L

POR primera vez en su vida, había obrado el barón con doblez y astucia, anonadado por las palabras de Pedrito, y viendo que la inesperada declaración de María defraudaba las esperanzas que tanto le halagaban hasta en medio de las angustias que sufrió mientras estuvo en poder de maese Jaime. Comprendía que el amor de Berta le separaba de María más de lo que pudiera haberlo hecho la aversión de esta; sentía haberla animado por su silencio y su torpe timidez, y enojado consigo mismo, considerábase incapaz de aclarar el enredo que le martirizaba; y como carecía de entereza para una explicación franca y categórica, parecíale que nunca tendría valor para decir a la hermosa a quien pocas horas antes debió acaso la vida: «Señora, no sois vos el objeto de mi amor».

En consecuencia, aunque aquella misma noche no le hubiesen faltado ocasiones de manifestar sus sentimientos a Berta, quien quiso curarle una herida que, a tenerla ella, no le hubiera hecho pestañear a pesar de su sexo, Michel no se atrevió a salir de su embarazosa situación. Anhelaba hablar con María, y como esta se apartaba de él cuanto podía, hubo de renunciar a valerse de su mediación, según intentaba, al paso que aún le parecía oír aquellas fatales palabras: «No os amo» que vibraban en sus oídos como el toque fúnebre de una campana.

Aprovechó, pues, un momento en que nadie reparaba en él para recogerse, y acostóse en el lecho de paja que Berta con sus blancas manos le había preparado; pero como no le dejara dormir el desasosiego de su ánimo, levantóse y con una toalla mojada se refrescó la frente. Entonces quiso aprovechar su insomnio, y a los tres cuartos de hora ocurriósele la idea de que si bien algunas cosas no son para dichas de viva voz, pueden escribirse; y Michel creyó que este proceder correspondería a la determinación de su carácter, juzgando al propio tiempo innecesario asistir a la lectura de la carta que revelaría a Berta el secreto del corazón del joven. Los tímidos temen ruborizarse y ruborizar a los demás.

Decidió, en consecuencia, ausentarse por algún tiempo de la Banloeuvre, hasta que su posición estuviera bien despejada y pudiese, por lo mismo, volver sin temor al lado de su amada, creyendo el barón que, habiéndole el marqués de Souday otorgado tan fácilmente la mano de Berta, no había ningún motivo para temer le negase la de María.

Animado por este juicioso razonamiento, arrojó con ingratitud la toalla a la cual debía tal vez la claridad de entendimiento que le permitió concebir su idea, y bajó al patio de la granja. Había llegado al rastrillo de madera que le servía de puerta, y empezaba a descorrer el cerrojo, cuando de repente vio agitarse un montón de paja que debajo de un cobertizo próximo había, y asomar una cabeza que conoció ser la de Juan Oullier, quien le dijo con aspereza:

—¡Diablo! Mucho madrugamos, señor Michel.

En efecto, daban las dos en el campanario de la próxima aldea.

—¿Tenéis acaso que llevar algún mensaje? —añadió en seguida.

—No —repuso el joven barón, notando que la mirada sagaz del vendeano estaba fija en él, como tratando de escudriñar hasta los pliegues más recónditos de su corazón—. Tengo jaqueca y quiero probar si el aire fresco de la noche la mitigará.

—Os advierto que encontraréis centinelas y si no sabéis el santo pueden daros qué sentir.

—¿A mí? ¡Tendría gracia!

—¿Por qué no? Lo mismo que a otro cualquiera, ya podréis comprender que a diez pasos de distancia no sería fácil conoceros.

—¿Sabéis vos el santo y seña?

—Claro que sí.

—Decídmelo.

Juan Oullier meneó la cabeza y contestó:

—Eso contádselo al señor marqués Subid a su cuarto, decidle que os conviene salir, y él os contestará lo que convenga.

Guardóse muy bien el barón de apelar a este recurso, y mientras Juan Oullier volvía a echarse en la paja, fue a sentarse en un tronco que había cerca de la puerta y entregóse a sus meditaciones sin hacer el menor movimiento, pues parecíale que entre la paja había un claro por donde se veía brillar un objeto que, sin duda, era el ojo de Juan Oullier, y el mancebo sabía perfectamente cuan poco se engañaba el ojo de aquel nuevo cancerbero. Afortunadamente, Michel tenía acierto aquella noche para encontrar expedientes, y sólo se trataba ya de hallar un hecho razonable para salir de la Banloeuvre. Sin embargo, cuando salió el sol, dorando los tejados del cortijo y coloreando con sus reflejos de ópalo sus estrechas ventanas, hallóle ocupado todavía en buscar el pretexto en cuestión.

La Naturaleza comienza a despertar; mil rumores confusos, mil distintas manifestaciones denotaban la venida del nuevo día: los bueyes mugían pidiendo su pienso de guisantes y avena; las ovejas balaban sacando la cabeza por las rendijas de la puerta del aprisco, deseosas de salir al campo; las gallinas abandonaban la percha en que pasaron la noche y cloqueaban desperezándose sobre el estiércol; las palomas volaban a los tejados con amoroso arrullo, y los patos se alineaban frente a la puerta del patio parpando para expresar sin duda su admiración al verla tan herméticamente cerrada cuando tan impacientes estaban para ir a chapotear en el cenagoso charco del camino. Al oírse estos sonidos, cuyo conjunto forma el concierto matinal de toda granja bien organizada, abrióse una ventana situada perpendicularmente sobre la cabeza de Michel, y asomó el rostro de Pedrito, quien, ya por lo abstraído que estaba en sus reflexiones, ya dominado por el espléndido cuadro que a sus ojos le ofrecía, no vio al mancebo, que aún buscaba un pretexto sin poder encontrarlo. En efecto, deslumbrados debían quedar los ojos de la Princesa, poco habituada seguramente a semejantes espectáculos, al ver la pompa y majestad con que el rey del día asomaba al oriente entre nubes de púrpura, arrojando mares de llamas, haciendo irradiar con sus piedras preciosas las húmedas hojas de la selva que se agitaban a impulsos de la brisa, y levantando con pausa el flotante y vaporoso velo que cubría el valle, que, semejante a una púdica virgen, mostraba uno a uno todos sus hechizos y gracias. Permaneció así un gran rato, suspensa, contemplando fascinada aquel espléndido espectáculo, y apoyado el codo en el alféizar de la ventana y la cabeza en la palma de la mano; al fin, con voz melancólica, Pedrito exclamó:

—¡Ay de mí! Los habitantes de esta pobre morada son mucho más felices que yo.

Esas palabras fueron la varita mágica que hizo brotar en la mente del barón el pretexto que tan inútilmente buscara durante más de dos horas, y al oír que cerraba la ventana, dirigióse resueltamente al cobertizo bajo el cual se encontraba Juan Oullier, y dijóle:

—Amigo mío, Pedrito acaba de asomarse a la ventana.

—Lo he visto —repuso el vendeano.

—También ha hablado; ¿habéis oído lo que decía?

—Como no me importaba, no he tratado de escucharlo: no soy entremetido.

—Comprendo; pero yo, sin serlo ni quererme enterar de lo que estaba diciendo, lo oí a pesar mío.

—¿Qué dijo?

—Que halla incómoda y desagradable esta vivienda; y creo que tiene razón, pues carece de muchas cosas que sus hábitos aristocráticos han convertido para ella en objetos de primera necesidad. ¿No podríais vos (por supuesto, dándoos el dinero necesario), encargaros de procurarnos estos objetos?

—¿Dónde podré encontrarlos?

—En el pueblo o en el caserío más cercano; en Legé o en Machecoul.

—No es posible —contestó Oullier meneando la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque en los sitios que acabáis de nombrar están muy alarmados e interpretarían hasta los ademanes de ciertas personas, y si fuéramos allí a comprar objetos de lujo, nos expondríamos a excitar sospechas.

—¿Y si fuéramos a Nantes?

—Sería lo mismo —repuso Oullier con sequedad—; la lección que me dieron en Montaigu me enseñó a ser prudente, y estoy resuelto a no abandonar mi puesto… pero ¿por qué no vais vos a Nantes, ya que tanta necesidad tenéis de tomar el aire para aliviaros la cabeza? —agregó irónicamente el vendeano.

Cuando vio Michel que su astucia tenía un éxito tan completo, se puso muy encendido, creciendo sus temores a proporción que se acercaba el resultado de aquella estratagema, y contestóle con acento inseguro:

—Tal vez tengáis razón; pero yo tampoco las tengo todas conmigo, pues francamente…

—Un valiente como vos no debe arredrarse por nada —dijo Oullier arrojando la manta y dirigiéndose a la puerta a fin de abrirla antes que el mancebo tuviese tiempo para retroceder.

—Vos os encargáis, pues, de disculparme con el señor marqués y con…

—¿La señorita Berta, no es cierto? —contestó Oullier con marcada ironía—; perded cuidado.

—Mañana estaré de regreso —añadió el Barón traspasando el umbral.

—No os preocupéis por eso; si no es mañana, será otro día.

Y diciendo esto, Oullier cerró la puerta.

Michel tenía el corazón oprimido, y olvidando por un momento su azarosa posición, le parecía que aquella carcomida puerta era un muro de bronce que en adelante debía siempre encontrar entre él y el hermoso rostro de María. Sentóse al borde del camino y se echó a llorar como un niño. Le ocurrió por un momento la idea de ir a llamar a la puerta del cortijo, aun a riesgo de sufrir los sarcasmos de Juan Oullier, cuya mala voluntad conocía perfectamente; pero detúvole un sentimiento de vergüenza muy fácil de comprender, y echó a andar a la ventura, sin saber a dónde encaminaba sus pasos. Al llegar al camino de Legé, oyó un carruaje y volvió la cabeza; vio que era la diligencia de Sables d’Olonne a Nantes, y comprendiendo que la pérdida de sangre que había experimentado al recibir la herida, no le dejaba fuerzas bastantes para proseguir el camino a pie, subió a la diligencia, y con ella llegó al término de su viaje. Entonces diose cuenta por vez primera de cuan triste era su situación, pues, acostumbrado desde su infancia a seguir ciegamente la voluntad ajena, y habiendo trocado esta servidumbre moral por una nueva sustitución dejando a su madre por la mujer a quien amaba, al verse abandonado a sí mismo y completamente dueño de su albedrío, no sólo no supo apreciar los encantos de esta libertad, sino que le afligió ese aislamiento a que estaba tan poco acostumbrado.

No hay soledad más cruel y dolorosa para los corazones lacerados que las grandes poblaciones, en las cuales crece aquella tanto más cuanto mayor es el bullicio, pues la animación y la algazara de la gente que cruza las calles indiferente al pasar del que sufre en silencio, forma con su dolor un contraste que lo hace más agudo aún que el completo aislamiento. Así le sucedió a Michel. Cuando se hallaba en la carretera de Nantes creyó que en esta ciudad encontraría en la distracción un lenitivo a sus pesares; pero al llegar notó que se había engañado. La imagen de María le seguía por todas partes; en cada grupo, en cada pareja que encontraba al paso le parecía reconocer el rostro de su amada, y cada desengaño le causaba un dolor inexplicable. Conociendo que su angustia, en vez de disminuir, aumentaba considerablemente, determinó volver a la posada donde se había apeado del coche, encerróse en su cuarto, y como lo hiciera al salir del cortijo, se puso a llorar amargamente. Pensó, por un instante, regresar a la Banloeuvre, arrojarse a los pies de Pedrito y suplicarle que le sirviese de intermediario con las dos hermanas, pesaroso ya de no haberlo efectuado antes por temor de herir la susceptibilidad de Berta; pero al formar este propósito, recordó el objeto o pretexto de su viaje, que era el de comprar algunos objetos de lujo que debían explicar su partida, y luego escribió la carta fatal que había sido el único y verdadero fin de su viaje a Nantes. Encima de la mesa había recado de escribir, cobró valor y, mojando el papel con tantas lágrimas como palabras estampaba en él, escribió lo que sigue:

Señorita:

Debiera ser el hombre más feliz, y sin embargo, creo que es preferible la muerte al dolor que me desgarra el corazón.

Me pregunto, ¿qué pensaréis, qué diréis cuando sepáis lo que no puedo ocultaros por más tiempo sin mostrarme completamente indigno de la bondad con que me tratáis? Y con todo, necesito acordarme de vuestra benevolencia, necesito la certeza de la generosidad que enaltece vuestra alma, necesito ante todo pensar que nos separa el ser que más amáis en el mundo, para atreverme a dar este paso.

Sí, señorita, amo a María con todo mi corazón, la amo tanto que sin ella no quiero ni puedo vivir, y tanto que al haceros una declaración que otra persona de sentimientos menos elevados que los vuestros tomaría acaso por sangrienta injuria, tiendo a vos mis suplicantes manos para deciros: Dadme la esperanza de que podré adquirir el derecho de amaros como un hermano ama a su hermana.

Cerrada la carta, cayó Michel en la cuenta de que sería algo difícil hacerla llegar a su destino, pues no pudiendo mandarla por ningún sujeto de Nantes, porque si era fiel el mensajero corría grave riesgo su pellejo, y si no lo era, no estaba muy seguro el que lo mandase; pensó que podría encontrar en las cercanías de Machecoul algún discreto aldeano a quien confiar el mensaje, cuya respuesta iría a esperar en el bosque, mientras el labriego cumplía su encargo. Tomada esta resolución, salió a comprar algunos objetos que guardó en la maleta, y aplazó para el día siguiente la adquisición de un caballo que le faltaba para la próxima campaña. Efectivamente, a las nueve de la mañana del siguiente día, salía Michel de Nantes para el país de Retz, montado en un excelente caballo normando y con la maleta en la grupa.