LIII

DOS horas después de lo que acabamos de narrar, oyó el centinela el ruido de un carro que subía la cuesta, y fiel a su consigna, dio él «¿Quién vive?». Cuando el carro estuvo a corta distancia, el conductor se detuvo a la voz de «¡alto!», y salieron del puesto cuatro soldados y un cabo para reconocer carro y carretero. El carro estaba cargado de heno, y el conductor dijo que iba a San Filiberto para entregarlo a su dueño, agregando que había aprovechado parte de la noche para ahorrar un tiempo precioso en aquella estación. El cabo le dejó pasar, pero por más esfuerzos que hicieron caballo y carretero, el carro no pudo adelantar un paso, como si estuviese clavado en el punto más pendiente de la cuesta.

—Es una barbaridad —dijo el cabo—, agobiar de tal manera a ese pobre animal. ¿No veis que lleva doble carga de la que puede arrastrar?

—¡Lástima! —exclamó un soldado—, que el sargento haya despedido a aquel gigante. Lo habríamos enganchado junto al caballo, y de seguro habría sacado de apuros a ese pobre hombre.

—Ya lo creo —repuso otro—; el caso está en saber si se habría dejado enganchar.

Si el que acababa de pronunciar esas palabras hubiese visto lo que sucedía en la trasera del carro, habría notado que, efectivamente, tenía razón, hubiérase explicado la dificultad que el caballo experimentaba en arrastrarlo, pues la originaba el mendigo, quien, tirando de la barra que sostenía la carga por detrás, y envuelto en las tinieblas, oponía su fuerza a la del caballo con éxito superior al que obtuviera aquella tarde en sus asombrosos ejercicios.

—¿Queréis que os ayudemos? —interrogó el cabo.

—Dejad que pruebe otra vez —contestó el carretero ladeando el carro para disminuir la rapidez de la pendiente, y, asiendo de la brida, arreó violentamente de palabra y obra al caballo, mientras los soldados unían a las suyas sus excitaciones; después de un supremo esfuerzo que hizo brotar millares de chispas de los guijarros, cayó el animal, y como si las ruedas hubiesen tropezado con algún obstáculo que las hiciera perder el equilibrio, inclinóse el carro y acabó por volcar contra la pared de un edificio.

Empezaron los soldados a desenganchar el caballo, y gracias a su precipitación no repararon en Piojoso, el cual, satisfecho de haberse deslizado bajo el carro para hacerle perder el equilibrio con sus hercúleas espaldas, marchóse tranquilo, desapareciendo detrás de un vallado.

—¿Quieres que te ayudemos a levantar el carro? —preguntó el cabo al carretero—. Habrás de ir a buscar un caballo de refuerzo.

—No, ¡por vida mía! —repuso el carretero—; mañana será otro día: una vez que Dios no quiere que pase adelante, hágase su voluntad.

Echó el carretero los arreos sobre el caballo, y montando en él, se alejó después de dar las buenas noches a los soldados. A doscientos pasos del cuerpo de guardia se le aproximó Piojoso, y al verle le dijo:

—¿Qué tal?, ¿lo hice bien?

—Sí —repuso el mendigo—; tal como lo había dispuesto Courte-Joie.

—¡Buena suerte! Voy a volver el caballo al paraje de donde lo he sacado; cuando el amo del carro lo busque, quedará asombrado al verlo allá arriba.

—Dile que se ha hecho por el bien de nuestra causa, y verás como no replica.

Alejóse el aldeano y Trigaud continuó rondando por aquellos alrededores hasta que oyó dar las once en Saint-Colombin. Subió entonces al punto con los zuecos en la mano, y acercándose con cautela a la lumbrera del calabozo, sacó con mucho cuidado el heno del carro y, esparcido por el suelo para formar un lecho, sobre el cual derribó lentamente la muela e inclinándose en seguida, rompió la tablazón que cerraba el respiradero por dentro, tiró de Aubin, a quien Michel impelía por detrás, y luego sacó al barón tendiéndole las manos; hecho lo cual, Trigaud se los cargó en hombros y alejóse descalzo del puesto sin que, a pesar de su corpulencia y de la doble carga que llevaba, hiciera más ruido que un gato andando sobre una alfombra. A unos quinientos pasos detúvose obedeciendo a la indicación de Aubin. Bajó Michel, y sacando un puñado de monedas, algunas de oro, las puso en la ancha mano de Piojoso; este iba a guardárselas en el bolsillo, cuándo Aubin le contuvo diciéndole:

—Devuelve ese dinero al señor, nosotros no comemos a dos carrillos.

—¿Cómo? —preguntó Michel.

—No debéis estarnos tan agradecido como acaso creéis.

—No os comprendo —dijo el barón.

—Ahora que estamos fuera de la maldita bodega, puedo confesaros que falté a la verdad cuando os dije que me había hecho prender solamente con el objeto de libertaros; ya comprenderéis que necesitaba vuestro auxilio. Ya que, gracias a la buena voluntad y a la fuerza hercúlea de mi amigo Piojoso, hemos logrado evadirnos tan fácilmente, os declaro que no habéis hecho más que mudar de prisión.

—¿Qué queréis decir?

—Que hace poco os hallabais en una húmeda e insalubre cárcel, y si bien os veis ahora en el campo, no por eso dejáis de estar preso.

—¿Y de quién soy prisionero?

—¡Toma!, de mí.

—¿De vos? —exclamó el barón lanzando una carcajada.

—Por ahora sí, y por más que os asombre, sois mi prisionero hasta que os haya puesto en manos de quien os reclama.

—¿Qué manos son esas?

—No tardaréis en saberlo; yo no puedo hacer más que cumplir mi encargo; sólo os diré que peor suerte os podía haber caído.

—Concluyamos…

—A eso voy. Han invocado algunos beneficios que me hicieron, y dando una buena propina a nuestro amigo Piojoso, me han dicho: «Libertad al barón Michel de La Logerie y traedlo»; os he libertado y os llevo.

—Oíd —replico el joven, Sin comprender una palabra de cuanto le decía el posadero de Montaigu—; aquí tenéis mi bolsillo, y en cambio, acompañadme hasta el camino de La Logerie, a donde deseo regresar esta misma noche.

Michel creía que sus dos libertadores habían encontrado mezquina la gratificación, considerando la importancia del servicio que le habían prestado.

—Señor —repuso Aubin con toda la dignidad de que era capaz—, mi compañero no puede aceptar esa recompensa, porque le han pagado para hacer todo lo contrario de lo que pedís; y en cuanto a mí, si no me conocéis aún, voy a hacer que me conozcáis: soy un honrado negociante que por algunas diferencias de opinión con el Gobierno he tenido que abandonar mi domicilio; pero por muy pobres que sean mis apariencias, tened entendido que no vendo los favores.

—¿A dónde diablo vais a llevarme? —preguntó Michel, admirado de semejante réplica.

—Hacednos el favor de seguirnos, y os prometo que antes de una hora lo sabréis.

—¿Seguiros cuando me decís que soy vuestro prisionero? ¡Tendría que ver!

Sin responder, hizo Aubin una seña a Trigaud y, antes que el mancebo acabase la frase, este extendió el brazo y le asió por el cuello. El barón quiso gritar, prefiriendo estar en poder de los soldados que del mendigo; pero este le puso la otra mano en la boca a guisa de mordaza y así corrieron unos setecientos pasos a través de los campos, de modo que medio suspendido Michel en el aire, pendía de la mano del coloso, rozando el suelo con la punta de los pies.

—Basta, Trigaud —dijo Aubin que, como se comprenderá, permanecía sentado en los hombros del atleta—, el barón habrá desistido de su idea de volver a La Logerie, y, por otra parte, nos han recomendado mucho la mercancía para que la llevemos averiada. Vamos a ver —añadió, dirigiéndose al fatigado barón, mientras Trigaud hacía alto por un momento—: ¿Seréis ahora más razonable?

—Forzoso es que me resigne, puesto que sois más fuerte que yo y no tengo armas para defenderme de vuestros malos tratamientos.

—¡Malos tratamientos! ¿Queréis callar? Si insistís en afirmarlo, os preguntaré si no es cierto que así en el calabozo de los azules como por el camino, no habéis cesado de decirme que queréis volver a La Logerie, y si no es cierto igualmente que esa obstinación es la que nos ha obligado a usar de la violencia.

—A lo menos, decidme quién os ha enviado para libertarme.

—Me está absolutamente prohibido, pero sin contravenir a las órdenes que he recibido, puedo aseguraros que es una persona muy amiga vuestra.

Helósele a Michel el corazón, pensando que Berta habría recibido la carta, y que la ofendida Loba le esperaba, y por más penosa que le fuese una explicación, la delicadeza le obligaba a no rehuirla.

—Ya sé quien me aguarda —repuso.

—¿De veras, señor barón?

—Es la señorita de Souday.

Aubin no contestó y miró a su compañero con un aire que parecía decir: lo ha adivinado.

El barón, notando la mirada, agregó:

—Adelante.

—¿No intentaréis ya escaparos?

—No.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor —repuso Michel.

—Siendo así, os daremos un medio para que no os destrozáis los pies con los abrojos, ni os atasquéis en ningún lodazal de esos que nos cargan las botas con media arroba de peso.

No tardó el joven en explicarse esas palabras, pues habiendo Trigaud atravesado el camino a cuya orilla se encontraban, apenas dieron cien pasos por el bosque, cuando oyó el barón un relincho.

—¡Mi caballo! —exclamó sorprendido.

—¿Creíais, por ventura, que os lo habíamos robado?

—Entonces, ¿por qué no os encontré en el paraje en que os lo dejé?

—Por una razón muy sencilla. Habíamos visto vagar a nuestro alrededor algunos pajarracos que nos miraban con mucho interés, y como no nos gusta la gente curiosa y pasaban tres horas sin que parecierais, nos hemos decidido a volver vuestro caballo a la Banloeuvre, a donde creíamos que regresaríais sino os prendían, y por el camino hemos visto que estabais en libertad todavía…

—¿Todavía?

—Sí; pero después os han detenido.

—¿Estabais cerca cuando me detuvieron los gendarmes?

—¿Sabéis, caballero —contestó Aubin— que tenéis que ser muy inexperto, cuando de tal modo os ponéis a fantasear en mitad del camino, en vez de observar lo que pasa a vuestro alrededor? A larga distancia debíais haber oído el trote de sus caballos, puesto que nosotros lo oíamos muy distintamente, y hubierais podido ocultaros.

Pensando Michel en lo que tan absorto le tenía en el momento que Aubin le recordaba, exhaló un gran suspiro, montó a caballo en tanto que Aubin trataba de indicar a Trigaud la manera de tener el estribo. En seguida, volvieron al camino, y apoyando el mendigo la mano en el cuello del caballo, siguióle así hasta que al cabo de media legua tomaron por un atajo que, a pesar de las tinieblas que reinaban, conoció Michel por el aspecto de la arboleda. Pronto llegaron a una encrucijada, a cuya vista se estremeció el mancebo, acordándose de que la había atravesado la noche que por primera vez acompañaba a Berta. Dirigíanse los caminantes a la cabaña de Tinguy, donde, a pesar de lo avanzado de la hora; se veía brillar una luz, cuando de repente salió de un huerto, que con el sendero lindaba, un grito, al cual contestó Aubin inmediatamente.

—¿Sois vos, Courte-Joie? —preguntó una voz femenina, al propio tiempo que una forma blanca asomaba la cabeza por el vallado.

—Sí, y vos, ¿quién sois?

—Rosina, la hija de Tinguy. ¿No me conocéis?

—¡Rosina! —murmuró Michel, cuya presencia le confirmó en la idea de que era Berta quien le aguardaba.

Deslizóse Aubin con su habilidad de mono a los pies de Piojoso, encaminóse al seto saltando como un sapo, y en tanto que su compañero vigilaba al barón, dijo, aproximándose a Rosina:

—¡Cáspita!, la noche es oscura como boca de lobo, y lo blanco parece pardo.

—¿No es en tu casa la cita? —añadió bajando la voz.

—Sí; he venido porque hay gente en ella y no podéis ir con el señor barón.

—¡Cómo! ¿Así, pues, esos condenados azules están por todas partes?

—No son soldados, sino Juan Oullier y unos cuantos mozos de Montaigu.

—¿Qué hacen?

—Están hablando; entrad y echaréis un trago que os entonará el estómago.

—Con mil amores. ¿Qué haremos de este señorito?

—Dejadlo por mi cuenta; ¿acaso no lo habíamos convenido así?

—Cierto; pero en tu casa habríamos encontrado alguna bodega o granero para encerrarle fácilmente, pues es manso como un cordero; mientras que a cielo descubierto nos exponemos a perderlo, pues sabe escurrirse como una anguila.

—Nada temáis —dijo Rosina con la sonrisa tan rara y tan triste que se observaba en ella desde la muerte de su padre y de su hermana—. ¿Creéis, por ventura, que se hará rogar mucho más para seguir a una linda muchacha que a dos vejestorios como vosotros?

—¿Y si el prisionero se lleva al guarda?…

—Perded cuidado; tengo los pies y los ojos buenos, y muy firme el corazón; por otra parte, el barón es mi hermano de leche, y hace ya mucho tiempo que nos conocemos. En fin, ¿qué encargo os han encomendado?

—El de libertarle, si podíamos, y llevarle de buen o mal grado a la casa de tu padre, donde debíamos encontrarte.

—¿Sí?, pues heme aquí; la casa la tenéis delante y el pájaro salió de la jaula: con que nada más tenéis que hacer.

—¡Pardiez, claro está!

—¡Pues, buenas noches!

—Di, Rosina, ¿no podríamos, para tenerlo más seguro, atarle un hilo a la pata?

—Gracias, Aubin: podéis guardarlo para vuestra lengua.

A pesar de haber permanecido a alguna distancia de los dos interlocutores, Michel oyó el nombre de Rosina, lo cual le confirmó aún más en sus sospechas. Además, la conducta de Aubin, la violencia con que se había conducido por medio de Piojoso, la discreción del posadero respecto al origen y causa de su abnegación respecto de un hombre a quien apenas conocía, concordaba perfectamente con la irritación que a su vez debía haber causado a la irascible Berta la carta que para ella entregó al notario Loriot.

—No sois como ese tonto de Aubin que se obstinaba en no conocerme, ¿no es cierto, señor Michel? —dijo Rosina.

—No, por cierto. Ahora, decidme.

—¿Qué?

—¿Dónde está la señorita Berta?

—Lo ignoro —repuso Rosina con una sencillez que Michel apreció en su justo valor.

—¿No lo sabéis?

—No, señor.

—¿No la habéis visto?

—Tampoco; solamente sé que tenía que ir al castillo con el señor marqués; yo estaba en Nantes.

—¡En Nantes! —exclamó el mancebo. ¿Habéis estado hoy en Nantes?

—Seguramente.

—¿A qué hora?

—Daban las nueve, cuando cruzábamos el puente de Rousseau.

—¿No ibais sola?

—No; he acompañado a la señorita María; eso ha retardado el viaje, porque han tenido que irme a buscar al castillo.

—¿Y en dónde se encuentra ahora la señorita María?

—En el islote de la Jonchére, a donde voy a acompañaros. ¿Sabéis que me hacen gracia vuestras preguntas?

—¡Vais a llevarme a su lado! —exclamó Michel loco de alegría—. ¡Vamos, vamos pronto, querida Rosina!

—¡Y ese estúpido de Aubin que decía que sería difícil llevaros! ¡Habráse visto animal!

—¡Rosina, por Dios, no perdamos tiempo!

—Pues por mi parte no deseo otra cosa; para ir más aprisa tendríais que llevarme a la grupa.

—Con mil amores —exclamó Michel, que a la sola idea de ver a María había desechado toda sospecha celosa, rebozando de júbilo al pensar que su amada se había ocupado con tanto interés de salvarle.

—Dadme la mano —dijo Rosina, apoyando el pie en el del mancebo.

Y, una vez sentada en la grupa, prosiguió:

—Tomad a la derecha.

Obedeció el joven sin pensar ya en Trigaud ni en Aubin, pues en aquel momento todo lo del mundo para él se encerraba en María. A corto trecho, anhelando el barón hablar de ella, preguntó a su compañera:

—¿Cómo ha sabido la señorita que me habían preso los gendarmes?

—Es preciso tomarlo de más lejos.

—Tomadlo de tanto como queráis; pero responded, pues tengo deseos de saberlo. ¡Cuán hermosa es la libertad, sobre todo, cuando me proporciona ver a María!

—Debo deciros, señor barón, que hoy, al amanecer, ha venido la señorita María del castillo de Souday, y, pidiéndome que le prestase mi vestido nuevo, me ha dicho: «Rosina, vente conmigo». Entonces, hemos tomado el camino de Nantes, como dos verdaderas aldeanas, llevando dos cestas de huevos. Una vez llegadas allí, mientras yo los estaba vendiendo, la señorita ha ido a evacuar sus diligencias.

—¿Cuáles eran? —preguntó el barón recordando al joven disfrazado de aldeano, a quien había visto por la mañana con María.

—¡Cáspita!, lo ignoro —repuso Rosina; y sin reparar en el suspiro que exhaló el mancebo, añadió—: Como la señorita estaba muy cansada, pedimos al señor Loriot nos llevase en su carruaje; por el camino nos hemos detenido para dar pienso al caballo, y mientras el notario hablaba con el posadero sobre el precio de los granos, nosotras hemos ido al huerto, porque todos los aldeanos se hacían ojos mirando a la señorita, que por cierto era demasiado hermosa para aldeana. Entonces comenzó a leer una carta que le ha hecho llorar a raudales.

—¿Una carta?

—Sí, una que el señor Loriot la entregó por el camino.

—¡Mi carta! —exclamó el barón—; ¡ha leído mi carta a su hermana! ¡Oh!

Y detuvo repentinamente el caballo, no sabiendo si alegrarse o apesadumbrarse de los acontecimientos; pero Rosina, que ignoraba la causa de aquel alto, preguntó:

—¿Qué estáis haciendo?

—Nada, nada —contestó el barón, aflojando la rienda.

El caballo tomó el trote y Rosina continuó su relato:

—Llorando estaba con aquella carta a la vista, cuando de pronto oímos que nos llamaban del otro lado de la cerca, y al aproximarnos vimos que eran Courte-Joie y Piojoso. Contaron el lance que os acababa de acontecer, y preguntaron a la señorita que habían de hacer de vuestro caballo. ¡Ah!, ¡si la hubieseis visto, señor barón!, demudóse mucho más que al leer la carta, y tanto le dijo a Aubin que el pobre hombre, que debe algunos favores al marqués se decidió a tratar de libertaros. Excelente amiga tenéis, señor Michel.

Tan embelesado escuchaba el mancebo, que hubiera dado una moneda de oro por cada sílaba del relato de Rosina, y pareciéndole que el caballo marchaba con demasiada lentitud, rompió una rama de nogal para hacerle andar tan de prisa como los latidos de su corazón.

—¿Por qué no me habéis aguardado en casa de vuestro padre? —preguntó el barón.

—Así pensamos hacerlo y nos apeamos allí con el propósito de ir a pie a Souday: la señorita había encargado a Aubin que os llevase al castillo y no os dejase regresar a la Banloeuvre antes de verme; pero no lo ha querido la fatalidad, pues nuestra casa tan solitaria desde la muerte de mi padre, ha estado tan llena de gente toda la noche como una posada. Al cerrar la noche, la señorita María, que se hallaba escondida en la bohardilla, me ha rogado que la acompañase a un sitio donde pudiera hablaros sin testigos, si Aubin conseguía libertaros, y… Pero ya estamos a la altura del molino de San Filiberto, pronto veremos el lago de Grandlieu.

Esas palabras le valieron al caballo del barón un fuerte varazo, pues al oír que estaba ya cerca de María, comprendió Michel que se acercaba el desenlace de aquella extraña situación. Sabiendo María que por amor a ella había rechazado el barón el enlace que le propusieron, no se ofendía de ello, puesto que el interés que le profesaba la inclinaba a prestarle un gran servicio a costa de su reputación; respecto a Michel, por tímido y apocado que fuese, sus esperanzas rayaban tan alto como las pruebas de afecto que le parecía recibir de María; juzgaba imposible que la joven que arrostraba las murmuraciones del vulgo, el enojo de su padre y los reproches de su hermana para salvar a un hombre cuyo amor y esperanzas conocía, se negara a los deseos de este amor y a la realización de estas esperanzas; y columbraba el horizonte de un porvenir nebuloso todavía, aunque con rosados celajes; cuando el caballo empezó a bajar la colina que linda al sudoeste del lago de Grandlieu, cuya superficie brillaba en la oscuridad como un espejo de acero bruñido.

—¿Hemos llegado? —preguntó el barón a Rosina.

—Sí —contestó esta, echando pie a tierra—, apeaos y seguidme.

Hízolo a su vez el barón, e internóse con la moza entre los juncales, donde ató el caballo al tronco de un sauce; anduvieron unos cien pasos hasta llegar a una especie de caleta, a cuya margen había una barquilla amarrada, y al entrar en ella quiso el barón asir los remos; pero conociendo Rosina que no era muy ducho en aquel ejercicio, púsose a bogar, diciéndole:

—Yo lo haré mejor que vos; con frecuencia llevé a mi padre, cuando iba a tender las redes en el lago.

Al decir la joven esas palabras, levantó sus hermosos ojos al cielo, como buscándole, y desprendiéronse de ellos dos gruesas lágrimas.

—Decidme —preguntó Michel, con el egoísmo propio del amor—, ¿sabríais encontrar el islote de la Jonchére en las tinieblas?

—Mirad —contestó Rosina, sin volver la vista—, ¿no veis algo en el agua?

—Sin duda alguna; desde aquí veo una cosa parecida a una estrella.

—Esa estrella la tiene en la mano la señorita María, que nos habrá esperado y viene a recibirnos.

El barón hubiera querido echarse a nado para llegar más pronto a la isla, pues la barquilla avanzaba con lentitud a pesar de la habilidad de Rosina, y parecíale que jamás iba a llegar. Sin embargo, cuando estuvo cerca del islote, para distinguir el único sauce que en él había, no vio a María en la orilla. La luz era una fogata de ramas de rosal que ella había encendido sin duda y que ardía lentamente en la orilla del lago.

—¡Rosina! —exclamó Michel fuera de sí, levantándose con tal ímpetu que estuvo a pique de zozobrar el bote—; yo no veo a María.

—Estará en la choza de acecho —repuso la doncella, saltando en tierra—; tomad una de esas ramas encendidas y hallaréis la choza en la parte más ancha de la otra orilla.

Hizo Michel lo que Rosina le indicaba y encaminóse presuroso hacia la choza.

El islote tendría unos trescientos metros cuadrados, y estaba cubierto de juncos en sus declives, inundados en invierno por las lluvias que hacían subir las aguas del lago. En el sitio más elevado había construido el viejo Tinguy una pequeña choza, donde, en las largas noches de invierno, acechaba los patos.

Cualquiera que fuesen sus esperanzas, al acercarse Michel a la choza sintió que el corazón le latía con tal violencia, que parecía querer saltársele del pecho, y no tuvo valor para poner la mano en el pestillo de la puerta. Mirando entonces por un cristal que en la misma había, vio a María sentada en un hacecillo de juncos, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y a la luz de una lámpara, que sobre un escabel ardía, parecióle divisar dos lágrimas en sus párpados. Creyendo que las vertía por causa suya, dominó su timidez, empujó la puerta, y echóse a los pies de la joven, exclamando:

—¡María, María!, ¡os amo!…