XLVII

EL viajero entró en un aposento muy vasto y de reciente construcción; las paredes eran muy húmedas y ligeramente estucadas, y se veía a trechos el enmaderamiento. En esta pieza, acostada en un tosco lecho de pino, había una mujer, y concentrando toda su atención en ella, vio maese Marco que era la señora duquesa de Berry.

Las sábanas de finísima batista eran lo único que indicaban la elevada categoría de la dama. Un mantón de cuadros verdes y encarnados servía de cobertor; una chimenea de hierro guarnecida de madera calentaba la estancia, y una mesa llena de papeles con dos pistolas encima, componían el ajuar. Junto a este mueble había una silla con un traje completo de aldeano y una peluca negra, y otra silla al pie de la cama, con los vestidos de la Princesa, quien llevaba una gorra de lana a usanza de las mujeres del país, y leía su correspondencia a la luz de dos bujías colocadas sobre un velador de palo de rosa muy deteriorado, resto evidente del antiguo ajuar del castillo.

Al parecer, la Duquesa esperaba con impaciencia la llegada del viajero, pues apenas le vio casi le salió de la cama, tendiéndole ambas manos. Marco se las tomó, besándolas respetuosamente, y la Princesa se apercibió de que una lágrima vertida de su fiel partidario caía sobre sus manos que permanecían entre las de su tierno amigo.

—¡Una lágrima! Caballero —dijo la Duquesa—, ¿me traéis, por ventura, malas noticias?

—Esta lágrima brota del corazón, señora; es la expresión del profundo dolor que experimento al veros sola y aislada en un cortijo de la Vendée, a vos, a quien he visto…

Las lágrimas le ahogaron la voz, y la Duquesa terminó la frase, diciendo:

—Sí, en las Tullerías, ¿no es cierto?, y en las gradas del trono. Pero qué importa, querido amigo, estaba allí peor guardada y no tan bien servida como entre estos partidarios, pues aquí me sirve y custodia la lealtad que sabe sacrificarse, mientras que allí me servía el interés, que sólo obra por cálculo; pero vamos al grano, que ya me inquieta veros eludir la cuestión principal. ¡Enseguida!, dadme noticias de París. ¿Son buenas?

—Creed, señora, que entusiasta como soy, siento en el alma haberme visto obligado a ser el mensajero de la prudencia.

—¿Es decir, que mientras mis fieles vendeanos se hacen matar por mi causa, mis amigos de París son prudentes? Ya veis con cuánta razón he dicho que estaba aquí mejor guardada y servida que en el palacio de las Tullerías.

—Mejor guardada, es posible; mejor servida, no. Hay momentos que de la prudencia depende el resultado.

—Yo también tengo noticias de París, caballero, y sé que allí es inminente una revolución.

—Señora —repuso el abogado con firme y sonora voz—, hemos pasado año y medio en continuas asonadas, y ninguna de ellas ha tomado el carácter de una revolución.

—Luis Felipe es impopular.

—Concedido; pero eso no prueba que Enrique V sea popular.

—¡Enrique V! Mi hijo no se llama Enrique V, caballero, sino Enrique IV segundo.

—Permitid que os diga, señora, que aún es muy niño para que sepamos su verdadero nombre; y cuanto más adicto es un hombre a su jefe, tanto más debe decirle la verdad.

—¿La verdad?, yo la deseo; la exijo entera y sin ambages.

—Pues escuchad, si queréis saberla. Desgraciadamente, la memoria del pueblo se ciñe a un limitado horizonte; para el pueblo hay dos grandes recuerdos de cuarenta y tres años de fecha el uno, y de diecisiete el otro; el primero es la toma de la Bastilla, es decir, la victoria del pueblo sobre la monarquía, victoria que dio a la nación la bandera tricolor; el segundo es la doble restauración de 1814 y 1815, victoria de la monarquía sobre el pueblo, la cual impuso al país la bandera blanca. En los grandes movimientos todo es simbólico, señora, la bandera tricolor es el lábaro[36] de la libertad, y en sus pliegues se lee: Con esta enseña vencerás. La bandera blanca es la enseña del despotismo, y en ambos lleva escrito: Con esta enseña fuiste vencido.

—¡Caballero!

—¡Ah, señora, habéis exigido la verdad, y os la digo!

—Sea; pero cuando hayáis terminado os contestaré.

—Sí, Duquesa, me alegraré que vuestra respuesta llegue a convencerme.

—Proseguid.

—Señora, salisteis de París el 28 de julio, y no visteis la saña con que el pueblo destrozaba la bandera blanca y pisoteaba las flores de lis.

—¡La bandera de Denain y de Taillebourg! ¡Las flores de lis de San Luis y de Luis XIV!

—¡Por desgracia, señora, el pueblo no se acuerda sino de Waterloo!, el pueblo no conoce otra cosa en Luis XVI, que una defección y una ejecución. ¿Sabéis, señora, cuál es la gran dificultad que preveo para vuestro hijo, último descendiente de San Luis y de Luis XIV? Precisamente la bandera de Denain y de Taillebourg. Si Su Majestad Enrique V, o Enrique IV segundo, como tan acertadamente le denomináis, entra en París con la bandera blanca, no pasará del arrabal de San Antonio, y antes de llegar a la Bastilla será muerto.

—¿Y si entra con la bandera tricolor?

—Peor que peor, señora: entonces, antes de llegar a las Tullerías estará deshonrado.

Sobresaltóse la Duquesa, y después de una corta pausa, dijo:

—Tal vez sea cierto; pero es amarga la verdad.

—Os la prometí pura, y cumplo la palabra.

Al cabo de un momento de silencio, replicó la duquesa:

—No son esas las noticias que recibí de Francia, y que determinaron mi regreso.

—De eso no cabe duda, señora; pero no olvidéis que si a veces llega la verdad a oídos de los príncipes reinantes, nunca llegarán a saberla los príncipes destronados.

—Permitid que os diga, caballero, que, como buen abogado, sois algo paradójico.

—Efectivamente, señora, la paradoja es achaque de la elocuencia; mas con Vuestra Alteza Real no se trata de ser elocuente, sino verídico.

—Dispensad, ¿no habéis dicho que los príncipes destronados nunca llegan a saber la verdad?, u os habéis equivocado, o me estáis engañando.

El abogado se mordió los labios: la Duquesa le hería con sus mismas armas.

—¿Dije nunca, señora?

—Nunca dijisteis.

—Pues supongamos una excepción y que yo lo sea.

—Dadlo por supuesto, y decidme, si os agrada, por qué no saben nunca la verdad los príncipes destronados.

—Porque mientras los monarcas reinantes suelen estar rodeados de ambiciosos satisfechos, los príncipes destronados lo están de ambiciosos por satisfacer.

«Verdad es, señora, que hay en torno vuestro algunos corazones generosos que se sacrifican con completa abnegación; pero también hay no pocas personas para quienes vuestro regreso es su medio de alcanzar fama, riquezas y honores; también hay descontentos que perdieron su posición y quieren recobrarla y vengarse de los que se la arrebataron. Toda esa gente ve mal los hechos y no aprecia debidamente la situación; convierte sus aspiraciones en esperanzas, y sus esperanzas en certezas; sueña incesantemente con una revolución que si llega a estallar, de seguro no será en el momento que se figura; esa gente se engaña, y os engaña; empieza por mentirse a sí misma y acaba por mentiros a vos, atrayéndoos al peligro a que quiere exponerse. De ahí el error fatal que os ha imbuido y que debéis reconocer, señora, ante la verdad irrevocable que acabo de manifestaros, tal vez con aspereza, pero de un modo franco y leal».

—En resumen —interrumpió la Duquesa impaciente al ver que aquellas palabras confirmaban las que oyera en el castillo de Souday—; ¿qué traéis bajo los pliegues de vuestra toga, maese Cicerón? ¿La paz o la guerra?

—Como se cree que seguimos las prácticas Constitucionales, contestaré a Vuestra Alteza Real que en calidad de regente os toca elegir entre las dos.

—¡Comprendo!, y mis cámaras se reservan el derecho de negarme subsidios si no resuelvo lo que quieren, ¿no es cierto? Conozco todas las presiones de vuestro sistema constitucional, cuyo principal inconveniente consiste en complacer a los que hablan más, pero no mejor. En fin, vos estaréis indudablemente encargado de trasmitirme la opinión de mis fieles y leales consejeros acerca de la oportunidad del levantamiento, decid: ¿Cuál es vuestra opinión y la de ellos? Mucho hemos hablado de la verdad; algunas veces es un espectro terrible. No importa; aunque mujer, no temo evocarlo.

—Jamás he dudado de vuestra resignación, señora; sino hubiese sabido que en vuestras venas circula la ilustre y poderosa sangre de veinte reyes, no me habría encargado de tan dolorosa misión.

—¡Ah!, por fin: vamos, menos diplomacia, caballero Marco. Hablad con tesón, cual debe hacerse con un soldado.

Al decir estas palabras, observó la Princesa que el emisario se quitaba la corbata e intentaba descoserla y la Duquesa, impaciente de tanta tardanza, exclamó:

—Dádmela, dádmela; yo acabaré más pronto.

Era una carta escrita con cifras, y la Duquesa, después de examinarla, dijo devolviéndola a Marco:

—Leédmela; me sería difícil descifrarla y a vos os será fácil, pues debéis saber su contenido.

Tomóla el abogado y púsose a leer sin tropiezo lo que sigue:

«Las personas a quienes se ha honrado con tan distinguida confianza no pueden menos de lamentar los funestos consejos que han promovido la crisis actual, pues aunque no dudan del buen celo y laudables intenciones de los que la han causado, deben, por otra parte, reconocer que esos no conocen al actual orden de cosas, ni la disposición de los ánimos.

»Creer en la posibilidad de una revolución en París, es un absurdo; difícil sería encontrar mil doscientos hombres que por algunos escudos se prestaran a salir a la calle y luchar con la guardia nacional y una guarnición adicta al Gobierno.

»Tan equivocada es la idea que tienen de la Vendée, como la que se tuvo del Mediodía, pues aquel país clásico de la abnegación y de la generosidad ha sido devastado por un ejército numeroso y ayudado de los habitantes de las ciudades, casi todas antilegitimistas, y si se hiciese una leva de aldeanos, se originaría el saqueo de las aldeas, fortificando al Gobierno con un fácil triunfo.

»Si la madre de Enrique V se encontrase en Francia, debería apresurarse a salir de ella, ordenando a los jefes de la rebelión que depusieran las armas y regresaran a sus hogares. De este modo, en vez de haber venido a organizar la guerra civil, habría venido a pedir la paz, lo cual le proporcionaría la doble gloria de ejecutar una acción heroica e impedir la efusión de sangre francesa.

»Los amigos circunspectos de la monarquía legítima, a quienes jamás se ha consultado acerca de semejantes proyectos, teniendo solamente noticias de los hechos ya consumados, declinan su responsabilidad sobre sus autores y consejeros: ni pueden merecer el honor ni contribuir al vituperio, en la suerte próspera o adversa».

La Duquesa oyó esa lectura con extrema agitación. Su rostro, ordinariamente pálido, estaba encendido y pasábase una y otra vez la temblorosa mano por los cabellos echándose atrás la gorra. Ni una exclamación profirió durante la lectura; pero era fácil notar que aquella calma era precursora de la tormenta, y para conjurarla, Marco, entregándole la carta, dijo en seguida:

—No he sido yo, señora, quien ha escrito esta carta.

—No —repuso la Duquesa sin poderse contener—; pero el que la ha leído era muy capaz de escribirla.

Comprendiendo el viajero que nada ganaría en inclinar la cabeza ante aquel genio vivo e impresionable, irguió cuanto pudo la frente y dijo:

—Sí, y declara a Vuestra Alteza que si bien no aprueba ciertas explicaciones de ese escrito, está, por otra parte, conforme en absoluto con su espíritu y participa del sentimiento que lo ha inspirado.

—¿Qué sentimiento? Llamadlo egoísmo, prudencia; una prudencia muy semejante a la…

—A la cobardía, ¿no es cierto? ¡Cobarde llamáis al que lo abandona todo para arrostrar los azares de una situación que él no ha creado! ¡Egoísmo llamáis al que ha venido a deciros!: ¿Queréis saber la verdad, señora? ¡Oídla! Pues si queréis arrostrar una muerte tan inútil como segura, me veréis a vuestro lado.

La Duquesa permaneció callada un momento, y luego añadió con más suavidad:

—Aprecio vuestra adhesión, caballero; pero conocéis mal la Vendée, y no la juzgáis sino por lo que os han dicho los contrarios de la revuelta.

—Corriente. Aun suponiendo por un momento que la Vendée se levanta como un solo hombre, os rodea con sus batallones, y no escatima sangre ni sacrificios; la Vendée no es Francia.

—Luego de haberme dicho que el pueblo de París odia las flores de lis y desprecia la bandera blanca, ¿queréis decirme asimismo que Francia entera obraría de igual modo?

—¡Ay, señora! Francia es lógica; quien delira somos nosotros al soñar con una alianza entre el derecho divino y la soberanía popular, palabras que se repelen una a otra.

—¡Entonces, vuestra opinión es que debo renunciar a todas mis esperanzas, abandonar a mis amigos comprometidos, y dentro de tres días, cuando corran a las armas, dejar que me busquen en sus filas para que un extraño les diga: María Carolina, por quién ibais a combatir hasta verter la última gota de sangre, ha desesperado de su suerte y ha retrocedido ante el destino; María Carolina ha tenido miedo! ¡Oh! ¡Nunca, nunca, caballero!

—Vuestros amigos no podrán haceros semejante reproche, porque no se reunirán.

—¿Ignoráis que el día 24 es el levantamiento?

—Vuestros amigos habrán recibido contraorden.

—¿Cuándo?

—Hoy.

—¡Hoy! —repitió la Duquesa incorporándose y frunciendo las cejas—. ¿Y de dónde ha procedido?

—De Nantes.

—¿Quién se la ha dado?

—Aquel a quien vos misma le ordenasteis obedecer.

—¿El Mariscal?

—El Mariscal ha seguido las instrucciones del comité de París.

—Pues y yo, ¿no soy nada?

—Por el contrario —repuso Marco hincando la rodilla y juntando las manos—, vos lo sois todo, y por esto queremos salvaros, y no queremos que os expongáis a un movimiento inútil; y temblamos al considerar que os vais a hacer impopular con una derrota.

—¡Dios mío! —exclamó la Duquesa tapándose los ojos, no ya con las manos, sino con los puños.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia!

Como si Marco la hubiese oído, o más bien cual si la resolución que debía darle a conocer fuese invariable, continuó diciendo:

—Están tomadas todas las precauciones para que Vuestra Alteza pueda salir de Francia sin el menor peligro; por la bahía de Bourgneuf cruza un buque, al cual puede Vuestra Alteza llegar en tres horas.

—¡Oh, noble país de la Vendée! —exclamó la Duquesa—, ¿quién hubiera dicho que me arrojarías de tu seno al implorar tu auxilio en nombre de tu Dios y de tu rey? ¡Yo que creía que sólo París era infiel e ingrato! ¡Nunca hubiera imaginado que este país, que tanta sangre ha vertido por la causa de Enrique V, se atreviese a negarme una tumba cuando venía a pedirle un trono! ¡No! ¡Jamás lo hubiera creído de ti!

—Partiréis, señora, ¿no es verdad? —dijo el mensajero sin abandonar su postura suplicante.

—Sí, partiré —dijo la Duquesa—, saldré de Francia para no volver, pues no quiero regresar con los extranjeros. Ya sabéis que sólo aguardan una ocasión tan favorable para coaligarse contra Luis Felipe, y en cuanto se presente, me pedirán a mi hijo, no porque se interesen más por él que en 1792 por Luis XVI y en 1813 por Luis XVIII, sino por tener un partido en París; pero no lo tendrán, os lo juro; antes lo llevaré a los montes de Calabria. Si mi hijo ha de comprar el trono de Francia con la cesión de una provincia, de una ciudad, o de una fortaleza, de una casa, o choza, os doy mi palabra de regente y de madre, que nunca subirá al trono. He terminado. Id con Dios, caballero, y repetid mis palabras a los que os han enviado.

Levantóse el señor Marco y se inclinó ante la Duquesa, esperando que le tendiese su mano, pero ella conservó su ademán amenazador sin desarrugar el ceño, y juzgando aquel que no convenía esperar más, persuadido, con razón, de que mientras estuviese allí no cedería ningún músculo de aquella generosa organización, saludó a la Princesa, diciendo:

—Dios guíe a Vuestra Alteza.

No se engañaba el emisario, pues no bien hubo cerrado tras sí la puerta, cuando la Duquesa cayó en el lecho, quebrantada por el prolongado esfuerzo que tuvo que hacer en aquella penosa conversación, sin embargo de su reconocida fortaleza de ánimo, y prorrumpió en sollozos murmurando:

—¡Oh, Bonneville! ¡Desventurado Bonneville!