XLVI

AL cabo de hora y media de camino durante la cual el viajero y su guía no desplegaron los labios, llegaron a la puerta de uno de aquellos edificios que tanto abundan en el país, y que son mitad cortijo y mitad castillo. Se detuvo el guía y, señalando al viajero que hiciese otro tanto, apeóse y llamó a la puerta que, a poco tiempo, fue a abrirla un criado.

—Este caballero —le dijo el guía—, desea hablar al señor.

—Es muy difícil —repuso el criado—; el señor está acostado.

—¿Ya? —dijo el viajero.

Aproximóse más el criado y añadió:

—El señor ha pasado la noche última en una cita y la mayor parte del día a caballo.

—No importa —insistió el guía—; es preciso que este caballero le vea; viene de parte de Pascal y ha de hablar con Pedrito.

—Eso es otra cosa —contestó el criado—; voy a despertar al señor.

—Preguntadle si puede proporcionarme un guía de confianza; no necesito más.

—No creo que el señor haga tal cosa —replicó el criado.

—¿Qué hará, pues?

—Él mismo os acompañará.

Volvió a entrar el criado a la casa, y reapareció al instante, diciendo:

—El señor me encarga preguntaros si queréis tomar algo o preferís continuar la marcha sin deteneros.

—Decidle que ya he comido en Nantes y que, por consiguiente, prefiero continuar mi camino.

Entró de nuevo el criado, y un momento después salió de la casa un joven. Este ya no era criado, sino el dueño de la misma.

—En otras circunstancias —dijo—, insistiría en rogaros que me hicieseis el obsequio de honrar mi techo un momento. Seguramente, sois el sujeto llegado de París a quien espera Pedrito.

—El mismo, caballero.

—¿El señor Marco? Entonces partamos, pues, sin demora, que os esperan con impaciencia.

Volvióse en seguida al mozo de labranza, y preguntóle:

—¿Está cansado tu caballo?

—Desde esta mañana sólo ha andado legua y media.

—Siendo así, déjalo a mi servicio, pues los míos están derrengados. Dentro de dos horas estaré de regreso. Luis, haz los honores de la casa a ese camarada.

Haciendo este encargo, montó a caballo con sorprendente ligereza, cual si aquel día sólo hubiese hecho como su cabalgadura, legua y media de camino, y preguntó al viajero si estaba dispuesto, y habiéndole contestado este afirmativamente, emprendieron en seguida la marcha.

Cerca de un cuarto de hora llevaban andando, sin que ninguno de los dos despegara los labios, cuando se oyó a corto trecho un grito extraño.

Marco, preguntó, estremeciéndose, cuál era su significado.

—Nuestro batidor pregunta a su modo si está libre el camino —contestóle el caudillo vendeano—. Escuchad, poco se hará esperar la respuesta; —y tocando ligeramente el hombro del viajero, enseñóle con el ejemplo lo que había de hacer, y detuvo el caballo. Efectivamente, no tardó en oírse a lo lejos un segundo grito, tan semejante al primero que parecía su eco.

—Podemos seguir adelante —dijo el caudillo poniendo su caballo al paso—; nada hay que temer.

—¿Es decir, que nos precede un batidor?

—Sí, y nos sigue otro a doscientos pasos de distancia, la misma que nos separa del que va delante.

—¿Quién contesta al de vanguardia?

—Los aldeanos cuyas cabañas se hallan a las orillas del camino. Prestad atención cuando pasemos por delante de alguna de ellas, y veréis abrirse una ventanilla y asomar cautelosamente una cabeza inmóvil como si fuera de piedra, la cual no desaparecerá hasta perdernos de vista. Si viese pasar en nuestro lugar los soldados de algún destacamento, ese hombre saldría en seguida por una puerta trasera, y si hubiera por los alrededores alguna partida de realistas, estaría prevenida un cuarto de hora antes de la llegada de la tropa.

Al decir esto, el caudillo se interrumpió exclamando:

—¡Escuchad!

Detuviéronse los dos jinetes y dijo el viajero:

—No he oído más que el grito del explorador. ¿Y vos?

—Tampoco. Nadie ha contestado.

—¿Qué significa eso?

—Que hay tropa por estas cercanías.

Dicho esto, puso su caballo al trote, el viajero hizo otro tanto, y al cabo de algunos segundos se oyeron pasos precipitados: era el hombre de retaguardia que se dirigía a ellos a todo correr.

Llegados a la encrucijada, hallaron al guía parado y perplejo. Como en aquel sitio había dos opuestas direcciones para tomar y en ninguna de ellas se había contestado a su grito, vacilaba en la elección. Entrambos podían conducir a un mismo punto a la corta o a la larga; pero el de la izquierda daba un gran rodeo. Después de deliberar un momento el jefe vendeano y el guía, internóse este último por la espesura a la derecha, y cinco minutos después le siguieron el viajero y el caudillo, dejando en el mismo sitio a su cuarto compañero, que no tardó en imitarles. Seguían manteniéndose a igual distancia de su vanguardia y retaguardia; y así anduvieron unos trescientos pasos. De repente, los dos realistas encontraron otra vez al guía parado, quien les dijo en voz baja:

—Una patrulla.

Todos escucharon atentamente, y a lo lejos oyeron, en efecto, el ruido acompasado de una partida de tropa. Era una patrulla del general Dermoncourt que hacía la ronda de noche.

Hallábanse entonces en una de aquellas hondonadas que tanto abundan en la Vendée, y las cuales desaparecen merced a los caminos vecinales.

Eran tan escarpadas las pendientes, que hubiera sido imposible trepasen por ellas los caballos, y, por lo tanto, no quedaba más recurso que retroceder hasta un paraje descubierto para desviarse del camino. No obstante, existía el inconveniente de así como los dos jinetes habían oído a los soldados, podían estos oír el paso de los caballos y ponerse en su persecución. De pronto, el batidor hizo una seña al caudillo vendeano. Gracias a un fugaz rayo de luz, había visto el reflejo de las bayonetas y mostraba con el dedo al viajero y al caudillo la dirección en que acababa de brillar. Púsose el primero sobre aviso, y reparó que, tratando los soldados de evitar el agua llovediza que suele correr por las quiebras, en vez de seguir el estrecho camino, treparon por la cuesta de la izquierda. Los viajeros estaban parados, y casi sin atreverse a respirar, protegidos por las tinieblas, y sin sospecharlo los soldados pasaron casi a su lado. Hubiera bastado el relincho de un caballo para descubrirlos; pero cual si hubiesen comprendido la gravedad de la situación, los caballos permanecieron tan silenciosos, como sus dueños. Cuando se hubo extinguido por completo el ruido de las pisadas, los viajeros siguieron andando. Al cabo de un cuarto de hora, dejaron el camino y penetraron en el bosque, y una vez allí respiraron con desahogo, pues si la patrulla se arriesgaba a entrar de noche en la espesura, lo cual no era probable, seguiría las sendas que la cruzan, y por consiguiente, tomando uno de los caminos conocidos de la gente del país, nada debían temer. Apeáronse los jinetes, entregando los caballos a uno de los exploradores, mientras el otro desaparecía en la oscuridad mayor en aquel paraje a causa de las primeras hojas de mayo. El jefe vendeano y el viajero siguieron el mismo camino, y, apenas hubieron recorrido doscientos pasos, cuando oyeron el canto del búho.

El caudillo imitó el del mochuelo, y el primero fue repetido.

—Ya tenemos aquí a nuestro hombre —dijo el vendeano.

Diez minutos después regresaba el guía acompañado de un individuo. Este era nuestro amigo Juan Oullier, único y, por lo tanto, primer picador del marqués de Souday, quien, abandonando momentáneamente el ejercicio de la caza, tomaba parte activa en los acontecimientos políticos que iban a tener lugar. En las dos presentaciones precedentes el viajero había oído siempre que el guía, al hablar a una tercera persona, decía:

«Este caballero tiene que hablar al señor».

Aquella vez el caudillo vendeano dijo a Juan Oullier variando la fórmula:

—Amigo mío, este caballero desea hablar a Pedrito, a lo cual repuso Oullier:

—Que me siga.

Tendió el viajero la mano al caudillo, quien se la estrechó cordialmente, y luego llevóla al bolsillo con intención manifiesta de gratificar a los dos guías, pero el jefe vendeano, asiéndole del brazo, le indicó con una seña que se abstuviera de hacerlo, pues el leal aldeano lo tomaría por una ofensa. Maese Marco comprendió esa noble susceptibilidad, pagó al labriego con otro apretón de mano, y acto continuo Juan Oullier tomó el camino por donde había venido, pronunciando esta sola palabra:

—Seguidme.

Tan breve fue la invitación como la separación. El viajero empezaba a acostumbrarse a aquellas frases breves y misteriosas, insólitas para él, que si no denotaba conspiración flagrante, a lo menos indicaban insurrección próxima. Apenas había visto el rostro del jefe vendeano y de los dos guías, cubiertos como iban con anchos sombreros; y en la espesura del bosque casi tampoco veía la forma de Juan Oullier, quien, poco a poco, acortó el paso hasta encontrarse a su lado. Conociendo vagamente que su guía tenía que decirle alguna cosa, prestó atención, y, efectivamente, oyó murmurar estas palabras:

—Nos sigue un espía; si desaparezco, no os dé cuidado; esperadme en el mismo sitio donde desaparezca.

El viajero contestó con un gesto que significaba:

—Está bien; haced lo que os plazca.

A los cincuenta pasos, Oullier se internó de pronto en el bosque. Oyóse a la distancia de unos treinta pasos y en la espesura un rumor parecido al del corzo que se levantara espantado, rumor que fue alejándose por prados como si, en efecto, lo causara dicho animal. Oyóse asimismo el paso de Juan Oullier alejándose en la misma dirección. El viajero se había apoyado en una encina y a los pocos momentos dijo una voz junto a él:

—¡Adelante!

Estremecióse el viajero. Esa voz era la de Oullier, quien se había acercado sin hacer el menor ruido.

—¿Qué había? —preguntó el viajero.

—Un matorral vacío, un malvado que conoce el bosque a palmos, como yo.

—¿No habéis podido agarrarlo?

Juan Oullier movió la cabeza, como si le costara confesar que se le había escapado un hombre.

—¿No sabéis quién era?

—Lo sospecho —repuso Oullier, tendiendo el brazo hacia La Logerie—, pero sea quién fuere, es un pícaro.

Y al llegar a la linde del bosque, añadió:

—Ya estamos.

En efecto, Marco vio delante el cortijillo de la Banloeuvre. Juan Oullier miró atento entrambos lados del camino, y vio que estaban despejados en cuanto alcanzaba su vista. Siguieron adelante y llegaron sin tropiezo a la puerta de un cortijo, la cual abrió Oullier diciendo:

—Entrad.

Marco cruzó el camino y desapareció bajo el soportal; cerróse tras sí la puerta, y apareció una forma blanca en la escalera.

—¿Quién va? —preguntó una voz robusta e imperiosa, aunque femenina.

—Yo, señorita Berta —repuso Oullier.

—¿Quién os acompaña?

—Un caballero de París que desea hablar con Pedrito.

Bajó Berta a recibir al viajero y le dijo:

—Seguidme, caballero.

Guióle a una pieza pobremente amueblada en la que ardía una buena lumbre junto a la cual estaba una mesa puesta con la cena servida.

—Sentaos caballero —dijo la joven con gran donaire y con el varonil ademán que tanta originalidad le prestaba; aquí tenéis con que satisfacer el apetito y la sed. Pedrito duerme, pero ha ordenado que le despertasen si venía alguien de París. Vos venís de allí, ¿no es cierto?

—Sí, señorita.

—Dentro de diez minutos estaré de regreso.

Berta desapareció como una visión. El viajero permaneció algunos segundos asombrado, pues era muy observador, y no recordaba haber visto tanta gracia unida a tanta energía: hubiera podido tomársele por el joven Aquiles vestido de mujer antes de ver brillar la espada de Ulises. Sumido en estas o semejantes ideas, no pensó el viajero en comer ni beber, y poco después entró la joven en la estancia, diciendo:

—Caballero, Pedrito os espera.

Salió Marco en pos de Berta, a quien daba de lleno en el rostro la luz de la vela que llevaba para alumbrar la escalera. Marco contemplaba con la mayor admiración sus hermosos cabellos, sus negros y rasgados ojos, su tez mate animada por el soplo de la juventud y de la salud, y su paso firme y majestuoso como el de una diosa. Sonrióse, y acordándose de Virgilio, murmuró:

Incessu patuit dea[35]

La joven llamó a la puerta de un aposento.

—Entrad —contestó una voz femenina.

Abrióse la puerta, y la joven hizo una cortesía al pasar el viajero: conocíase fácilmente que no era la humanidad su principal virtud. Entró Marco, y la doncella cerró la puerta, quedándose fuera.