OLA!, ¡lapins! —gritó maese Jaime al llegar al claro.
Obedientes a la voz de su capitán, salieron presurosos los lapins de los matorrales donde se ocultaran a la primera señal de alarma y apenas se lo permitió la oscuridad, examinaron cuidadosamente a los dos prisioneros.
Pero como la inspección hecha a oscuras no podía satisfacerles, uno de ellos bajó a la cueva, encendió dos teas, y volvió para alumbrar el rostro de Pedrito y su compañero. Maese Jaime había vuelto a sentarse en el tronco y conversaba tranquilamente con Aubin, refiriéndole los pormenores de la presa que acababa de hacer, con la misma llaneza con que hubiera relatado un aldeano a su mujer la adquisición de una compra en el mercado.
Apenado Michel por la aventura y la herida que acababa de recibir, habíase tendido sobre la hierba, mientras Pedrito, de pie a su lado, examinaba atento y no sin repugnancia el aspecto de los bandoleros a quienes maese Jaime llamaba lapins, lo cual era tanto más fácil, cuanto que, satisfecha la curiosidad de aquellos, volvieron a sus interrumpidas tareas, esto es, a sus cantares y juegos, a dormir o limpiar las armas, sin que por eso los despiertos perdieran de vista a los dos prisioneros, a quienes, para mayor seguridad, habían colocado en medio del raso. Apartando entonces Pedrito la vista de los bandidos para clavarla en su compañero, vio la sangre que le corría por el brazo y mano, exclamando:
—¡Cielos!, ¿estáis herido?
—Creo que sí, Mad…
—Pedrito, ¡válgame Dios! Pedrito hasta nueva orden y ahora más que nunca. ¿Sufrís mucho?
—No; he creído sentir que me daban un porrazo en el hombro, y luego he quedado con el brazo entumecido.
—¿No podéis moverlo?
—¡Oh!, como podéis ver, no tengo ningún hueso lisiado.
Y movió fácilmente el brazo.
—He aquí lo que os conquistará el corazón de vuestra amada; y si no basta vuestro noble proceder, os prometo interponer mi mediación congratulándome de antemano que mi influencia será eficaz.
—Cuan bondadosa sois; creed que, después de tal promesa, aunque hubiese de tomar yo solo una batería de cien cañones, atacaría el reducido sin vacilar. ¡Ah!, si os dignaseis hablar al marqués de Souday, sería el más dichoso de los mortales.
—¡Ah!, ¿conque el marqués es quien os intimida?, pues bien, yo hablaré cuatro palabritas al terrible marqués, a fe de… Pedrito.
Pero, puesto que nos dejan en paz, hablemos de nuestros asuntos. ¿En dónde nos hallamos? ¿Qué gente es esa?
—Chuanes, a juzgar por sus trazas.
—¿Y los chuanes detienen a los viajeros inofensivos? Es imposible.
—A pesar de todo, no sería esta la primera vez.
—¡Oh!
—Y si no, mucho me temo que hoy lo sea.
—¿Qué harán con nosotros?
—No tardaremos en saberlo, pues veo que se mueven para dispensarnos el honor de ocuparse de nosotros.
—¡Sería curioso —exclamó Pedrito—, que el peligro me viniese de mis parciales! En todo caso, ¡silencio!
No se engañó el barón, pues habiendo maese Jaime conferenciado un rato con Aubin y algunos individuos de, la partida, mandó conducir a los presos a su presencia. Pedrito avanzó resueltamente hacia el capitán de los lapins; Michel no obedeció tan pronto, pues, herido y maniatado, apenas podía incorporarse y, observándolo Aubin, hizo una seña a Piojoso, quien levantó al mancebo por la cintura como si fuese un niño de tres años y lo puso delante de maese Jaime en idéntica postura a la en que le encontraba; empujando adelante con fuerza las extremidades inferiores de Michel, dando una sacudida al centro de gravedad antes de dejarle sentado en el suelo.
—¡Bestia! —exclamó Michel, a quien el dolor hizo perder su timidez acostumbrada.
—Poco cortés sois —dijo maese Jaime—; sí, repito que no sois cortés, señor barón de La Logerie, pues la acción de un buen muchacho merecería otra reconvención; pero dejemos esto aparte y vamos al grano. No me equivoqué —dijo mirando de hito en hito al mozo—, sois el señor Michel de La Logerie, ¿no es cierto?
—Sí —repuso este.
—Está bien. ¿Qué teníais que hacer en el bosque de Touvois a semejante hora?
—Podría contestaros que ninguna cuenta tengo que daros de mis acciones y que los caminos son libres.
—Pero vos, señor barón, no me daréis esa respuesta.
—¿Por qué?
—Porque, sin ánimo de ofenderos, responderíais una estupidez, y tenéis mucho juicio para ello.
—¿Cómo?
—Es natural, pues si no tuvieseis que darme cuenta, nada os preguntaría, y bien veis que los caminos no son libres, puesto que no habéis podido seguir el vuestro.
—Conforme, no tengo intención de discutir con vos. Iba a mi cortijo de la Banloeuvre que, como sabéis, se halla a un extremo del bosque de Touvois.
—Enhorabuena, señor barón; habladme siempre así y no reñiremos. ¿Cómo se explica que teniendo el señor barón de La Logerie tantos caballos y tan buenos carruajes camine a pie como un gañán?
—Teníamos un caballo, pero al caernos se nos ha escapado y no hemos podido alcanzarle.
—Bien, bien. Ahora, confío en que el señor barón tendrá la amabilidad de darnos algunas noticias.
—¿Yo?
—¿Qué sucede por allá, señor barón?
—¿En qué puede interesaros lo que ocurre entre nosotros? —preguntó Michel, pues ignoraba todavía con quien trataba.
—Hablad —replicó Jaime—, y no os preocupéis de lo que puede serme útil o indiferente. Veamos, tratad de recordarlo. ¿Qué habéis encontrado en el camino?
Michel miró perplejo a Pedrito, y notándolo maese Jaime, ordenó a Trigaud que se interpusiese entre los dos presos como la muralla del Sueño de una noche de verano.
—Hemos encontrado —continuó Michel—, lo que hace tres días se encuentra a todas horas y en todos los caminos de los alrededores de Machecoul: soldados.
—Seguramente os habrán hablado.
—No.
—¿Cómo que no?, os han dejado pasar sin deciros palabra.
—Como viajamos por nuestros asuntos particulares, no nos convenía inmiscuirnos a pesar nuestro en lo que no nos interesa.
—Os aseguro; señor barón, que ningún asilo es más seguro que el que hallaréis entre nosotros. Por otra parte, no puedo permitir que os ausentéis sin daros antes una demostración de sincero aprecio.
—¡Malo! —murmuró entre dientes Pedrito.
—Hablad —repuso Michel.
—¿Sois adicto a Enrique V?
—Sí, mucho.
—¿Muy adicto?
—Ya os lo he dicho.
—Me lo habéis dicho y no lo dudo, en prueba de lo cual voy a facilitaros un medio para probar mi adhesión de un modo brillante. Esos valientes —dijo maese Jaime, indicando a sus lapins—, esos cuarenta perillanes que más parecen bandidos de Callot que honrados aldeanos, desean morir en defensa de nuestro joven monarca y su heroica madre; y como por desgracia carecen de lo más precioso para lograr su objeto, pues no tienen armas para pelear, vestidos con que presentarse debidamente al combate, ni dinero para hacer más llevadera la vida del campamento, no permitiréis, señor barón, que para cumplir estos dignos servidores lo que juzgáis como un deber, se expongan a todas las enfermedades, constipados y fluxiones pectorales, que acarrea el rigor de las estaciones.
—¿Cómo diablo queréis que les proporcione todo eso?
—¡Por Dios, señor barón! ¿Creéis acaso que soy bastante torpe para fastidiar con tan prolijo cuidado a un hombre como vos? No, por cierto: tengo aquí un buen servidor —añadió indicando a Aubin—, que os ahorrará esa molestia. Bastará que entreguéis el dinero necesario, y él cuidará de todo lo demás, mirando al propio tiempo por vuestros intereses.
—Si no es más que eso, con mil amores —exclamó Michel con el ímpetu y la irreflexión propios de la juventud y de las opiniones nacientes—. ¿Cuánto necesitáis?
—¡Bravo!, ¡eso se llama hablar! ¿Os parece mucho pedir quinientos francos por cabeza? Ya comprenderéis que yo quisiera darles, no solamente un uniforme verde a semejanza del de los cazadores de Charette, sino también una mochila bien provista. Quinientos francos son, poco más o menos, la mitad del precio que Luis Felipe paga por cada hombre que la Francia le suministra, y creo poder asegurar sin envanecimiento que cada individuo de mi partida vale por dos soldados de Luis Felipe. Ya veis que soy razonable.
—Decidme con franqueza cuánto necesitáis, y acabemos.
—Conforme; mi partida consta de unos cuarenta hombres, incluso algunos ausentes con licencia, que deben volver a su puesto a la primera orden: total, veinte mil francos, una bagatela para un hombre tan rico como vos, señor barón. ¿Y ese muchacho que os acompaña, quién es?
Pedrito se apresuró a contestar antes que Michel, diciendo:
—Soy el criado del señor barón.
—¿De veras? —replicó maese Jaime—, pues permitid que os diga que sois muy mal criado, y, aunque soy un rústico, me repugna que un criado conteste por su amo, sobre todo cuando no se le pregunta.
Y dirigiéndose a Michel, agregó:
—¿Es decir que ese muchacho es vuestro criado? ¡Guapo mozo, a fe mía!
Y el jefe de la banda miró con profunda atención a Pedrito; en tanto que el bandido le acercaba una tea al rostro para facilitar su examen.
—Terminemos de una vez —exclamó Michel—. Si queréis mi bolsa, tomadla y soltadnos.
—¡Voto a bríos! —replicó maese Jaime—, si fuese un hidalgo como vos, os pediría satisfacción de tamaña ofensa. ¿Nos tomáis acaso por salteadores? Verdaderamente, me ofendéis, señor barón, y si no fuese por el temor de desagradaros, os revelaría mis títulos; pero vos sois extraño a la política, al contrario de vuestro padre, a quien tuve el gusto de conocer algún tanto, y por cierto que medró. Confieso que os tenía por adicto servidor de Su Majestad el rey Luis Felipe.
—Os habríais engañado —respondió muy irreverente Pedrito—; el señor barón es, por el contrario, uno de los más ardientes partidarios de Enrique V.
—¿De veras, mozuelo?
Y volviéndose Jaime a Michel, prosiguió:
—Veamos, señor barón, ¿es cierto lo que acaba de decir vuestro compañero, digo mal, vuestro criado?
—Es la pura verdad.
—¡Lo celebro infinito! ¡Y yo que creía habérmelas con blancos furibundos! ¡Cuánto me pesa el haberos tratado tan mal! ¡Cuántas satisfacciones os debo, cuántos perdones he de pediros! ¡Perdón mil veces, señor barón, y vos también, fiel y apreciable criado! Dadme ambos la mano, pues no soy vanidoso.
—¡Caramba! —prorrumpió Michel, cuyo malhumor crecía al ver la socarrona cortesía de Jaime—; demostradnos vuestra pesadumbre volviéndonos al paraje donde nos habéis detenido.
—De ninguna manera; no permitiré que nos dejéis de este modo; por otra parte, dos legitimistas como nosotros, señor barón, deben hablar juntos del gran levantamiento ¿No sois de este parecer, señor barón?
—Conforme; pero el interés de esta misma causa exige que yo y mi criado nos refugiemos cuanto antes en la Banloeuvre…
—¿Y el dinero?
—Está bien; dentro de cuarenta y ocho horas tendréis los veinte mil francos —dijo Michel haciendo un gesto de despedida—; os doy mi palabra de honor.
—¡Cómo!, ¡si no es eso, señor barón! Nosotros queremos evitaros toda molestia; en estos alrededores tendréis un amigo, un notario conocido que os adelantará la suma; os bastará escribir un billetito urgente y muy atento, y uno de mis hombres lo llevará a su destino.
—Con mucho gusto, dadme lo necesario para escribir y desatadme las manos.
—El tío Aubin va a daros papel y pluma.
En efecto, Courte-Joie sacaba ya el recado de escribir cuando Pedrito se adelantó un poco diciendo con voz firme:
—Deteneos, señor Michel, y vos, tío Aubin, guardad vuestros avíos, pues no se hará lo que pedís.
—¡Hola!, ¡hola! ¿Y por qué, señor criado? —preguntó Jaime.
—Porque se parece mucho a las hazañas de los bandidos calabreses, para ser ejecutado por unos hombres que se titulan soldados de Enrique V; porque, además, es una violencia y no quiero tolerarla.
—¿Vos amiguito?
—Sí, yo.
—Si os tuviese, en realidad, por lo que decís ser, os trataría como un lacayo insolente; pero como creo que tenéis algún derecho al respeto debido a las mujeres, no comprometeré mi reputación de galante tratándoos a la baqueta. Por ahora, pues, me limito a advertiros que en adelante no os metáis en lo que no os importa.
—Sabed, señor mío —replicó Pedrito con altivez—, que me importa mucho que no uséis el nombre de Enrique V para cometer tales fechorías.
—¡Diantre!, mucho os interesáis por los negocios de Su Majestad, amiguito mío; ¿tendréis la bondad de decirme con qué derecho?
—Alejad a vuestros secuaces y os lo diré.
—¡Bueno, bueno! —repuso maese Jaime.
Y volviéndose luego a sus satélites, les dijo:
—Alejaos un poco, lapins. No era necesario —prosiguió en cuanto estos hubieron obedecido su orden—, y no tengo secretos para ellos; pero vos lo habéis pedido, y yo no sé negaros cosa alguna, ya lo veis. Ya estamos solos, despachad.
Pedrito avanzó hacia maese Jaime y le dijo:
—Os mando que soltéis a ese joven; quiero que nos deis una escolta para acompañarnos a donde nos dirigíamos y mandéis investigar dónde se encuentran unos amigos que estamos aguardando.
—¡Mandáis y ordenáis! A fe mía, tortolilla, que habláis como el rey en su trono. Y si me opongo, ¿qué diréis?
—Que os haré fusilar antes de veinticuatro horas.
—¡Oigan!, así, pues, ¿tengo el honor de hablar con la señora regente del reino?
—Con ella misma.
Al oír estas palabras, maese Jaime prorrumpió en una grandísima carcajada, y los lapins se aproximaron para participar de su alegría.
—¡Oíd!, ¡oíd!, por vida mía —les dijo—; no puedo más. ¡Es delicioso! Cuando tanto os admirasteis al ver entre nosotros al hijo de Michel dándose por el más ardiente partidario de Enrique V, estabais lejos de aguardar la estupenda noticia que voy a comunicaros. ¿Sabéis quién es ese lindo aldeanillo que vosotros habréis tomado por lo que hayáis querido, pero que a mi entender era la querida del señor barón? Pues sabed que somos unos insignes mentecatos: todos nos hemos engañado, porque este misterioso mocito es nada menos que la madre de nuestro rey.
Tras esas palabras, sonó en las filas de los desertores un murmullo de irónica incredulidad.
—Y yo os juro —exclamó Michel—, que es cierto lo que acaban de deciros.
—¡Magnífico testimonio, por vida mía! —exclamó maese Jaime.
—Os aseguro… —interrumpió Pedrito.
—No es verdad —replicó maese Jaime—; lo que yo os afirmo, hermosa dama errante, es que si dentro de diez minutos no ha tomado vuestro caballero el partido que le he indicado como el único capaz de salvarle, irá a hacer compañía a las bellotas que cuelgan sobre vuestras cabezas. Con que, elegid y despachaos, o la talega o la cuerda; si no tengo la una, la otra no ha de faltarle.
—¡Es una infamia! —exclamó fuera de sí Pedrito.
—¡Asidle! —gritó maese Jaime.
Avanzaron cuatro hombres para ejecutar la orden.
—Veamos —dijo Pedrito—, quién será bastante osado para tocarme.
Y como Piojoso, sin hacer caso del majestuoso ademán y firme acento de Pedrito, seguía adelantándose, retrocedió este al contacto de aquella sucia mano, y, despojándose a la vez del sombrero y peluca, exclamó:
—¡Cómo! ¿No habrá entre tantos bandidos un soldado que me conozca? ¿Es posible que Dios me abandone a merced de semejantes malhechores?
—No tal —exclamó una voz que se oyó detrás de maese Jaime—; no faltará quien venga a decirle que su proceder es indigno de un hombre que ostenta escarapela blanca, la que no tiene mancha.
Volvióse, Jaime con la rapidez del rayo y apuntó una pistola al recién venido, al paso que todos los bandoleros le asestaban sus carabinas. Berta, pues era ella, penetró por debajo de una bóveda de hierro en el círculo que rodeaba a los prisioneros.
—¡La Loba!, ¡la Loba! —exclamaron algunos que conocían a la señorita de Souday.
—¿A qué venís? —la dijo con aspereza el capitán de la cuadrilla—. ¿Ignoráis acaso que no reconozco ni acepto la autoridad que se arroga vuestro padre sobre mi partida ni quiero pertenecer a su división?
—¡Punto en boca, canalla! —repuso Berta.
Dirigióse luego a Pedrito, e hincando la rodilla, dijóle:
—Os pido perdón, por esos hombres que os han ofendido y amenazado; vos que tanto derecho tenéis de ser respetado por ellos.
—Por fortuna —repuso Pedrito—, llegáis como llovida del cielo, pues nuestra posición empezaba a ser algo embarazosa. Ahí tenéis a ese pobre mozo que, indudablemente, os debe la vida. Si hubieseis demorado un poco vuestra venida, estábamos perdidos, pues se hablaba nada menos que de ahorcarnos.
—Sí, Dios mío —añadió Michel, a quien Aubin acababa de desatar al ver el sesgo que tomaba el asunto.
—Y habría sido tanto más sensible —prosiguió Pedrito sonriéndose y señalando a Michel—, cuando ese mancebo me parece muy digno de que se interese por él una buena realista como vos.
Sonrióse Berta, bajando los ojos.
—De consiguiente —continuó Pedrito—, vos os encargaréis de pagar la deuda de gratitud que con él tengo contraída, y, por vuestra parte, no tomaréis a mal que, para cumplir lo que le he prometido, me atreva a decir a vuestro padre algunas palabras sobre el particular.
Berta se inclinó, más para ocultar su rubor que para besar la mano de Pedrito.
En esto, maese Jaime, vuelto en sí de su equivocación, se acercó balbuceando algunas palabras para disculparse; y, a pesar de la gran repugnancia que aquel hombre le inspiraba, Pedrito comprendió que no sería político manifestar demasiado su resentimiento.
—Vuestras intenciones son quizá muy buenas —le dijo—, pero vuestro proceder es inicuo, y puede acreditarnos de salteadores por el estilo de los antiguos compañeros de Jehú[33]. Confío en que de hoy en adelante, variaréis de conducta.
Volviéndose en seguida, y como si para ella no existiese aquella gente, dijo a Berta:
—Contadnos cómo nos habéis encontrado.
—Vuestro caballo ha husmeado los nuestros —repuso la doncella—, y al pasar por nuestro lado le hemos agarrado, alejándonos luego apresuradamente, pues veíamos que la caballería le iba a los alcances; al ver el raro y significativo jaez[34] de que iba adornado, comprendimos que le habíais soltado para huir, y entonces nos hemos dispersado, citándonos para la Banloeuvre, en donde hemos empezado a buscaros. Al cruzar el bosque, he visto luces y oído voces, y dejando el caballo por temor de que me descubriese algún relincho, me he acercado sin que nadie me viese ni oyere por la confusión que reinaba. Ya sabéis lo restante.
—Bien —respondió Pedrito—, si ahora el señor quiere darme un guía… a la Banloeuvre, querida Berta, pues os confieso que estoy muy cansada.
Berta inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Maese Jaime dispuso que diez de los suyos precedieran a la comitiva para despejar el camino, mientras él, con otros diez, acompañaba a Pedrito, montado en el caballo de Berta. Dos horas después y cuando Pedrito, Berta y Michel acababan de cenar, el marqués de Souday se alegró en extremo de encontrar en salvo al que llamaba su amiguito, si bien por más viva y real que fuese su alegría, a fuer de caballero del antiguo régimen, la templaba con los testimonios del más profundo respeto.
Aquella velada tuvo Pedrito con el marqués de Souday, sentados en un rincón de la sala, una larga plática que Berta y Michel observaban con vivísimo interés, el cual subió de punto cuando entró Juan Oullier en el cortijo. En seguida se acercó el marqués a los dos jóvenes, y tomó la mano de Berta diciendo al barón:
—El señor Pedrito acaba de asegurarme que aspiráis a la mano de mi hija Berta, y aunque tal vez hubiese formado otros planes respecto de ella, lo único que puedo contestar a sus graciosas instancias, es que después de la campaña, mi hija os dará la mano de esposa.
Michel quedó anonadado, como si hubiese caído un rayo a sus pies.
Mientras que el marqués colocaba la mano de Berta en la del barón, este volvió el rostro a María como implorando su auxilio, mas ella le dijo al oído estas terribles palabras:
—No os amo.
Agobiado de dolor y mudo de asombro, tomó Michel maquinalmente la mano que el marqués le ofrecía.