ERMINADA la escena tan interesante que acabamos de narrar, el abogado salió en seguida para Nantes; y a los pocos momentos bajó Pedrito, vestido de aldeano, a la sala baja de la granja, a pesar de que la noche no había llegado a las dos terceras partes de su carrera.
La sala en que se encontraba Pedrito, era vasta, sus paredes parduzcas desprovistas en varios parajes del yeso que las revocaron, y cuyas vigas ennegreciera el humo; había en ella un inmenso armario de roble pulido, cuya cerradura relucía en la oscuridad, y dos camas paralelas cubiertas de un cortinaje de sarga verduzca; completaba el mueblaje, dos toscas artesas y un reloj de pared dentro de una caja de madera esculpida, que con su lento y monótono tic-tac de la péndola, recordaba la vida en el silencio de la noche. La chimenea era muy ancha y elevada, guarnecía su campana una tira de tela parecida a la de las cortinas, pero en muy mal estado; veíanse, además, varios adornos de costumbre: una figura de cera, imagen del Niño Jesús, dentro de un globo de cristal, dos jarros de porcelana con flores artificiales, una escopeta de dos cañones y un ramo pascual.
Acababa Pedrito de despedir al dueño del cortijo, al marqués y a sus hijas, cuando un hombre abrió la puerta y se sentó al hogar; pero, al verla, apartóse respetuosamente para ofrecerla un sitio: pero Pedrito, apoyándose en una silla, le indicó con la mano que volviese a ocuparla, pero no dándose aquel por entendido, apartó la silla colocándola al lado de la chimenea. Pedrito tomó entonces un escabel y sentóse al otro extremo, enfrente de Juan Oullier, pues este era quien ofrecía su asiento a la duquesa.
Una vez sentada, apoyóse la duquesa la cabeza en la palma de la mano y el codo en la rodilla, abismada en profunda reflexión, y agitaba el pie con un movimiento convulsivo que se comunicaba a todo el cuerpo, demostrando que Pedrito sufría una verdadera contrariedad. También Juan Oullier combatía su imaginación mil contrariedades, permaneciendo taciturno y distraído. Al entrar Pedrito en el aposento, el aldeano se había apresurado a quitarse la pipa de la boca, y hacíala rodar maquinalmente entre los dedos, sin interrumpir de otro modo sus meditaciones que exhalando algunos suspiros muy parecidos a amenazas, o inclinándose para reunir los tizones del hogar y avivar la lumbre. Pedrito fue el primero que rompió el silencio, preguntándole:
—¿No fumabais cuando habéis entrado, buen hombre?
—Sí —respondió lacónicamente el aldeano, con acento respetuoso.
—¿Por qué no seguís?
—Temo incomodaros.
—De ningún modo; si esto no es un vivac, poco le falta; y como, por desgracia, es el último, quisiera que estuvierais con entera libertad.
Por más enigmáticas que le parecieran tales palabras, Oullier no osó interrogar a Pedrito, y con aquel maravilloso tacto que distingue al labriego vendeano, sin dejar traslucir que supiese con quien hablaba, se abstuvo de usar el permiso que acababan de darle. A despecho de las ideas que le agitaban, Pedrito notó la desazón de Oullier y no pudo menos de preguntarle:
—¿Qué tenéis, que tan abatido os veo? Creía encontraros muy contento, y me he equivocado.
—¿Por qué he de estarlo?
—Porque un fiel y leal servidor como vos no puede menos de compartir la alegría de sus amos, y observo que de veinticuatro horas a esta parte nuestra joven amazona está muy gozosa.
—¡Quiera Dios que ese gozo no sea efímero! —dijo el vendeano alzando los ojos al cielo y sonriéndose con aire de duda.
—¡Cómo! A lo que veo, no sois muy partidario de los enlaces de amor; pues a mí me agradan muchísimo, y son los únicos negocios en que he tomado parte.
—Yo no tendría ninguna prevención contra este matrimonio, sino fuera por el marido.
—¿Y por qué?
Juan Oullier permaneció silencioso.
—Hablad —insistió Pedrito.
El vendeano meneó la cabeza.
—Os lo ruego, querido Oullier, me intereso mucho por esas niñas a quienes tanto queréis, y ya sabéis que sin ser Papa tengo potestad para atar y desatar.
—Ya sé que podéis mucho.
—Decidme, amigo, ¿por qué no os agrada este matrimonio?
—Porque la que tome el nombre de baronesa de La Logerie, tomará un nombre deshonrado, y para eso no había necesidad de dejar uno de los apellidos más ilustres del país.
—¡Ay, mi buen amigo! —replicó Pedrito con triste sonrisa—, ya pasaron los tiempos en que los hijos eran solidarios de las virtudes y faltas de los padres.
—Lo ignoraba —repuso Oullier.
—Y no obstante, es una realidad —continuó Pedrito—; para nuestros contemporáneos es una grande obligación la de responder de sí mismo, pues muchos sucumben antes de lograrlo. ¡Cuántos dejan de cumplirla! ¡Cuántos faltan en nuestras filas que por el nombre que llevan deberían figurar en ellas! Seamos, pues, agradecidos a los que a pesar del ejemplo dado por sus padres, de la situación de sus familias y de los incentivos de la ambición, han abrazado nuestra causa para continuar las caballerescas tradiciones de la abnegación y de la fidelidad en el infortunio.
Alzó Juan Oullier la cabeza, y con una expresión de odio que no trató de disimular, replicó:
—Ignoráis acaso…
—Nada ignoro —repuso Pedrito—, sé vuestros motivos de queja respecto al difunto barón; mas tampoco desconozco los deberes de gratitud que ligan a su hijo recién herido por mi causa. Respecto a los crímenes que haya cometido su difunto padre, eso Dios lo sabe mejor que nosotros, lo expió con una muerte violenta.
—Sí —contestó Juan Oullier bajando la cabeza a pesar suya—; es cierto.
—¿Os atreveríais a investigar los designios de la Providencia? ¿Osaríais suponer que no halló misericordia al presentarse bañado en sangre ante el Juez Supremo? Y cuando Dios acaso está satisfecho, ¿os mostraríais más rígido e implacable que Dios?
Juan escuchó sin replicar. Cada palabra de Pedrito le conmovía el corazón, evocando sus sentimientos religiosos y apartando sus rencorosas convicciones respecto del Barón, sin que llegara a desarraigarse por completo.
—El señor Michel —prosiguió Pedrito— es un excelente mancebo, dócil, sencillo y pronto a sacrificarse por sus amigos; es rico, calidad que nunca está de más tratándose de matrimonio, y estoy seguro de que el carácter enérgico y los hábitos algo independientes de vuestra joven señora, son muy a propósito para hacerla dichosa con un hombre como él. Si ambos son dichosos, ¿qué más podemos desear? Creedme, Juan Oullier —añadió Pedrito lanzando un suspiro—, si tuviésemos que acordarnos del pasado, nos sería imposible querer a nadie.
—Señor Pedrito —contestó Oullier meneando la cabeza—, vos habláis a las mil maravillas y como excelente cristiano; pero hay cosas que no podemos quitar de la memoria por más esfuerzos que hagamos para alcanzarlo, y, por desgracia, mis relaciones con el padre del señor barón fueron una de ellas.
—No trato de saber vuestros secretos —respondió Pedrito—. Ya os he dicho que el barón ha vertido su sangre por mí, ha sido mi guía y me ha proporcionado un asilo, y no sólo le aprecio sino que debo estarle agradecida. Además, sentiría infinito que entrase la división en nuestro campo, y por lo tanto, mi buen Oullier, os suplico, en nombre de la adhesión que manifestáis a mi persona, no que olvidéis lo pasado, ya que como decís no es posible lograrlo, sino que reprimáis vuestro rencor hasta convenceros de que el hijo de quien tanto odiasteis, labra la felicidad de la niña que habéis educado.
—Creed que daré mil gracias al Altísimo, venga de dónde viniera la ventura; pero mucho dudo que entre en el castillo de Souday con el señor Barón.
—¿Por qué? Decídmelo, si lo tenéis a bien.
—Porque cada día dudo más del amor del señor Michel a la señorita Berta.
Pedrito se encogió de hombros con impaciencia y replicó:
—Amigo Oullier, permitid que os diga que desconfío de vuestra perspicacia en amor.
—Tal vez tengáis razón —contestó el vendeano—; mas si tanto desea el baroncito un enlace, que es la mayor honra que puede esperar, ¿por qué ha salido con tanta precipitación del cortijo, vagando por esos cerros como un loco toda la noche?
—Si su ausencia ha durado toda la noche, será indudablemente porque la felicidad le embarga los sentidos y no le dejaba un momento de reposo; por otra parte, casi afirmaría, sin temor de equivocarme, que si ha salido tan a deshora ha sido por atenciones al servicio mejor que por un simple capricho.
—¡Quiera Dios que así sea! No soy, felizmente, de los hombres que sólo piensan en sí mismos, puesto que el egoísmo no cabe en mi corazón; y aunque, estoy decidido a salir del castillo el día que en él entre el barón, no dejaré de rogar a Dios que bendiga a la que tan ciegamente le ama: siempre vigilaré todos sus actos y trataré de que no se realicen mis presentimientos.
—Gracias, querido Oullier; siendo así, ya puedo confiar que en lo sucesivo no pondréis mal gesto a mi pobre protegido. ¿Me lo prometéis?
—Os prometo guardar mi rencor y mi desconfianza en lo más recóndito del corazón y no manifestarlo sino en el desgraciado caso que vuestro protegido lo justifique con su proceder; pero no me pidáis un sacrificio superior a mis fuerzas; yo no puedo quererle ni apreciarle.
—¡Raza indomable! —murmuró Pedrito a media voz—, verdad es que eso te engrandece y vigoriza.
—Sí —replicó Oullier a esa especie de aparte—, sí, nosotros apenas tenemos más que un amor y un odio. ¿Seríais vos quién lo lamentara, señor Pedrito?
Y miró de hito en hito al joven como si le desafiara con respeto.
—No —repuso este—, y líbreme Dios de hacerlo, pues la adhesión de los vendeanos es cuanto le queda a Enrique V de una monarquía de cuatro siglos, aunque esto no basta, según parece.
—¿Quién lo dice? —exclamó Juan Oullier levantándose con gesto amenazador.
—Más tarde lo sabréis; hemos hablado de vuestros asuntos, Oullier, y no me duele, pues esta conversación ha dado tregua a mis tristes pensamientos; horas es ya de dedicarme a mis negocios. ¿Han dado las cuatro?
—Las cuatro y media.
—Despertad a los amigos; a ellos la política no les roba el reposo a mí sí, mi política es el amor maternal. Id, amigo mío.
Juan Oullier salió, y Pedrito, cabizbajo, dio algunas vueltas por la pieza. Presa de la mayor impaciencia y desesperación, retorcíase las manos y golpeaba con el pie el suelo, y al sentarse nuevamente a la chimenea, con el pecho oprimido, dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. En seguida se arrodilló rogando al Señor, único dispensador de tronos, que le guiara y le diese fuerzas para dar cima a su propósito, o resignación para sobrellevar un infortunio.