las cinco de la tarde del mismo día en que tenían lugar los referidos sucesos en casa de la viuda Picaut, en el castillo de Souday, en la selva de Touvois y en el cortijo de Banloeuvre, abrióse la puerta de la casa número 17 de la calle de Chateau-Arnault, dando paso al comisario civil Pascal, a quien hemos visto en el castillo de Souday, y a otro personaje de unos cuarenta años, rostro despejado e inteligente, nariz corta, dientes blancos, labios gruesos y sensuales, como suelen tenerlos las personas de imaginación; y a juzgar por su traje negro, la corbata blanca y la cinta de la Legión de Honor que ostentaba en el ojal, pertenecía a la magistratura; en efecto, era uno de los abogados más distinguidos de París, que llegó el día anterior a Nantes, alojándose en casa de su colega el comisario civil, llevando en el vocabulario realista el nombre de Marco, uno de los de Cicerón. A la puerta de la calle estrechó afectuosamente la mano del comisario y subió a un carruaje allí parado, mientras el cochero, ignorando la dirección que debía tomar, preguntó:
—¿A dónde he de condecir al señor?
—¿Ves aquel aldeano que está al extremo de la calle, montado en un caballo tordo? —le dijo el comisario civil.
—Sí, señor.
—Pues, síguele.
Apenas hubo hecho el comisario esta indicación, cuando el del caballo tordo, cual si hubiese oído sus palabras, siguió por la calle del Chateau, y se dirigió por la derecha para tomar la orilla del río, que estaba a la izquierda. Al mismo tiempo arreó el cochero a su caballo, y el desvencijado vehículo comenzó a saltar por el empedrado de la capital del departamento del Loire inferior, en pos siempre y como pudo de su misterioso guía. No bien el coche hubo doblado la esquina de la calle del Chateau, el viajero vio al jinete, quien, sin mirar atrás, se encaminaba al puente Rousseau, el cual atraviesa el Loire y sigue el camino de San Filiberto de Grandlieu, atravesó el puente y tomó el camino indicado, en tanto que el aldeano ponía su cabalgadura al trote corto para que el carruaje no quedase rezagado. Sin embargo, el guía nunca volvía la cabeza y seguía su camino afectando tal indiferencia, que parecía, no sólo ignorar lo que tras sí pasaba, sino también la misión que debía desempeñar; de manera que hubo momentos en que el viajero creyó ser el juguete de alguna burla. En cuanto al cochero, como ignoraba lo que hacía, no podía tranquilizarle; y al preguntarle el caballero: «¿Adónde vamos?». Este le respondió: «Voy siguiendo al aldeano del caballo tordo», el cual parecía no ocuparse de su guía así como el guía no se ocupaba de él.
Al cabo de dos horas de camino y cuando se ponía el sol, llegaron a San Filiberto de Grandlieu. El guía del caballo tordo hizo alto en la posada de la Señal de la Cruz, apeóse entregando la brida al mozo del mesón. A poco rato, se encontró en la cocina con el viajero y, haciendo como si no le conociera, con el mayor disimulo le puso un papelito en la mano. El viajero penetró en el comedor en el momento en que no había nadie en él, pidió luz y una botella de vino y antes de beber abrió el papelito y leyó lo que sigue:
«Voy a aguardaros en la carretera de Legé; seguidme a cierta distancia sin hablarme; el cochero se quedará en el mesón con el carruaje».
El viajero quemó el papelito, llenóse un vaso de vino con el cual humedeció sus labios, y luego de citar al cochero para el día siguiente, salió de la posada sin que lo notara el mesonero ni que este hiciese ninguna demostración de haberle observado. Al llegar al extremo de la población, vio a su guía muy atareado en cortar un palo de escaramujo y en seguida siguió su camino desgajando las ramas. Maese Marco le siguió cerca de media legua y, habiendo cerrado la noche, el aldeano entró en una casa solitaria, situada a la derecha del camino. El viajero aceleró el paso, de modo que ambos penetraron en ella casi al mismo tiempo. Al llegar a la puerta vio a una mujer en la pieza que daba a la carretera, y delante de ella, al aldeano que, sin duda, le aguardaba. En cuanto le vio entrar, dijo el guía a la dueña de la casa:
—Hay que acompañar a este caballero.
Y salió de la casa sin dar tiempo para que se le mostrase su gratitud de ningún modo.
Siguióle el viajero con la vista, miró con asombro a la dueña de la casa, y después de haberle indicado esta con un ademán que tomase asiento, siguió en sus quehaceres sin dirigirle la palabra. Transcurrió media hora de silencio y empezaba ya a impacientarse el viajero, cuando entró el dueño de la casa y, sin manifestar la menor sorpresa, le saludó con respeto y mirando a su mujer, le repitió textualmente las palabras del guía.
—Es preciso acompañar a este caballero.
Dirigióle el recién llegado una de aquellas miradas rápidas, investigadoras, manifestando recelo, peculiar a los vendeanos; pero, recobrando luego su aspecto acostumbrado, sencillo y bondadoso, adelantóse con el sombrero en la mano y le dijo:
—¿El señor desea viajar por este país?
—Sí, amigo; querría ir un poco más lejos.
—¿El señor trae, seguramente, sus documentos?…
—Por supuesto.
—¿En regla?
—En lo posible.
—¿Con su nombre de guerra o con su verdadero nombre?
—Con mi verdadero nombre.
—Perdonad, caballero; pero me veo en la precisión de preveniros que me los manifestéis.
—¿Es indispensable?
—¡Oh!, sí, pues sólo después de haberlos visto podré deciros si podréis viajar por el país, con seguridad.
El viajero le alargó su pasaporte, fechado en 28 de febrero, tomóle el aldeano, observó si las señas eran exactas, y en seguida se lo devolvió diciendo:
—Magnífico; con estos papeles podréis ir a donde os plazca.
—¿Os encargáis de hacerme acompañar?
—Sí, caballero.
—Desearía que fuese lo más pronto posible.
—Voy a ordenar que ensillen los caballos.
El dueño de la casa salió y a los diez minutos volvía a entrar.
—Ya están dispuestos los caballos —díjole.
—¿Y el guía?
—Os está esperando.
Salió el viajero y encontró a la puerta a un mozo de labranza montado, que tenía un caballo del diestro.
Marco comprendió que era su guía y su caballo; y en efecto, apenas tuvo aquel el pie en el estribo, su nuevo conductor se puso en camino tan silenciosamente como el primero.
Eran las nueve y la noche estaba oscura.