L cabo de algunos momentos, penetraron en la habitación de Gaspar y Juan Renaud, pero al ver la actitud y recogimiento de Pedrito, se detuvieron en el umbral, en tanto que el marqués de Souday que les acompañaba, interrumpía con el mayor respeto la diana que tarareaba, recordando su juventud. Pedrito, a pesar de estar abismado en sus preocupaciones, oyóles y les dirigió la palabra, diciendo:
—Acercaos, caballeros, y dispensad que haya turbado vuestro sueño. Tengo que comunicaros importantes resoluciones.
—Al contrario, señora —repuso Juan Renaud—, nosotros somos quienes debemos pedir mil perdones a Vuestra Alteza Real, por no habernos anticipado a sus órdenes, estando prontos a satisfacer sus deseos a la primera ocasión.
—Basta de cumplimientos, amigo mío —interrumpióle Pedrito—; mal sienta la lisonja, atributo de la monarquía victoriosa, cuando va a hundirse por segunda vez.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir —añadió Pedrito, apoyándose en la chimenea—, que os he llamado para devolveros vuestra palabra y despedirme de vosotros, amigos míos.
—¿Devolvernos nuestra palabra?… ¿Despediros de nosotros? —replicaron atónitos los caudillos—. ¿Es posible que Vuestra Alteza Real piense en abandonarnos?
Contempláronse unos a otros, exclamando sorprendidos:
—¡Señora, eso no puede ser, ni será…!
—Es preciso; me han aconsejado, o mejor dicho, me han pedido con insistencia que lo haga.
—¿Quién, señora?
—Personas de cuyo celo, inteligencia y adhesión no puedo dudar.
—¿Con qué pretexto, con qué razón?
—Según voz pública, la causa realista está completamente perdida hasta en la Vendée; la bandera blanca no es más que un haillon despreciado por la Francia; ni siquiera se podrían encontrar mil doscientos hombres que por algún dinero se prestaran a alborotar en nuestro nombre las calles de París; es falso que tengamos simpatías en el ejército e inexacto que las tengamos entre los empleados del Gobierno, y absurdo que el Bocage se halle dispuesto a levantarse por segunda vez para defender los derechos de Enrique V.
—Pero sepamos —dijo el noble vendeano que había cambiado el ilustre apellido que llevó en la primera guerra por el de Gaspar—; ¿quién es ese que emite tan doctoralmente su opinión acerca de la Vendée y se atreve a aquilatar vuestro denuedo y abnegación hasta señalar sus límites y decir: «de aquí no pasará»?
—Varios comités realistas, que no es del caso nombrar y cuya opinión debemos tener en cuenta.
—¿Los comités realistas? —replicó el marqués de Souday—, ¡brava gente por vida mía! Si algo valiese mi parecer, propondría que se hiciese con sus mensajes y advertencias lo que el difunto marqués de la Charette con los comités de su tiempo.
—¿Y qué hacía con ellos Charette? —interrogó Pedrito.
—El respeto que debo a Vuestra Alteza Real —respondió el marqués con admirable sangre fría—, me impide explicar el uso a que los destinaba.
Pedrito, al oír esas palabras, no pudo disimular la sonrisa, y replicó:
—Desengañaos, querido marqués; Charette era señor absoluto en su campo, y María Carolina nunca podrá ser más que una regente muy constitucional. Por lo demás, el alzamiento no puede dar resultados si no hay completa inteligencia entre cuantos están interesados en su éxito, y pregunto yo: ¿existe esta inteligencia cuando la víspera del combate se nos anuncia que faltarán tres cuartas partes de los combatientes?
—¡Tanto mejor! —exclamó el marqués—, cuantos menos seamos, mayor será la gloria.
—Señora —añadió con tono grave Gaspar—, todavía no pensabais venir a Francia, cuando ya os dijimos: «Los hombres que derribaron a Carlos X están alejados del Gobierno actual y no tienen ninguna influencia.
»El ejército, subordinado por el espíritu de la disciplina, lo manda un jefe que ha dicho que en política se debe tener más de una bandera.
»Venid sin dilación; vuestro regreso será como el de la isla de Elba; los pueblos se agruparán a vuestro alrededor para saludar a los vástagos de nuestros reyes, que el país ansia aclamar».
Después de este recuerdo, Gaspar agregó:
—Accediendo a estas instancias, vinisteis, señora, y al veros entre nosotros todos nos hemos abrazado animados de noble ardimiento, y si ahora retrocediésemos o evitásemos de cualquier manera la lucha, esa retirada sería un golpe fatal para nuestro partido y una deshonra para todos nosotros, pues desacreditaría vuestro tacto político descubriendo nuestra impotencia personal.
—Sí —repuso Pedrito, que por una coincidencia fatal se proponía defender mal de su grado la amarga verdad que oyera en su conferencia con el doctor Marco—; sí, es verdad cuanto acabáis de decir; es verdad que se me ha prometido todo esto; mas no es culpa vuestra, ni mía tampoco, si algunos insensatos han soñado imposibles y han creído realizable lo que realmente no lo era. La historia imparcial dirá que cuando me han acusado de ser mala madre, he contestado como debía. Estoy pronta al sacrificio: heme aquí. Dirá asimismo, que vosotros habéis sido fieles a vuestro Soberano a pesar de las adversidades, y que vuestra adhesión ha sido más decidida y heroica en los días de lucha y mala suerte; pero a mí el honor me manda no poner a prueba esa simpatía. Seamos prudentes, amigos míos; las cifras son lo más positivo. ¿Con cuántos hombres podemos contar en este momento?
—Con diez mil, a la primera señal.
—Muchos son; pero no bastan; el rey Luis Felipe puede disponer de cuatrocientos mil hombres, sin contar la guardia nacional.
—No importa —replicó el marqués—, ¿y las defecciones? ¿Y los oficiales que pedirán su retiro antes de combatirnos?
—Corriente —dijo Pedrito a Gaspar—; Voy a poner mi destino y el de mi hijo en vuestras manos; aseguradme con vuestra palabra de caballero, que tenemos dos probabilidades contra diez de conseguir el triunfo, y me comprometo a permanecer entre vosotros para compartir vuestros peligros.
Al oír Gaspar este llamamiento tan indirecto, no ya a sus sentimientos, sino a sus convicciones, inclinó la cabeza y no se atrevió a contestar.
—Ya lo veis —prosiguió Pedrito—. La razón y el corazón os dictan lo mismo; sería casi un crimen abusar de una hidalguía y un entusiasmo que el buen sentido no puede menos de condenar. Dejémonos, pues, de discutir sobre este punto, ya que, según parece, no ha sido tan descabellada la resolución; y roguemos a Dios que me permita reunirme con vosotros en circunstancias más favorables y no pensemos más que en la marcha.
Sin duda estaban tan convencidos como ella los principales caudillos de la revuelta, pues a pesar de sus belicosos alardes, no replicaron una palabra y volvieron el rostro para ocultar sus lágrimas. El marqués de Souday paseábase entretanto, presa de una impaciencia que no se tomaba la pena de disimular.
—Sí —prosiguió Pedrito, después de una pausa y con amargura—; si los unos dicen como Pilatos: «Yo me lavo las manos» y los otros se anticipan y declinan sobre mí la responsabilidad de la sangre inútilmente vertida, mi corazón ha desmayado a pesar de su entereza ante el peligro y ante la muerte.
—La sangre vertida en defensa de la fe, jamás será infecunda —contestó una voz desde el hogar—. Así lo ha dicho Dios, y por humilde que sea el que os habla, no vacila en repetir sus palabras. El creyente que sucumbe defendiendo su fe es un mártir, y la sangre de los mártires es un rocío fecundo que fertiliza la tierra y anticipa la cosecha.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Pedrito, alzándose sobre la punta de los pies.
—Yo —repuso sencillamente Juan Oullier, levantándose de su escabel y entrando sin ceremonia en el círculo de los jefes.
—¿Vos? —exclamó Pedrito, gozoso de tan inesperado auxilio, cuando ya todos le abandonaban—. ¿Según eso no pensáis como los señores de París? Hablad sin ambages: estamos en unos tiempos en que ni el mismo Buen Juan no estaría de más en un consejo de reyes.
—Tan ajeno estoy de pensar que debierais salir de Francia, que, si fuese caballero como esos señores, me habría puesto en la puerta para atajaros el paso, y os habría dicho resueltamente: salga lo que saliere, no os mováis de aquí.
—¿Por qué razón? Hablad, hablad.
—Es muy sencillo; porque vos sois nuestra bandera, y mientras en un ejército quede un soldado para llevarla, tiene derecho y obligación de hacerlo hasta que la muerte se la dé por mortaja.
—¡Tenéis razón! Me agrada escucharos, hablad, hablad, amigo Juan.
—Porque vos sois la primera de vuestra extirpe que habéis venido a combatir entre los campeones de ella y no sería digno ni loable que os retiraseis sin desenvainar la espada.
—Continuad, Juan, continuad —dijo Pedrito, restregándose las manos.
—Porque semejante retirada antes del combate tendría todos los visos de fuga, y nosotros no podemos permitir que huyáis.
—Es que —intervino Juan Renaud, alarmado por la atención con que Pedrito escuchaba al aldeano—; es que las considerables reflexiones mencionadas quitarán al movimiento su importancia.
—No, no, ese hombre tiene razón —exclamó Gaspar, que solamente había cedido a pesar suyo a los argumentos de Pedrito—. ¿Quién se acordaría de Carlos Eduardo sin Preston-Moor y Culloden? Os confieso ingenuamente, señora, que tengo grandes deseos de hacer lo que nos aconseja ese aldeano.
—Y tenéis tanta más razón, señor conde —repuso Oullier con una entereza que probaba cuan a la altura estaba de aquella discusión a pesar de su rusticidad—; tenéis tanta más razón, cuanto que Su Alteza Real no logrará saliendo de Francia el objeto que se propone y al cual sacrifica el porvenir de la monarquía confiada a su tutela.
—¿Por qué? —interrogóle Pedrito.
—Porque apenas os hayáis retirado, comenzarán las persecuciones, y serán tanto más activas, cuanto mayor haya sido nuestra debilidad. Vosotros, caballeros, podréis evitar la tormenta, pues sois ricos, nada os importa la emigración, y tendréis buques que os aguardarán a la embocadura del Loire o del Charente; vuestra patria está casi en todas partes, mientras nosotros, infelices aldeanos, somos como la cabra adherida al suelo que nos alimenta, y preferimos la muerte al destierro.
—¿Y qué opináis de todo eso, amigo Juan?
—¿Qué opino, señor Pedrito? —repuso el vendeano—; a lo hecho, pecho; que hemos tomado las armas, y debemos batirnos sin gastar el tiempo en contar cuántos somos.
—Entonces, ¡a batirnos! —exclamó Pedrito, entusiasmado—; la voz del pueblo es la voz de Dios; yo tengo confianza en la de Oullier.
—¡Guerra, guerra! —repitió el marqués.
—¡Guerra! —agregó Juan Renaud.
—¿Qué día fijamos para el alzamiento? —preguntó Pedrito.
—¿No se había resuelto verificarlo el 24? —dijo Gaspar.
—Sí; pero esos señores han enviado contraorden…
—¿Quiénes? ¿De dónde?
—De París.
—¿Sin consultaros?… —exclamó el marqués de Souday—, ¿sabéis que por menos se fusila a un hombre?
—Yo les perdono —dijo Pedrito, extendiendo la mano—; además, es preciso considerar que los que lo han hecho no son militares.
—Este aplazamiento es una desgracia —observó Gaspar a media voz—, y si yo lo hubiese sabido, quizás no me habría adherido tan fácilmente al parecer de ese buen aldeano.
—Gaspar, recordad sus palabras: a lo hecho, pecho. ¡Buen ánimo, pues! Señor marqués de Souday, hacedme el favor de darme recado de escribir.
Apresuróse el marqués a buscar lo que Pedrito le pedía, y mientras revolvía mesas y cajones para encontrarlo, dijo a Juan Oullier, estrechándole la mano:
—¿Sabes que tienes un pico de oro y has hablado como un oráculo? Nunca me ha regocijado tanto el sonido de tu cuerno como el botasillas que acabas de tocar.
En seguida dio el marqués papel y pluma a Pedrito, y mojándola este en un frasco de tinta, escribió con letra clara lo siguiente:
Estimado Mariscal: me quedo con vosotros, y confío en que tendréis la bondad de venir a verme.
Me quedo porque he comprometido con mi presencia a muchos de mis fieles servidores, y sería una infamia abandonarlos en las actuales circunstancias. Confío en que Dios nos dará la victoria a pesar de la malhadada contraorden.
Adiós, Mariscal; no dimitáis, ya que no lo hace.
Pedrito
—Ahora —continuó, doblando la carta—, ¿qué día fijamos para el alzamiento?
—El jueves 31 de mayo —dijo el marqués, creyendo que el término más corto era el mejor.
—Dispensad, señor marqués —replicó Gaspar—, creo que es preferible señalar la noche del domingo 3 de junio. Los días festivos, después del oficio, se reúnen todos los feligreses bajo los pórticos del templo, y allí los jefes del levantamiento podrán darles órdenes sin infundir sospechas.
—Veo que estáis informado de las costumbres del país y sabéis sacar partido de ellas —dijo Pedrito—. Dejémoslo para la noche del 3 al 4 de junio.
Y, en seguida, escribió la siguiente orden del día:
«Habiendo tomado la firme resolución de no salir de las provincias del Oeste, cuya lealtad está bien probada, confío en que tomaréis todas las medidas conducentes al levantamiento, fijado para la noche del 3 al 4 de junio. Apelo a los hombres de corazón Dios nos ayudará a salvar la patria; no retrocederé ante ningún peligro ni fatiga, y me presentaré en la primera formación».
—La suerte está echada —observó Pedrito—, es preciso vencer o morir.
—Ahora —añadió el marqués— el 4 hago tocar a rebato, aunque vengan veinte contraórdenes… Y, después de nosotros, el diluvio.
—Magnífico —exclamó Pedrito—; pero es necesario que esta orden llegue con seguridad y sin pérdida de tiempo a los jefes de división, para atenuar el mal efecto de las instrucciones procedentes de Nantes.
—¡Ah!, quiera Dios —repuso Gaspar— que esta malhadada orden haya llegado a tiempo para paralizar el primer ímpetu y dejar toda su fuerza al segundo. Mucho temo que algunos infelices hayan sido víctimas de su arrojo.
—Por eso debemos procurar no perder el tiempo y no dar tregua a las piernas mientras los brazos permanecen ociosos —repuso Pedrito—. Vos, Gaspar, encargaos de avisar a los afiliados del alto y bajo Poitou; el señor marqués cuidará de advertir a los aldeanos de Retz y de Mauges; y vos, Renaud, a los bretones. ¿Quién se encargará de llevar un parte al Mariscal? No me atrevo a dar esta comisión a ninguno de vosotros, señores, pues en Nantes os conocen.
—Yo —dijo Berta desde la alcoba donde se hallaba descansando con su hermana y que al oír las voces se había levantado—. ¿Acaso no me toca hacerlo en calidad de ayudante de campo?
—Es verdad —contestó Pedrito—; pero vuestro traje, que tanto me gusta, podrá muy bien no ser del agrado de los señores nanteses.
—De consiguiente —dijo María—, en lugar de ir a Nantes mi hermana, iré yo, con vuestro permiso. Pondréme el vestido de la hija del colono, y así vos no os separaréis de vuestro primer ayudante de campo.
Berta intentó oponerse a este arreglo; pero Pedrito le habló al oído.
—Quedaos, querida Berta; hablaremos del barón Michel y formaremos proyectos a que él no se opondrá, seguramente.
Ruborizóse la doncella e inclinó la cabeza, dejando que su hermana tomase el pliego dirigido al Mariscal.