ERÍAN próximamente las cuatro de la tarde, cuando fue encerrado el barón en la cárcel improvisada del cuartel de Saint-Colombin. No estando acostumbrado al principio a la densa oscuridad que allí reinaba, viose obligado a pasar un buen rato sondeando las tinieblas, para que sus ojos pudiesen observar los inconvenientes de su calabozo, el cual era una especie de bodega de unos doce pies cuadrados, reuniendo todas las condiciones de seguridad que a la sazón exigía su destino, cuya bodega hallábase situada debajo del nivel del terreno. Por paredes tenía los mismos cimientos del edificio, siendo, por consiguiente, más gruesas y macizas de lo regular: por piso la desnuda tierra, convertida en lodazal por la humedad. Penetraba antes la luz por un ancho respiradero que en atención a las circunstancias se había tapado por dentro con fuertes maderas y por fuera con una inmensa rueda de molino, por cuyo agujero penetraba un débil rayo de luz, que, amortiguado por las maderas, alumbraba muy escasamente el calabozo. Veíanse en el centro de este, los carcomidos restos de una prensa de cidra con una pila redonda de piedra, esmaltada de plateados arabescos por los caprichosos paseos de las babosas y los caracoles. Cualquiera otro que Michel habríase desesperado al observar que no quedaba ninguna esperanza de evasión al encarcelado en aquella mazmorra: él sólo la había inspeccionado por mera curiosidad, y habíale abatido tanto la primera herida que recibió en el corazón, que, perdido por completo el ánimo, se encontraba en esa situación en que el hombre es insensible a cuanto pasa en rededor suyo. Cuando comprendió que le era imposible obtener el amor de María, poco le importaba habitar en un palacio o en un calabozo, pues su desventura no tenía límites. Sentóse en la pila y púsose a reflexionar sobre quién podía ser el joven de la blusa que acompañaba a María, dando solamente tregua a los arrebatos de sus celos para recordar en su triste abatimiento los primeros días de sus relaciones con las dos hermanas; estos recuerdos y las amargas reflexiones atormentaban su corazón, pues, como dice el poeta florentino, el gran cantor de los tormentos infernales: «El peor de los males es la memoria de los tiempos venturosos en medio del infortunio».
Dejemos al barón entregado a sus pesares, para explicar lo que acontecía en otro paraje del cuerpo de guardia de Saint-Colombin.
Esta guardia, materialmente hablando, hacía algunos días que se hallaba ocupada por un destacamento de tropa de línea, y consistía en un vasto edificio, cuya fachada daba al patio, y su trasera al campo de Saint-Colombin a San Filiberto de Grandlieu, a un kilómetro de aquella aldea y a unos doscientos pasos del camino de Nantes a Sables d’Olonne. Edificado sobre ruinas y con los restos de un antiguo castillo feudal, alzábase este edificio en un collado que dominaba los alrededores, y atendida su ventajosa posición, al regresar a Machecoul el general había dejado allí veinte hombres, destinando aquel sitio para centro de operaciones, en donde, en caso preciso, refugiasen las columnas, al propio tiempo que para depósito provisional de prisioneros hasta tanto que se los pudiese enviar a Nantes debidamente escoltados.
Los cuerpos del edificio consistían en una amplia sala y en una troje; situada aquella encima del calabozo de Michel, y por consiguiente a cinco o seis pies del suelo, servía de cuerpo de guardia, y ascendíase a ella por una escalera construida con los restos de la torre y paralela a la pared; la troje servía de cuartel, donde los soldados dormían sobre la paja. Guardando militarmente el puesto, había situado un centinela en la puerta del patio, que daba al camino, y un vigía en una torre coronada de hiedra, lo único que había quedado en pie del vetusto castillo feudal.
Serían las seis de la tarde; los soldados hallábanse sentados en algunos rodillos arrimados en la pared de la casa, disfrutando el grato calor que despide el sol al ponerse y del magnífico panorama del lago de Grandlieu, que a lo lejos se divisaba, en cuya rosada superficie reflejaba el astro del día pareciendo una gran plancha de hierro candente. A sus pies, se veía el camino de Nantes, atravesando la llanura como plateada cinta tendida sobre verde alfombra. Confesemos, empero, que nuestros héroes de pantalón encarnado observaban más atentos lo que en aquel camino pasaba que el magnífico espectáculo de la Naturaleza.
Los labriegos dejaban los campos, los rebaños volvían al aprisco, y el camino estaba bastante transitado, animando más el panorama cada carro de heno, cada grupo que regresaba del mercado de Nantes; en especial cada aldeana de corta saya, inspiraba a los ociosos combatientes reflexiones y chistes sin cuento.
—¡Hola! —dijo un soldado de repente—. ¿Qué es aquello?
—Algún músico ambulante.
—Imposible —repuso el que había hablado primero.
—¿Imposible? —exclamó otro—. ¿Te figuras que aún no estamos en Bretaña? Aquí no hay más que copleros. ¿Qué lleva, pues, a cuestas, sino un instrumento?
—Sí, un organillo —agregó otro.
—¡Vaya!, ¿un organillo? —replicó el primero—; más tiene trazas de alforja. ¡Si es un mendigo! ¿No ves el uniforme?
—¿Has visto nunca alforjas con ojos y narices? —replicó otro—; míralo, Jorge.
—Jorge tiene los brazos largos y la vista corta; no se puede tener todo.
—El caso es —dijo el cabo—, que yo veo solamente un hombre que lleva otro a cuestas.
—Tiene razón el cabo —gritaron a la vez los soldados.
—Siempre la tengo —repuso el de los galones de lana—, primero, porque soy vuestro cabo y luego, porque soy vuestro superior; y si alguien duda de ello no tardará en convencerse por sus propios ojos, pues hacia aquí se dirigen.
El que era objeto de esta discusión, y en quien habrá conocido el lector a Piojoso, así como el organillo y alforjas a Aubin Courte-Joie, empezaba a subir el collado de Saint-Colombin.
—¡Habrá pícaros! —exclamó un soldado—. ¡Pensar que ese tunante si nos encontrase solos a la vuelta de su sendero nos largaría un balazo!, y ahora… ¿No opináis lo mismo, cabo?
—Puede ser —repuso este.
—Como ve que somos muchos el maldito hipócrita viene a pedirnos limosna…
—Que me den de palos si le doy un céntimo —dijo un soldado.
—Esperad —añadió otro, asiendo un guijarro—, voy a tirarle esto al sombrero.
—Te lo prohíbo —dijo el cabo.
—¿Por qué?
—Porque no lo lleva.
Los soldados acogieron con una carcajada ese chiste, reputándolo unánimes por muy agudo.
—Veamos —dijo un soldado—, cualquiera que sea su industria, debemos aprovecharnos de su habilidad; no abundan tanto las diversiones en esta casucha que desdeñemos el espectáculo que se nos ofrezca.
—¿Un espectáculo?
—O un concierto; todos los aventureros de este país tienen algo de trovadores.
Apenas dijo estas palabras, llegándose el mendigo le tendió la mano con un gesto de súplica.
—¿Qué tal? ¿No había dicho yo que era un hombre lo que llevaba?
—Y te equivocas —replicó el cabo—; no era uno, sino medio.
Los soldados reíanse al oír estas agudezas.
—Ese sí que no gastará mucho en pantalones.
—Menos en botas —añadió el cabo.
—¡Voto a tal!, ¡y qué feos son! —exclamó Jorge—, parece un mono montado sobre un oso.
Trigaud permanecía indiferente a esas bromas y alargaba la mano cada vez con semblante más lastimero, mientras Courte-Joie, en calidad de orador de la asociación, repetía con voz gangosa:
—¡Una limosna, hermanos, por el amor de Dios, una limosna a este pobre carretero, a quien su carro rompió las piernas en la cuesta de Ancenis!
—Cuidado que han de ser bobos —dijo un soldado—, para pedir limosna a unos tronados como nosotros. Sabed, amiguitos, que todos nuestros bolsillos juntos, no contienen la mitad de lo que lleváis en el vuestro.
Al oír Aubin estas palabras modificó su fórmula, y dijo:
—Hermanos, un mendrugo de pan, ya que no podéis dar dinero.
—Pan, sí tenemos —dijo el cabo—, y también tenemos una tajada de carne, pero ¿y tú, qué nos darás en cambio?
—Rogaré a Dios por vosotros.
—Nunca sobra una buena oración; pero no es suficiente: vamos a ver, perillán; ¿no llevas algunas andróminas[38] en tu zurrón?
—No os comprendo.
—Quiero decir, si, a pesar de ser tan feos, sabéis cantar algunas lindas coplillas; así, pues, venga música.
—Vale más otra cosa, cabo; decidles que el de las piernas de carne haga una voltereta sin soltar al de los palos.
—Ya caigo —dijo Aubin.
—Me alegro —contestó el cabo.
—Queréis que os divirtamos.
—Eso es, diviértenos cuanto puedas, porque tu país es muy fastidioso.
—Pues os aseguro —dijo Aubin—, que vais a ver cosas nuevas.
A pesar de la vulgaridad de esta promesa, exordio ordinario de los saltimbanquis, no dejó de excitar la curiosidad de los soldados, que sin decir más palabras rodearon a los mendigos con interés casi respetuoso.
Hizo Aubin un movimiento, indicando a su compañero que le dejase en el suelo, y con su pasiva obediencia, el gigante lo sentó en unos restos de almena cubierta de ortigas, a la derecha del rodillo que servía de asiento a los soldados.
—¡Caramba!, ¡qué bien enseñado está! —dijo con sorpresa el cabo—, casi tengo ganas de echarle la mano y venderlo al mayor que no puede hallar un pavo a su gusto.
En esto, Aubin puso en la mano de Trigaud un guijarro; apretóle este entre sus dedos, y abriéndolos después, mostró la piedra desmenuzada.
—¡Diablo!, es un Hércules; eso te atañe, Jorge —dijo el cabo.
—¿Sí?, pues vamos a verlo —repuso este corriendo al patio.
Sin hacer el menor caso de las palabras ni de las acciones de Jorge, continuó Trigaud flemáticamente sus ejercicios, y asiendo dos soldados por el cinturón, levantólos pausadamente con los brazos extendidos, y después de tenerlos algunos momentos en esta postura, los dejó en pie como si tal cosa, en medio de los aplausos de los soldados.
—¡Jorge! ¡Jorge! ¿Dónde estás?… Este sí que te da quince y raya.
Y como si siguiera su programa de antemano trazado. Trigaud añadió a los dos primeros soldados otros dos sentados a horcajadas en los hombros de aquellos, levantándolos a los cuatro con sorprendente facilidad. Acabábalos de poner en el suelo, cuando llegó Jorge con dos fusiles.
—¡Bravo!, ¡bravo! ¡Jorge! —gritaron todos.
Y alentado este por las aclamaciones de sus camaradas, dijo:
—Eso son tortas y pan pintado. Veamos, «devorador de hombres», si eres capaz de hacer lo que voy a enseñarte.
E introduciendo un dedo en el cañón de cada fusil, los levantó con los brazos extendidos a la altura de los hombros.
—¿Y qué? —dijo Aubin, mientras Trigaud miraba al soldado con una contracción de labios que podía muy bien tomarse por una sonrisa desdeñosa—; id a buscar dos más.
Trajéronlos, y a dedo por cañón, levantó Trigaud con una sola mano los cuatro fusiles a la altura de los ojos, sin que sus músculos indicasen el menor esfuerzo, con lo cual quedó demostrado hasta la saciedad que su contrincante distaba mucho de competir con él; y sacando luego una herradura, doblóla como una correa. A cada uno de estos ejercicios miraba Trigaud a Aubin con ojos que pedían una sonrisa, y este le indicaba con la cabeza su satisfacción.
—Vamos —le dijo Aubin—; hasta ahora sólo has ganado la sopa; a ver cómo te compones para ganar un asilo para esta noche. ¿No es cierto, hermanos, que si mi camarada hace algo más sorprendente nos daréis un poco de paja y un rincón en el establo para descansar esta noche?
—Lo siento mucho, camarada; pero no puede ser —dijo el sargento que llegaba en aquel instante atraído por las voces y algazara de los soldados—; es absolutamente imposible, pues la consigna es muy severa.
Esta respuesta pareció contrariar a Courte-Joie, cuya cara de garduña se puso seria.
—¡Qué diantre! —añadió uno—, abriremos una suscripción para juntar dos reales, y con ellos podréis tener en cualquier posada una cama más blanda que la paja de centeno.
—Y por cierto —replicó otro—, que si ese bucéfalo tiene tanta fuerza en las piernas como en los brazos, no te debes apurar por un kilómetro más o menos.
—¡Ea!, ¡ea! —gritaron impacientes los soldados—, vamos a ver la extraordinaria habilidad, el nuevo prodigio.
Consideró Aubin que sería de muy mal amigo dejar que su compañero perdiera la oportunidad de merecer aquel entusiasmo, y accediendo a los ruegos de los espectadores con una condescendencia que probaba cuánta confianza merecíanle las fuerzas de Piojoso, dirigiéndose a los soldados, les dijo:
—¿Tenéis por ahí algún sillar, tronco o cosa por el estilo que pese cincuenta o sesenta arrobas?
—A no ser que queráis la piedra en que estáis sentado…
Aubin se encogió de hombros y repuso:
—Si tuviese asidero, Trigaud os la levantaría con una sola mano.
—¿O la rueda del molino que tapa el tragaluz del calabozo? —observó otro.
—¿Por qué no la casa entera? —preguntó el cabo—; recuerda que erais seis hombres para moverla con palancas, y al ver cuan poco adelantabais pateaba de ira, puesto que mi grado no me permitía ayudaros desahogadamente, y os llamaba haraganes.
—Bien se está la rueda en el tragaluz —observó el sargento—; la consigna prohíbe quitarla, pues hay un preso en el calabozo.
Aubin guiñó el ojo a su compañero, mientras este, sin hacer caso de las palabras del sargento, se dirigía a la muela.
—¿Habéis oído? —dijo el sargento, asiéndole del brazo—; no hay que tocar la rueda.
—¿Por qué? —interrogó Aubin—, si la quita la volverá a poner en su lugar.
—Además —observó un soldado—, no hay temor de que se escape el preso; es un señorito que parece una mujer disfrazada; al principio creí que era la duquesa de Berry.
El cabo, que al parecer ardía en deseos de presenciar la hazaña de Piojoso, agregó:
—Perded cuidado, sargento. Está muy ocupado en llorar, para que piense en fugarse; cuando hemos ido Jorge y yo, es decir, yo y Jorge, a llevarle la comida, lloraba como una Magdalena.
—Adelante, pues —dijo por último el sargento, que acaso no le iba en zaga respecto a curiosidad—, que lo pruebe, se lo permito bajo mi responsabilidad.
Al oír Trigaud esas palabras, asió la muela por su base, y apoyando en ella las espaldas, por más que intentó no pudo moverla. Entonces hizo observar a los soldados que el enorme peso la había clavado en el suelo, lo cual hacía inútil sus esfuerzos; y tomando un canto apartó la tierra hasta dejar del todo la muela descubierta. Volvió de nuevo a la interrumpida tarea, y en seguida la levantó más de un palmo del suelo, sosteniéndola durante algunos segundos.
Los soldados quedaron admirados y rodearon al coloso dándole las más expresivas muestras de admiración; Trigaud permanecía impasible y aclamáronle frenéticamente; cabo y sargento se miraban sin poderse explicar la causa de aquella fuerza. Tratábase de llevarle en triunfo hasta la cantina, donde debía dársele el premio de su fuerza, mientras juraban con todos los votos conocidos y desconocidos del dios Marte, que no solamente se había hecho acreedor al pan, sopa y carne prometidos, sino que ni la mesa de un general o la del rey de los franceses estaría de más para sustentar a semejante atleta.
Trigaud no se mostraba muy ufano con su triunfo, y con la vista fija en Aubin, parecía interrogarle:
—¿Estáis satisfecho, mi amo?
Aubin, por el contrario, no cabía en sí de gozo, sin duda a causa de la impresión que causara entre los espectadores aquella fuerza que era más suya que de aquel a quien la Naturaleza la había concedido. Tal vez su contento dimanaba también del éxito de una acción que acababa de hacer con suma destreza en tanto que los demás estaban mirando a su camarada, acción que consistió en poner debajo de la muela el guijarro que en la mano tenía, de modo que la muela que cerraba la tronera de la prisión descansaba en equilibrio sobre aquel, bastando la fuerza de un niño para derribarla.
Los soldados acompañaron a los dos mendigos a la cantina, en donde Trigaud excitó nuevamente su admiración con otra proeza; tras una grandísima olla de sopa, le sirvieron cuatro raciones de carne y dos panes de munición, uno de los cuales se lo comió con las dos primeras raciones, y como si cambiando de sistema esperasen encontrar más sabrosos los manjares, partió el otro, quitóle la miga, que fue tragándose por vía de pasatiempo, puso la carne en el hueco que aquella había dejado, e hincó el diente en el pan con una energía que le valió una salva de aplausos. Transcurridos cinco minutos, el pan había desaparecido con tanta presteza como si lo hubiese pulverizado la muela que antes levantara, y sólo quedaban algunas migas, que Trigaud recogía cuidadosamente con todas las trazas de estar dispuesto a comenzar de nuevo. Al notarlo, diéronle otro pan, y aunque duro, tuvo el mismo un que los anteriores.
Los soldados no cabían en sí de gozo. De muy buena gana habrían sacrificado todos sus víveres a trueque de llevar aquel experimento hasta el último punto; pero más previsor el sargento, consideró oportuno poner coto a su científica curiosidad. Por su parte, Aubin volvió a ponerse tan malhumorado como poco antes; tanto, que llamó la atención de los soldados, y el cabo le dijo:
—¿Qué es eso, buena pieza? Comes y bebes a costa de tu camarada, lo cual no es justo, y se nos figura que es del caso que hagas algún mérito, cántanos alguna cosita.
—Lo mismo te digo —agregó el sargento.
—¡Qué cante, que cante! —gritaron todos.
—¡Oh!, algunas canciones sé —repuso Courte-Joie.
—Pues tanto mejor.
—Acaso no os gusten.
—Con tal que no sea alguna de esas malditas canciones del país, que el diablo se lleve, lo demás poco importa; en Saint-Colombin somos indulgentes.
—Comprendo. Os fastidiáis, ¿no es eso?
—Muchísimo —contestó el sargento.
—No pedimos que cantes como Nourrit —dijo un parisiense.
—Lo esencial es que sea chusco —agregó otro.
—Me habéis dado pan y vino, y nada puedo negaros, pero os repito que puede que no os gusten mis canciones. En efecto, no bien acabó la primera estrofa, cuando a la sorpresa que excitaron sus primeras palabras sucedió un grito general de indignación; arrojáronse diez soldados sobre él, agarróle el sargento por el cuello, y haciéndole besar el suelo, le dijo:
—¡Tunante!, yo te enseñaré a cantar las alabanzas de los bandidos.
Antes de que el sargento terminara la frase, en la cual había incluido alguno de sus adversarios que le eran familiares, abrióse paso Trigaud hecho un basilisco, y apartando a los soldados, se puso delante de su compañero con actitud tan amenazadora, que todos permanecieron mudos e inmóviles.
—¡Mueran!, ¡mueran! —gritaron los soldados—. Son chuanes.
—Me habéis pedido que cantase —exclamó con estentórea voz Aubin y os he advertido que tal vez no os gustarían mis canciones. ¿Si habéis insistido, de qué os quejáis?
—Si no sabes otras que las que acabas de cantar —replicó el sargento—, eres un revoltoso, y, por lo tanto, te arresto.
—Yo sé las que gustan a los aldeanos de cuyas limosnas vivo. Un pobre lisiado como yo y un idiota como mi compañero no podemos ser peligrosos. Prendednos si queréis; pero no creo que os honre tal hazaña.
—¡Bueno, bueno!, dormiréis en el cuerpo de guardia. ¡Ea! Sujetadlos y ponedlos en lugar seguro.
Como quiera que Trigaud continuase con su actitud amenazadora, nadie se apresuró a ejecutar la orden del sargento, el cual dijo:
—Si no queréis rendiros de grado, enviaré por algunos fusiles bien cargados, y veremos si tenéis el pellejo a prueba de bala.
—Vamos, Trigaud —dijo Aubin—, conformémonos y pierde cuidado, que no será larga nuestra detención; no se construyen tan hermosas cárceles para unos infelices como nosotros.
—¡Eso es hablar! —dijo el sargento muy complacido del sesgo que tomaba la discusión—; vamos a registraros, y si no os encontramos nada sospechoso, si no dais ningún motivo de queja durante la noche, a la mañanita os pondremos en libertad.
Registraron a los mendigos, y halláronles tan sólo algunas monedas de cobre, lo cual confirmó al sargento en sus ideas de clemencia.
—Verdaderamente —dijo señalando a Piojoso—, ese bruto no es culpable, y no hallo razón para encarcelarle.
—Sin contar —añadió Jorge—, que si como a su abuelo Sansón, se le antoja sacudir las paredes, nos aplasta a todos.
—Tienes razón, Jorge —repuso el sargento—; veo que opinas como yo. ¡Ea!, vamos, buena alhaja. ¡Vivo!, ¡vivo!
—Por Dios y por la Virgen, caballero, no nos separéis —dijo Aubin con tono plañidero—; yo me sirvo de sus piernas, y él de mis ojos.
—¡Cáspita! —dijo un soldado—, parecen dos amantes.
—Menos palabras —dijo el sargento—; pasarás la noche en el calabozo en castigo de tu osadía, y mañana se decidirá lo que debe hacerse de tu pellejo. ¡Ea, andando!
Mientras se aproximaban dos soldados para apoderarse de Aubin, saltó este a los hombros de su compañero con una agilidad algo extraña en un cuerpo incompleto como el suyo, y en tanto que el Hércules se encaminaba al cuerpo de guardia, Courte-Joie le dijo algunas palabras al oído. Dejóle Trigaud a la puerta de la bodega, donde el lisiado penetró rodando como una bala, gracias al empujón que le dio el sargento. En seguida despidieron al idiota, el cual permaneció inmóvil y aturdido como si no supiera qué hacer, y viendo luego que el centinela no le permitía sentarse en el rodillo que antes ocuparan los soldados, alejóse con dirección a Saint-Colombin.