LI

ERA día de mercado, y tan numeroso el concurso de campeamos en las calles de Nantes, que al llegar Michel al puente de Rousseau, lo halló literalmente obstruido por una compacta hilera de carros cargados de granos y hortaliza, de caballerías, de aldeanos con costales y cestos llenos de artículos para el abasto de la ciudad. El barón, que estaba lleno de impaciencia, penetró sin vacilar en aquella barahúnda, y entonces vio que por el lado opuesto pasaba en dirección contraria una joven cuyo aspecto le hizo estremecer pues aunque vestía, como las demás aldeanas, zagalejo con listas encarnadas y azules, capotillo de indiana y cofia con adornos de los más comunes, parecíase tanto a María, que Michel no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Intentó retroceder, y levantóse entre el gentío una tempestad de gritos y de denuestos que le obligó a dejar que su caballo siguiera el emprendido camino, quejándose de los obstáculos que le entorpecían. Cuando hubo pasado el puente se apeó y buscó con la vista a alguien a quien dar a guardar el caballo, para ir a cerciorarse de que sus ojos no le habían engañado e indagar el motivo del viaje de María a Nantes.

En aquel instante, dejóse oír una voz gangosa como la de los mendigos de todos los países, que le pedía limosna, y pareciéndole a Michel que no le era desconocida, volvióse y vio en el último guardacantón del puente dos fisonomías demasiado características para no habérsele grabado hondamente en la memoria, la de Aubin Courte-Joie y la de Piojoso, asociados, a lo menos por entonces, para explotar la compasión de los transeúntes, cohonestando así un fin no extraño a los intereses políticos y mercantiles de maese Jaime. Dirigióse el barón a ellos y les dijo:

—¿Me conocéis?

Courte-Joie guiñó el ojo y repuso:

—Buen caballero, apiadaos de un pobre carretero a quien las ruedas de su carro rompieron las piernas en la cuesta de Baugé.

—Tomad, buen hombre —dijo Michel poniendo una moneda de oro en la manaza de Piojoso, y añadió en voz baja:

—He venido por orden de Pedrito; guardadme el caballo por algunos minutos; voy a un negocio urgente.

El mendigo hizo una señal afirmativa, y entregándole el barón la brida, echó a correr hacia la ciudad. Por desgracia, era tan difícil el paso para un pedestre como para un jinete, y por más que Michel dio al traste con su timidez codeando, empujando y exponiéndose a ser aplastado por algún carro, tuvo que resignarse a avanzar penosamente y con suma lentitud entre la muchedumbre, de modo que la aldeanilla debía llevarle considerable ventaja.

Le ocurrió entonces que, de igual manera que las demás, habría ido al mercado, y allá se dirigió mirando por el camino con gran curiosidad a todas las campesinas, lo cual le acarreó algunas zumbas y estuvo a punto de ocasionarle dos o tres reyertas. No viendo a la que buscaba, recorrió ansiosamente toda la plaza del mercado y calles adyacentes, sin encontrar ningún semblante parecido al de María.

Desalentado ya, resuelto a retroceder y montar otra vez a caballo, al doblar la esquina de la calle del Castillo, vio a poca distancia la saya encarnada y azul que tanto le llamó la atención en el puente de Rousseau. A pesar de la vulgaridad del traje, el paso de la aldeana descubría la elegante y aristocrática María; bajo su tosco vestido se adivinaba el esbelto y delicado talle de la señorita de Souday; admirábase bajo los pliegues de su capucha, su nevado y gracioso cuello, sobre el cual flotaban los rizos de su sedosa y dorada cabellera. No cabía ya ninguna duda; la aldeana era María, y estaba Michel tan convencido de ello, que no se atrevió a adelantársele para verla más de cerca, limitándose a atravesar la calle, con lo cual acabó de convencerse de que no se había engañado.

Michel no acertaba a explicarse por qué razón había ido la joven a Nantes, con semejante disfraz, hizo un esfuerzo de voluntad y se decidió a hablarla; pero cuando se dirigía a ella frente a la casa del número 17 de la misma calle del Castillo, María abrió la puerta de aquella casa y desapareció. El mancebo corrió hacia ella; pero la puerta había vuelto a cerrarse. Sin saber cómo explicarse lo que acababa de suceder, quedó un momento parado en la acera, no sabiendo si lamentar su desgracia o atribuir a un sueño cuanto había visto. En esta situación se hallaba el ánimo del baroncito, cuando de repente sintió que alguien le tocaba el brazo, y al volver estremecido la cabeza, vio al notario Loriot, que le preguntaba sorprendido:

—¿Vos aquí, señor barón?

—¡Lo extrañáis, señor Loriot!

—Bajad la voz y no permanezcáis más tiempo en este sitio como si quisierais echar raíces en él; es un buen consejo que os ruego no echéis en saco roto.

—¿Qué avispa os ha picado, señor Loriot? No ignoraba que sois prudente, pero no creía que lo fueseis hasta tal punto.

—Nunca está de más la prudencia, amigo mío. Vamos andando, y podremos hablar sin ser notados.

El notario se enjugó el sudor de la frente y continuó:

—¿Sabéis que me estoy comprometiendo de un modo espantoso?

—Que me enplumen si comprendo una palabra de lo que decís.

—¿No lo comprendéis? ¿Así, pues, ignoráis que os han inscrito en la lista de los sospechosos y que han dado orden de prenderos?

—¡No importa!, que me prendan —replicó Michel con impaciencia y tratando de llevar al notario frente a la casa donde había entrado María.

—¡Diantre!, ¡con qué gracia lo decís!, podrá ser muy filosófico; pero vuestra madre está tan sobresaltada con esta noticia, que si el azar no os hubiese puesto en mi camino, después de mi regreso de Legé, os habría buscado en todas partes.

—¡Mi madre! —exclamó el mancebo profundamente conmovido—. ¿Qué le ha sucedido?

—Nada; gracias a Dios, está tan buena como puede estarlo una persona continuamente atormentada por la zozobra y los pesares, puesto no debo ocultaros que tal es su situación.

—¡Dios mío! ¿Qué decís?

—Lo que oís, señor barón; vos ya sabéis cuánto os amaba, cuántos cuidados pasaba por vos, cuánto os vigilaba antes que llegaseis a la edad de emanciparos de ella; y juzgad en esto cuál habrá sido su dolor al veros rodeado de peligros tan terribles como los que estamos corriendo cada día. Ya podréis figuraros que conociendo yo vuestras intenciones debía manifestárselas.

—¡Cómo!, ¿le habéis dicho?…

—Que os creía formalmente enamorado de la señorita Berta de Souday; ni más ni menos.

—¡También él! —murmuró entre dientes Michel.

—Y también le he dicho —continuó el notario—, que probablemente pensabais casaros con ella.

—¿Y qué ha contestado mi madre?

—Lo que contestan todas las madres cuando se les habla de un matrimonio que rechazan. Pero seamos sinceros, amigo mío; como notario de las dos familias, bien puedo pediros que me habléis sin ambages; ¿habéis pensado maduramente en lo que vais a hacer?

—¿Y vos —preguntó Michel—, participáis de las prevenciones de mi madre, o sabéis alguna cosa que perjudique la buena reputación de la señorita de Souday?

—Ni soñarlo, amigo mío —repuso Loriot, mientras Michel dirigía inquietas miradas a la ventana de la casa donde había entrado María—. Por el contrario, tengo a las señoritas de Souday, por las señoritas más puras y virtuosas del país, a pesar de las hablillas del vulgo y del necio apodo que las han dado.

—Pues ¿por qué desaprobáis mi intento?

—Tened entendido que yo no emito ninguna opinión, limitándome a aconsejaros que seáis precavido, pues más os costará conseguir lo que algunos calificarían tal vez (perdonad la expresión) de tontería, que para olvidar una pasión muy justificada por cierto.

—Querido Loriot —contestó el barón, que viéndose lejos de su madre estaba decidido a todo—; el señor marqués de Souday ha tenido a bien otorgarme la mano de su hija, y por consiguiente es ociosa toda discusión acerca del particular.

—Si las cosas han llegado a este punto —replicó el notario—, nada hay que decir; no obstante, debo advertiros que es muy grave contraer matrimonio a despecho de los padres. No seré yo quien os aconseje que desistáis de vuestro propósito; pero sí debo aconsejaros que veáis a vuestra madre y le deis a entender lo injusto de sus prevenciones.

—¡Sí! —exclamó el mancebo, comprendiendo cuan acertadas eran las observaciones del notario.

—Vamos —prosiguió este—, ¿queréis que me encargue de hacerlo?

—Sí, sí —contestó vivamente Michel, para deshacerse de su interlocutor, pues creía oír ruido en la casa y no quería que María le viese hablando con el notario.

—Está bien —dijo Loriot—; pero tened entendido que en ninguna parte estaréis tan seguro como en La Logerie, pues sólo la reputación de vuestra madre puede evitaros las funestas consecuencias de vuestra conducta. ¡Por vida de Satanás! Confesad que desde hace algún tiempo estáis haciendo unas calaveradas de que nadie os hubiera creído capaz.

—¡Bueno, bueno! —replicó el joven con impaciencia.

—Enhorabuena, huélgame de que así lo comprendáis. Me voy; tengo que marchar a las once.

—¿Os vais a Legé?

—Sí, con una señora a quien acompañarán más tarde a mi posada y que ocupará un asiento en mi tílburi[37]; a no mediar esta circunstancia, me habría apresurado a ofrecéroslo.

—No obstante, eso no os impedirá dar un rodeo de media legua para hacerme un favor.

—Con mucho gusto, amigo mío.

—Pues id a la Banloeuvre y hacedme el obsequio de entregar esta carta a la señorita Berta.

—¡Vive el Cielo, señor barón, que olvidáis muy fácilmente las circunstancias en que nos hallamos! ¿Sabéis que vuestra ligereza me espanta?

—Ya veo que estáis azorado, y que saltáis de la acera al arroyo y del arroyo a la acera, cuando se aproximan ciertas personas, que cualquiera diría que teméis os contagien al paso. ¡Ea!, hablad, señor notario. ¿Qué os sucede?

—Que de muy buena gana cambiaría mi despacho por el más pobre de Francia, y que desde hace algún tiempo experimento conmociones que acabarán por quebrantar mi salud, y acaso por costarme la vida. ¿Qué os decía yo, señor Michel? —continuó el notario bajando la voz—. Ahora mismo me han introducido en el bolsillo cuatro libras de pólvora y tengo tanto miedo que la camisa no me llega al cuerpo; cada cigarro que veo pasar por mi lado me espanta. Adiós, señor Michel, creedme; volved a La Logerie.

Con la satisfacción de que la carta llegaría a su destino, casi no se dio cuenta el barón del temor con que se alejaba el notario, y en seguida fijó la vista con mayor atención que antes en la casa, observando muy particularmente una ventana cuya cortinilla le pareció oscilaba, en tanto que detrás de los cristales le estaban acechando. Creyó que la joven le miraba por su obstinación en permanecer frente a la casa, y tomando la dirección del muelle, ocultóse tras una esquina desde la cual podía observar cuanto pasaba en la calle del Castillo. Transcurridos algunos minutos, volvió a abrirse la puerta, y apareció la aldeana acompañada de un mozo que vestía humilde y holgada blusa afectando rústicas maneras.

A pesar de la rapidez con que pasaron por delante del baroncito, notó que el mozo cuya distinguida fisonomía contrastaba tanto con la sencillez de su traje, bromeaba con mucha franqueza con María, la cual se negaba, riendo, a entregarle el cesto que al brazo traía y que indudablemente él se ofrecía a llevar. A este espectáculo el barón sintió su pecho traspasado por el aguijón de los celos, y conociendo ya de que cuanto María le había dicho en voz baja, y de que aquellos disfraces denotaban una intriga más amorosa que política, no quiso ya ver más, y ciego de furor dirigióse apresuradamente al puente de Rousseau, esto es, en dirección opuesta. Al llegar al puente ya no encontró obstruido el camino por la muchedumbre, ni tampoco vio a su extremo a Courte-Joie, a Trigaud ni el caballo. Hallábase tan agitado Michel, que ni siquiera pensó en buscarlos, y como por lo que le dijera el notario sabía cuan peligroso para él hubiera sido dar parte a la autoridad, pues podía motivar su arresto, resolvió continuar a pie su camino, y dirigióse a San Filiberto de Grandlieu.

Maldecía en su interior a María, llorando amargamente la traición de que era víctima, y estaba ya resuelto a seguir el consejo de Loriot de regresar a La Logerie y arrojarse a los brazos de su madre, más por lo que acababa de acontecerle que por instigación del notario. Había llegado a la altura de Saint-Colombin, abismado en sus reflexiones, cuando oyó tras sí el paso de los dos gendarmes que poco antes le siguieran.

—¿Queréis hacerme el favor de enseñarme vuestro pase? —díjole el cabo, examinándole atentamente.

—¿Cómo? —preguntó admirado el barón—; no lo traigo.

—¿Por qué?

—Porque no he creído necesario traerlo para venir de mi quinta a Nantes.

—¿Cuál es vuestra quinta?

—La de La Logerie.

—¿Cómo os llamáis?

—El barón Michel.

—¿El barón Michel de La Logerie?

—El mismo.

—Si sois el barón Michel de La Logerie, daos preso.

Sin más ceremonias y antes de que el joven pensara en emprender la fuga, lo cual le habría sido muy fácil teniendo en cuenta la índole del terreno, el cabo le asió del cuello de la levita, en tanto que el otro gendarme, practicando el principio de igualdad ante la ley, le ponía las esposas sin despegar los labios.

Terminada esta operación en pocos segundos, merced al pánico del prisionero y la destreza del gendarme, los dos agentes de la autoridad llevaron al barón a Saint-Colombin, encerrándole en una especie de bodega o cárcel provisional, inmediata al cuerpo de guardia de la tropa allí acantonada.