutos, y montando en el caballo que tengo en los juncales, me dirigiré al destacamento más próximo, en que invertiré otros diez minutos, y bastará que diga que soy el barón Michel de La Logerie, para que dentro tres días me fusilen.

María lanzó un grito.

—Lo haré, María; tan cierto como las estrellas os miran y como Dios, que a sus pies las tiene, oye el juramento que hago.

—Disponíase el barón a salir de la choza, cuando María le cerró el paso asiéndole del brazo, cayó sin fuerzas a sus rodillas, exclamando:

—¡Michel!, si me amáis como decís, oíd mis súplicas, y en nombre de este amor no matéis a mi hermana; ceded a mis ruegos y a mis lágrimas, otorgadle la vida y la ventura, y Dios os lo tendrá en cuenta, pues mi corazón le pedirá todos los días que haga feliz a quien ayudó a salvar a la que amo más que a mí misma. Olvidadme, Michel, os lo ruego por lo que más amáis en el mundo.

—¡Dios mío!, ¡cuán desgraciado soy! —exclamó Michel mesándose los cabellos—, ¿sabéis que no podré sobrevivir a semejante desdicha?

—Valor, amigo mío, valor —dijo la joven, sintiéndose desfallecer a su turno.

—Lo tendré para todo, menos para renunciar a vos; esta idea me espanta y desespera.

—¡Michel, amigo mío!, haced lo que os pido —murmuró María con voz ahogada.

—¡Pues bien!…

Iba a decir que sí, pero se contuvo, y prosiguió:

—¡Ah!, si a lo menos sufrierais como yo…

A esa exclamación de supremo egoísmo, aunque de supremo amor, fuera de sí María le estrechó entre sus trémulos brazos y con voz cortada por los sollozos le dijo:

—¿Te consolaría saber que mi corazón está tan desgarrado como el tuyo?

—¡Sí, sí!

—¿Crees que el infierno sería un paraíso si yo estuviese a tu lado?

—Estoy dispuesto a aceptar una eternidad de tormentos con esta condición.

—¡Pues bien! —exclamó la joven, delirante—, satisfecho estás, hombre cruel: yo también sufro como tú, también siento tus angustias, también muero desesperada al pensar en el sacrificio que el deber nos impone.

—¿Qué dices, María?, ¿me amas?

—¡Ingrato!, ¡ingrato! ¡Ve mis lágrimas, mi martirio, y me pregunta si le amo!

—¡María! ¡María! —exclamó Michel examiné—, ¿después de haber estado a punto de matarme de dolor, quieres hacerme morir de alegría?

—¡Sí, te amo!, ¡te amo!, hora es ya de que salgan de mi pecho estas dos palabras que hace tanto tiempo me ahogan. Te amo tanto que a la idea del sacrificio que hemos de llevar a cabo, moriría contenta en el momento de confesarlo.

Y mientras hablaba, como atraída a pesar suyo por una fuerza magnética, acercaba María su rostro al de Michel, quien la contemplaba estático… Pero, levantándose rápidamente, rechazó al barón, y sin transición alguna, prorrumpió en copioso llanto.

En aquel momento entraba Rosina en la cabaña.