ERIAN las siete de la tarde cuando, en compañía de Michel, salió Pedrito de la cabaña donde tan graves peligros corriera, en la que dejaba frío e inanimado al valiente conde, a quien tanto apreciaba a pesar de conocerle desde hacía poco tiempo; su animoso corazón se abatió, a la idea de que iba a correr sin Bonneville los peligros que durante cuatro o cinco días habían compartido, y si bien la causa real sólo perdió un soldado, Pedrito creyó haber perdido un ejército, y con el alma acongojada pensaba en los crueles horrores de las guerras civiles. Ese era el primer grano de la sangrienta semilla que iba a derramarse en la Vendée, y Pedrito se estremecía a la idea de que acaso no recogería más que duelos y pesares.
Pedrito se abstuvo de recomendar a la viuda el cuerpo de su compañero, pues había comprendido que, bajo su ruda corteza, le animaban los sentimientos más elevados y religiosos; cuando Michel llegó a la puerta conduciendo el caballo del diestro, advirtió a Pedrito que les eran preciosos los momentos, por estar aguardándoles sus amigos, y tendiendo este la mano a la viuda, la dijo:
—¿Cómo podré agradeceros lo que por mí habéis hecho?
—Nada he hecho por vos —repuso la viuda—; he pagado una deuda y cumplido un juramento.
—¿Es decir —repuso Pedrito, con las lágrimas en los ojos—, es decir que ni siquiera queréis aceptar mi agradecimiento?
—Si os empeñáis en deberme algo, cuando roguéis por los que hayan muerto por vos, añadid algunas oraciones por los que hayan muerto por vuestra causa.
—¿Creéis —preguntó Pedrito, sonriendo en medio del llanto—, que Dios se dignará oír mis plegarias?
—Sí, porque os creo destinada a sufrir.
—A lo menos, aceptad esto —insistió Pedrito, quitándose del cuello una medalla pendiente de un cordoncito de seda negra—; es de plata, poca cosa; pero el Padre Santo la bendijo en mi presencia, diciéndome que Dios oiría los votos que ante ella se hicieran, siempre que fueran justos y piadosos.
La viuda tomó entonces la medalla, y dijo:
—Gracias; pediré al Señor que libre a nuestro país de la guerra civil y le conserve su grandeza y libertad.
—Bien; la última parte de vuestros ruegos estará conforme con los míos.
Dichas estas palabras, Michel le ayudó a montar a caballo, y haciendo una postrera señal de despedida a la viuda, ambos desaparecieron tras el vallado. Durante algunos minutos, Pedrito permaneció cabizbajo y sumido en melancólicas reflexiones; pero al fin, hizo un esfuerzo sobre sí mismo, y, a pesar del dolor que le oprimía, dijo a Michel, que a su lado caminaba:
—Caballero, sé de vos cosas que os han conquistado toda mi confianza; la primera, ayer os debimos el aviso de la llegada de los soldados al castillo de Souday; la segunda, hoy venís en nombre del marqués y de sus amables hijas. Otra cosa desearía saber de vos, y es vuestro nombre, caballero, para no olvidarlo nunca.
—Os complaceré, señora; soy el barón Michel de La Logerie.
—¿De La Logerie? Creo que no es esta la primera vez que oigo pronunciar este nombre.
—Efectivamente, señora; mi desventurado amigo Bonneville quiso un día acompañar a Vuestra Alteza a casa de mi madre.
—¿Qué estáis diciendo? —replicó Pedrito, interrumpiéndole—. ¿De qué Alteza habláis?
—Perdonad, Madame.
—¡Todavía!
—Decía que mi pobre amigo Bonneville os acompañaba un día a casa de mi madre, y entonces tuve el honor y la dicha de poderos conducir al castillo de Souday.
—¿De modo que debo estar agradecido de vos por tres conceptos? No creáis que me arredre eso; acaso llegue el día en que pueda pagaros tan señalados servicios.
Balbuceó el joven algunas palabras, que no oyó Pedrito, y como las de este le habían causado profunda impresión, conformándose desde entonces todo lo posible con la voluntad de su compañero, tocante al incógnito, tratóle, si era posible, con más miramientos y atenciones.
—Me parece recordar —continuó Pedrito, después de reflexionar un momento—, que según me dijo Bonneville, vuestra familia no es realista.
—En efecto, mad…
—Llamadme Pedrito o no me nombréis, y así saldréis del paso. ¿Así, pues, el honor de teneros por caballero lo debo a una conversión?
—Conversión fácil; a mi edad, las opiniones no son aún convicciones, sino sentimientos.
—¿Sois muy joven? —dijo Pedrito, examinando a su guía.
—Aún no he cumplido veintiún años.
—Hermosa edad para amar y combatir —exclamó Pedrito con un suspiro, al que contestó el barón con otro. Sonrióse al oírlo y agregó—: Ese suspiro, barón, habla muy alto acerca de vuestra conversión política; apostaría a que dos lindos ojos han contribuido a ello, y si los soldados de Luis Felipe os registrasen, probablemente os encontrarían una banda a la cual dan inestimable valor las manos que la bordaron, mejor que los principios de que es emblema.
—Os aseguro —dijo Michel, tartamudeando—, que no ha sido esta la causa de mi resolución.
—¡Vamos!, ¡vamos!, no lo neguéis, que esto es pura caballería; ya descendamos de ello, ya tratemos de imitarles, recordemos a los antiguos caballeros, que levantaban su dama casi a la altura de Dios y al nivel de su rey, incluyendo a los tres en la misma divisa; no hay de qué avergonzarse de vuestro amor: ese es el mejor título que tenéis a mis simpatías. ¡Vive el cielo como diría mi abuelo Enrique IV!, con un ejército de enamorados me atrevería a conquistar la Francia, el mundo entero. ¿Se puede saber el nombre de vuestra dama, señor barón de La Logerie?
—¡Oh! —murmuró Michel, ruborizado.
—¡Hola!, discreto sois y os felicito, pues es cualidad tanto más preciosa, cuanto de día en día va escaseando; pero, no obstante, a un compañero de viaje bien se le puede confiar un secreto. Veamos; ¿queréis que os ayude a decirlo?, ¿qué apostamos a que nos dirigimos hacia la dama de vuestros pensamientos?
—Lo habéis adivinado.
—¿Qué apostamos también a que es una hermosa amazona de Souday?
—¡Dios mío!, ¿quién os lo ha dicho?
—Os felicito, amigo; a pesar de que las llamen las Lobas, las considero de excelente corazón y capaces de hacer feliz a un esposo. ¿Sois rico, señor de La Logerie?
—¡Ay, sí!
—¡Mejor y peor!, pero podréis enriquecer a vuestra esposa, lo cual me parece una verdadera felicidad; no obstante, como en todos los amores suele haber algún obstáculo, si Pedrito puede seros de alguna utilidad, podéis disponer de él, contándose feliz al poder seros útil. Pero, si no me equivoco, alguien viene.
En efecto, se oían pisadas de un hombre a cierta distancia, que iba acercándose a ellos, y Pedrito añadió:
—Parece que es un hombre solo.
—Sí; pero conviene estar sobre aviso. ¿Permitís que monte a vuestro lado?…
—¿Por qué no? ¿Estaríais ya cansado?
—No; pero soy muy conocido en el país, y si me vieran llevar del diestro el caballo de un aldeano, como Aman guiaba el de Mardoqueo, esto podría infundir sospechas.
—¡Bravo! Hablasteis con mucho acierto. Voy viendo que nos seréis de algún provecho.
Apeóse Pedrito, montó Michel, y el primero saltó a la grupa. Apenas lo habían verificado, cuando vieron a cierta distancia al individuo que caminaba hacia ellos, y que se detuvo de pronto.
—¡Hola! —exclamó Pedrito—; parece que si nosotros tememos a los transeúntes, no nos temen ellos menos a nosotros.
—¿Quién va? —preguntó Michel en alta voz.
—¡Ah!, si es el señor barón —contestó el hombre, adelantándose—. ¡Cómo diablo!… poco esperaba encontraros por el camino a estas horas.
—Razón teníais en decir que os conocen en el país —observó riendo Pedrito.
—Sí, por desgracia —repuso Michel, indicando con el tono que les amagaba un peligro.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Pedrito.
—Mi colono Courtin, de quien sospechamos que ha denunciado vuestra presencia en la casa de la viuda Picaut.
Y con tono imperioso, en el que se traslucía lo grave de la situación, agregó:
—Ocultaos detrás de mí. ¿Eres tú, Courtin? —preguntó luego, mientras Pedrito se hacía un ovillo.
—Sí, señor barón —repuso el colono.
—¿De dónde vienes?
—De Machecoul, a donde he ido a comprar un buey.
—¿Dónde está, pues, el buey, que no lo veo?
—No he podido hacer negocio; con el diablo de la política todo está paralizado —dijo Courtin, examinando el caballo del barón tanto como la oscuridad permitía—. Según parece, no vais a La Logerie, pues le volvéis las espaldas.
—No es extraño; voy a Souday.
—Pues equivocasteis el camino, permitidme que os lo diga.
—Ya lo sé; pero como temo hallar gente armada por el camino recto, doy un rodeo.
—En este caso, si vais a Souday, me atreveré a daros un aviso.
—Habla; pues un aviso leal siempre es bien recibido.
—Vais a hallar la jaula vacía.
—¡Será posible!
—Como os lo digo: tenéis que dirigiros a otra parte, si queréis encontrar al pájaro que tanto os hace correr.
—¿Quién te lo ha dicho, Courtin? —interrogó Michel, volviendo su caballo hacia su interlocutor y ocultando a Pedrito.
—¿Quién me lo ha dicho?, mis ojos, toda la banda ha desfilado a mis pies en el camino de la Grande-Lande.
—¿Estaban por aquel lado los soldados? —preguntó el barón.
Pedrito consideró ociosa esa pregunta y no pudo menos de demostrarlo a Michel, pellizcándole en el brazo.
—¿Los soldados? —repitió Courtin—. ¿También vos los teméis? Si es así, os quiero dar un consejo; no vayáis por la llanura esta noche, pues no andaréis una legua sin encontrar bayonetas.
—¿Qué haré, pues?
—Venid conmigo a La Logerie; causaréis una grande alegría a vuestra madre, que está muy pesarosa de vuestra conducta.
—Maese Courtin —dijo Michel—, también yo voy a daros un consejo.
—¿Cuál, señor barón?
—Que calléis.
—No callaré —repuso el colono, fingiéndose muy conmovido—; siento, mucho, que os expongáis a tantos peligros por…
—¡Callad!
—Por una de esas malditas Lobas, que ni aun querría el hijo de un aldeano como yo.
—¡Miserable! —exclamó el barón, levantando el látigo.
A este ademán, provocado intencionadamente por Courtin, el caballo dio un paso adelante y el labriego vio dos jinetes.
—Perdonad, señor barón —dijo apesadumbrado—; pero hace dos noches que no duermo, pensando en esto.
Se estremeció Pedrito al notar en la voz del alcalde la misma entonación falsa y meliflua que había notado en casa de Mariana, donde ocurrieron poco antes tan tristes acontecimientos. Así es que tocó a Michel, como queriendo decirle: «Cueste lo que cueste, desembaracémonos de ese hombre».
—Corriente —repuso el barón—, andad con Dios y dejadnos pasar.
Haciendo Courtin como que reparaba entonces que su amo llevaba a alguien en la grupa, exclamó:
—¡Diantre!, no vais solo; ahora comprendo por qué os han enojado mis palabras. Oíd caballero, quienquiera que seáis, sed más razonable que vuestro amigo, y convencedle de cuan engañado va desafiando al Gobierno e infringiendo las leyes por el gusto de complacer a esas Lobas.
—Por última vez —replicó Michel, con acento amenazador—, te mando que nos dejes en paz. Hago lo que quiero, y no has de ser tú quien califique mi conducta.
Sin embargo, mostrábase Courtin decidido a no apartarse, hasta ver el rostro del misterioso personaje que acompañaba a su amo, y con el tono de la más completa buena fe, dijo:
—Vamos, mañana haced lo que queráis; mas esta noche id a descansar en vuestro cortijo con la persona que os acompaña; os lo juro, señor barón, que esta noche es peligroso andar por el campo.
—No puede existir peligro alguno para mi compañero ni para mí, pues nada tenemos que ver con la política… ¿Qué diablos estáis haciendo en la silla? —prosiguió el barón, viendo en el colono un movimiento extraño.
—Nada, señor Michel, nada. ¿Con que no queréis acceder a mis ruegos ni oír mis consejos?
—No; seguid vuestro camino, y dejadnos en paz.
—Entonces —dijo el colono—, id con Dios; pero recordad que Courtin ha hecho cuanto ha estado de su mano para impedir que os sucediese una desgracia.
Diciendo eso; Courtin se resolvió a su pesar a hacerse a un lado, y entonces Michel espoleó el caballo, en tanto que Pedrito le decía:
—¡Al galope!, ¡al galope!, he conocido a ese hombre; es el que causó la muerte del desventurado Bonneville: corramos, su aparición es un mal agüero…
El barón aguijó de nuevo; mas a poco volcóse la silla y ambos jinetes cayeron. Pedrito se levantó primero y preguntó a Michel:
—¿Os habéis lastimado?
—No —repuso el barón, poniéndose de pie a su vez—; mas no sé cómo…
—¿Cómo hemos caído?, no se trata de eso; el hecho es que caímos. Cinchad cuanto antes.
—¡Voto a Satanás! —exclamó de pronto el barón—, las cinchas se han roto a igual distancia.
—Decid que las han cortado —repuso Pedrito—; es una ocurrencia de ese maldito Courtin que nada bueno nos presagia. Mirad por ese lado.
Y a medio cuarto de legua avistó el barón en el valle tres o cuatro hogueras, que brillaban en la oscuridad.
—Es un campamento —contestó Michel.
—Si ese bribón abriga alguna sospecha, lo cual es indudable, nos echará otra vez encima los soldados.
—¿Le consideráis capaz de semejante vileza sabiendo que estáis conmigo, con su amo?…
—Empecemos, pues, por dejar el camino trillado.
—En eso estaba pensando.
—¿Cuánto tiempo se necesita para llegar a pie, al paraje donde nos espera el marqués?
—Una hora larga; no tenemos que perder un instante. ¿Y el caballo?
—Dejémosle; volverá a la cuadra y si nuestros amigos lo encuentran, comprenderán que nos ha sucedido algo y nos buscarán. Pero ¡silencio!
—¿Qué ocurre?
—¿Oís algo?
—Sí; oigo pasos de caballos hacia el campamento.
—¿No os decía que aquel hombre cortó las cinchas con perversa intención? Vámonos, barón.
—Si dejamos el caballo aquí, nuestros perseguidores conocerán que no estamos lejos.
—Tengo una idea.
—¿Cuál? —preguntó el barón.
—Las corridas de los Barbieri de Italia; imitadme, señor Michel.
—Mandad lo que gustéis.
Pedrito púsose a romper con sus delicadas manos ramas de zarza y acebos, y como Michel hizo otro tanto, luego tuvieron dos haces.
—¿Qué vais a hacer? —interrogó Michel.
—Rasgad las iniciales de vuestro pañuelo y dádmelo.
Obedeció el barón, y rasgando Pedrito dos tiras del pañuelo, ató los haces, y prendió uno a la crin del caballo y otro a la cola. Al sentir el pobre animal las punzadas comenzó a dar saltos, y corcovos[32], y el barón cayó, al fin, en la cuenta.
—Ahora —dijo Pedrito—, quitadle la brida, para que no se desnuque, y soltadlo.
Apenas viose libre el caballo, relinchó, sacudió furiosamente las crines y la cola y echó a correr desbocado, haciendo brotar de los guijarros millares de chispas.
—¡Magnífico! —exclamó Pedrito—; ahora recoged la silla y huyamos.
Saltaron a la otra parte del vallado, y agacháronse para escuchar. Oíase aún el galope del caballo.
—¿Oís? —dijo satisfecho el barón.
—Sí —contestó Pedrito—, y no somos los únicos que escúchanos, señor de La Logerie; ¿no oís también el eco?