L sur de Machecoul, extendíanse los bosques de Touvois, Grande-Lande y Roche-Serviére, formando triángulo alrededor del pueblo de Legé; bosques de escasa importancia, si por separado se consideran, pero que, situados a tres kilómetros unos de otros, se enlazan por medio de setos y campos de retama y aliaga, constituyendo así un espesísimo bosque, donde en tiempo de la guerra civil se encuentra la insurrección antes de extenderse a las comarcas circunvecinas. Patria del famoso médico Jolly, la aldea de Legé fue casi siempre cuartel general de Charette, el cual iba a refugiarse en ella a cada derrota para rehacer sus diezmadas filas y aprestarse para nuevos combates. A pesar de que en 1832 la carretera de Nantes a Sables-d’Olonne pasando por Legé modificase su situación estratégica, sus quebrados y frondosos alrededores constituían uno de los focos más ardientes del movimiento que se preparaba. En sus impenetrables setos de acebos y helechos entrelazados, ocultábanse pandillas de desertores que iban engrosando cada día y debían ser muy útiles a las divisiones insurrectas del país de Retz y de la Plaine. Habiendo sido infructuosas las pesquisas practicadas por la autoridad en aquellos bosques, corría la voz de que los insurgentes habían abierto cuevas subterráneas a imitación de las que tenían los chuanes en los bosques de Gralla, y estos rumores no carecían de fundamento.
Al caer la tarde del día en que salió Michel del castillo de Souday dirigiéndose a la morada de los Picaut, cualquiera que se hubiese ocultado detrás de una de las hayas que rodean la casa de Folleron en la selva de Touvois, habría presenciado un curioso espectáculo. Descendía el sol a su ocaso, dorando las copas de los árboles y, entre la sombra que, esparciéndose ya por el soto, parecía subir de la tierra, hubiera visto venir de lejos a un personaje a quien con un poco de buena voluntad habría tomado por un ente fantástico, quien andaba lentamente y miraba cauteloso en torno suyo, tarea tanto más fácil, cuando a primera vista aparentaba tener dos cabezas para velar por su seguridad. Vestido con chupa y unos que pretendían ser calzones, cuyo paño primitivo había desaparecido a fuerza de remiendos y pedazos de varios colores, ese desarrapado personaje llevaba trazas de ser uno de los monstruos bucéfalos[30] que ocupan un lugar distinguido entre los rarísimos fenómenos que la naturaleza crea en sus horas de insensata fantasía; y aunque unidas al mismo tronco, las dos cabezas no se parecían lo más mínimo, pues al lado de una cara estúpida picada de viruelas y con barba de zamarro[31], aparecía otro rostro menos repugnante, lleno de astucia y malicia en su fealdad, mientras el primero expresaba un idiotismo que a veces rayaba en bestialidad.
Ya se puede adivinar que esas dos fisonomías eran las de los dos personajes que conocimos en la feria de Montaigu, a saber: Aubin Courte-Joie, al tabernero, y perdónesenos el apodo acaso demasiado expresivo, pero bien aplicado; y Trigaud el trapero, el mendigo de fuerza hercúlea, que en el motín de Montaigu había hecho su papel, derribando al general de su caballo. Merced a un cálculo acertado. Courte-Joie había encontrado un medio de completarse adhiriéndose a aquella especie de carga que felizmente había encontrado, y como Trigaud simpatizaba por la causa que ambos iban a pelear, se le hacía más llevadera la carga y de esta manera Courte-Joie había vuelto a adquirir las dos piernas que dejó en el camino de Ancenis, pues contaba con unos miembros infatigables que al momento obedecían, siendo suficiente para ello una pequeña señal, un golpe o una ligerísima presión en el hombro del mendigo. Prodigábale los más exquisitos cuidados, desmintiendo, en cierto modo, el idiotismo que con sobrada razón se le achacaba, y al llevarle en hombros, nunca se le ocurrió mirar si se le lastimaban los pies en algún guijarro o se los arañaban las zarzas y espinos, cuidando con el mayor esmero en apartar las ramas que pudieran lastimar a su compañero.
Al llegar nuestros dos hombres a la tercera parte del descampado, dio Courte-Joie un golpecito en el hombro de Trigaud, y el gigante hizo alto. Sin decir palabra, entonces le indicó con el dedo una grandísima piedra que había al pie de una corpulenta haya, al ángulo derecho del claro: Trigaud se dirigió al haya, y tomando la piedra esperó órdenes.
—Da tres golpes —dijo Aubin.
Diolos Trigaud pausadamente y, alzándose de pronto una trampa cubierta de musgo, cuya solución de continuidad nadie hubiera sabido encontrar, surgió de la tierra, como por encanto, una cabeza humana.
—¡Hola! —dijo Courte-Joie—, ¿conque sois vos, maese Jaime, quién está en acecho en la gazapera?
—¡Diantre!, es preciso estar alerta.
—Hacéis muy bien, pues no faltan fusiles en la llanura.
—¡Hombre!, cuéntame algo.
—Con mucho gusto.
—¿Quieres entrar?
—No, Jaime; hace demasiado calor, ¿no es cierto, Trigaud?
El pordiosero dio un gruñido que podía muy bien interpretarse por una respuesta afirmativa.
—¿Toma?, ¡ha hablado! ¿No decían que era mudo? Ha sido una gran suerte para ti, Trigaud, que Courte-Joie te haya cobrado tanto cariño; pues ahora casi eres un hombre como los demás, sin contar que tienes el sustento asegurado como los perros de buena casa.
El mendigo abrió su enorme boca y dio un rugido que a no atajarlo Aubin tenía trazas de no concluir jamás.
—Este animal siempre cree estar en la plaza de Montaigu —dijo Courte-Joie.
—Ya que no quieres entrar —añadió maese Jaime—, haré salir los lapins, pues, según decíais, hace en el subterráneo un calor de dos mil demonios, y creo que algunos ya están achicharrados; no obstante, es necesario confesar que esos tunantes se quejan por costumbre.
—No son como este —contestó Aubin, descargando sobre la cabeza del elefante un tremendo puñetazo—; Trigaud nunca se queja.
Trigaud, al recibir aquella muestra de cariño, echóse a reír bestialmente, e hizo con la cabeza una señal como queriendo demostrar a Courte-Joie su gratitud por la muestra de amistad que acababa de darle.
Maese Jaime, personaje nuevo que acabamos de presentar a nuestros lectores, tendría cincuenta o cincuenta y cinco años y todos le hubieran tomado por un colono de la comarca de Retz. Sus cabellos le flotaban por los hombros, llevaba la barba afeitada con el mayor esmero, una rica chupa de paño casi de moda, en comparación de las que se usaban en la Vendée; chaleco de lo mismo con anchas listas blancas y anteadas; calzones de lienzo casero, únicas prendas que le asemejaban un tanto a sus camaradas. Las armas que en aquel instante llevaba eran dos pistolas cuyas relucientes culatas le levantaban la chupa. Tenía una apariencia bonachona y apacible fisonomía; era el jefe de una de las partidas más audaces del país y el chuán más temible de diez leguas a la redonda. Quince años hacía que empuñaba las armas, a pesar de que algunas veces se había visto en apuros, haciendo cara a brigadas enteras con dos o tres hombres; así es que su arrojo y buena fortuna habían originado entre el pueblo supersticioso del Bocage la idea de que era invulnerable a las balas de los azules; y a los pocos días de la revolución de julio, cuando anunció maese Jaime que volvía a entrar en campaña, todos los desertores fueron a agruparse en torno de su bandera, formando en muy poco tiempo una respetable partida.
Luego de tener con Courte-Joie el corto diálogo que acabamos de transcribir, inclinóse maese Jaime hacia la cueva y dio un extraño silbido, a cuya señal salió de las entrañas de la tierra un zumbido parecido al de las abejas cuando salen de la colmena, y algunos pasos más allá y entre dos espesos matorrales, levantóse verticalmente sobre cuatro pies un ancho zarzo cubierto como la trampa de césped y hojarasca, dejando ver la boca de una especie de silo del cual salieron uno tras otro hasta veinte hombres cuyos trajes y ademanes estaban muy lejos de alcanzar la pintoresca elegancia que caracteriza a los bandidos que salen de las cavernas de cartón de la Ópera Cómica, unos con uniformes parecidos al de Trigaud, y otros con chaquetas de paño o de lienzo. Notábase la misma variedad en el armamento, pues tres o cuatro llevaban fusiles de munición, otros con escopetas, y algunos solamente pistolas; en cuanto a las armas blancas, maese Jaime era el único que llevaba sable y veíanse, además, dos picas que procedían de la primera guerra y ocho o diez horquillas bien aguzadas.
Cuando todos esos valientes estuvieron reunidos en el claro, sentóse maese Jaime en el tronco de un árbol derribado, y Trigaud dejó a su lado a Aubin, alejándose después a alguna distancia.
—Sí, amigo Aubin —dijo maese Jaime—, los lobos están de caza, y me alegro que te hayas tomado la molestia de avisarme. ¡Cómo! —añadió de repente, con extrañeza—, ¿tú por aquí? ¿No caíste en el garlito al mismo tiempo que Oullier? Que él se escapara al atravesar el vado de Pontfarcy, no me admira, pero ¿cómo te escabulliste tú, sin piernas?
—Para algo sirven las de Trigaud —repuso Aubin riendo—, pinché un poquillo al gendarme que me había apresado, y parece que entonces tuvo a bien soltarme, y, además, los puños de mi compañero Trigaud hicieron el resto. Y ¿quién os lo ha dicho, maese Jaime?
Encogióse este de hombros con aire indiferente, y sin contestar a la pregunta que, sin duda, le parecía ociosa, agregó:
—¿Has venido, por ventura, para avisarme que se ha aplazado el movimiento para más tarde?
—No, sigue fijado para el día veinticuatro.
—Mejor, pues ya empezaban a impacientarme tantas dilaciones.
—Paciencia, no tendréis que aguardar mucho tiempo.
—¡Cuatro días!
—¿Qué queréis decir?
—Que con tres me sobran. Yo no soy tan afortunado como Juan Oullier, que anoche los ha descalabrado en la cuesta de Baugé.
—Ya me lo han referido.
—Por desgracia, se han desquitado de un modo cruel —dijo maese Jaime.
—¿Cómo?
—¿No lo sabíais?
—No; vengo de Montaigu. ¿Qué ha sucedido?
—Que han muerto en casa de Picaut a un bravo mancebo a quien apreciaba mucho, aunque simpatizo poco con los de su casta.
—¿A quién?
—Al conde de Bonneville.
—¿Cuándo?
—Hoy mismo a las dos de la tarde.
—¿Cómo diablos lo habéis sabido?
—¿Acaso ignoro cuanto puede serme de alguna utilidad?
—Entonces no sé si vale la pena de deciros la causa de mi venida.
—¿Decid, por qué?
—Quizás ya lo sabéis.
—Probablemente.
—Quisiera estar seguro de ello.
—¿De veras?
—Sí, pues no necesitaría daros una embajada de la cual me he encargado muy a disgusto.
—¡Ah!, ¿vienes de parte de esos señores? Entonces…
A esas palabras que maese Jaime pronunció con acento amenazador y despreciativo, Aubin repuso:
—Sí, y Juan Oullier, a quien acabo de encontrar, me ha dado también un encargo para vos.
—¡Juan Oullier! Si vienes de su parte es distinto; ese ha realizado una acción que le ha conquistado todas mis simpatías.
—¿Cuál?
—Es un secreto; sepamos antes qué quieren esos señorones.
—El jefe de tu división es quien me envía.
—¿El marqués de Souday?
—El mismo.
—¿Qué desea el señor marqués?
—Se queja de que tus frecuentes salidas llaman la atención de la tropa e irritas con tus exacciones a los pueblos, paralizando de antemano el movimiento general, haciéndolo más difícil.
—Pero ¿por qué no lo verificaban antes? A Dios gracias, hace tiempo que estamos esperando ese movimiento, y, por mi parte, desde el treinta de julio…
—Además…
—¿Hay más aún?
—Te manda…
—¡Cómo!, ¿me manda?
—Tú obedecerás o no, pero él te manda…
—Oye, Courte-Joie, de antemano juro que desobedeceré.
—Pues, sabrás que te manda que te abstengas de detener diligencias y viajeros y permanezcas quieto hasta el día veinticuatro.
—Basta que lo haya mandado para que yo jure desvalijar al primero que caiga en mis manos esta noche. Quédate aquí, y mañana por toda respuesta irás a contarle todo lo que hayas visto.
—No hagas tal, Jaime.
—Vaya si lo haré.
—Reflexiona que vas a comprometer nuestra causa.
—Puede ser, pero así probaré a ese viejo, a quien no he nombrado jefe ni cosa que lo valga, que yo y los míos nada tenemos que ver con él. Ahora, si gustas, dime qué encargo traes de mi amigo Oullier.
—Le encontré a la altura del puente de Serviére; preguntándome él a dónde iba, le he contestado que venía a verte, y me ha dicho: «Dile a maese Jaime si podría desocupar su madriguera para ocultar en ella a cierto sujeto».
—¡Diantre!, ¿acaso le ha nombrado?
—No, Jaime.
—No le hace; viniendo de parte de Oullier, será muy bien recibido, pues no es hombre que molesta a los demás sin necesidad; muy distinto de esa caterva de señorones que sólo sirven para meter ruido y enredar.
—Hay de todo —repuso filosóficamente Aubin.
—¿Cuándo vendrá ese sujeto incógnito?
—Esta noche.
—¿Cómo le conoceré?
—Le acompañará Juan Oullier.
—¿Y nada más se le ofrece?
—Desearía que se alejase del bosque a toda persona sospechosa y que hicieseis dar una batida por todos estos alrededores, vigilando sobre todo el camino de Grandlieu.
—Ya lo ves, el jefe de división «manda» que no se detenga a nadie, y Oullier me pide que limpie el camino de importunos: razón de más para que cumpla la palabra que acabo de darte. ¿Cómo sabrá Juan Oullier si puede acercarse sin peligro?
—Yo le daré la señal.
—¿De qué modo?
—Colocando en la encrucijada de la Benate una rama de acebo con quince hojas.
—¿Te ha dado alguna otra seña?
—Sí; los que vengan dirán: «Vencer», y se les contestará «Vendée».
—Bien —repuso maese Jaime; y levantándose, fue al centro de la raza y llamando a cuatro hombres, les habló en voz baja, y al instante se alejaron en distintas direcciones.
Mandó sacar de la cueva un cántaro de aguardiente, dio de beber a su compañero, y a los pocos momentos aparecieron cuatro hombres por los mismos puntos en cuya dirección se habían marchado los anteriores, lo cual indicaba un relevo de centinelas.
—¿Qué hay de nuevo? —interrogó Jaime.
—Nada —contestaron tres de ellos.
—¿Y tú, qué dices? —agregó dirigiéndose al cuarto—; tú tenías mejor puesto.
—Digo que la diligencia de Nantes iba escoltada por cuatro gendarmes.
—Veo que eres buen sabueso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Courte-Joie.
—Di a Oullier que no hay ningún pantalón rojo por estos contornos y que estoy a su disposición.
—Corriente —repuso Aubin, quien durante el interrogatorio de los centinelas había preparado la rama de acebo—; enviaré a Trigaud.
—Volvióse luego a este y le dijo:
—Oye, Trigaud.
Maese Jaime le detuvo y agregó:
—¿Estás loco? ¿Qué harías sin piernas? ¿Acaso no hay aquí cuarenta hombres prontos a hacer lo que se les mande? ¡José Picaut!
Al oír su nombre, José, a quien ya conocemos, y que estaba durmiendo sobre la hierba, se incorporó de pronto.
—¡José Picaut! —repitió maese Jaime impaciente.
Levantóse este refunfuñando, y llegóse a su capitán, quien le dijo:
—Toma esta rama de acebo, y sin quitar ninguna hoja, ve en seguida a dejarla en la encrucijada de la Benate, frente al Calvario, con la punta vuelta hacia Touvois.
Persignóse maese Jaime al pronunciar la palabra Calvario, y Picaut contestó de mal talante:
—Pero…
—¿Qué pero, ni qué?…
—Tengo molidas las piernas de tanto andar, acabo de correr cuatro horas y…
—José Picaut —replicó maese Jaime con voz estridente y sonora, como el sonido de un clarín—, has dejado tu hogar para alistarte en mi compañía, sin que yo haya ido a buscarte, y ten presente que a la primera observación hiero, y al primer murmullo mato.
Y diciendo esto, sacó maese Jaime una pistola y asestó un tremendo culatazo en la cabeza de Picaut, a quien se le dobló una rodilla. Fue tan fuerte el golpe, que, a no llevar el aldeano un sombrero grueso de fieltro, le hubiera partido el cráneo.
—Anda ahora —añadió maese Jaime, observando con la mayor tranquilidad que se le había derramado el cebo.
Levantóse José sin replicar, y después de seguirle Aubin con los ojos hasta que hubo desaparecido, preguntó al capitán:
—¿Tenéis a ese en la compañía?
—¡No me hables!
—¿Hace mucho tiempo?
—Algunas horas.
—Mala adquisición.
—No diré yo lo mismo; es tan valiente como su difunto padre a quien conocí mucho; sólo necesita acostumbrarse a la subordinación y a la madriguera; es cuestión de tiempo.
—No diré que no; os pintáis sólo para educar a esa familia.
—Soy zorro viejo —y, avanzando un paso, añadió—: Me ha llegado la hora de la ronda y tengo que dejarte. Ya sabes que Juan Oullier puede venir cuando le plazca, y tocante al jefe de división, esta noche tendrá mi respuesta. ¿Te ha encargado Oullier algo más?, piénsalo bien.
—Nada más, amigo.
—Está bien; que venga, pues, a la cueva; mis lapins son como los ratones, que tienen varios agujeros. Conque hasta luego. Entretanto, come algo. ¡Hola!, mucho me engaño o ya preparan la cena.
Bajó maese Jaime a la cueva, y habiendo subido luego con su carabina, cuyo cebo examinó cuidadosamente, desapareció entre los árboles.
Entretanto, habíase animado el claro, y ofrecía en aquel momento un aspecto de los más pintorescos. Habían encendido en el silo una grandísima hoguera, cuyo reflejo ascendía por la trampa e iluminaba los matorrales con extraños y fantásticos reflejos. Cocíase en aquel fuego la cena de los desertores esparcidos por el campo; unos estaban rezando el rosario, otros entonaban cantos nacionales, cuyas tristes y lánguidas melodías concordaban perfectamente con el carácter del paisaje. Dos bretones, echados de bruces junto a la boca del silo e iluminados por el fulgor que de él salía, jugaban a la taba algunas monedas, mientras un mozo, cuyo amarillento rostro desencajado por la fiebre que denotaba ser habitante de Marais, se afanaba en quitar el moho de una vieja carabina.
Habituado Aubin a esta clase de escenas, no se preocupaba de ellas, y sentado en su lecho de hojarasca que Trigaud le había arreglado, fumaba tranquilo como en su taberna de Montaigu, cuando de repente oyó el lejano canto del búho, modulado de un modo siniestro y prolongado que indicaba un peligro. Aubin silbó ligeramente para que los desertores guardaran silencio, y casi en seguida se oyó un tiro a unos mil pasos.
En un abrir y cerrar de ojos, apagaron el fuego con el agua que para semejantes casos tenían preparada, cerróse la trampa y los lapins de maese Jaime, incluso Aubin, a quien su camarada se cargó a cuestas, se alejaron en todas direcciones, aguardando para obrar la señal de su capitán.